Ven, sígueme – Doctrina y Convenios 125–128


Ven, sígueme
Doctrina y Convenios 125–128
3 – 9 noviembre:
“Una voz de alegría para los vivos y los muertos”


Tras la expulsión de Misuri y los sufrimientos de Liberty Jail, los santos cruzaron el Misisipi y se establecieron en Commerce, Illinois, que el profeta José Smith transformó en Nauvoo, “lugar hermoso”. Allí el Señor reveló instrucciones que prepararían a Su pueblo para una nueva etapa de Su obra.

En Doctrina y Convenios 125 (marzo de 1841), el Señor mandó a los santos que habitaban en el territorio de Iowa a organizar sus comunidades en santidad, mostrando que Su reino abarca todo lugar donde habiten Sus hijos.

En Doctrina y Convenios 126 (julio de 1841), el Señor liberó a Brigham Young de sus viajes misioneros para que cuidara de su familia y fortaleciera la Iglesia en Nauvoo. Este período de reposo lo preparó para su futura misión de liderazgo tras la muerte del Profeta.

Mientras tanto, la construcción del Templo de Nauvoo avanzaba, pero también aumentaba la persecución. En 1842, falsamente acusado, José Smith tuvo que ocultarse. Durante ese tiempo escribió dos epístolas que hoy son Doctrina y Convenios 127 y 128.

En la sección 127, enseñó la importancia de llevar registros exactos de los bautismos por los muertos, para que lo que se registre en la tierra sea reconocido en el cielo.
Una semana después, en la sección 128, reveló verdades gloriosas sobre las llaves del sellamiento, la unión entre vivos y muertos, y el cumplimiento de la profecía de Elías. Con júbilo proclamó:

“¡Regocijaos, oh santos de los últimos días!… y proclamad las ordenanzas del Evangelio de salvación por los muertos.”

Estas secciones muestran cómo, en medio de la persecución, el Señor dio revelaciones de esperanza y poder eterno. Mientras los santos edificaban hogares, el Profeta edificaba doctrinas; mientras se ocultaba de los hombres, abría el canal entre el cielo y la tierra.

De las pruebas de Nauvoo surgieron las enseñanzas más sublimes sobre la redención, el sacerdocio y la vida eterna, que siguen sellando corazones hasta nuestros días.


Doctrina y Convenios 126
“El Señor quiere que vele por mi familia”


Cuando Brigham Young regresó de su misión en Inglaterra en 1841, traía consigo el cansancio físico de los viajes, las privaciones y las enfermedades, pero también el gozo espiritual de haber visto florecer la obra del Señor en una tierra lejana. Había pasado muchos meses separado de su esposa y sus hijos, sin saber si sobrevivirían las dificultades de la vida en la frontera. En su ausencia, su familia había sufrido necesidad, pobreza y soledad, pero también había perseverado en la fe.

Al llegar a Nauvoo, Brigham fue recibido con cariño por el profeta José Smith y por los santos que lo admiraban profundamente. En ese momento, el Señor le envió una revelación corta, pero profundamente tierna:

“Ya no es necesario que salgas más de tu familia, como lo has hecho hasta ahora; tu aceptación es completa y tus obras son aprobadas… Vela especialmente por tu familia” (DyC 126:2–3).

En esas pocas palabras se percibe el equilibrio perfecto del Evangelio: el Señor honra el sacrificio del servicio, pero también santifica el deber familiar. Brigham había dejado todo para predicar el Evangelio, y el Señor lo reconoció; sin embargo, ahora le recordaba que su ministerio debía comenzar en casa. No era un retiro del servicio, sino un cambio de enfoque: su nueva misión era preservar y fortalecer el corazón de su propio hogar.

En esta sencilla instrucción hay una profunda lección para todos los discípulos de Cristo. A veces, el Señor nos pide sacrificios que nos separan momentáneamente de los nuestros: un llamamiento exigente, una misión, o el deber de ayudar a otros cuando nuestra propia familia necesita apoyo. Pero llega el momento en que el Señor, en Su sabiduría, nos recuerda que la familia es también un campo misional sagrado, un lugar donde el amor, la fe y el servicio deben comenzar primero.

