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Doctrina y Convenios 124
27 octubre – 2 noviembre: “Una casa en mi nombre”
Contexto histórico
Era el invierno de 1841. El aire frío del Misisipi envolvía las calles aún jóvenes de una ciudad que recién empezaba a levantarse de las ruinas de la persecución. Su nombre era Nauvoo, una palabra que José Smith interpretó como “lugar hermoso”. Para los santos que habían sido expulsados de Missouri, aquella tierra pantanosa junto al río se convirtió en un refugio, una promesa de que Dios aún caminaba con ellos.
Tan solo dos años antes, sus vidas habían estado marcadas por el dolor y la pérdida. Las persecuciones en Far West y Haun’s Mill, el encarcelamiento del profeta en Liberty Jail, y la orden de exterminio del gobernador de Missouri habían dejado una herida profunda en el corazón del pueblo. Pero también los habían preparado para comenzar de nuevo, con una fe más firme y una visión más celestial.
Cuando los primeros pioneros llegaron al terreno que se convertiría en Nauvoo, lo encontraron cubierto de pantanos y mosquitos. La enfermedad se propagó rápidamente; muchos enfermaron, incluso José y Emma Smith. Aun así, con trabajo, oración y esperanza, el barro se transformó en calles, los campamentos en casas, y la desesperanza en una nueva comunidad de fe.
Fue en ese contexto que el Señor dio una de las revelaciones más extensas y trascendentes de los últimos días: Doctrina y Convenios 124.
El tono de esta revelación era diferente al de los años de Missouri. No era una voz que llamaba a huir o a resistir la persecución, sino una que invitaba a edificar, a organizar y a santificar. Después del exilio, el Señor estaba llamando a Su pueblo a construir Su casa.
En esta revelación, el Señor dio dos mandatos principales: construir una casa para Su nombre y una casa de hospedaje para los visitantes.
La primera sería el Templo de Nauvoo, un lugar donde se restaurarían ordenanzas sagradas que sellarían a las familias por la eternidad y ofrecerían redención a los muertos. Era un llamado a mirar más allá de la vida terrenal, a unir los lazos entre generaciones y a preparar un pueblo para la presencia del Señor.
La segunda, conocida como la Casa de Nauvoo, serviría para recibir a personas de todas partes del mundo, incluso a reyes y dignatarios. Representaba la apertura y la hospitalidad de un pueblo que, aunque había sido rechazado, aún extendía la mano con bondad y fe.
El Señor también usó esta revelación para reorganizar la estructura de Su Iglesia. Confirmó a José Smith como Su siervo escogido y dio instrucciones específicas a varios líderes: Hyrum Smith recibió una bendición especial y una posición de gran confianza; William Law y William Marks fueron llamados a responsabilidades importantes; y John C. Bennett, quien en ese momento gozaba de gran influencia civil y militar, fue reconocido como colaborador, aunque más tarde su fe se desmoronaría.
Era un momento de esperanza y organización. El caos de Missouri había quedado atrás. Ahora el Señor estaba enseñando a Su pueblo a construir Su Reino con orden, autoridad y propósito.
Doctrina y Convenios 124 introdujo una de las enseñanzas más sagradas y consoladoras del evangelio restaurado: el bautismo por los muertos.
Hasta entonces, algunos santos habían comenzado a practicarlo espontáneamente, pero esta revelación estableció la norma divina: esas ordenanzas debían realizarse solo en templos consagrados. Así, el Señor vinculó la obra del templo con la redención eterna, tanto para los vivos como para los muertos.
También reafirmó que las bendiciones del sacerdocio y del convenio estaban disponibles para todos los que fueran dignos y deseosos de recibirlas. El Señor prometió que Su pueblo sería investido con poder de lo alto, y que, si obedecían, Nauvoo se convertiría en un lugar de gloria, paz y prosperidad.
El impacto de esta revelación fue inmenso. Los santos comenzaron con entusiasmo la construcción del templo, sacrificando tiempo, bienes y fuerzas. Muchos ofrecieron todo lo que tenían: su trabajo, sus ahorros, incluso sus anillos o vajillas, para edificar la casa del Señor.
La ciudad creció rápidamente y se transformó en una de las más grandes de Illinois. En pocos años, Nauvoo se convirtió en un faro de fe, organización y belleza espiritual.
Pero esta era de paz sería breve. Nuevamente, la persecución se acercaría y, en 1844, José Smith sellaría su testimonio con su sangre. Sin embargo, las palabras de Doctrina y Convenios 124 permanecerían como un recordatorio eterno de que Dios restaura, reconstruye y renueva a Su pueblo, incluso después de la aflicción.
Doctrina y Convenios 124 no es solo una revelación para el siglo XIX; es una invitación para todos los tiempos.
Nos enseña que después de cada destrucción, el Señor prepara una reconstrucción, que Su obra no se detiene, y que cuando Él pide que edifiquemos Su casa, también está edificando la nuestra: la casa de nuestro corazón, de nuestra familia y de nuestra fe.
Doctrina y Convenios 124:2–11
Puedo invitar a otras personas a venir a Cristo.
Cuando el Señor habló a José Smith en Nauvoo, el profeta acababa de pasar por años de sufrimiento y persecución. La Iglesia había sido expulsada de Missouri, muchos santos habían perdido todo, y José mismo había estado preso en la cárcel de Liberty. Humanamente, parecía que la obra de Dios se había detenido. Pero en enero de 1841, el Señor volvió a hablar, y Su voz trajo consuelo, dirección y un llamado sagrado: seguir invitando al mundo a venir a Cristo.
En los versículos 2 al 11, el Señor le recuerda a Su profeta que su vida había sido preservada con un propósito. José no había sido librado solo para descansar o comenzar de nuevo, sino para continuar edificando el Reino de Dios en la tierra.
El Señor le dice: “He preservado tu vida… para que establezcas un lugar donde pueda morar mi pueblo.”
Era como si el Señor le dijera: “Te salvé para que otros puedan encontrarme.”
Ese principio es profundamente personal. Cuando el Señor preserva nuestra vida, nuestra fe o nuestra esperanza, no lo hace solo por nosotros; lo hace para que podamos bendecir y fortalecer a otros. Cada uno de nosotros puede ser, en su propia esfera, como José Smith en Nauvoo: alguien que prepara un lugar donde el Espíritu del Señor pueda morar, un lugar donde otros puedan sentir Su amor y escuchar Su invitación.
Luego, el Señor extiende la visión de José más allá de Nauvoo. Le manda que escriba una proclamación para todos los reyes, presidentes y gobernantes del mundo. Era una invitación universal, un recordatorio de que el Evangelio restaurado no era solo para unos pocos, sino para todos los hijos de Dios.
El mensaje debía llegar a las naciones, a los líderes, a los pueblos más lejanos.
Era el cumplimiento literal de la comisión de Cristo:
“Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura.”
El Señor estaba diciendo, en esencia: “Invita a todos a venir a Mí. No dejes a nadie fuera.”
Ese mandato resuena aún hoy. Aunque no se nos pide escribir proclamaciones a los reyes, sí se nos pide abrir la boca, extender la mano, compartir el testimonio y vivir de tal modo que otros vean a Cristo en nosotros.
A veces, nuestra proclamación es una conversación sencilla con un amigo; otras veces, es un acto silencioso de bondad o una invitación a orar juntos. Pero cada acción, por pequeña que parezca, tiene un poder eterno, porque invita al alma humana a acercarse al Salvador.
El Señor también advierte que no todos aceptarán el mensaje. Algunos rechazarán Su palabra, otros se opondrán. Sin embargo, promete que Sus siervos no serán vencidos.
