Conferencia General Octubre 1955

“…en el nombre de Jesucristo”

Presidente J. Reuben Clark, Jr.
Segundo Consejero de la Primera Presidencia


Mis hermanos y hermanas, aquellos que están frente a mí y aquellos que nos escuchan por la radio: me regocijo con ustedes por la gloriosa inspiración que recibimos en la sesión de la mañana y por el ánimo que nos dio respecto a la manera en que somos considerados en el mundo, y sobre el deber que eso impone sobre nosotros, así como por las demás instrucciones que recibimos. Es mi sincero deseo y mi oración que hoy pueda decir algo que sea fructífero, que edifique nuestra fe y que, espero, llame la atención sobre un gran principio que considero está en la base, uno de los dos grandes acontecimientos que son el fundamento de todo lo que creemos y todo lo que sabemos.

Pablo, hablando a los corintios al inicio de su Primera Epístola, dio gracias a Dios de que solo había bautizado a dos de ellos en Corinto, Crispo y Gayo (1 Corintios 1:14), y en cierto modo repudió al resto por su paganismo e incredulidad. Muy temprano en esa primera epístola les manifestó lo que sentía al respecto. Él dijo: “Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado” (1 Corintios 2:2).

Y si leen en este mismo contexto —y espero que lo hagan— el capítulo quince de la Primera a los Corintios (1 Corintios 15:1–58), que trata sobre la resurrección, encontrarán uno de los grandes y magistrales sermones que se han predicado en el mundo sobre la resurrección, en el cual, con lógica penetrante y gran razonamiento, Pablo mostró cuán vana sería toda nuestra fe y toda nuestra enseñanza si Cristo no hubiese resucitado.

Recuerdo también, en esta misma relación, aquellas palabras de Pedro cuando él y Juan habían ido a visitar el templo. Al entrar desde el atrio de los gentiles hacia el atrio de las mujeres, allí en la Puerta Hermosa —que era la entrada— encontraron a un mendigo que, aparentemente, había sido llevado allí durante años. Él se ganaba la vida con lo que recibía al mendigar de quienes entraban. Pedro y Juan se detuvieron un momento y le dijeron: “Míranos.” Y él, esperando recibir limosna de ellos, levantó la vista, y Pedro le dijo:

“No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy: En el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda.” Y al extender la mano y tomar al hombre, al incorporarse, sus pies y tobillos se afirmaron, y anduvo, y saltaba de gozo y alababa a Dios (véase Hechos 3:1–8).

Los gobernantes judíos no pudieron soportar este desafío. Pedro y Juan fueron arrestados, encarcelados y luego, a la mañana siguiente, fueron llamados ante Anás, el verdadero sumo sacerdote, Caifás, su yerno, quien era el sumo sacerdote titular nombrado por el gobierno romano, junto con Juan y Alejandro, y otros parientes del sumo sacerdote, además de los demás miembros del Sanedrín. Estos exigieron a Pedro y a Juan saber con qué poder y en qué nombre habían hecho aquellas cosas (véase Hechos 4:1–12).

Pedro, en su defensa, dijo: “…en el nombre de Jesucristo de Nazaret, a quien vosotros crucificasteis.” Y añadió: “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:10, 12).

Hoy en día, el gran mundo cristiano se está apartando de su creencia temprana y verdadera en Jesús como el Cristo. Lo están explicando de diferentes maneras. Le están quitando su divinidad.

Una gran iglesia, aparentemente, está aflojando los lazos que antes tenía y que la unían a Jesucristo, al colocar en su lugar a la madre de Jesús, María. Nosotros, en nuestra fe, sabemos que Jesús de Nazaret es el Cristo. Este es nuestro conocimiento. Debemos proclamarlo en todo momento y bajo todas las circunstancias.