Velar por la familia no es un acto pasivo; significa cuidar, enseñar, proteger, proveer, consolar y guiar con el ejemplo. Significa ser un sacerdote o una madre consagrada en el hogar, presidiendo con ternura y edificando un pequeño templo de paz en medio del mundo.

Brigham Young no sabía que su fidelidad como esposo y padre lo prepararía para presidir sobre toda la Iglesia después del martirio de José Smith. Su liderazgo público se forjó, en parte, en su fidelidad privada. El Señor sabía que el que aprende a gobernar con amor en su hogar estará preparado para guiar con justicia en Sion.

Así también, cada uno de nosotros tiene un llamado semejante. El Señor desea que nuestras familias sean fuertes, unidas y espiritualmente nutridas.
Por eso, el mensaje de esta revelación se vuelve personal:

“He servido, he trabajado, he dado, pero… ¿estoy velando por mi familia?”

Velar por ellos no siempre requiere grandes gestos. A veces significa escuchar con paciencia, orar juntos, enseñar el Evangelio en casa, o simplemente estar presentes. En una época en que las distracciones son muchas, el Señor sigue diciendo con la misma dulzura que a Brigham:

“Vela especialmente por tu familia.”


Enseñanzas:

En esta breve pero profunda revelación dada a Brigham Young en julio de 1841, el Señor le dice: “Ya no te es requerido salir más al extranjero… porque te es requerido que veles por tu familia.”

Estas palabras, sencillas pero llenas de ternura divina, revelan una verdad eterna: la obra del Señor comienza en el hogar. Brigham Young había dedicado años a predicar el Evangelio por todo el mundo, dejando atrás a su esposa y a sus hijos para cumplir fielmente con sus deberes apostólicos. Ahora el Señor, reconociendo su sacrificio y fidelidad, lo releva de esos viajes y lo llama a ministrar dentro de su propia casa.

1. El Señor reconoce y acepta los sacrificios de Sus siervos fieles (Versículos 1–2)

El Señor comienza con ternura: “verás que tus viajes han sido aceptados por mí”. Después de años de predicación, pobreza y sacrificio, Brigham Young recibe la seguridad divina de que su servicio ha sido reconocido y aprobado.
Esto nos enseña que Dios no olvida ningún sacrificio hecho en Su nombre. Cuando servimos con sinceridad, Él ve nuestros esfuerzos y los considera suficientes para el tiempo que nos ha llamado a hacerlo.

El Señor no exige un sacrificio eterno, sino una obediencia constante. Cada etapa de servicio tiene su propósito y su fin bajo la dirección del cielo.

2. El Señor valora el equilibrio entre el servicio y la familia (Versículo 3)

El Señor dice: “ya no te es requerido salir más al extranjero”. Brigham Young había sido incansable en la predicación, pero ahora se le enseña que hay temporadas distintas en la obra del Señor. Así como hay tiempo de servir fuera, también hay tiempo de servir dentro del hogar.

Velar por la familia también es servir al Señor.
El hogar puede convertirse en el campo misional más sagrado, donde se enseña el Evangelio a las almas más preciadas que Dios nos ha confiado.

3. La familia como un ministerio divino (Versículo 3)

“Te es requerido que veles por tu familia.”
Esta instrucción eleva el cuidado familiar a la categoría de deber espiritual y revelado. El Señor no solo permite a Brigham cuidar a su familia; se lo manda.
El hogar es el primer templo, el primer lugar donde se enseña la fe, la obediencia y la caridad.

Presidir en el hogar es una forma de sacerdocio.
Así como Brigham debía guiar a los santos en Nauvoo, también debía guiar a su familia en justicia y amor.