Esa promesa da fuerza a todo discípulo que desea invitar a otros a Cristo. Compartir el Evangelio no siempre es fácil; requiere fe, paciencia y valor. Pero el Señor promete Su protección espiritual y Su compañía.
Invitar a otros a venir a Cristo no significa obligar ni convencer, sino ofrecer esperanza. Es tender una mano y decir con ternura:
“He encontrado paz en Cristo. Tú también puedes encontrarla.”
Cuando lo hacemos, el Señor multiplica nuestros esfuerzos y nos da palabras y momentos inspirados que pueden tocar corazones de formas que no imaginamos.
En aquel tiempo, el Señor estaba usando a José Smith para edificar un lugar físico —la ciudad de Nauvoo— donde Su pueblo pudiera congregarse y aprender del Evangelio. Pero, en sentido espiritual, el Señor sigue pidiéndonos lo mismo: edificar lugares donde otros puedan venir a Cristo.
Podemos hacer de nuestro hogar un Nauvoo espiritual, un refugio de fe donde se hable de Cristo, donde se sirva al prójimo y donde se sienta el Espíritu.
Podemos transformar nuestro círculo de influencia —familia, barrio, trabajo, comunidad— en un terreno santo donde florezca la esperanza.
El Señor nos llama a construir, con amor y testimonio, los espacios donde Su presencia pueda morar. Y al hacerlo, cumplimos la misma misión que José Smith recibió en esos versículos: proclamar al mundo que Cristo vive y que Su evangelio está restaurado.
Doctrina y Convenios 124:2–11 nos enseña que el Señor preserva a Sus siervos para que inviten a otros a venir a Él.
Cada rescate que Él hace en nuestra vida —cada vez que nos levanta, nos sana o nos fortalece— es una oportunidad para convertirnos en instrumentos de Su amor.
El Señor nos dice, como le dijo a José: “Te he preservado, te he fortalecido, te he llamado… para que invites a otros a venir a Mí.”
Invitar a otros a Cristo no siempre requiere palabras elocuentes. A veces basta con una sonrisa, una oración, una visita, o el simple ejemplo de una vida fiel. Pero en cada acto de amor, el Señor vuelve a proclamar Su mensaje al mundo:
“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.”
Conclusión final
Doctrina y Convenios 124:2–11 nos recuerda que el Señor no preserva nuestras vidas solo para nuestro propio bienestar, sino para cumplir un propósito mayor: invitar a otros a venir a Cristo. Así como José Smith fue librado para establecer un lugar donde el Señor pudiera morar con Su pueblo, también nosotros somos llamados a crear espacios —en nuestros hogares, comunidades y corazones— donde otros puedan sentir el amor y la presencia del Salvador.
Cada vez que el Señor nos rescata, nos sana o nos fortalece, nos está renovando para servir. Somos preservados para proclamar Su luz, para tender la mano al necesitado, y para edificar refugios espirituales donde reine la fe. Nuestra invitación al mundo no siempre requiere palabras grandiosas, sino gestos sencillos y constantes de bondad, testimonio y amor cristiano.
El mensaje sigue siendo el mismo que resonó en Nauvoo: Cristo vive, Su Evangelio está restaurado, y Su invitación permanece abierta para todos. Cuando respondemos a ese llamado —al compartir, servir y amar como Él— nos convertimos en instrumentos de Su gracia y partícipes de Su obra redentora. Así, como José Smith, podemos decir con humildad: “He sido preservado para ayudar a otros a encontrar a Cristo.”
Diálogo:
Ana: Marcos, esta semana estuve leyendo Doctrina y Convenios 124:2–11, y me llamó mucho la atención cuando el Señor le dice a José Smith: “He preservado tu vida para que establezcas un lugar donde pueda morar mi pueblo.”
Marcos: Sí, esa frase es poderosa. El Señor no solo libró a José de sus pruebas, sino que le recordó que lo había hecho con un propósito: seguir construyendo Su Reino.
Ana: Exacto. Me hizo pensar que cuando el Señor nos ayuda en algo —cuando nos sana, nos consuela o nos fortalece— también lo hace con un propósito mayor.
Marcos: Es verdad. No solo nos rescata para que estemos bien, sino para que podamos ayudar a otros. Es como si dijera: “Te he preservado para que seas una bendición para alguien más.”
Ana: Me encanta eso. A veces pienso que para invitar a otros a Cristo hay que hacer algo grande, como servir una misión o dar un discurso. Pero este pasaje me enseña que también puedo hacerlo con cosas pequeñas: una sonrisa, una visita, una conversación sincera.
Marcos: Así es. Nuestra “proclamación” puede ser algo sencillo. José Smith escribió a los reyes y presidentes, pero nosotros podemos escribir con nuestras acciones diarias. Cada acto de amor puede ser una carta que lleva el mensaje del Salvador.
Ana: Qué bonito lo dijiste. Me hace pensar: ¿cómo puedo hacer de mi casa un “Nauvoo espiritual”, un lugar donde el Espíritu del Señor pueda morar?
Marcos: Tal vez empieza con invitar al Señor a estar presente: orar juntos, hablar de Cristo, tener gratitud. Cuando en nuestro hogar se siente paz, otros pueden sentir también el deseo de acercarse a Él.
Ana: Es cierto. A veces alguien entra en una casa donde hay amor y dice: “Aquí se siente algo especial.” Y ese “algo” es el Espíritu.
Marcos: Sí. Y aunque el Señor advirtió que algunos rechazarían Su mensaje, también prometió que Sus siervos no serían vencidos. Esa promesa me da valor.
Ana: A mí también. Compartir el Evangelio puede dar miedo, pero el Señor promete Su compañía.
Marcos: Entonces podríamos decir que cada vez que Él nos preserva —de una dificultad, del desánimo o de la duda— también nos está diciendo: “Ahora ve y ayuda a alguien más.”
Ana: ¡Qué hermoso! Es como si el Señor confiara en nosotros para extender Su invitación.
Marcos: Sí. En realidad, cada uno de nosotros puede ser un instrumento de Su amor, alguien que ayude a otros a encontrar descanso en Cristo.
Ana: Me inspira pensar así. Quiero que el Señor pueda decirme lo mismo que le dijo a José: “Te he preservado para que invites a otros a venir a Mí.”
Marcos: El mensaje de estos versículos sigue siendo actual: Cristo vive, Su Evangelio está restaurado y Su invitación permanece abierta para todos.
Ana: Y nosotros somos parte de esa invitación. Al compartir Su amor, ayudamos a otros —y también a nosotros mismos— a venir a Él.
Doctrina y Convenios 124:12–21
Puedo ser un discípulo en quien el Señor confíe.
En los versículos 12 al 21 de esta revelación, el Señor comienza a mencionar a personas por nombre. No es una lista fría de asignaciones administrativas; es un retrato íntimo de quiénes eran los discípulos en quienes el Señor podía confiar. Después de dar a José Smith la instrucción de establecer Nauvoo y extender el Evangelio al mundo, el Señor se detiene a hablar de hombres y mujeres específicos que, con fidelidad silenciosa, sostenían Su obra.
Cada nombre en estos versículos representa una historia de compromiso, sacrificio y fe. Son discípulos que habían pasado por la persecución, la pérdida y el exilio, pero que seguían dispuestos a servir. En medio del cansancio y la reconstrucción, el Señor los conoce, los llama por su nombre y confía en ellos.
El Señor confía en los corazones sinceros (v. 12–13)
El Señor comienza mencionando a Hyrum Smith, el hermano mayor de José, y lo describe como alguien de “corazón íntegro” y “espíritu manso”. Le promete que sus oraciones han sido oídas y que su integridad será recompensada.
