Sé fiel a la fe
Élder Ezra Taft Benson
Del Cuórum de los Doce Apóstoles
Mis amados hermanos, hermanas y amigos: Doy gracias a Dios por ese conmovedor himno mormón que acabamos de cantar [“For the Strength of the Hills” (Por la fortaleza de los montes)].
Con profunda humildad me presento ante ustedes esta mañana. Busco el interés de su fe y oraciones, y las bendiciones de nuestro Padre Celestial, para que pueda tener Su Espíritu que me sostenga.
Esto es un gran honor, una responsabilidad solemne y un privilegio sagrado. Me emociono con esta gran conferencia y los mensajes que se han dado. Aunque tendré que recibir parte de los mensajes por escrito, estoy muy agradecido al Señor de haber podido asistir a algunas de las reuniones de ayer y de estar aquí esta mañana. Fue necesario asistir a una importante reunión del gabinete en Washington el viernes y detenerme en Denver de camino a Salt Lake City.
Quisiera decirles, mis hermanos, hermanas y amigos, que me siento muy feliz de informar, con base en esa visita y en una conversación telefónica cinco minutos antes de comenzar esta sesión, que el Presidente de los Estados Unidos continúa mostrando un progreso excelente. Él ha sido informado de las oraciones espontáneas que se han elevado a nuestro Padre Celestial durante las sesiones de esta gran conferencia, y más particularmente de la oración que se ofreció en su favor por las Autoridades Generales de la Iglesia cuando se reunieron alrededor del altar sagrado en el templo en ayuno y oración el jueves. Conociendo al Presidente como un hombre grande y bueno—un hombre de fe y de profunda espiritualidad—sé que él desearía que yo expresara a todos los que están al alcance de mi voz su gratitud por la fe y las oraciones que se han ofrecido.
Me he sentido profundamente impresionado en los últimos años con el crecimiento en espíritu, compañerismo y hermandad que parece manifestarse en la Iglesia. Durante los últimos tres años he viajado aproximadamente cien mil millas cada año. Casi en todas partes adonde he ido he sido recibido por miembros de la Iglesia, ya sea en los aeropuertos o en reuniones—a las cuales no estaban obligados a asistir—y siempre con expresiones de amor, de confianza y de oraciones en mi favor, así como expresiones de interés y orgullo por el crecimiento de la Iglesia en todo el mundo. Creo que también he encontrado evidencia de una fe y devoción crecientes.
Me parece muy apropiado que en esta conferencia se haya hecho tanta referencia a las condiciones en Europa y a los grandes acontecimientos que han tenido lugar allí en los últimos meses: la dedicación del templo en Berna; la colocación de la primera piedra para un nuevo templo en Inglaterra; y el anuncio de un posible tercer templo.
Se ha hecho referencia a la gira europea del coro, a la fe de los Santos y a las bendiciones que disfrutan hoy en comparación con solo unos pocos años atrás—sí, apenas una corta década atrás. Estoy muy agradecido al presidente McKay y a los demás miembros de la Presidencia porque la hermana Benson y yo fuimos invitados a asistir a aquella gloriosa dedicación en Berna, Suiza. Creo que nunca en mi vida había sentido el velo tan delgado como lo sentí hace tres semanas esa mañana, cuando nos reunimos en la sesión de apertura de aquel servicio de dedicación en ese hermoso lugar, la casa del Señor, y cuando escuchamos la oración ofrecida por el presidente McKay y las palabras que precedieron a esa oración. Seguramente él estuvo inspirado, y ciertamente todos fuimos elevados y convencidos, más allá de toda sombra de duda, de que la acción tomada por la Primera Presidencia al extender los templos a Europa tenía la bendición y aprobación de nuestro Padre Celestial. ¡Jamás olvidaré ese glorioso acontecimiento! Para mí fue el evento más importante que ha ocurrido en Europa en 118 años, desde que el evangelio fue llevado por primera vez a aquellas costas. Estoy agradecido al Señor de que mis deberes oficiales me permitieran asistir a esa dedicación, casi de una manera milagrosa, porque de no haber sido por el aplazamiento de una semana probablemente no habría tenido la oportunidad. Creo, presidente McKay, que aquel aplazamiento fue en parte una respuesta a mis oraciones.