4. El Señor promete bendiciones al priorizar lo eterno (Versículo 3)

El Señor promete que, al cuidar de su familia, Brigham sería “una bendición para ellos”. Esa es la recompensa del amor fiel: ser un instrumento de bendición en el hogar.
Cuando cuidamos de los nuestros, enseñamos con ejemplo, y fortalecemos a nuestra familia, nos convertimos en las manos del Señor para ellos.

El verdadero éxito espiritual comienza en casa.
Las mayores coronas de gloria no se ganan en los púlpitos ni en los viajes, sino en el hogar donde amamos, servimos y edificamos la fe de los nuestros.

El Señor quiere que todos aprendamos, como Brigham Young, a reconocer cuándo es tiempo de “salir” y cuándo es tiempo de “velar”. Ambos llamados son sagrados.
Al atender nuestra familia, al enseñar a nuestros hijos y al sostener a nuestro cónyuge, estamos cumpliendo un mandamiento tan divino como el de predicar el Evangelio.

“El Señor quiere que vele por mi familia.”
Ese es el llamado más dulce, y también el más duradero.

Conclusión final: La revelación de Doctrina y Convenios 126 nos enseña que el verdadero discipulado no se mide solo por lo que hacemos públicamente, sino también por lo que edificamos en lo íntimo del hogar. El Señor, al relevar a Brigham Young de sus viajes misionales, no lo estaba apartando del servicio, sino guiándolo hacia una forma más profunda y personal de ministerio: el cuidado de su familia.

El hogar es el primer lugar donde se manifiesta el amor cristiano, el primer altar donde se ora y el primer campo donde se siembra la fe. Velar por la familia es, en realidad, continuar sirviendo al Señor, pero desde el corazón del reino: el hogar.

Esta sección nos recuerda que las etapas del servicio cambian, pero el propósito divino permanece: fortalecer Sion comenzando por las familias. Cuando cuidamos, enseñamos y guiamos a los nuestros con ternura y rectitud, el Señor nos aprueba y multiplica nuestras bendiciones.

Así como Brigham Young aprendió a liderar a la Iglesia al aprender primero a liderar su hogar, nosotros también aprendemos el arte de gobernar con amor al servir fielmente en nuestras propias familias. En última instancia, el llamado más sagrado y duradero de todo discípulo de Cristo sigue siendo el mismo: “Vela especialmente por tu familia.”


Doctrina y Convenios 127:2–4
Puedo confiar en el Señor durante los momentos difíciles.


Era el año 1842, y una vez más la persecución caía con fuerza sobre el profeta José Smith. Acusado falsamente de participar en el intento de asesinato del exgobernador de Misuri, Lilburn W. Boggs, José se vio obligado a esconderse de quienes querían entregarlo a las autoridades. No podía caminar libremente por las calles de Nauvoo ni asistir a las reuniones de los santos. Se movía de casa en casa, protegido por amigos fieles, mientras la tensión y la incertidumbre lo rodeaban.

Aun así, en ese escenario de peligro, sus palabras no reflejaron temor, sino fe y gratitud. En su carta a los santos —hoy Doctrina y Convenios 127— escribió con serenidad:

“He sido perseguido… he sido cazado como una bestia de las montañas; pero soy como un muro de bronce… y puedo sonreír en medio de la tribulación y gloriarme en Dios, el Dios de mi salvación.”

Esas líneas revelan el alma de un hombre que había aprendido a confiar plenamente en el Señor. Aun en los momentos de mayor peligro, José eligió ver la mano de Dios en su vida. No negó el dolor ni el cansancio, pero su confianza estaba firmemente anclada en la roca eterna. Su gozo no dependía de la ausencia de pruebas, sino de la presencia del Espíritu.

El profeta comprendía que las pruebas eran parte del proceso divino de purificación y que, si el Señor lo sostenía, nada podría quebrantar su propósito. Su actitud demuestra que la verdadera fortaleza no consiste en evitar las dificultades, sino en mantener la fe mientras las atravesamos.

