Las Mujeres Testifican de Jesucristo

Capítulo 3

“¡Lo he visto!”


En los registros que conocemos de la vida y tiempos de Cristo, está claro que María Magdalena fue la primera en ver al Cristo resucitado. Ella fue la primera en testificar a otros que Él vivía. Ciertos hechos intensifican el impacto emocional de su testimonio y aumentan su importancia para nosotros personalmente.

¿Quién era esta mujer, testigo presencial de que Cristo vive? Los detalles son pocos, pero lo suficientemente dramáticos como para haber cambiado el corazón y toda la vida de María, llamada Magdalena.

El nombre de María Magdalena la identificaba como nativa del pueblo de Magdala (la forma griega de migdol, que significa “torre de vigilancia”), cerca de Tiberíades, en la ribera occidental del mar de Galilea. Magdala, más tarde llamada Mejdel, está marcada por una antigua torre de vigilancia erigida para la defensa de la ciudad, y es un recordatorio de cómo debió de haber sido el pueblo en tiempos de Cristo y de María Magdalena.

Sus numerosos manantiales y arroyos sustentaban talleres de tintura, y Magdala llegó a ser conocida por el exquisito colorido y el tejido de telas de lana. El comercio de tórtolas usadas para ritos de purificación también contribuyó al éxito económico de Magdala. La hermosa María, ciudadana de Magdala, parece haber sido bendecida económicamente gracias a esta industria. Y, siendo además altamente motivada, debido a la bendición de sanidad recibida de Cristo, ella asistía al ministerio sagrado de Jesús.

Esta María fue la amiga apreciada de Jesús. Ella fue su leal compañera, su colega en la difusión de esperanza con las buenas nuevas. Ella, más que ninguna otra, había experimentado personalmente el poder salvador de Cristo. Un período glorioso en el ministerio de Cristo fue cuando viajaba con los doce “por todas las ciudades y aldeas” (Lucas 8:1) y realizaba milagros increíbles entre las multitudes que se reunían para escucharlo. Entre ellos estaba María Magdalena, a quien Él bendijo y “de la cual habían salido siete demonios” (Lucas 8:2; Marcos 16:9). Es este incidente el que introduce el método del Maestro de usar parábolas para enseñar la lección, que en este caso fue la parábola del sembrador; aún significativa, perspicaz y relevante hoy en día (véase Lucas 8:5-15).

María de Magdala, abrumada de gratitud después de su sanidad, pronto llegó a amar a Jesús por su palabra y su manera de ser. Desde entonces fue un ángel ministrante en la tierra en los distintos momentos de necesidad de Jesús, tanto por su esfuerzo físico como espiritual. Ella dio de su corazón así como de sus bienes (Lucas 8:3).

Allí, en el momento de la crucifixión de Jesús, estaba María Magdalena, llamada así para diferenciarla de la otra mujer llamada María, quien también fue testigo de la sepultura de Jesús (Mateo 27:61). A la mañana siguiente, estas mujeres sufrieron el trauma de descubrir que el cuerpo de Cristo ya no estaba en el sepulcro, a pesar de que la tumba había sido sellada con seguridad y había una guardia asignada. María y las otras mujeres corrieron y dijeron a Pedro y a Juan, y ellos fueron al sepulcro, hallando únicamente las ropas dobladas que habían envuelto el cuerpo sagrado de su Señor (véanse Lucas 24:9, 12; Juan 20:1-7).

María Magdalena vio a los ángeles que guardaban la tumba vacía, quienes le dijeron que Cristo había resucitado. Por el momento, su fe quedó sepultada bajo un dolor extremo y llanto inconsolable, tanto que no reconoció al Jesús resucitado en el huerto hasta que Él la llamó tiernamente por su nombre (véanse Juan 20:11-16). Tal vez nosotros, también, podríamos no reconocer al Salvador cuando venga a nosotros en una forma que no esperamos.

Fue a esta María, no a María la madre de Jesús, a quien Cristo habló después de su resurrección. Él la previno con estas palabras: “No me toques, porque aún no he subido a mi Padre… y a vuestro Padre, y a mi Dios, y a vuestro Dios” (Juan 20:17). María Magdalena fue la primera en presenciar el cambio de un ser de lo material o mortal a la supremacía del Espíritu. Y ella corrió de nuevo a los discípulos y les dijo que había visto a Cristo, que Él le había hablado (véanse Juan 20:18; Marcos 16:9). Ellos lloraban y se lamentaban, pero no le creyeron —a una mujer— porque ellos, los Apóstoles, no lo habían visto personalmente (véase Marcos 16:11). Seguramente esto da mucho que pensar.

Fue a María a quien Jesús dio el mandato de ir y llevar esta noticia increíble a los discípulos e instruirlos a que se reunieran con Él cerca de Galilea, donde lo verían (véase Mateo 28:10). Ella lo hizo, y finalmente creyeron el firme testimonio de esta mujer, encontrándose luego con el Señor y adorándolo. Jesús comió con ellos y les mostró sus manos y pies, diciendo: “Soy yo mismo; palpad, y ved” (Lucas 24:39). Entonces les enseñó, diciendo: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra.

“Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mateo 28:18-19).

¡Qué lección tan consoladora sobre la inmortalidad y la divinidad de Jesucristo! Y, de las palabras de Cristo a Tomás, quien dudaba, una lección aleccionadora sobre la fe: “Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron” (Juan 20:29).

María Magdalena es mencionada catorce veces por nombre en la Biblia; en ocho ocasiones ocupa el primer lugar en la lista. A menudo aparece al lado de María, la madre de Jesús. Claramente, se le dio un lugar de importancia en el corazón del Salvador.

La fe de María Magdalena es un testimonio del poder sanador de Jesús. Es una bandera para nosotros en el servicio al Señor, como ella lo hizo, al tener el valor de permanecer firme durante la rebelión y la crucifixión. María Magdalena fue una testigo excepcional de la victoria de Cristo sobre la muerte. Ella lo vio fuera de la tumba. Ella recibió la clara palabra acerca de la relación del Señor con el Padre Celestial. En verdad, el Señor había resucitado, hecho que dio impulso a la fe de los discípulos, sobre la cual se levantó el fundamento sólido del cristianismo y, con el tiempo, la restauración de La Iglesia de Jesucristo, establecida en estos últimos días.

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