Edificando el Reino
Élder LeGrand Richards
Del Consejo de los Doce Apóstoles
Mis hermanos y hermanas: me regocijo con ustedes por los maravillosos testimonios e instrucciones que hemos recibido en esta conferencia. Ruego que el Señor me conceda el espíritu de testimonio durante los breves momentos en que esté frente a ustedes.
Después de escuchar el hermoso discurso aquí esta tarde del presidente Clark sobre la vida y la misión del Redentor del mundo, y recordando lo que dijo el presidente McKay esta mañana, cuando enumeró sus bendiciones y nos aconsejó contar las nuestras, y él puso a la cabeza de su lista de bendiciones la gran obra del Maestro, estoy seguro de que todos nosotros, como Santos de los Últimos Días, sentimos que el acontecimiento más grande de toda la historia registrada fue la vida y la misión del Redentor del mundo.
Su obra aún no ha terminado. Leemos en el Libro de Mormón que: “…mi obra no ha concluido, ni lo estará hasta el fin del hombre; ni desde aquel tiempo en adelante y para siempre” (2 Nefi 29:9).
Y pienso hoy en Él como el Creador de mundos, como se nos dice en la Perla de Gran Precio, incontables para el hombre, “pero todas las cosas están contadas para mí,” dijo el Señor, “porque yo las hice, y por el poder de mi Unigénito las creé” (véase Moisés 1:33, 35).
Luego pienso en su gran Expiación y en las promesas que aún nos esperan de su obra inacabada. Recuerden cuando estuvo frente al sumo sacerdote de los judíos, Caifás, y Caifás le dijo: “…Te conjuro por el Dios viviente que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios” (Mateo 26:63).
Y Jesús respondió: “Tú lo has dicho; y además os digo, que desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo” (Mateo 26:64).
Es esta “venida en las nubes del cielo” y la obra que debe realizarse para prepararnos para su venida de lo que quisiera hablar algunas palabras esta tarde. Volvamos a las santas escrituras para encontrar las promesas de la resurrección, y el presidente Clark ya se ha referido a la resurrección. Piensen en recobrar nuestros cuerpos de la tumba y en reunirnos nuevamente con nuestros seres queridos, y luego lean el testimonio de Juan cuando fue desterrado a la isla de Patmos, describiendo ese tiempo:
“Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Apocalipsis 21:4).
“El que venciere heredará todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo” (Apocalipsis 21:4, 7).
Luego leemos más adelante que son aquellos que mueren en Cristo quienes saldrán en la mañana de la primera resurrección, pero que el resto de los muertos no vivirán otra vez hasta que los mil años se cumplan (véase Apocalipsis 20:4–5).
¿Qué podríamos hacer en este mundo, como individuos, para pagar el privilegio de salir en la mañana de la primera resurrección y recibir a nuestros seres amados, y estar reunidos con ellos y con los siervos del Dios viviente, y con el Redentor del mundo, cuando venga en las nubes del cielo?
Si realmente entendiéramos lo que es el evangelio, sabríamos por qué Jesús dijo que el mercader que busca perlas preciosas vendería todo lo que tenía para poder adquirirla, y la llamó la Perla de Gran Precio (véase Mateo 13:45–46). Y también comprenderíamos lo que quiso decir cuando declaró:
“Porque ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?” (Mateo 16:26).
No tenemos la capacidad de apreciar plenamente las grandes bendiciones que esperan a los fieles, pues el Señor dijo al Profeta: “Grande será su galardón, y eterna su gloria” (D. y C. 76:6).
En esta gran preparación que el Maestro ha de realizar, se requiere que tenga una organización. Llamó a sus doce, hombres humildes, pero eran hombres que podían ser enseñados, y eran hombres llenos de fe, y fueron fieles al testimonio que poseían. Fueron adelante sin temor, hasta que cada uno entregó su vida, excepto el apóstol Juan, quien recibió el privilegio de permanecer hasta que el Salvador viniera, todo ello por el testimonio de Jesús que ardía en sus almas.
Yo me siento aquí entre estos hermanos que son testigos especiales del Señor Jesucristo para el mundo. No creo que haya uno solo de ellos que no daría su vida gustosamente por el testimonio de Jesús. Sé que la Primera Presidencia de esta Iglesia nunca tiene que preguntar a ninguno de estos hombres si está dispuesto a ir aquí o allá, o a asumir esta responsabilidad o aquella otra. No podrían encontrarse hombres en todo el mundo más dispuestos a aceptar las asignaciones que se les dan. Sé que son hombres de Dios. Sé del gozo del testimonio del Espíritu Santo, de ese arrebato que llena el pecho como si uno mismo estuviera en su presencia. Sé que vale todo esfuerzo que podamos realizar.
En nuestra reunión en el templo ayer, uno de los miembros de la Presidencia señaló que pensaba que una de las cosas que más necesitamos enseñar a los Santos es vivir de manera digna para poder asistir al templo. Estamos construyendo templos. Son grandes instituciones en la Iglesia, y deberíamos enseñar a nuestros jóvenes a apreciarlos. Yo tuve este pensamiento adicional: que lo que nuestro pueblo, que ya ha pasado por el templo, necesita saber es la santidad de las obligaciones que asumen en estos santos templos.