Cada uno de nosotros, al igual que José, enfrenta momentos de soledad, injusticia o temor. En esos instantes, el Señor nos invita a recordar que Él sigue siendo nuestro refugio. Podemos sonreír en medio de la adversidad cuando entendemos que nuestras vidas están en Sus manos y que ninguna tempestad puede destruir el propósito divino que Él ha preparado para nosotros.

Así, el mensaje de Doctrina y Convenios 127 se convierte en un himno de esperanza:
aunque las circunstancias sean duras y el camino parezca incierto, el Señor no nos abandona.
Cuando elegimos confiar en Él, aún en la oscuridad, descubrimos una paz más profunda que cualquier seguridad terrenal.
Como José, también nosotros podemos aprender a decir:

“Me gloriaré en Dios, el Dios de mi salvación.”

1. ¿Qué enseñan los versículos 2–4 en cuanto a Dios? Estos versículos nos revelan que Dios es constante, protector y digno de absoluta confianza.
José lo llama “el Dios de mi salvación”, mostrando que, incluso cuando los hombres lo perseguían, él sabía que su vida estaba en las manos del Señor. En lugar de desesperarse, eligió ver el propósito divino en medio del sufrimiento.

El Dios que José describe no es distante ni indiferente: es un Dios cercano, que fortalece al justo para resistir como “un muro de bronce”. José no atribuye su fortaleza a su propio carácter, sino al poder del Señor. Así aprendemos que la verdadera paz no depende de que cesen los problemas, sino de saber quién está con nosotros en medio de ellos.

2. ¿Qué enseñan los versículos en cuanto a afrontar el ridículo o la oposición? Estos versículos muestran que la fe puede transformar la persecución en testimonio.
José fue ridiculizado, acusado falsamente, y tratado como un criminal. Sin embargo, sus palabras no están cargadas de amargura, sino de confianza y hasta de gozo. Él declara que puede “sonreír en medio de la tribulación” y “gloriarse en Dios”.

El profeta no niega el dolor, pero se niega a ser vencido por él. Esa actitud enseña que el discípulo de Cristo no responde a la burla con resentimiento, ni a la injusticia con desesperación, sino con fe firme y serenidad.
José no se define por las opiniones de los hombres, sino por la aprobación de Dios.

Cuando enfrentamos oposición por causa de nuestra fe, estos versículos nos recuerdan que la fidelidad trae fortaleza interior, y que la luz de Cristo puede brillar incluso cuando otros tratan de apagarla.

3. ¿Qué palabras de esos versículos podrían ayudarte si experimentaras persecución? Las frases más poderosas y consoladoras son:

“Soy como un muro de bronce.”
“Puedo sonreír en medio de la tribulación.”
“Gloriarme en Dios, el Dios de mi salvación.”

Estas expresiones son declaraciones de poder espiritual.
Nos invitan a recordar que el Señor puede hacernos firmes e inconmovibles, que podemos mantener la calma aun cuando otros nos malinterpreten o ridiculicen, y que siempre habrá gozo para los que se aferran a Cristo.

Cada una de estas frases puede servirnos como una oración de fortaleza:

“Señor, hazme como un muro de bronce.”
“Ayúdame a sonreír en medio de la tribulación.”
“Permíteme gloriarme en Ti, aun cuando sea probado.”

Cuando los vientos de la oposición soplan, podemos mirar el ejemplo de José Smith y recordar que el gozo del Evangelio no depende de las circunstancias, sino del testimonio interior.
El mismo Dios que sostuvo a José en sus días de oscuridad puede sostenernos hoy en nuestras luchas personales.
Con Él, podemos mantener la frente en alto, conservar la paz del alma y seguir adelante, sabiendo que la luz de la verdad siempre prevalece sobre las sombras del mundo.