Naturalmente quedé profundamente impresionado con el contraste entre las condiciones de Europa en 1946, cuando estuve allí por última vez, y las condiciones que encontramos ahora. Desde la dedicación he estado recordando, una y otra vez, las condiciones que existían cuando fui en una misión de emergencia en respuesta al llamamiento de la Primera Presidencia en 1946, y comparándolas con las condiciones que vimos en esta reciente gira del coro, en la visita de los demás hermanos y en la dedicación del templo. Seguramente el Dios del cielo ha bendecido a Europa y a los pueblos de esos países. Casi me parecía imposible darme cuenta de que en 1946, después de recorrer más de 60,000 millas—la mayor parte en aviones militares sin calefacción, con asientos de lona, en jeeps, y en algunos tramos en vagones de madera de ferrocarril y en trenes militares—gran parte de Europa estaba en completo colapso económico y espiritual. Parecía casi increíble comprender el cambio que se ha producido, las comodidades de que ahora disponen y que entonces estaban totalmente ausentes. En aquel tiempo había estaciones de tren bombardeadas y destruidas, horarios irregulares e inestables, ciudades enteras reducidas a ruinas, servicios interrumpidos y la economía paralizada. Ahora todo parece estar en orden: ya no más dormir en camas de paja ni vivir con raciones “K.” Todo parece prometedor y pacífico.
También la gente ha cambiado: ya no se ven temblando de frío; ya no hay señales de malnutrición; ya no se ven personas pobremente vestidas y en harapos; ya no hay gente hambrienta y muriendo de inanición, especialmente los niños pequeños. Ya no hay grandes corrientes de refugiados abarrotando los caminos del país con todas sus pertenencias sobre sus espaldas; ya no hay grandes multitudes de desplazados, familias divididas, personas desanimadas, confundidas, frustradas, con el corazón enfermo. Sí, ha ocurrido un gran cambio, y doy gracias a Dios de que sus bendiciones se hayan derramado sobre esas naciones, en particular sobre aquellas que tanto sufrieron a causa de la Segunda Guerra Mundial.
Quisiera mencionar esta mañana una simple experiencia para ilustrar no solo los cambios que se han producido, sino también algo de la influencia y del poder de la música y del Coro del Tabernáculo. He querido relatar esto al Coro del Tabernáculo desde que regresé. Aunque no todos ellos estén aquí esta mañana, quiero mencionarlo.
Recordarán ustedes los relatos del bombardeo de la gran ciudad de Hamburgo, una gran y orgullosa ciudad, un importante centro industrial. Cuando fuimos allí en la primavera de 1946, parecía como si toda la ciudad fuera un montón de escombros. No había tranvías en funcionamiento, ni líneas de autobuses—todos los servicios estaban interrumpidos. Todo parecía estar destrozado. Según recuerdo, estimaban que la ciudad había sido destruida en más de un setenta por ciento. Mil aviones habían descendido sobre aquella ciudad noche tras noche. Durante una noche terrible—y escuché el relato de primera mano de muchos de nuestros fieles Santos—durante esa noche terrible se destruyeron cinco de nuestros seis lugares de reunión. Perdimos, según recuerdo, veintiséis poseedores del sacerdocio. Luego siguió una de las mejores demostraciones del espíritu del programa de bienestar que, pienso, ofrece esta Iglesia: el presidente de distrito reunió a los Santos, y ellos llevaron la comida, la ropa de cama y la ropa que pudieron rescatar y la colocaron a los pies de la presidencia de distrito para que se distribuyera entre los miembros de la Iglesia según la necesidad.
Mientras esta experiencia aún estaba fresca en nuestra memoria, nos reunimos en la ciudad de Herne con los Santos de la golpeada zona industrial del Ruhr para su primera conferencia de distrito después de la guerra. La reunión se celebraba en una vieja escuela bombardeada. No recuerdo exactamente cuántas personas había, pero eran varios centenares. Habíamos fijado la reunión para las once de la mañana, con el fin de darles tiempo para caminar las largas distancias que muchos de ellos debían recorrer, algunos cargando bebés en brazos, porque no había transporte público disponible, y la mayoría había gastado ya sus bicicletas o no podía conseguir repuestos.
La presidencia de distrito había preparado, con nuestra cooperación, una sorpresa especial para la congregación esa mañana. De algún lugar habían conseguido una vieja radio que colocaron cubierta en una esquina del edificio. En un momento determinado de aquella reunión, que jamás olvidaré, se sintonizó la radio con Radio Stuttgart, la emisora militar estadounidense operada por un soldado mormón, y escuchamos cómo flotaban sobre la audiencia las notas del Coro del Tabernáculo entonando aquel conmovedor y hermoso himno pionero: “¡Venid, Santos!”