Estas palabras revelan una verdad profunda: el Señor confía en los corazones sinceros, incluso más que en la habilidad o el prestigio. Hyrum no buscaba el reconocimiento; buscaba servir. Su constancia silenciosa lo convirtió en un compañero esencial en la obra del Señor.
Aquí aprendemos que el discipulado confiable se mide más por la lealtad del corazón que por la cantidad de tareas cumplidas. El Señor conoce a cada persona que permanece fiel cuando nadie más ve. Él confía en quienes oran en secreto, trabajan sin aplausos y perseveran con mansedumbre.
Ser un discípulo confiable no depende de tener una posición visible, sino de poseer un corazón constante.
El Señor confía en los que están dispuestos a construir (v. 14–17)
Después de hablar de Hyrum, el Señor menciona a William Law, William Marks y George Miller, hombres a quienes se les asignarían responsabilidades importantes en la edificación de la Iglesia y la administración temporal de Nauvoo.
A través de ellos, el Señor enseña otro principio: Él confía en los que están dispuestos a construir, tanto en sentido literal como espiritual.
Construir un templo, levantar una ciudad y organizar una comunidad requería disciplina, trabajo constante y fe en las promesas divinas. Estos hombres fueron llamados porque el Señor podía confiar en su disposición a actuar, no solo a creer.
Ser un discípulo confiable implica más que tener fe; significa poner esa fe en acción. Significa trabajar día tras día, con paciencia y obediencia, en los proyectos que el Señor nos encomienda.
El Señor confía en los que trabajan con propósito, aunque el fruto de su labor aún no se vea.
El Señor confía en quienes honran Su autoridad (v. 18–21)
En estos versículos, el Señor también reitera Su confianza en José Smith como Su siervo elegido. Menciona a John C. Bennett y otros líderes que debían ayudarle en responsabilidades cívicas y eclesiásticas.
Este pasaje enseña que el Señor confía en quienes honran Su autoridad y sostienen a Sus profetas. En el Reino de Dios, la confianza divina se construye sobre la obediencia a Su orden.
Ser un discípulo en quien el Señor confíe implica también sostener a Sus siervos con fidelidad y respeto, incluso cuando no comprendemos todas las razones o circunstancias.
La confianza celestial nace de la obediencia terrenal: cuando el Señor ve que puede confiarnos pequeñas cosas —una asignación, una familia, un llamamiento—, entonces nos confía cosas mayores.
El Señor confía en quienes se alinean con Su voluntad, no en quienes buscan imponer la suya.
Estos versículos, aunque breves, dibujan un hermoso retrato del discipulado confiable:
- Hyrum, constante y puro de corazón.
- William Law y William Marks, diligentes constructores.
- José, fiel profeta que no dejó de escuchar la voz del Señor.
El Señor no necesita discípulos perfectos, sino fieles.
Confía en los que oran cuando están cansados, en los que siguen sirviendo cuando no hay aplausos, en los que obedecen aunque no vean el resultado inmediato.
Ser un discípulo en quien el Señor confíe es vivir de modo que Él pueda contar contigo para levantar, consolar y edificar a otros.
Doctrina y Convenios 124:12–21 nos recuerda que el Señor conoce a Sus discípulos uno por uno.
Él sabe quién está dispuesto a servir, a construir y a perseverar.
No todos serán profetas o líderes visibles, pero cada corazón íntegro tiene un lugar en la obra del Señor.
Cuando vivimos con pureza, obediencia y constancia, el Señor puede decirnos, como le dijo a Hyrum:
“He oído tus oraciones, y tus hermanos sabrán que eres un hombre en quien puedo confiar.”
Ser un discípulo en quien el Señor confíe significa vivir de tal manera que, si Él necesitara a alguien para consolar, enseñar o levantar a otro, nos elegiría a nosotros sin dudarlo.
Conclusión final
Doctrina y Convenios 124:12–21 nos enseña que el discipulado verdadero no se mide por la visibilidad del servicio, sino por la confiabilidad del corazón. El Señor no busca seguidores perfectos, sino discípulos en quienes pueda confiar —personas de integridad, mansedumbre y acción constante— que trabajen por Su reino con fe y obediencia, aun cuando nadie los vea.
Así como el Señor conocía a Hyrum, William Law, William Marks y José Smith por nombre, también nos conoce a nosotros. Él ve nuestros esfuerzos silenciosos, nuestras oraciones sinceras y nuestros deseos de edificar Su obra. Cada acto fiel, cada decisión recta y cada paso perseverante edifican la confianza del Señor en nosotros.
Ser un discípulo confiable significa ser alguien a quien el Señor pueda recurrir sin vacilación, alguien que responde a Su voz con prontitud, que sostiene a Sus siervos con lealtad y que construye, con amor y paciencia, los cimientos de Su reino en la tierra.
Cuando vivimos así —con pureza de intención, humildad y diligencia—, el Señor puede decirnos, como dijo a Hyrum:
“Eres un hombre (o una mujer) en quien puedo confiar.”
Esa es la meta más alta del discipulado: llegar a ser dignos de la confianza del Salvador.
Diálogo: “Un corazón en quien el Señor pueda confiar”
Lucía: Esta semana estuve estudiando Doctrina y Convenios 124:12–21, y me conmovió mucho ver cómo el Señor menciona a varios discípulos por nombre. No es solo una lista… es como si el Señor los estuviera mirando con amor, reconociendo quiénes eran.
David: Sí, me pasó lo mismo. Me impresionó especialmente lo que el Señor le dijo a Hyrum Smith. Lo llama un hombre de “corazón íntegro” y “espíritu manso”. Qué hermoso que el Señor lo describa así.
Lucía: Exacto. Y eso me hizo pensar… ¿qué significa tener un corazón íntegro? Creo que no se trata de ser perfecto, sino de ser constante, alguien en quien el Señor pueda confiar.
David: Totalmente. Hyrum no buscaba reconocimiento ni posiciones. Solo quería servir y apoyar a su hermano José. Su fidelidad era silenciosa, pero poderosa.
Lucía: Me encanta esa idea: fidelidad silenciosa. A veces sentimos que servir al Señor requiere grandes gestos, pero Él confía también en los que oran en secreto, en los que trabajan sin que nadie los vea.
David: Sí. Y luego el Señor menciona a William Law, William Marks y George Miller. Ellos tenían que ayudar a construir la ciudad y el templo de Nauvoo. El Señor confió en ellos porque estaban dispuestos a actuar, no solo a creer.
Lucía: Eso me hace pensar en nosotros. Tal vez no estamos construyendo un templo de piedra, pero sí podemos construir espiritualmente: fortalecer nuestra familia, edificar nuestra fe, ayudar a otros a acercarse al Señor.
David: Exactamente. Ser un discípulo confiable significa poner la fe en acción, día tras día, incluso cuando los resultados no se ven de inmediato.
Lucía: Me gusta eso. A veces servimos y no vemos frutos, pero el Señor sí los ve. Él confía en los que trabajan con propósito, aunque el fruto tarde en aparecer.
David: Y también aprendí algo importante de los versículos 18 al 21. El Señor confía en quienes honran Su autoridad y sostienen a Sus profetas. José Smith no podía hacerlo solo; necesitaba discípulos leales que lo apoyaran.
Lucía: Sí, esa parte me recordó que sostener a los líderes con fidelidad también demuestra que el Señor puede confiar en nosotros. No siempre entenderemos todo, pero la obediencia trae confianza celestial.
