“La bendición y hermandad del Sacerdocio”
Presidente Stephen L Richards
Primer Consejero de la Primera Presidencia
Hace algunos años me encontré a orillas del río Susquehanna, en o cerca del lugar donde José y Oliver recibieron, bajo las manos de Juan el Bautista, el Sacerdocio Aarónico. Supe que no se conoce con certeza el sitio exacto donde fue conferido el Sacerdocio de Melquisedec, pero se supone que fue en esa misma vecindad. Tuve tiempo para la contemplación durante la visita a ese lugar histórico, y comprendí, al reflexionar sobre el don extraordinario que el Señor otorgó en esta dispensación, que los relatos de José y Oliver eran verdaderos (José S. H. 1:68-72), y sentí la misma certeza de esa experiencia divina como si hubiera tenido lugar ante mis propios ojos. No había tenido motivo para dudarlo antes, y ciertamente no he tenido duda alguna desde entonces; y ha sido mi placer y mi satisfacción a lo largo de los años declarar la autenticidad y el origen divino del Sacerdocio de Dios que ha llegado por medio de sus siervos en esta obra de los últimos días.
No sé cómo dar una justa estimación de ese gran poder. Sé que el hombre, por naturaleza, es la más noble de todas las creaciones del Señor. Sé que está dotado de inteligencia, de razón, de conciencia y de muchas de las virtudes que tanto apreciamos, y tengo gran admiración por los hombres que desarrollan sus talentos nativos y dones latentes hasta alcanzar un punto en que poseen gran inteligencia y vasto conocimiento, y se preparan para prestar un gran servicio a los hijos de nuestro Padre.
Pero he llegado a la conclusión, en mi propia mente, de que ningún hombre, por grandes que sean sus logros intelectuales, por vasto y trascendente que sea su servicio, llega a la plena medida de su condición de hijo de Dios y de la hombría que el Señor quiso que tuviera, sin la investidura del Santo Sacerdocio. Con esa apreciación, hermanos míos, he dado gracias al Señor toda mi vida por esta maravillosa bendición que me ha sido concedida—una bendición que algunos de mis progenitores tuvieron, y una bendición que, más que cualquier otra herencia, deseo que disfruten mis hijos, mis nietos y mis bisnietos.
Puede ser que muchos de nuestros jóvenes, y algunos mayores, estén en esta vasta congregación oyente esta noche—algunos que no han estado con nosotros antes y algunos que no han sentido el calor de la fraternidad que se nos permite gozar. Espero no ser presuntuoso al darles la bienvenida a los lazos de la fraternidad y de la hermandad del Santo Sacerdocio. Y sé que pocas cosas hay que puedan hacer para traer a estos recién llegados una apreciación más profunda de esta grande y maravillosa bendición que acogerlos en sus corazones y en sus consejos dentro de los quórumes del Santo Sacerdocio. El Señor ha provisto estos quórumes. Él los ha especificado. Ha dado incluso los números que los constituyen, y sabemos que Él desea que sean verdaderas fraternidades entre nuestros hermanos. Todos necesitamos la ayuda de un amigo. Todos necesitamos comprensión compasiva. Necesitamos aliento. A veces necesitamos corrección. Dentro de los quórumes del Sacerdocio están los medios y las oportunidades para una hermandad que ayude a todos sus miembros.
Me gustaría que los quórumes del Sacerdocio asumieran un lugar más amplio y más importante en la enseñanza del Evangelio, en el cuidado de nuestros jóvenes y muchachos, y en su preparación para la gran obra de los últimos días. Creo que son organizaciones que el mismo Señor diseñó para bendecir a todos nuestros hermanos.
Por supuesto, podrían decirse muchas cosas sobre las oportunidades que ofrecen estos quórumes. Hermanos míos, den a estos grupos a los que pertenecen, estas sociedades sagradas, su lealtad, su amor y devoción, y su ayuda. El Señor necesita a su Sacerdocio para llevar adelante su obra. No sé si alguno de nosotros puede imaginar cómo será la venida del Salvador, pero siempre he sentido que cuando venga requerirá la ayuda de sus siervos en la perfección de su Reino, y que llamará en primer lugar a su Sacerdocio, antes que a ningún otro, para consumar su obra gloriosa. Me gustaría estar listo para servirle de manera aceptable cuando llegue ese día, y sé que ustedes también lo desean, así que ruego al Señor que nos bendiga para que podamos dedicarnos de lleno a la gran Causa a la cual tenemos el honor de pertenecer, para que sostengamos los estándares de rectitud, proclamemos el Evangelio de nuestro Señor y vivamos de tal manera que seamos dignos de ser llamados y escogidos ahora y cuando Él venga. Esa es mi oración para todos nosotros, en el nombre de Jesús. Amén.

