Después del segundo número, “Oh mi Padre”, se había cantado, creo que no quedaba un ojo seco entre los adultos de aquella congregación. Vi ante mí una audiencia literalmente conmovida hasta las lágrimas por el canto de himnos mormones de nuestro gran coro. Parecía como si todas las preocupaciones de aquellos Santos que sufrían hubieran sido olvidadas esa mañana. Incluso durante el período de almuerzo de treinta minutos—cuando lo más común en el menú era una mezcla de grano partido y un poco de agua, como la que solíamos dar a los polluelos—, aun durante el almuerzo, hablaron de sus bendiciones y expresaron su gratitud por el evangelio.
Luego, al despedirnos esa tarde después de la segunda sesión, la expresión común al decirnos adiós era: “All is gut, Brother Benson” (“Todo está bien, hermano Benson”). Bien, ciertamente todo está bien ahora. Con la llegada de los templos, con la restauración material que ha alcanzado a esos países, y con lo que espero sea un interés más profundo en los asuntos espirituales—interés al cual el templo contribuirá en gran medida—, espero también que haya un gran incremento en ese interés espiritual, para que esas naciones puedan ser preservadas en paz.
Que Dios bendiga a esas personas maravillosas que serán beneficiarias de las bendiciones del templo, siempre que se preparen para recibirlas viviendo el evangelio. Y espero y oro sinceramente que no solo ellos, sino todos nosotros en todas partes, hagamos esa preparación, para que podamos disfrutar de las más ricas bendiciones que los hombres y mujeres pueden conocer en este mundo y que están ligadas a las ordenanzas sagradas y a las bendiciones de los templos de Dios. Si bien reconozco que todavía hay muchos Santos que están aislados y que probablemente no podrán llegar a los templos, este movimiento en Europa, que estoy seguro se hizo bajo inspiración, acercará los templos a muchos miles de los hijos de nuestro Padre.
A aquellos que aún están aislados quisiera decirles esto: en mi humilde opinión, si continúan viviendo el evangelio, guardando los mandamientos y manteniéndose puros e incontaminados del mundo, el Señor, de alguna manera, compensará aquello que parece que están perdiendo al no poder ir al templo. No se verán privados de las bendiciones que sus vidas merezcan.
Ahora, mis hermanos y hermanas, se ha dicho mucho en cuanto a la actitud del mundo hacia la Iglesia y el reino del cual somos parte. Parece como si hubiéramos sido aceptados, en cierta forma, por el mundo. En los últimos años se ha hablado mucho en alabanza, mucho en reconocimiento, muchos comentarios favorables en la prensa y en otros lugares respecto de la Iglesia. La hermana Benson y yo nos sentimos encantados al viajar oficialmente por seis países de Europa. Nos deleitó encontrar, al visitar con funcionarios de gobierno y con líderes agrícolas, hombres prominentes, en banquetes, recepciones y en reuniones informales, que en todas partes había comentarios favorables en cuanto a la Iglesia y su pueblo. Fueron muchas, muchísimas, las conversaciones que sostuvimos acerca de la Iglesia y su programa.
Pero quisiera plantear esta advertencia, mis hermanos y hermanas. En este período de aparente buena voluntad—de buen sentimiento hacia la Iglesia—cuando parece que ya no tenemos grandes obstáculos como los que una vez tuvimos, debería haber una profunda preocupación. En mi opinión, en la hora de nuestro éxito radica nuestro mayor peligro. Y, al parecer, esta es una hora de gran éxito. Ya no hay persecución—una persecución que en otro tiempo tendía a unirnos y hacernos solidarios. ¡Ahora parece que el mundo nos acepta! ¿Significará esto desunión? ¿Significará que descansaremos en nuestros laureles y que nos sentaremos, por así decirlo, pensando que todo está bien en Sion? Creo que hay un peligro real en este período, este período de elogio y reconocimiento.
Me alegra que así sea, siempre y cuando seamos cuidadosos, que estemos alerta. La alabanza del mundo no nos salvará. No nos exaltará en el reino celestial. Solo vivir los principios del evangelio nos traerá salvación y exaltación. Y así espero que nuestro desempeño en vivir el evangelio esté a la altura del reconocimiento y de la alabanza que recibimos, que nuestro desempeño al menos iguale nuestra reputación, y tenemos una buena reputación. Que Dios nos conceda que podamos merecer todas las cosas buenas que se han dicho de nosotros, y que más cosas buenas puedan decirse de nosotros con justicia en el futuro.
Sé que el diablo está alerta. Él es el enemigo de esta obra. Es el enemigo de toda justicia, y sé que es astuto, que nunca toma vacaciones. Trabaja horas extras. Es ingenioso. Estoy seguro de que ideará nuevas formas de combatir esta obra. Puede que no sepamos con exactitud qué forma tomarán esos planes, pero debemos estar vigilantes.