David: Es verdad. Si el Señor ve que puede confiarnos pequeñas cosas —como un llamamiento o una familia—, entonces nos puede confiar cosas mayores.
Lucía: Qué gran principio. Me hace preguntarme: ¿soy alguien en quien el Señor puede confiar para consolar, enseñar o levantar a otro?
David: Buena pregunta. Yo también me la he hecho. Creo que el Señor confía en los corazones dispuestos, más que en las habilidades. Él no necesita discípulos perfectos, sino fieles.
Lucía: Fieles, constantes, mansos… personas que siguen sirviendo aunque no haya aplausos.
David: Exacto. Como Hyrum. Su nombre aparece en la revelación porque el Señor quería dejar registrado que era un hombre confiable.
Lucía: Me inspira pensar que el Señor podría decir algo así de nosotros algún día: “He oído tus oraciones, y eres alguien en quien puedo confiar.”
David: Esa sería la meta más alta del discipulado, ¿verdad? Ser dignos de la confianza del Salvador.
Lucía: Doctrina y Convenios 124:12–21 me enseña que el Señor conoce a cada uno de Sus discípulos por nombre.
David: Sí, Él sabe quiénes están dispuestos a servir, a construir y a perseverar.
Lucía: No necesitamos ser vistos por todos; solo necesitamos ser conocidos por Él como alguien en quien puede confiar.
David: Que el Señor pueda mirarnos, como miró a Hyrum, y decir: “Eres un discípulo fiel, en quien puedo confiar.”
Doctrina y Convenios 124:22–24, 60–61
El Señor desea que acoja y acepte a los demás.
Cuando el Señor reveló esta instrucción en enero de 1841, los santos en Nauvoo estaban apenas levantándose de las cenizas de la persecución. Habían perdido hogares, tierras, familiares y amigos. Muchos habían llegado enfermos o empobrecidos, buscando refugio y un nuevo comienzo. En medio de esa reconstrucción, el Señor dio una revelación que no solo hablaba de templos y organización, sino también de hospitalidad, apertura y aceptación.
En los versículos 22 al 24, el Señor instruye a los santos a construir una “Casa de Nauvoo”, un lugar donde se hospedara a “personas honorables de la tierra” y donde se manifestara Su nombre. Esta casa no sería un templo, sino una casa de acogida. El Señor deseaba que Su pueblo, en lugar de cerrarse por el dolor pasado, abriera las puertas al mundo con bondad y confianza.
Una casa abierta al mundo (v. 22–24)
El mandato de construir la Casa de Nauvoo no fue un simple detalle arquitectónico. Fue un mandato espiritual.
El Señor estaba enseñando a los santos que Su obra no se edifica con muros de exclusión, sino con puertas abiertas.
La Iglesia no debía ser una comunidad aislada, sino una luz para las naciones, un pueblo dispuesto a recibir a quienes vinieran con sinceridad, curiosidad o necesidad.
El texto dice:
“Que se edifique una casa para hospedaje, para que allí entren los hombres honorables de la tierra y vean la gloria de Sion, y tengan paz.”
El Señor quería que las personas de toda condición —creyentes y no creyentes, ricos o pobres, conocidos o extranjeros— pudieran experimentar la paz y la dignidad del evangelio al estar entre Su pueblo.
Era un llamado a reflejar el carácter de Cristo, quien durante Su ministerio siempre acogió a los marginados, comió con los pecadores y bendijo a los desconocidos.
La Casa de Nauvoo, entonces, era mucho más que un edificio; era un símbolo del corazón del discípulo verdadero: un corazón abierto donde el amor reemplaza el juicio, donde la fe expulsa el miedo, y donde todos pueden sentirse en casa.
El Señor no solo nos invita a construir templos; nos invita a construir hogares donde otros puedan sentir Su presencia.
Un llamado a la aceptación y la inclusión (v. 60–61)
Más adelante, en los versículos 60 y 61, el Señor vuelve al tema del llamado personal de los santos.
Dice:
“He aquí, te he escogido para que seas un portador de mi nombre a todas las naciones… y para que prepares el camino delante de mi pueblo.”
Estas palabras, dirigidas a José Smith, tienen un eco para todos los discípulos de Cristo: ser portadores de Su nombre significa representarlo en la manera en que tratamos a los demás.
No podemos llevar Su nombre sin también reflejar Su compasión.
Aceptar el llamado de Cristo implica aceptar a las personas por quienes Él murió.
El Señor no pide que decidamos quién es digno de Su amor; nos pide que amemos a todos, como Él lo hace.
Al hacerlo, nos convertimos en los “anfitriones espirituales” de Su evangelio, los que preparan el camino para que otros se acerquen a Él sin miedo ni vergüenza.
Acojo y acepto a los demás no porque sean perfectos, sino porque Cristo me ha acogido a mí en mi imperfección.
El principio del discipulado acogedor
Estos pasajes revelan que la acogida es una forma de discipulado.
El Señor no desea una Iglesia que se encierre en su pureza, sino una Iglesia que extienda su pureza al mundo a través del amor.
Ser un discípulo que acoge significa mirar a las personas como Dios las ve: con potencial eterno, con heridas que sanar y con un valor que no depende de su historia.
La Casa de Nauvoo debía ser un refugio físico; pero el Señor quiere que nuestros corazones sean casas espirituales donde los demás encuentren descanso, comprensión y paz.
Cuando acogemos a alguien, no solo los recibimos a ellos: recibimos al Señor mismo.
“En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis.” — Mateo 25:40
Doctrina y Convenios 124:22–24, 60–61 enseña que el Señor desea que Su pueblo sea hospitalario, generoso y acogedor.
Después de años de rechazo y dolor, los santos podrían haberse vuelto desconfiados o cerrados. Pero el Señor les pidió lo contrario: abrir sus puertas, compartir su fe y ofrecer refugio a todos.
Del mismo modo, hoy el Señor nos invita a acoger sin condiciones, aceptar sin prejuicios y amar sin reservas.
Nuestra casa, nuestra mesa y nuestra vida pueden ser, como la Casa de Nauvoo, un lugar donde los demás vean la gloria de Sion y sientan la paz de Cristo.
Ser un discípulo que acoge es construir una casa en el corazón donde el Señor y todos Sus hijos sean bienvenidos.
Conclusión final
Doctrina y Convenios 124:22–24, 60–61 nos recuerda que el discipulado genuino se mide, no solo por la fe que profesamos, sino por la apertura con que amamos. El Señor no desea un pueblo encerrado en la seguridad de su propia rectitud, sino un pueblo que refleje Su amor al abrir puertas, al tender manos y al crear espacios donde toda alma pueda sentirse bienvenida.
La instrucción de construir la Casa de Nauvoo fue una lección viva: los santos, heridos por la persecución, debían aprender a responder al dolor con hospitalidad, y al rechazo con aceptación. Dios les pedía transformar su sufrimiento en compasión. Así también nos pide a nosotros convertir nuestras experiencias en oportunidades para amar, sanar y recibir.
El Señor desea que seamos anfitriones de Su gracia: hombres y mujeres cuyo trato bondadoso haga visible Su nombre. Aceptar y acoger no es debilidad; es ejercer un poder divino, el poder de incluir, consolar y restaurar.
Cuando abrimos nuestras casas, nuestras mesas y nuestros corazones, estamos edificando la verdadera Casa de Nauvoo en el alma —un santuario donde todos los hijos de Dios pueden hallar descanso y sentir la paz de Cristo.