Historia: “Sonreír en medio de la tormenta”

Era el año 1842, y en la ciudad de Nauvoo, Illinois, el profeta José Smith vivía días de gran peligro. Hombres armados buscaban arrestarlo bajo falsas acusaciones. A veces dormía en el ático de una casa amiga; otras, debía esconderse en un sótano o en el bosque. El miedo rondaba por las calles, pero José no permitió que ese temor gobernara su corazón.

Una tarde, mientras el sol se ocultaba tras el río Misisipi, José tomó pluma y papel y escribió a los santos. Sus palabras no eran de queja, sino de fe:
“He sido perseguido… pero soy como un muro de bronce; y puedo sonreír en medio de la tribulación y gloriarme en Dios, el Dios de mi salvación.”

Aquellos que lo rodeaban se asombraban. ¿Cómo podía hablar de alegría cuando su vida corría peligro? José les enseñó que la paz no viene de estar libres de problemas, sino de estar llenos del Espíritu de Dios. Su gozo nacía del testimonio de que el Señor lo sostenía, incluso en los días más oscuros.

Mientras otros se preocupaban, José confiaba. Mientras otros se lamentaban, él oraba. Sabía que cada prueba era una oportunidad para fortalecer su fe. Entendía que la fortaleza verdadera no consistía en escapar del dolor, sino en seguir adelante con esperanza.

Con el tiempo, esas palabras llegaron a los santos y se convirtieron en un mensaje eterno: “Podemos sonreír en medio de la tribulación.” Cada creyente que las leía encontraba valor para enfrentar sus propias pruebas. Aprendieron que, así como el profeta fue sostenido por el Señor, ellos también podían hallar consuelo y poder en Cristo.

Hoy, esa misma enseñanza sigue siendo cierta. Cuando alguien enfrenta burlas por su fe, enfermedad, pérdida o soledad, puede recordar a José Smith escondido en Nauvoo, escribiendo con serenidad. Puede repetir sus palabras:
“Soy como un muro de bronce.”
“Me gloriaré en Dios, el Dios de mi salvación.”

La historia nos enseña que la fe convierte el sufrimiento en fortaleza. Dios no siempre quita las pruebas, pero sí promete estar con nosotros dentro de ellas. Cuando confiamos en Él, encontramos una paz que el mundo no puede quitar.


Conclusión final: Doctrina y Convenios 127:2–4 nos deja una enseñanza eterna sobre la fortaleza que proviene de la fe y la confianza en Dios. A través de las palabras de José Smith, comprendemos que el verdadero discípulo no se define por la ausencia de pruebas, sino por su capacidad de mantenerse firme y agradecido en medio de ellas.

El profeta, acosado por la injusticia y la persecución, eligió no rendirse al miedo ni al resentimiento. En cambio, transformó su sufrimiento en testimonio, su dolor en esperanza y su adversidad en adoración. “Soy como un muro de bronce” no fue una simple metáfora de resistencia, sino una declaración de fe inquebrantable en el poder de Dios para sostener a Sus hijos en los momentos más oscuros.

Esta sección nos invita a seguir su ejemplo. Todos enfrentamos tribulaciones —ya sea la incomprensión, la pérdida, el desaliento o el ridículo—, pero el Señor puede hacernos fuertes como el bronce si confiamos plenamente en Él. La sonrisa de José en medio del peligro se convierte en un símbolo del gozo espiritual que sólo el Evangelio puede ofrecer.

Así, la lección final es clara y profundamente consoladora: la paz no proviene de escapar de las tormentas, sino de saber quién camina con nosotros en medio de ellas. Cuando elegimos gloriarnos en Dios y no en nuestras propias fuerzas, hallamos poder, propósito y serenidad.

Como el profeta, también nosotros podemos aprender a decir, con fe firme y corazón agradecido:
“Puedo sonreír en medio de la tribulación y gloriarme en Dios, el Dios de mi salvación.”


Doctrina y Convenios 127:5–8; 128:1–8
“Aquello que registréis en la tierra será registrado en los cielos”.