Cuando allí [en el templo] se comprometen a consagrar todo lo que tienen y todo lo que son para el engrandecimiento del reino de Dios, creo que, a los ojos del Señor, no son palabras vacías; que debemos poner en primer lugar nuestro deber y responsabilidad hacia el sacerdocio que portamos y hacia la edificación del reino de Dios, y todo lo demás debe ser secundario. Y si comprendemos esto, y comprendemos la majestad de esta gran obra en la que estamos empeñados, no nos resultará difícil hacer precisamente eso.
Tengo gran fe en el cumplimiento de las profecías. Pienso en las palabras de Jesús cuando caminaba hacia Emaús después de su crucifixión. Los ojos de los dos discípulos, como recordarán, estaban velados para que no lo reconocieran, y mientras hablaban de las cosas que habían acontecido en Jerusalén (su crucifixión), Él les respondió: “¡Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho!” Y entonces les explicó, a partir de las Escrituras, las palabras de Moisés y de los profetas, cómo todos habían testificado de Él y de su obra. Luego se nos dice que les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras (véase Lucas 24:25–32).
Y luego tenemos las palabras de Pedro, en las que dijo:
“Tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones;
Entendiendo primero esto, que ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada,
Porque la profecía no fue en los antiguos tiempos traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo” (2 Pedro 1:19–21).
Y eso es lo que hace que la palabra de profecía sea más segura que cualquier otra cosa en todo este mundo.
Debemos analizar las profecías con respecto a esta gran dispensación de los últimos días y la preparación para la venida del Hijo del Hombre, tal como testificó a Caifás que vendría en las nubes del cielo (véase Mateo 26:64).
Quisiera leerles una declaración acerca de la necesidad de un profeta. Esta proviene de un ministro. Mientras yo estaba en el sur, se realizaron dos convenciones de una de las grandes iglesias en Atlanta, Georgia, y en una de ellas el obispo Warren A. Candler, entre otras cosas, hizo esta declaración:
“Necesitamos la reaparición de profetas enviados por Dios.”
Luego el Dr. Ainsworth habló sobre la condición del mundo y la necesidad de algo que lo detuviera en su actual estado de decadencia, y formuló estas palabras:
“Jamás en la historia de la nación se necesitó tanto como hoy la voz de advertencia de un profeta de Dios.”
Luego aquí están las palabras de un ministro en Inglaterra hace algunos años:
“Todos reconocemos que algo debe hacerse, porque en este momento estamos en una situación en la que nuestros líderes terrenales vacilan, nuestro pueblo se extravía y muere. No podemos olvidar que cuando los ciegos se disponen a guiar a los ciegos, lo más probable es que ambos terminen en una zanja. Siendo imposible un dictador, ¿qué hay de un profeta? El profeta nunca es nombrado por sí mismo. Conviene tenerlo presente. Tampoco es escogido por sus semejantes. Siempre es enviado del cielo; sin embargo, me anima pensar que tiene la habilidad de aparecer en el momento oportuno. Siendo así, me inclino a creer que nuestro profeta seguramente se está preparando para nosotros. No lo olvidemos; esperemos y oremos por su venida. Los hombres tienen la vieja costumbre de recibir al verdadero profeta con piedras. No nos sorprenda, entonces, si un recibimiento a la antigua espera al profeta de nuestros días. Nadie puede decir cuándo vendrá tal profeta, pero de nuestra necesidad de él no cabe duda alguna.”
Hoy encontramos personas que dicen: “Bueno, podríamos aceptar su mensaje, pero no podemos creer que José Smith fue un profeta.” Si creyeran en la vida preterrenal, podrían entonces comprenderlo. Cuando Jeremías fue llamado siendo muchacho para ser profeta, no lo entendió, y el Señor le dijo:
“Antes que te formase en el vientre te conocí, y antes que nacieses te santifiqué, te di por profeta a las naciones” (Jeremías 1:5).
El Señor no solo conocía a Jeremías, sino que también conocía a José Smith. Tres mil años atrás el Señor reveló a José, quien fue vendido a Egipto, que en los postreros días, de su descendencia, levantaría un vidente escogido y un profeta semejante a Moisés (2 Nefi 3:11, 14–17).
Y leemos en las santas escrituras que no hubo profeta en todo Israel como Moisés, porque Moisés habló con Dios cara a cara (Deuteronomio 34:10). Y ese es el tipo de profeta que el Señor prometió a José que levantaría de su descendencia en los últimos días, y que José Smith fue ese Profeta prometido es nuestro testimonio al mundo. Las cosas que Jesús y los profetas declararon que debían cumplirse antes de su venida no podrían realizarse sin un profeta por medio del cual el Señor pudiera obrar.