Ser un discípulo que acoge significa vivir de modo que cada persona que se cruce en nuestro camino sienta, a través de nosotros, la ternura del Salvador que dice:
“Venid a mí… y hallaréis descanso para vuestras almas.”
Diálogo: “Una casa con puertas abiertas”
Carolina: Esteban, esta semana leí en Doctrina y Convenios 124 que el Señor mandó construir la “Casa de Nauvoo”, y me sorprendió lo que representaba. No era un templo, sino un lugar para recibir a “personas honorables de la tierra”.
Esteban: Sí, es muy interesante. Después de tanto sufrimiento y persecución, el Señor pidió a los santos que abrieran sus puertas, no que se encerraran. Eso me enseña algo muy profundo: el Evangelio no se vive aislándose, sino acogiendo.
Carolina: Exactamente. Me imagino a los santos en Nauvoo, cansados y heridos, y aun así el Señor les dice: “Construyan una casa para recibir a otros.” Es como si los estuviera invitando a sanar por medio del servicio y la hospitalidad.
Esteban: Me encanta esa idea. La Casa de Nauvoo era un símbolo de lo que deben ser nuestros corazones: lugares donde otros puedan entrar, sentirse en paz y ver la gloria del Señor reflejada en nosotros.
Carolina: Qué hermoso. Entonces acoger no es solo una cortesía social; es una forma de discipulado.
Esteban: Exactamente. Jesús siempre acogió: comió con pecadores, sanó a los rechazados, se detuvo por los que nadie veía. Si queremos llevar Su nombre, debemos reflejar Su compasión.
Carolina: Me hace pensar… a veces en la Iglesia hablamos de “defender la fe”, pero quizá también necesitamos aprender a “abrir la fe”: abrirla con amor, sin miedo, sin prejuicio.
Esteban: Sí, el Señor no quiere una Iglesia cerrada en su pureza, sino una Iglesia que extienda su pureza al mundo por medio del amor. No podemos representar a Cristo si no estamos dispuestos a aceptar a los que Él ya aceptó.
Carolina: Qué frase tan fuerte… “aceptar a los que Él ya aceptó.” Me hace reflexionar sobre cómo recibimos a los nuevos conversos, a los que regresan o a los que son diferentes.
Esteban: Y no solo en la Iglesia. También en nuestras casas. La revelación dice que los hombres honorables verían la gloria de Sion y hallarían paz. Tal vez el Señor espera que cada hogar sea una pequeña “Casa de Nauvoo”: un refugio donde las personas sientan Su Espíritu.
Carolina: Sí, un lugar donde haya comida, conversación, oración y amor. Donde los que entren sientan que hay algo diferente: la presencia del Salvador.
Esteban: Me gusta pensarlo así: cuando abrimos nuestras puertas, también abrimos el camino para que el Señor entre.
Carolina: Y eso se conecta con los versículos 60 y 61. El Señor le dice a José Smith que sea “portador de Su nombre” a las naciones. Me pregunto si parte de llevar Su nombre es precisamente eso: recibir a los demás como Él lo haría.
Esteban: Sin duda. No podemos llevar Su nombre sin también reflejar Su compasión. Ser discípulos acogedores significa ver el valor eterno en cada persona, incluso si no comparte nuestra fe o forma de pensar.
Carolina: Me doy cuenta de que acoger no es debilidad, sino poder: el poder de incluir, sanar y restaurar.
Esteban: Totalmente. Es el poder del amor de Cristo en acción. Cada vez que recibimos a alguien con bondad, estamos edificando espiritualmente la Casa de Nauvoo dentro de nosotros.
Carolina: Entonces, el Señor no solo nos pide construir templos… también nos pide construir hogares —y corazones— donde los demás puedan sentir Su paz.
Esteban: Así es. Porque al final, cuando acogemos a otros, acogemos al Señor mismo. Como dice Mateo 25:40: “En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis.”
Carolina: Qué hermoso. Me gustaría que mi casa, y mi corazón, fueran lugares donde Él se sienta bienvenido.
Esteban: Doctrina y Convenios 124 nos recuerda que el Señor no quiere un pueblo encerrado en su dolor, sino un pueblo que responda con amor.
Carolina: Sí. Acojo a los demás no porque sean perfectos, sino porque Cristo me acogió a mí en mi imperfección.
Esteban: Ser discípulo del Salvador es abrir la puerta y decir: “Aquí hay un lugar para ti.”
Carolina: Y al hacerlo, edificamos una Casa de Nauvoo en el alma, un refugio donde todos puedan sentir la paz de Cristo.
Doctrina y Convenios 124:25–45, 55
Edificamos templos al Señor para recibir ordenanzas sagradas.
Cuando el Señor dio esta revelación en enero de 1841, Su pueblo en Nauvoo vivía una época de esperanza y renovación. Tras los años de persecución y sufrimiento en Misuri, el Señor les había dado un nuevo lugar donde establecerse, y ahora los llamaba a edificar algo más que casas y calles: los invitaba a construir un templo para Él.
El mandato era solemne y glorioso:
“Edificad una casa a mi nombre, para que allí venga mi pueblo, para ser investido con poder de lo alto.”
— Doctrina y Convenios 124:39
Con esas palabras, el Señor introdujo una nueva etapa en la historia de la Restauración: la era de las ordenanzas del templo.
“Una casa para mi nombre” (v. 25–28)
El Señor declaró que deseaba tener un lugar en la tierra donde Su gloria pudiera reposar y donde Su pueblo pudiera recibir las ordenanzas que los prepararían para Su presencia.
“Porque no hay lugar en la tierra donde Él pueda venir y restaurar de nuevo lo que se perdió hasta que se edifique una casa a su nombre.”
— v. 28
Estas palabras revelan una verdad profunda: los templos no son un lujo espiritual; son una necesidad divina.
Desde los tiempos antiguos, Dios ha mandado a Su pueblo construir templos —lugares donde el cielo y la tierra se tocan.
En Nauvoo, el Señor restauró las ordenanzas más elevadas del Evangelio, aquellas que unen a las familias, sellan a los cónyuges y preparan al ser humano para la exaltación.
Los santos que escucharon este mandato entendieron que el templo no sería solo una estructura, sino el corazón espiritual de su fe.
En medio de la pobreza, las enfermedades y el trabajo pesado, comenzaron a donar su tiempo, su dinero y hasta sus pertenencias personales para cumplir el mandamiento.
Edificar un templo era una expresión tangible de amor y lealtad hacia Dios.
Cada piedra colocada en el templo de Nauvoo representaba una ofrenda de fe, una oración convertida en obra.
El templo: lugar de revelación y poder (v. 28–36)
El Señor explicó que el templo sería el lugar donde Él podría manifestarse a Su pueblo y restaurar todo lo que se había perdido.
En este contexto, “lo que se perdió” no se refiere solo a doctrinas, sino también a ordenanzas sagradas y convenios eternos que existían desde los días de Adán, Enoc y Abraham, y que habían desaparecido de la tierra por la apostasía.
En el templo, el Señor prometió investir a Su pueblo con poder de lo alto.
Esa investidura no era simbólica, sino literal: representaba una ampliación de autoridad, conocimiento, protección y fortaleza espiritual.
Quienes recibieran las ordenanzas del templo estarían preparados para enfrentar las pruebas del mundo con poder divino.
El templo es la escuela del cielo; allí el Señor enseña a Sus hijos las cosas que no se pueden aprender en ninguna otra parte.
Ordenanzas eternas y sellamientos (v. 37–41)
El Señor declaró que, en ese templo, se realizarían ordenanzas por los vivos y por los muertos, anticipando la doctrina del bautismo vicario y el sellamiento eterno.