El presidente McKay, pensé, dijo muy sabiamente anoche que, si llegara la oposición, la mejor manera de afrontarla sería vivir de tal manera que se demuestre falsas todas las acusaciones falsas. Con todo mi corazón respaldo ese sentimiento.
Pero hay un peligro real, mis hermanos y hermanas. Hay un peligro real de que durante este período bajemos la guardia, por así decirlo; de que seamos tentados a unirnos con el mundo y a adoptar algunos de sus estándares contra los cuales hemos sido advertidos por el Señor. Creo que esto es particularmente cierto en el campo social. Hace poco llegó a mi conocimiento el hecho de que un grupo de mujeres jóvenes, esposas, algunas de cuyos maridos trabajan en el gobierno de los Estados Unidos y de hombres que habían alcanzado cierto grado de prominencia en sus respectivos campos, habían llegado más o menos a la conclusión de que, para ser aceptados por el mundo, para que sus esposos pudieran progresar en el mundo, tendrían que ceder un poco en sus normas. Habían concluido que tendrían que servir cócteles y café en sus hogares cuando vinieran amigos.
Quiero testificarles, mis hermanos y hermanas, y en particular a los jóvenes matrimonios de esta Iglesia, que tal conclusión no solo es imprudente e injustificada, sino que también es peligrosa y solo puede conducir a la aflicción, la desilusión y la pérdida de la fe. Estoy seguro de que ahora, más que nunca quizá, es tiempo de vivir el evangelio, de guardar los mandamientos, de mantener cada norma de la Iglesia y de ser fieles a nuestros convenios. Al hacerlo, no solo garantizamos y protegemos nuestro propio futuro y nuestra salvación y exaltación, sino que también tenderemos a salvaguardar el futuro de nuestros propios descendientes y a asegurar, en mucho mayor grado, nuestro éxito en los campos que hayamos escogido, sin importar cuáles sean.
Creo que fue Nefi quien dijo que llegaría el tiempo en que habría una tendencia a que la gente se adormeciera; que serían arrullados en una falsa seguridad; que habría quienes estarían tranquilos en Sion, diciendo: “Sion prospera, todo está bien”; y que el diablo engañaría sus almas y los conduciría cuidadosamente al infierno (véase 2 Nefi 28:21).
Creo que hoy debemos estar en guardia para que eso no suceda en la Iglesia. Muchas veces, durante esta última gira por Europa, como también me ha ocurrido antes, tuve ocasión de agradecer al Señor por la Palabra de Sabiduría. Fueron muchas las conversaciones que tuvimos acerca de la Iglesia, y en particular las que sostuvo mi buena esposa, mientras asistíamos a cenas, almuerzos, etc., y la gente notaba que no bebíamos licor, que no fumábamos, etc. Inmediatamente querían saber más sobre la Iglesia, y siempre había reconocimiento por nuestras normas. Nunca hubo vergüenza alguna. Siempre hubo un sentimiento de gratitud y de agradecimiento de nuestra parte al terminar el día o la velada, por las normas que el Dios del cielo ha establecido en su Iglesia.
Esto fue igual sin importar cuán alto fuese el rango de los funcionarios con quienes nos reunimos. Y les digo: siempre será así con hombres de buena voluntad, hombres de carácter. Como Santos de los Últimos Días no podemos darnos el lujo de rebajar nuestras normas, de rehusar vivir el evangelio plena y completamente.
Que Dios nos bendiga, mis hermanos y hermanas, para que continuemos siendo un pueblo peculiar, como Pedro dijo de los santos de antaño. Se refirió a ellos como un pueblo peculiar. Así lo somos nosotros, y que continuemos siéndolo. ¡Que nosotros, los que poseemos el sacerdocio de Dios, no temamos dar un paso al frente y brindar el liderazgo recto que es necesario en nuestros diversos campos de actividad! Este es un tiempo de demostración, mis hermanos del sacerdocio, de dar a conocer al mundo algo de los frutos del mormonismo, algo de los testimonios que llevamos, algo de nuestra fe y de nuestra determinación de vivir el evangelio.
Sí, hagamos lo que es correcto, y no tendremos motivo para preocuparnos. Les testifico con toda mi alma que esta obra en la que estamos comprometidos es la verdad. Dios ha vuelto a hablar desde los cielos. Su obra está sobre la tierra. José Smith fue en verdad un Profeta de Dios. El mismo poder y autoridad que él poseía están ahora en manos del presidente David O. McKay.
Que Dios nos ayude a comprender estos hechos y a prestar atención al consejo de nuestro gran líder y de aquellos que sirven como líderes en el sacerdocio en todas partes, lo ruego en el nombre de Jesucristo. Amén.

