Leemos en Malaquías donde el Señor dijo por medio de su profeta que enviaría un mensajero para preparar el camino delante de él, y de repente vendría a su templo (Malaquías 3:1). ¿Quién, sino un profeta, podría ser ese mensajero? ¿Ha habido alguna vez un tiempo en que él viniera de repente a su templo? ¿Cómo podría el templo ser preparado para su venida sin un profeta? Esta promesa tiene referencia a su segunda venida, pues Malaquías añade:
“¿Y quién podrá soportar el tiempo de su venida? ¿o quién podrá estar en pie cuando él se manifieste? porque él es como fuego purificador, y como jabón de lavadores” (Malaquías 3:2).
Así que, en su última venida, Él vendrá de repente a su templo. Vendrá a sentarse en juicio, como lo vio Malaquías, y los pensamientos de Malaquías, siguiendo esa misma línea, vieron la venida del grande y espantoso día del Señor en los postreros días, cuando:
“…todos los soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa; aquel día que vendrá los abrasará, ha dicho Jehová de los ejércitos, y no les dejará ni raíz ni rama” (Malaquías 4:1).
Y luego continúa diciendo que antes de ese día enviaría al profeta Elías para hacer volver el corazón de los padres hacia los hijos (Malaquías 4:5–6). Ahora bien, ¿por qué el mundo no cree que Elías vendrá? Pueden creer que fue llevado al cielo en un torbellino, en un carro de fuego (2 Reyes 2:11), y aquí está la promesa de que vendría en los postreros días. Y nosotros damos testimonio de que Elías sí vino, y que, gracias al conocimiento y a la información que trajo, seguimos construyendo estos templos y realizando esta gran obra que se está efectuando en los templos del Señor.
Cuando Pedro hablaba a aquellos que habían dado muerte a Cristo, dijo: “Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio, y él envíe a Jesucristo, que os fue antes anunciado” (Hechos 3:19–20).
Ahora bien, recuerden que Él ya había estado entre ellos. Ya había sido crucificado, y aquí está la promesa de Pedro de que el Señor lo enviaría de nuevo, pero añade:
“A quien de cierto es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo” (Hechos 3:21).
¿Cómo puede alguien creer en la Santa Biblia y no creer que una de las cosas preparatorias para la venida del Redentor del mundo sería una “restauración de todas las cosas de que hablaron Dios por boca de sus santos profetas desde el principio del mundo”?
Hemos mencionado la venida de Elías. El presidente Clark mencionó la restauración del sacerdocio, tanto el Aarónico como el de Melquisedec, y luego estaba el reino que Daniel vio en los postreros días, que llegaría a ser como una gran montaña y llenaría toda la tierra (Daniel 2:35). ¿Y cómo podría eso cumplirse sin un profeta de Dios?
Luego estaba el nuevo registro de José que habría de salir a la luz para unirse con el registro de Judá, conforme al mandamiento que el Señor dio a Ezequiel. ¿Y cómo podría suceder esto sin un profeta que realizara esta obra? Pues el Señor dijo que él lo sacaría a la luz y que lo uniría al registro de Judá, y los haría uno en sus manos (Ezequiel 37:16–17). El Señor obra por medio de sus siervos, los profetas.
Estas son solo algunas de las cosas que el Señor prometió hacer antes de la venida del Redentor del mundo. Testificamos al mundo que este Profeta, José Smith, levantado por el Señor, fue en verdad el instrumento que el Señor había tenido preparado a través de los siglos, en el estado preterrenal, cuando el Señor se hallaba en medio de los espíritus y dijo a Abraham:
“Estos gobernarán;” pues allí había muchos de los nobles y grandes, y luego añadió: “Tú eres uno de ellos; fuiste escogido antes de nacer” (Abraham 3:23).
Jesús sabía que obraría por medio de la instrumentalidad de sus siervos, tal como lo hizo cuando llamó a los Doce; y por eso dijo, mientras contemplaba Jerusalén:
“¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!
He aquí vuestra casa os es dejada desierta.
Porque os digo que desde ahora no me veréis, [a pesar de su promesa]—no me veréis, hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor” (Mateo 23:37–39).
Hemos recibido algunos testimonios maravillosos de personas distinguidas respecto a la gran obra que el Profeta José realizó. No puedo tomar tiempo para relatar eso ahora. Solo les comparto este pensamiento. El otro día, el hermano Levi Edgar Young me mostró una historia del estado de Vermont, y bajo el título Sharon, leímos estas palabras:
“Sharon entra en el Salón de la Fama por ser el lugar de nacimiento de uno de los inmortales de la historia de América, José Smith, quien fundó la religión mormona.”
El mundo está comenzando a reconocer el poder y el espíritu que hay en esta obra, un poder que lleva a cada hombre a estar dispuesto a consagrarse a la edificación del reino; un poder y una influencia que pueden vencer al mundo y establecer Su reino en la tierra.
Les testifico que esta es, en verdad, la obra del Señor, y que Él está al timón, y lo hago en el nombre del Señor Jesucristo. Amén.

