Saben, no es difícil comprender que el mundo cristiano no tenga el conocimiento que nosotros poseemos, porque la Biblia, el Antiguo Testamento, contiene escasas referencias acerca del Cristo y de su obra. Hay algunos pasajes gloriosos en los Salmos que describen su crucifixión, que hablan de su nacimiento, pero en general no se dice mucho acerca de Él.

¿Por qué, entonces, Jesús de Nazaret habría de asumir este lugar tan tremendo e importante en el mundo cristiano, tal como lo describieron Pablo y Pedro?

La revelación moderna nos lo ha revelado. No tengo tiempo —ni este es el lugar— para emprender una discusión extensa sobre la Caída y la Expiación, más que para decir unas pocas palabras.

Sabemos del Gran Concilio; sabemos de las decisiones allí tomadas; sabemos que el mundo fue creado para que los espíritus del mundo espiritual vinieran aquí y recibieran un cuerpo.

Sabemos de la colocación de Adán en el Jardín y de la instrucción que se le dio respecto a los dos árboles (Génesis 2:16–17). Sabemos de la desobediencia a la instrucción respecto al árbol del conocimiento del bien y del mal. No me gusta llamarlo una transgresión, porque el acto cometido por Adán había sido previsto; y se había planeado antes de la creación del mundo que él hiciera todo lo que hizo.

Pero un ser inmortal había desobedecido el mandamiento del Señor. Un ser inmortal había comido del fruto. Un ser inmortal había sufrido la consecuencia. Él y Eva se convirtieron en mortales, y ella después cantó en un gran himno de alabanza su gratitud por haber desobedecido, porque ahora podían tener posteridad (véase Moisés 5:11). Sabemos que al tener descendencia podían avanzar en el cumplimiento del plan que originalmente se había trazado en el Gran Concilio.

Adán se volvió mortal; la muerte espiritual vino sobre él; y la muerte física vino sobre él. Esta fue la primera gran crisis en la historia de la humanidad. De hecho, podría decirse que produjo a la humanidad.

Para que Adán pudiera volver al lugar de donde había comenzado, era necesario que hubiera una expiación por esa desobediencia.

De manera evidente, Adán no podía desandar sus pasos; no podía “descomer” el fruto. Él era mortal. Por muy buenos que fueran algunos de sus hijos, también eran mortales y no tenían más poder que el que él tenía. Entonces, para pagar por la desobediencia, se requería un Ser concebido por el Infinito, no sujeto a la muerte como lo estaba la posteridad de Adán; alguien a quien la muerte estuviera sujeta; alguien nacido de mujer, pero aún divino. Solo Él podía hacer el sacrificio que nos permitiría tener nuevamente reunidos nuestros cuerpos y nuestros espíritus en el debido tiempo del Señor, y luego regresar al Padre, así reunidos; y finalmente, con cuerpo y espíritu juntos, pudiéramos seguir adelante por todas las eternidades.

Jesús de Nazaret fue el escogido antes de la creación del mundo, el Unigénito del Padre, para venir a la tierra a realizar este servicio, para vencer la muerte mortal que expiaría la Caída, de modo que el espíritu del hombre pudiera recuperar su cuerpo y así reunirlos.

(Nota: Al hablar a la multitud en Jerusalén, Jesús dijo:

“Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar.

Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre” (Juan 10:17–18).

Esa es la razón por la cual, por más bueno que haya sido cualquier hombre, hijo de Adán, no podía hacer lo que se requería, no podía realizar la expiación que nos devolvería a la presencia de nuestro Padre Celestial. Nuevamente, él no podía “descomer” el fruto. Jesús no era hijo de Adán, sino del Padre.

Cuando Juan estaba bautizando en el Jordán, vio que Jesús se acercaba y exclamó:

“He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). El registro no dice “pecados”.