Mientras José Smith vivía oculto de sus perseguidores en 1842, su mente y su espíritu no estaban enfocados en su seguridad personal, sino en el progreso de la obra eterna. En esa época de tensión y peligro, el Señor le reveló una doctrina sublime y profundamente ordenada: la necesidad de llevar registros sagrados de los bautismos por los muertos.

El profeta enseñó que las ordenanzas del Evangelio no son meros actos simbólicos, sino hechos eternos que deben quedar testificados en la tierra y en el cielo. En sus palabras:

“Aquello que registréis en la tierra será registrado en los cielos, y lo que no se registre en la tierra no será registrado en los cielos” (DyC 128:8).

Esta declaración resalta la exactitud divina con la que el Señor dirige Su obra. Cada bautismo, cada sellamiento, cada acto realizado bajo la autoridad del sacerdocio es parte de un orden celestial que requiere testimonio y registro. No se trata de burocracia espiritual, sino de un principio eterno de verdad y testificación: nada puede ser sellado por Dios si no ha sido debidamente autorizado, realizado y testificado por Sus siervos en la tierra.

El Señor explicó a José que estos registros se conservarían “en el libro de los registros de la iglesia” (DyC 127:6) y que debían llevarse de manera que “todo quede en orden” (DyC 128:3). Así enseñó a los santos que la obra del templo y de la redención de los muertos debía reflejar el mismo orden que existe en el cielo. El poder de sellamiento, traído por Elías, no solo une a los vivos con los muertos, sino que también une los actos de los hombres con los decretos de Dios, de modo que el cielo y la tierra actúan como un solo reino.

En este principio se revela un profundo mensaje sobre la naturaleza de Dios: Él es un Dios de orden, exactitud y registro eterno.
Nada se pierde ante Sus ojos. Cada alma, cada convenio, cada testimonio queda cuidadosamente preservado. El mandamiento de llevar registros muestra que el Evangelio no es una fe improvisada, sino una obra meticulosa, administrada con precisión divina.

Pero más allá de la formalidad, hay un mensaje espiritual muy personal: Dios también lleva registro de nuestros actos, de nuestra fe y de nuestras promesas.
Así como se inscriben los nombres en los libros del templo, también se escriben en los “libros de la vida” los nombres de aquellos que guardan sus convenios. Cuando obramos con rectitud, nuestro testimonio queda sellado ante los cielos.

Estas revelaciones nos enseñan a valorar la fidelidad en los detalles. El Señor espera que Su obra, tanto la institucional como la personal, se haga “con orden y decencia” (1 Corintios 14:40). Al igual que los santos de Nauvoo, podemos aprender que nuestras acciones en la tierra tienen consecuencias eternas.

Llevar un registro correcto en los bautismos por los muertos era una manifestación práctica de una verdad eterna: que la salvación no es un sentimiento, sino una relación documentada y sellada con Dios.

En la vida cotidiana, también podemos aplicar este principio al llevar un registro espiritual de nuestras experiencias con el Señor: un diario, un recuerdo de las bendiciones, un compromiso renovado con nuestros convenios.
Al hacerlo, testificamos que queremos que lo que vivimos en la tierra quede grabado también en el cielo.

José Smith enseñó este principio en medio de persecución, escondido y sin recursos. Y sin embargo, su mente estaba en el templo, en los registros y en la eternidad. Esa visión celestial lo sostuvo, y puede sostenernos a nosotros.
Cuando actuamos con orden, fe y obediencia, nuestras acciones terrenales se convierten en actos celestiales.
Y cuando todo parezca incierto, podemos recordar: el Señor no olvida —Él registra, Él sella, Él santifica.

¿Qué me enseña esto sobre el Señor y Su obra?

Estas revelaciones me enseñan que el Señor es un Dios de orden, precisión y memoria perfecta.
Él no hace las cosas a medias ni deja nada al azar. Cuando instruyó a José Smith a llevar registros exactos de los bautismos por los muertos, estaba mostrando cómo funciona Su reino: toda verdad debe ser testificada, toda ordenanza registrada, toda promesa confirmada.

