Conferencia General Octubre 1955

Por qué los Santos de los Últimos Días edifican templos

Élder Bruce R. McConkie
Del Primer Cuórum de los Setenta


Mi corazón se conmovió hoy, como estoy seguro que también se conmovieron los corazones de todos ustedes, al escuchar al presidente McKay relatar los logros y resultados del viaje del Coro del Tabernáculo, y luego dar testimonio de sus sentimientos y emociones en relación con la dedicación del nuevo templo en Suiza.

Parece, por lo que está ocurriendo con respecto a este templo y otros que están en construcción o contemplados, que usted y yo estamos viviendo en una época en la cual los hermanos sienten que las grandes bendiciones del templo deben ponerse al alcance de las personas en todas las naciones y en todos los lugares donde haya congregaciones de santos en número suficiente para justificarlo.

Creo que, si pudiera tener el Espíritu por unos momentos, me gustaría decirles algo en cuanto a por qué los Santos de los Últimos Días edifican templos. Los templos no son simplemente casas de adoración; no son capillas ni tabernáculos; no son lugares diseñados para que nos reunamos y se nos dé el pan de vida y se nos enseñen nuestras obligaciones y responsabilidades. Los templos, tal como los entendemos, edificamos y dedicamos, son santuarios sagrados, apartados del mundo, casas preparadas y dadas al Señor en las cuales pueden efectuarse las ordenanzas y enseñarse los principios mediante los cuales usted y yo tenemos la oportunidad de entrar en la plenitud eterna en el reino de nuestro Padre.

Cuando salimos del mundo y nos unimos a la Iglesia, cuando llegamos a ser miembros de este reino, entramos en un camino que se llama “la senda estrecha y angosta” (2 Nefi 31:18). La membresía en la Iglesia nos pone en marcha hacia una meta que se llama la vida eterna. El bautismo no es un fin en sí mismo; es el comienzo del proceso de lograr nuestra salvación con temor y temblor delante del Señor.

Después de habernos unido a la Iglesia, de haber entrado en el reino y de haber recibido el derecho a la compañía constante del Espíritu Santo, si seguimos adelante y guardamos los mandamientos de Dios, al fin y al cabo tenemos derecho a una herencia en su mundo eterno, donde se encuentra la plenitud de su gloria.

Según entendemos las revelaciones, cuando aceptamos a Cristo y nos unimos a la Iglesia, se nos da poder para llegar a ser hijos de Dios (Juan 1:12). No llegamos a ser sus hijos e hijas únicamente por la membresía en la Iglesia, sino que tenemos la capacidad y el poder de alcanzar ese estado después de aceptar al Señor con todo nuestro corazón (véase DyC 39:1–6).

Ahora bien, las ordenanzas que se efectúan en los templos son las ordenanzas de la exaltación; ellas nos abren la puerta a una herencia de filiación divina; nos abren la puerta para que podamos llegar a ser hijos e hijas, miembros de la casa de Dios en la eternidad. Si vamos a los templos con un corazón honesto y un espíritu contrito, habiéndonos preparado mediante la rectitud personal, la dignidad y una vida correcta, entonces en esas casas recibimos las ordenanzas y las instrucciones que nos capacitan, si después permanecemos fieles, para recibir finalmente la plenitud del Padre.

Las ordenanzas del templo abren la puerta para obtener todo poder y toda sabiduría y todo conocimiento. Las ordenanzas del templo abren el camino hacia la membresía en la Iglesia del Primogénito. Abren la puerta para llegar a ser reyes y sacerdotes y heredar todas las cosas.

Ahora bien, el simple hecho de recibir las ordenanzas en ningún sentido garantiza que recibiremos esas recompensas. El hecho de que seamos sellados en el templo por el tiempo y por la eternidad a nuestras esposas y a nuestros hijos no garantiza que al final obtendremos esas bendiciones.

A mi juicio, no hay acto más importante que cualquier Santo de los Últimos Días realice en este mundo que casarse con la persona correcta, en el lugar correcto y por la autoridad correcta. La persona correcta es alguien por quien existe el afecto natural, sano y normal que debe existir. Es la persona que vive de tal manera que puede entrar en el templo de Dios y hacer los convenios que allí se hacen. El lugar correcto es el templo, y la autoridad correcta es el poder de sellar que Elías restauró.

Todas estas cosas, estas exaltaciones y honores y glorias, se nos ofrecen a nosotros y al mundo entero por medio de las ordenanzas que se realizan en estos sagrados santuarios que están apartados del mundo. Después de haber participado de estas ordenanzas, entonces recae sobre nosotros la obligación de vivir en armonía con los principios de la verdad eterna y andar rectamente delante del Señor. Si guardamos los convenios que hemos hecho en estos lugares santos, entonces tendremos recompensa y honor en la eternidad, sin mencionar aquella paz y felicidad en esta vida que está más allá de cualquier comprensión o entendimiento que pueda tener alguien del mundo (DyC 59:23).

Me impresiona pensar que todos nosotros, como individuos, deberíamos considerar que, puesto que los hermanos están haciendo todo lo que corresponde a la edificación de templos, esta es una época y un tiempo y una hora en que todos deberíamos poner nuestras casas en orden y hacer las cosas que estoy seguro ya sabemos que debemos hacer, a fin de llegar a ser herederos de estas bendiciones eternas. Las bendiciones se reciben en condiciones de rectitud personal, en condiciones de vencer, tal como dijo el Señor: “Al que venciere, le concederé que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono” (Apocalipsis 3:21).

En el nombre de Jesucristo. Amén.

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