Con frecuencia se nos dice y entendemos que Cristo no solo expió por el “pecado original”, como se le llama, sino que también expía por nuestros pecados en general. Según lo entiendo, en lo que respecta a la resurrección, al vencer la muerte mortal, Él sí expió por nuestros pecados. Es decir, no importa lo que hagamos aquí en la tierra, aun cuando cometiéramos el pecado imperdonable, la expiación de Cristo, para ese fin y con ese propósito, expiará por nuestros pecados, y de ese modo traerá la resurrección. Pero después de la resurrección, entonces debemos ser juzgados de acuerdo con las obras de la carne, sean buenas o malas. En el día del juicio recibiremos nuestras recompensas o castigos; debemos pagar por nuestros propios pecados.

Así que, según lo concibo, debemos mantenernos firmes e inamovibles en la doctrina de la Expiación de Jesucristo, en la divinidad de su concepción, en su vida sin pecado y, si puedo expresarlo así, en la divinidad de su muerte, en su entrega voluntaria de la vida. Él no fue asesinado; Él entregó su vida.

Saben, pienso que a lo largo de toda su vida, Él dio evidencias de su divinidad, de sus poderes y autoridad divinos. Es cierto que con frecuencia otros profetas que no fueron engendrados divinamente realizaron algunas de sus obras. Si lo repasamos en nuestra mente, recordaremos que al caminar sobre las aguas desafió la gravedad. Recordaremos su dominio sobre los elementos, los vientos, las olas y la tempestad. Recordaremos el ejercicio de sus poderes creativos, pues creó alimento cuando alimentó a los cinco mil y a los cuatro mil, e hizo vino del agua. Recordaremos cómo sanó al cojo, al paralítico, al ciego. Recordaremos cómo devolvió la vida a los que habían muerto. Recordaremos su gran duelo con Satanás, el cual ganó. Recordaremos su gran victoria, cuando murió y resucitó.

A menudo pienso que una de las cosas más hermosas en la vida de Cristo fueron sus palabras en la cruz cuando, sufriendo la agonía de una muerte que se dice fue la más dolorosa que los antiguos pudieron idear —la muerte en la cruz—, después de haber sido injustamente, ilegalmente y en contra de todas las normas de misericordia condenado y luego crucificado, cuando había sido clavado en la cruz y estaba a punto de entregar su vida, dijo a su Padre celestial, según lo testifican quienes lo oyeron: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).

Es nuestra misión, quizá el propósito más fundamental de nuestra obra, dar testimonio constante de Jesucristo. Nunca debemos permitir que entre en nuestros pensamientos, y ciertamente no en nuestras enseñanzas, la idea de que Él fue meramente un gran maestro, un gran filósofo, el constructor de un gran sistema de ética. Es nuestro deber, día tras día, año tras año, proclamar siempre que Jesús de Nazaret fue el Cristo, quien trajo redención al mundo y a todos sus habitantes.

Doy testimonio de que sé que Dios vive, que Jesús es el Cristo, que fue engendrado divinamente, que nació, vivió su vida, fue crucificado y al tercer día resucitó, siendo las primicias de la resurrección (1 Corintios 15:20), haciendo así posible que todos nosotros resucitemos.

Doy testimonio de que Él, junto con el Padre, se apareció al joven Profeta y abrió la dispensación del cumplimiento de los tiempos.

Doy testimonio de la verdad del evangelio restaurado.

Doy testimonio de la restauración del sacerdocio.

Doy testimonio de que las llaves y los poderes que José el Profeta poseía como Presidente de la Iglesia, como profeta, vidente y revelador, han descendido desde él hasta ahora, en la Presidencia de esta Iglesia, hasta incluir a nuestro actual Presidente, David O. McKay.

Que Dios nos conceda a todos, cada día más, este testimonio. Que Dios nos dé el poder, la fe y el valor de declarar siempre: Jesús es el Cristo, el único nombre bajo el cielo dado a los hombres en que podamos ser salvos (Hechos 4:12).

Este es uno de los deberes primordiales de este pueblo. Que podamos cumplirlo y llevarlo a cabo hasta el último grado, es mi humilde oración, en el nombre de Jesús. Amén.

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