Aprendo que la obra del Señor no es improvisada, sino profundamente organizada y llena de propósito eterno.
El hecho de que Él se preocupe por cada nombre y cada registro me enseña que también se preocupa por cada alma, sin olvidar a ninguno de Sus hijos, vivos o muertos. En Sus manos, cada acto justo —por pequeño que parezca— tiene un valor eterno y quedará grabado ante los cielos.

Estas instrucciones también revelan que Dios confía en nosotros para participar en Su obra. Nos permite actuar como Sus escribas, Sus testigos y Sus representantes, llevando en la tierra los registros que Él aceptará en el cielo. Es una forma hermosa de decirnos: “Tu esfuerzo aquí tiene consecuencias eternas; tu fidelidad deja huella en el reino de Dios.”

¿Cómo podrían aplicarse esas instrucciones a mis registros familiares, como los diarios personales?

El principio de registrar las cosas sagradas también se aplica a nuestra vida diaria.
Así como el Señor pidió que se llevaran registros de los bautismos por los muertos, también desea que recordemos las manifestaciones de Su mano en nuestra vida.
Un diario personal, una historia familiar, o incluso un registro de gratitud son maneras de dar testimonio de cómo el Señor actúa en nosotros.

Cuando escribimos nuestras experiencias, nuestros sentimientos espirituales, o las bendiciones que hemos recibido, estamos creando un pequeño libro de memorias sagradas, un registro que puede ser reconocido en los cielos.
De alguna manera, nuestro diario se convierte en un “libro de vida” personal, una prueba de nuestra fe y una herencia espiritual para nuestros hijos y nietos.

Así como José enseñó que los registros terrenales tienen validez eterna cuando se hacen con fe y autoridad, también nuestros registros familiares pueden tener un poder espiritual duradero cuando se hacen con propósito y gratitud.
Al anotar las bendiciones, los milagros y las lecciones de nuestra vida, estamos construyendo un puente entre la tierra y el cielo, mostrando al Señor que recordamos Sus obras y que deseamos preservarlas.

Dios valora lo que nosotros registramos porque recordar es una forma de adorar.
Cada vez que dejamos constancia de Su bondad, de nuestra fe o de los pequeños milagros cotidianos, estamos diciendo: “Señor, reconozco Tu mano en mi vida.”
Y cuando hacemos eso, no solo guardamos historia… guardamos fe viva que testifica a las generaciones futuras que el Señor sigue obrando maravillas entre Su pueblo.

Conclusión final: Doctrina y Convenios 127:5–8 y 128:1–8 nos enseñan que Dios es un Dios de orden y memoria perfecta. Él manda llevar registros sagrados porque toda obra hecha en Su nombre debe quedar testificada en la tierra y en el cielo. Este principio revela que nada se pierde ante Sus ojos: cada nombre, cada convenio y cada acto justo tiene valor eterno.
Así como los registros del templo confirman las ordenanzas, nuestros diarios y recuerdos espirituales también pueden testificar de nuestra fe. Recordar y registrar es una forma de adorar, y al hacerlo, mostramos al Señor que reconocemos Su mano en nuestra vida y deseamos que nuestras obras sean selladas en los cielos.


Enseñanzas de Doctrina y Convenios 127:5–8; 128:1–8

1. El Señor es un Dios de orden y registro perfecto: El Señor reveló a José Smith que todo acto realizado bajo la autoridad del sacerdocio debía quedar registrado y testificado, tanto en la tierra como en el cielo.

“Aquello que registréis en la tierra será registrado en los cielos” (DyC 128:8).

Esta instrucción muestra que Dios no es un ser improvisado, sino un Dios de orden, exactitud y memoria perfecta. Su reino se edifica sobre principios claros y consistentes.
Cada bautismo, sellamiento o convenio es parte de un sistema eterno donde la autoridad, el testimonio y el registro garantizan la validez celestial de las ordenanzas.
El Evangelio no es caótico ni emocional; es estructurado y eterno. Así como el cielo tiene libros de vida, la Iglesia mantiene libros de registro. Ambos reflejan el orden divino del Reino de Dios.