Hasta ese momento, los santos habían comenzado a bautizarse por sus antepasados en los ríos, pero ahora el Señor estableció que esas ordenanzas debían hacerse únicamente en templos sagrados.
Así, reveló un principio eterno:
“Porque esta ordenanza pertenece a mi casa.”
— v. 30
Dios estaba enseñando que la salvación es una obra familiar y eterna.
El templo no solo une al individuo con Cristo mediante convenios personales, sino que une generaciones enteras a través de la autoridad del sacerdocio.
Las ordenanzas del templo son el puente que conecta a los vivos con los muertos y a la tierra con el cielo.
En el templo, la misericordia de Dios alcanza a los que nunca tuvieron oportunidad en vida.
El corazón dispuesto: requisito para edificar (v. 42–45, 55)
El Señor advirtió que Su pueblo debía construir el templo “de acuerdo con el modelo que Él les mostraría.”
El diseño no era humano; era celestial.
Además, enseñó que el éxito de la obra no dependería solo del esfuerzo físico, sino del corazón de los constructores.
El templo debía levantarse con pureza, sacrificio y obediencia.
No bastaba con poner ladrillos y madera; había que poner fe, humildad y gratitud.
Solo así el templo sería digno de la presencia del Señor.
Más adelante, en el versículo 55, el Señor les dio una promesa y una advertencia: si obedecían, Su gloria llenaría la casa; pero si descuidaban el mandamiento, Él los privaría de Sus bendiciones.
El mensaje es claro y eterno: cuando edificamos Su casa, el Señor edifica la nuestra.
Cuando honramos Sus templos, Él llena nuestra vida con Su poder.
El templo se construye con piedra, pero se consagra con el corazón.
Doctrina y Convenios 124:25–45, 55 nos muestra que el templo es el centro de la obra del Señor y la fuente de poder espiritual para Sus hijos.
Allí recibimos ordenanzas que nos preparan para la eternidad, nos unen a nuestras familias y nos acercan a Dios.
Los santos de Nauvoo entendieron que construir un templo era una obra de amor y fe.
Y aunque muchos de ellos no vivieron para verlo terminado, su sacrificio permitió que generaciones futuras —incluyéndonos a nosotros— pudiéramos disfrutar de las bendiciones del templo.
El Señor sigue invitándonos a participar en esa misma obra.
Cada vez que entramos en Su casa, no solo recordamos el sacrificio de los primeros santos, sino que renovamos nuestro propio compromiso de ser piedras vivas en el edificio de Su Reino.
Edificamos templos al Señor porque allí Él nos edifica a nosotros. En sus muros aprendemos quiénes somos, a quién pertenecemos y qué destino eterno nos espera.
Conclusión final
Doctrina y Convenios 124:25–45, 55 nos revela que edificar templos no es solo una tarea física, sino una obra del alma. Cada mandamiento relacionado con el templo apunta a una verdad eterna: el Señor desea morar entre Su pueblo y otorgar poder, conocimiento y salvación a todos Sus hijos.
Los santos de Nauvoo entendieron que construir un templo era mucho más que levantar un edificio; era consagrar sus corazones. En medio de la pobreza y el cansancio, ofrecieron sus manos y su fe para crear un lugar donde el cielo pudiera tocar la tierra. Así, su sacrificio se transformó en adoración, y su obediencia en un testimonio viviente de amor hacia Dios.
El templo es el espacio donde el Señor restaura lo perdido, enseña lo eterno y une lo que el mundo separa. Allí aprendemos que la salvación no es individual, sino familiar y eterna; que la autoridad del sacerdocio tiene poder para sellar generaciones; y que cada convenio hecho en ese lugar nos acerca más a nuestra herencia divina.
Hoy, el llamado sigue siendo el mismo: edificar templos y prepararnos para entrar en ellos con corazones puros. Cuando lo hacemos, el Señor cumple Su promesa: Su gloria llena la casa, y Su poder llena nuestras vidas.
Cada piedra que colocamos —ya sea en un templo físico o en nuestra propia fidelidad diaria— declara al mundo que creemos en un Dios que habita entre Su pueblo.
Edificamos templos al Señor para que Él edifique en nosotros un corazón eterno. Allí comprendemos nuestro propósito, fortalecemos nuestros convenios y sentimos que, verdaderamente, estamos en Su presencia.
Diálogo: “Una casa para Su nombre”
Sofía: Andrés, esta semana estuve leyendo en Doctrina y Convenios 124 sobre el mandato del Señor de construir el templo de Nauvoo, y me emocionó mucho cómo el Señor dice: “Edificad una casa a mi nombre, para que allí venga mi pueblo, para ser investido con poder de lo alto.”
Andrés: Ese es uno de mis pasajes favoritos. Me encanta cómo el Señor no solo pide un edificio, sino una casa para Su nombre. Es decir, un lugar donde Su gloria y Su poder puedan reposar sobre Su pueblo.
Sofía: Sí. Y pensar que los santos acababan de salir de tanta persecución… y aun así el Señor les pide construir un templo. Es como si les dijera: “Ahora que han sufrido tanto, prepárense para recibir más luz.”
Andrés: Exactamente. El Señor transforma la adversidad en oportunidad espiritual. Los santos estaban agotados, pobres, pero decidieron ofrecer todo lo que tenían —tiempo, esfuerzo, incluso pertenencias— para edificar Su casa.
Sofía: Me impresiona eso. Cada piedra del templo de Nauvoo representaba fe y sacrificio. A veces pienso que no se trataba solo de levantar muros, sino de elevar sus corazones.
Andrés: Así es. De hecho, el Señor dijo que no había en la tierra ningún lugar donde Él pudiera venir a restaurar “lo que se había perdido” hasta que se edificara esa casa. Los templos son los lugares donde el cielo y la tierra se encuentran.
Sofía: Me encanta esa imagen. En el templo realmente siento que el cielo está cerca. Allí recibimos ordenanzas que nos preparan para la eternidad y nos unen con nuestras familias.
Andrés: Exactamente. En esos versículos el Señor también habló de las ordenanzas por los vivos y los muertos. Estaba revelando verdades eternas: el bautismo vicario, los sellamientos, la obra familiar… Todo eso comenzó a restaurarse plenamente en Nauvoo.
Sofía: Me emociona pensar que cada vez que participo en una ordenanza por alguien, estoy continuando esa obra que empezó allí.
Andrés: Es una forma de seguir edificando el templo, no con piedra, sino con servicio. Cada nombre que llevamos al templo es otra piedra espiritual colocada en ese edificio eterno.
Sofía: Y el Señor prometió que Su gloria llenaría la casa si los santos eran fieles. Eso me hace pensar que lo más importante no era el diseño arquitectónico, sino el corazón con que se construía.
Andrés: Muy cierto. En el versículo 55 el Señor enseña que si Su pueblo obedecía, Él los bendeciría, pero si descuidaban Su mandamiento, perderían Su presencia. El templo debía edificarse con pureza y sacrificio.
Sofía: Entonces el verdadero material de un templo no es la piedra, sino la fe.
Andrés: Exactamente. El templo se levanta con manos, pero se consagra con corazones.
Sofía: Me gusta eso. Y creo que hoy, cada vez que vamos al templo, también edificamos algo dentro de nosotros. Salimos más fuertes, más limpios, más cerca del Señor.
Andrés: Así es. El templo sigue siendo la “escuela del cielo.” Allí aprendemos quiénes somos, qué convenios hemos hecho y cuál es nuestro destino eterno.
Sofía: Me hace pensar que el Señor no solo nos pide construir templos, sino también convertirnos en templos vivos, en personas en quienes Él pueda morar.
