Conferencia General Octubre 1955

“¿Crees tú a los profetas?”

Élder Alma Sonne
Ayudante del Consejo de los Doce Apóstoles


Mis hermanos y hermanas, me siento muy feliz por el privilegio de estar ante ustedes por un momento, para expresar mi gratitud por las cosas tan edificantes que hemos oído y visto en esta conferencia general de la Iglesia. Esta mañana, a las 7:30 en el Salón de Asambleas, celebramos una reunión de bienestar. Escuchamos algo acerca del ganado: ganado de carne y ganado lechero, y cómo manejar las granjas, especialmente las granjas de bienestar. Esta instrucción fue impartida por expertos del Colegio Agrícola del Estado de Utah. Cuando terminaron sus exposiciones, el presidente Clark hizo algunas observaciones. El presidente Clark, como ustedes saben, es agricultor y ganadero por derecho propio—si es que puede adjudicarse esa distinción por trabajar dos o tres horas los sábados por la tarde en su finca. Nos sentimos grandemente edificados.

Esto me recordó al servicio fúnebre que se celebró en la región de Bear Lake para el hermano Hyrum Nebeker, también ganadero. Antes de su muerte, él había seleccionado los himnos que deseaba que se cantaran en el servicio. Entre ellos estaba el bien conocido himno que cantamos con tanta frecuencia: “Te damos, Señor, nuestras gracias.” También pidió que todos los presentes en la reunión se unieran en el canto de este himno, no solo el coro, sino también quienes estaban en las bancas delanteras y toda la congregación. Rara vez se escucha un himno cantado con más sentimiento que en esa ocasión. Todos cantaron, y todos parecían sentir el espíritu y el profundo significado de este gran himno.

Pensé en la declaración de alguien que dijo: “Dime las baladas que canta un pueblo, y yo te diré cuál es su carácter.” Espero que los Santos de los Últimos Días sean juzgados por los himnos que cantan en ocasiones como esta. Este himno, en particular, sugiere guía, guía profética. Guía es una palabra hermosa, es una palabra llena de significado. Todos necesitamos ser guiados, dirigidos e inspirados en nuestra obra y en nuestras responsabilidades.

Recuerdo un poema que aprendí siendo niño:

De la mano con ángeles por el mundo vamos;
Ojos más brillantes nos observan de lo que los ciegos sabemos;
Voces más tiernas nos saludan de lo que los sordos reconocemos;
Pero nunca hacia el cielo podemos andar solos.

Aquellos que desprecian la guía, me parece a mí, carecen de humildad. Jesús creía en la guía. Leo un versículo de los evangelios:

“Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir” (Juan 16:13).

Noten las palabras: “él os guiará a toda verdad… y os hará saber las cosas que habrán de venir.” De todos los líderes que han vivido sobre la tierra, solo Jesús, el Señor, podía hacer una promesa como esa. Estas palabras son de enorme importancia y consuelo, especialmente para aquellos que se esfuerzan por llevar una vida mejor.

El plan de salvación de Cristo fue manifestado gradualmente a través de los santos profetas. Detrás de ellos está Jesucristo, la luz del mundo y el más grande de todos los profetas. Su evangelio es la luz de guía. La voz de los profetas es la voz de Dios para las generaciones pasadas, presentes y futuras. Estos profetas vinieron cuando fueron necesarios. Fueron escogidos antes de nacer. Sus mensajes fueron siempre vitales, importantes y oportunos. Sus testimonios eran fuertes y fervientes. Llamaban al pueblo al arrepentimiento. Reprendían el pecado en lugares elevados. Su misión era purificar y regenerar a la familia humana y volver los corazones de los hombres a Dios, quien es el Creador, el Gobernante y el Dador de la vida. Estos oráculos vivientes rara vez discutían. Anunciaban e interpretaban la voluntad de Dios y no hacían ninguna concesión a los patrones y normas del mundo, por muy atractivos y deslumbrantes que parecieran.

Ustedes comprenderán la importancia de la pregunta de Pablo dirigida a Agripa y a los demás: “¿Crees, oh rey Agripa, a los profetas?” (Hechos 26:27). Pablo creía en los profetas. Citaba sus palabras para justificar y fundamentar sus declaraciones. Estoy convencido de que las advertencias y amonestaciones de los profetas, si hubieran sido debidamente consideradas y respetadas, habrían transformado el mundo, y las fuerzas malignas que operan en la vida pública y privada, ahora y en el pasado, habrían tenido mucho menos poder.

Creemos en profetas. Creemos que el único camino seguro para nosotros es seguir la amonestación de los profetas. Dijo Jesús:

“Por tanto, he aquí, yo os envío profetas, y sabios, y escribas; y de ellos, a unos mataréis y crucificaréis, y a otros azotaréis en vuestras sinagogas, y perseguiréis de ciudad en ciudad” (Mateo 23:34).

Y luego sus palabras finales: “Para que venga sobre vosotros toda la sangre justa que se ha derramado sobre la tierra” (Mateo 23:35). Los que negaron a los siervos de Dios tendrían que responder por su repudio a los profetas. Si los judíos hubieran creído a Juan el Bautista y atendido a sus amonestaciones, muchos más (de los que lo hicieron) habrían creído en Jesucristo. Pero lo rechazaron y lo difamaron. Fue encarcelado, como sus predecesores, y finalmente muerto; pero no pudieron destruir por completo su influencia ni su memoria. El pueblo común, los mansos y los humildes, escucharon. Oyeron sus palabras, aceptaron su llamamiento divino y lo siguieron. Pero los magistrados y gobernantes, los poderosos y encumbrados, los profesionales de la religión, no estaban entre la multitud que lo siguió al río Jordán. Mas Jesús vino, y Jesús fue bautizado por este gran profeta—el más grande de los profetas, dijo Jesús, nacido de mujer (véase Lucas 7:28). Estos profetas no eran soñadores, no eran hombres visionarios; eran hombres prácticos. Veían las necesidades presentes y futuras del pueblo al que eran enviados.

El presidente Brigham Young, por ejemplo, fue un gran profeta y más que un profeta. Fue llamado a una gran responsabilidad. No fue muy distinta de la que recayó sobre Moisés, el legislador de Israel, durante los años del éxodo de Egipto. Ambos estaban profundamente preocupados por el bienestar espiritual y temporal de su pueblo.

Al contemplar los magníficos logros de Brigham Young y de quienes lo siguieron, podemos imaginar el trágico éxodo de carretas cubiertas y compañías de carretillas de mano. Cada día era un desafío, y cada noche un peligro, llena de riesgo e incertidumbre. Pero los fuertes e indomables pioneros, bajo su profeta, nunca vacilaron; avanzaron firmemente hacia su destino. Al llegar, contemplaron un desierto árido, cubierto de arbustos de artemisa y habitado por los indios salvajes. ¿Qué hizo este profeta moderno? Se hizo amigo de los indios. Cultivó la tierra e irrigó los campos.

Los profetas vinieron cuando se les necesitó. Que nosotros, ustedes y yo, escuchemos a los profetas que viven hoy. Que seamos guiados por sus inspiradoras enseñanzas, y que emprendamos con ellos la tarea de edificar el reino de Dios sobre la tierra, y que finalmente seamos dignos de una exaltación en ese reino, es mi oración, en el nombre de Jesucristo. Amén.

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