Andrés: Muy bien dicho, Sofía. Edificamos templos al Señor para que Él edifique en nosotros Su carácter, Su paz y Su poder.
Sofía: Los santos de Nauvoo dieron todo lo que tenían para construir una casa para el Señor.
Andrés: Y nosotros, cada vez que servimos en el templo o guardamos nuestros convenios, continuamos esa obra sagrada.
Sofía: Cuando edificamos Su casa, Él edifica la nuestra.
Andrés: Sí. Y Su promesa permanece: “Mi gloria llenará la casa.”
Sofía: Entonces, el templo no solo es un lugar donde adoramos a Dios, sino donde Él nos transforma.
Andrés: Exactamente. Edificamos templos al Señor… para que Él edifique en nosotros un corazón eterno.
Doctrina y Convenios 124:45–55
El Señor bendice a las personas que se esfuerzan por obedecer Sus mandamientos.
En esta parte de la revelación, el Señor habla con ternura pero también con firmeza a los santos que se estaban esforzando por establecer Sion en Nauvoo. Después de años de persecución, pérdidas y exilio, el Señor los había reunido nuevamente y les había dado una nueva oportunidad: construir Su templo, restaurar Su casa y vivir conforme a Su ley.
El mensaje es claro: la obediencia trae bendiciones, aun cuando el camino sea arduo.
El Señor reconoce los esfuerzos de Su pueblo (v. 45–47)
El Señor comienza diciendo que mira con aprobación el deseo de Su pueblo de construirle una casa. Él ve su sacrificio, su fe y su buena disposición, y les promete Su ayuda.
“Si mi pueblo escucha mi voz y construye una casa a mi nombre según mi mandamiento, seré misericordioso con ellos.”
— Doctrina y Convenios 124:45
Estas palabras revelan un principio profundo: el Señor no espera perfección inmediata, sino esfuerzo constante.
Él no solo bendice la obediencia completa, sino también el deseo sincero de obedecer.
En Nauvoo, muchos santos apenas tenían fuerzas. Estaban enfermos, empobrecidos, y algunos habían perdido casi todo. Pero aun así ofrecieron su trabajo, sus escasos recursos y su tiempo para construir el templo. En los ojos del Señor, ese esfuerzo —aun en la debilidad— era precioso.
Su obediencia no era perfecta, pero era genuina, y eso bastaba para atraer Su misericordia.
El Señor no mide la obediencia por la perfección del resultado, sino por la intención del corazón.
La obediencia abre las puertas a Su presencia (v. 47–49)
El Señor explica que desea tener una casa donde pueda manifestarse a Su pueblo y enseñarles cosas que no pueden ser enseñadas en otro lugar.
“Allí les mostraré mis ordenanzas, y mi gloria reposará sobre ella.”
Estas promesas son condicionales: si Su pueblo obedece, Él llenará el templo con Su gloria; pero si descuida el mandamiento, las bendiciones se retiran.
Sin embargo, en Su infinita misericordia, el Señor también revela un principio consolador en el versículo 49:
“Cuando los hombres hacen todo lo que pueden, aunque son impedidos de cumplir el mandamiento, el Señor los absuelve y los bendice por su esfuerzo.”
Este versículo es uno de los testimonios más claros del amor compasivo de Dios.
Él entiende nuestras limitaciones. Sabe cuándo somos sinceros. Cuando hacemos todo lo posible, aunque las circunstancias o la oposición nos impidan lograrlo, Él cuenta nuestro intento como obediencia completa.
Dios no busca resultados perfectos, sino corazones que lo intenten con fe.
El Señor es justo y misericordioso (v. 50–52)
En estos versículos, el Señor muestra cómo Su justicia y Su misericordia trabajan juntas.
Recuerda que los santos habían sido perseguidos en Missouri y que muchos no pudieron cumplir ciertos mandamientos por causa de la violencia y el destierro. El Señor los absuelve de toda culpa y promete que Sus juicios recaerán sobre quienes los oprimieron injustamente.
Aquí aprendemos que Dios ve el cuadro completo.
Mientras el mundo juzga por apariencias, el Señor juzga por intenciones.
Cuando nuestros esfuerzos son sinceros, Él los honra. Cuando la obediencia parece imposible, Él nos da crédito por haber querido obedecer.
La justicia de Dios reconoce el esfuerzo; Su misericordia recompensa la fidelidad.
La obediencia constante invita Su gloria (v. 53–55)
Finalmente, el Señor renueva Su promesa: si Su pueblo persevera en obedecer, Su gloria llenará la casa que están construyendo.
Les asegura que si son fieles, no serán movidos de su lugar.
En otras palabras, la obediencia trae estabilidad, paz y poder espiritual.
El templo de Nauvoo se convirtió en la evidencia tangible de esa promesa. Aunque los santos serían nuevamente perseguidos y forzados a marchar hacia el oeste, muchos recibieron allí las ordenanzas del templo, la investidura y el sellamiento antes de partir.
Las bendiciones espirituales que obtuvieron en ese lugar los sostuvieron durante todo el éxodo hasta llegar a las montañas.
Su obediencia no evitó las pruebas, pero les dio poder para soportarlas.
Así también en nuestra vida: la obediencia a los mandamientos del Señor no siempre elimina las dificultades, pero nos da la fortaleza y la paz necesarias para enfrentarlas.
La obediencia no siempre cambia las circunstancias, pero siempre cambia el corazón.
Doctrina y Convenios 124:45–55 enseña que el Señor bendice abundantemente a quienes se esfuerzan por obedecer, incluso cuando el resultado no es perfecto.
Él ve cada sacrificio, cada acto de fe, cada intento honesto de seguir Sus mandamientos.
En Nauvoo, los santos demostraron que la obediencia no depende de la comodidad, sino de la convicción.
Construyeron un templo en la adversidad, y el Señor los bendijo con poder espiritual que transformó sus vidas.
Así también nosotros, cuando obedecemos —aun en medio de la debilidad—, invitamos Su presencia a nuestras vidas.
El Señor no nos pide hacerlo todo sin error; nos pide hacerlo todo con el corazón.
Y cuando lo hacemos, Él cumple Su promesa eterna:
“Si escuchas mi voz y guardas mis mandamientos, mi gloria reposará sobre ti.”
Conclusión final
Doctrina y Convenios 124:45–55 nos enseña que el Señor mira con amor a quienes se esfuerzan sinceramente por obedecerle, aun cuando sus fuerzas sean limitadas o sus resultados imperfectos. Él no exige perfección inmediata, sino disposición constante. Cada acto de obediencia, cada sacrificio ofrecido con fe, se convierte en una semilla de poder espiritual que el Señor hace florecer en Su debido tiempo.
El mensaje de estos versículos es profundamente consolador: Dios reconoce el intento fiel tanto como el cumplimiento completo. Cuando hacemos todo lo que está en nuestro alcance —y las circunstancias nos impiden lograr más—, Su misericordia llena el espacio entre nuestro esfuerzo y la perfección. Él no mide por logros, sino por intenciones; no pesa resultados, sino corazones.
La historia de los santos en Nauvoo ilustra ese principio eterno. En medio del cansancio, la pobreza y la pérdida, siguieron construyendo el templo con fe. Su obediencia no los libró de la prueba, pero sí los fortaleció para soportarla. Y en recompensa, el Señor les dio algo más duradero que la prosperidad: les dio Su poder, Su paz y Su presencia.
Así también con nosotros: cuando elegimos obedecer —aunque sea con pasos temblorosos—, el Señor nos absuelve, nos sostiene y nos llena de Su gloria. Porque en Su Reino, la obediencia imperfecta hecha con un corazón puro vale más que la perfección sin devoción.
El Señor bendice a los que lo intentan con amor, y Su promesa sigue viva para todos los que perseveran:
“Si escuchas mi voz y guardas mis mandamientos, mi gloria reposará sobre ti.”
Doctrina y Convenios 124:91–92
El Señor puede guiarme por medio de mi bendición patriarcal.
En estos versículos, el Señor habla con amor y solemnidad acerca de Hyrum Smith, el hermano mayor de José Smith. Le da un llamado sagrado y le promete una bendición especial.
“De cierto, te digo, dice el Señor, que mi siervo Hyrum sea nombrado patriarca de mi Iglesia… y que se le dé el don de bendecir a mi pueblo por medio de la imposición de manos.”
— Doctrina y Convenios 124:91
Estas palabras marcan un momento histórico y profundamente espiritual en la restauración: el Señor restauraba el oficio de patriarca, una autoridad santa que remontaba sus raíces a los antiguos patriarcas como Abraham, Isaac y Jacob.
Por medio de este llamamiento, el Señor enseñó a Su pueblo que Él desea guiar a Sus hijos de manera personal, a través de bendiciones que revelan Su voluntad específica para cada individuo.
Hyrum Smith: un patriarca fiel y digno de confianza
Hyrum Smith era conocido entre los santos como un hombre de integridad absoluta. Había sufrido persecución, cárcel y pérdida, pero nunca había dudado de su fe.
El Señor lo describe como alguien en quien Él podía confiar, un hombre puro de corazón. Por eso, le confió una labor tan sagrada: pronunciar bendiciones patriarcales en nombre de Dios.
Ser patriarca no era una función administrativa; era una función profética. A través de este don, el Señor revelaría dirección, promesas y consuelo a Sus hijos, no de forma general, sino de manera individual y personalizada.
Cada bendición patriarcal sería un recordatorio de que Dios no solo guía a Su Iglesia en conjunto, sino también a cada alma en particular.
El Señor conoce a cada uno de Sus hijos por nombre, y a cada uno le da una porción de Su palabra adaptada a su vida.
El propósito divino de la bendición patriarcal
El llamamiento de Hyrum enseña que las bendiciones patriarcales son una manifestación del amor personal de Dios.
En ellas, el Señor nos revela nuestra identidad espiritual —incluyendo nuestra linaje en la casa de Israel— y nos da promesas, advertencias y dirección profética para nuestra vida.
Así como el Señor dio a Hyrum la autoridad para pronunciar esas palabras, Él sigue inspirando hoy a los patriarcas para que hablen por medio del Espíritu Santo.
Cada bendición patriarcal es una voz profética que invita a confiar en el plan del Señor, incluso cuando el futuro parece incierto.
Los santos de Nauvoo necesitaban esa guía. Habían pasado por años de turbulencia y ahora enfrentaban nuevos desafíos. En medio de la confusión, el Señor les ofreció algo muy personal: una voz de revelación directa para cada alma fiel.
La bendición patriarcal es la brújula que el Señor coloca en nuestras manos para guiarnos por el camino que Él ha preparado para nosotros.
Una fuente de consuelo y dirección espiritual
En el versículo 92, el Señor continúa diciendo que Hyrum sería también su consejero en la Primera Presidencia, un hombre que consolara a los cansados y guiara a los fieles.
Esa combinación de responsabilidades —patriarca y consejero— revela el corazón del llamamiento: guiar y fortalecer al pueblo de Dios por medio de la inspiración.
Del mismo modo, el Señor desea que Su guía patriarcal llegue a cada uno de nosotros.
A través de nuestras bendiciones patriarcales, Él nos ofrece consejo, esperanza y visión espiritual.
Cuando las leemos con fe y humildad, el Espíritu Santo puede recordarnos quiénes somos, cuál es nuestro propósito y qué promesas eternas nos esperan si permanecemos fieles.
A veces, las palabras de nuestra bendición se cumplen de maneras inesperadas o en tiempos diferentes a los que imaginamos. Pero siempre se cumplen conforme a la sabiduría y el amor del Señor.
La bendición patriarcal es una conversación divina escrita para el alma; su poder se renueva cada vez que la leemos con fe.
El Señor guía por medio de la revelación personal
Estos versículos también nos enseñan que la revelación no es exclusiva de los profetas, sino que el Señor desea revelarse a cada persona mediante el Espíritu.
La bendición patriarcal actúa como un mapa espiritual, pero requiere nuestra participación: debemos buscar la guía del Espíritu Santo para entender y aplicar sus enseñanzas.
El Señor no solo nos dice “qué hacer”, sino que nos enseña “quiénes podemos llegar a ser”.
Así, nuestra bendición se convierte en una invitación constante a acercarnos a Cristo, confiar en Su tiempo y vivir de acuerdo con Su plan eterno.
El Señor no solo traza un destino para nosotros; camina con nosotros para ayudarnos a alcanzarlo.
Doctrina y Convenios 124:91–92 nos recuerda que el Señor desea guiarnos personalmente por medio de las bendiciones patriarcales.
Así como Hyrum fue llamado a bendecir y consolar a los santos de su tiempo, hoy los patriarcas son instrumentos en las manos del Señor para comunicar Su voluntad a cada uno de Sus hijos.
Nuestra bendición patriarcal no es un simple documento; es una escritura personal, una voz divina que nos habla en los momentos de duda, nos fortalece en la prueba y nos orienta hacia nuestro destino eterno.
Cuando la leemos con fe, el Espíritu nos confirma que Dios nos conoce, nos ama y tiene un plan perfecto para nosotros.
Y en ese conocimiento encontramos paz, propósito y poder para seguir adelante.
El Señor me guía por medio de mi bendición patriarcal, porque en ella me recuerda quién soy, de dónde vengo y hacia dónde debo regresar.
Conclusión final
Doctrina y Convenios 124:91–92 nos enseña que el Señor no solo dirige a Su Iglesia como un todo, sino que guía a cada uno de Sus hijos de manera íntima y personal. La restauración del oficio de patriarca en manos de Hyrum Smith simboliza esa guía individual: el amor del Padre que desea hablar directamente al corazón de Sus hijos, revelándoles su identidad divina, su propósito eterno y las promesas que los acompañarán en su jornada terrenal.
A través de la bendición patriarcal, el Señor nos ofrece una escritura personal, una voz de consuelo y dirección que trasciende el tiempo y las circunstancias. En ella encontramos consejo profético, advertencias sabias, y sobre todo, la confirmación de que Dios nos conoce por nombre y confía en nuestro potencial eterno.
Estas bendiciones no son meras palabras; son pactos celestiales que se iluminan con el paso de los años. Cada vez que las leemos con fe, el Espíritu Santo renueva su poder en nosotros, recordándonos que el Señor sigue guiando nuestros pasos, aun cuando el camino sea incierto.
El ejemplo de Hyrum —un patriarca fiel, humilde y consolador— nos enseña que el verdadero liderazgo espiritual se ejerce con ternura, y que las bendiciones divinas se reciben con un corazón dispuesto.
Así como el Señor guió a los santos de Nauvoo por medio de la voz de un patriarca, hoy nos guía por medio de nuestra bendición patriarcal. En ella encontramos dirección cuando hay confusión, esperanza cuando hay prueba y certeza cuando hay duda. Es la manifestación personal del amor de Dios que nos recuerda, una y otra vez:
“Te conozco, te amo y tengo un plan para ti.”


