2. Nada se pierde ante Dios: Él recuerda y preserva todo: El mandamiento de llevar registros sagrados simboliza una verdad más profunda: nada se pierde ante los ojos del Señor.
Cada nombre, cada acto de fe, cada convenio cumplido queda anotado en los “libros de la vida” (véase Apocalipsis 20:12).
El registro no es solo un documento: es un testimonio de fidelidad, una declaración de amor y obediencia ante Dios.
Así como los nombres de los fieles se registran en los templos, también se escriben espiritualmente en los cielos. Dios no olvida a ninguno de Sus hijos; Él guarda memoria perfecta de cada acto de rectitud.

3. Las ordenanzas terrenales deben reflejar el orden celestial: El Señor enseñó que los registros debían conservarse “en el libro de los registros de la iglesia” (DyC 127:6) y que todo debía hacerse “con orden” (DyC 128:3).
Esto demuestra que la obra del templo y de la redención de los muertos no es simbólica solamente, sino una representación exacta del orden celestial.
Cuando las cosas se hacen debidamente —con autoridad, testigos y registro—, el cielo y la tierra actúan como uno solo.
La obra del Señor en la tierra refleja la organización del cielo. Cada ordenanza realizada correctamente fortalece el vínculo entre ambos reinos.

4. El poder de sellamiento une cielo y tierra: En estos versículos, José Smith menciona que el poder de sellamiento, traído por el profeta Elías, une a los vivos con los muertos, pero también une lo temporal con lo eterno.
El sellamiento no solo se refiere a los vínculos familiares, sino al principio de que todo lo que Dios sella en la tierra bajo Su autoridad tiene validez eterna.
El poder de Elías demuestra que el Evangelio no solo salva almas, sino que teje una red eterna de relaciones, asegurando que ninguna bendición ni convenio justo se pierda.

5. El Señor confía en Sus siervos para llevar a cabo Su obra: El hecho de que Dios pidiera a los santos llevar registros sagrados enseña que Él delega responsabilidad a Sus hijos.
Nos llama a ser sus escribas, testigos y administradores de lo sagrado. Al llevar registros exactos, participamos en la administración de Su reino.
El Señor comparte Su obra con nosotros. Al registrar ordenanzas, genealogías o experiencias espirituales, cooperamos con el cielo en el cumplimiento de Su plan redentor.

6. Aplicación personal: Dios también lleva un registro de mi vida: Más allá de los registros eclesiásticos, el principio se aplica a nivel personal.
Cada experiencia de fe, cada oración respondida, cada promesa guardada forma parte de un registro espiritual que el Señor conserva.
Cuando escribimos un diario personal o una historia familiar, estamos creando un testimonio tangible de nuestra relación con Dios.
Llevar un registro espiritual —por medio de un diario o de la historia familiar— es una forma de adoración y gratitud. Recordar es reconocer la mano del Señor en nuestra vida.

7. Recordar es una forma de adorar: En la doctrina de los registros se halla un principio espiritual poderoso: recordar es adorar.
Cada vez que registramos una experiencia espiritual, estamos diciendo:

“Señor, reconozco Tu mano en mi vida.”

El olvido debilita la fe; el recuerdo la fortalece. Un registro personal o familiar no solo preserva historia, sino que mantiene viva la fe y edifica a las futuras generaciones.
El Señor espera que recordemos Sus misericordias y las enseñemos a nuestros hijos. Al hacerlo, fortalecemos nuestra fe y perpetuamos el testimonio en nuestra posteridad.

Estas revelaciones muestran que la precisión en la obra del Señor no es solo administrativa, sino sagrada.
Cada nombre escrito, cada acto registrado, cada oración anotada es una señal de que el Evangelio es real y eterno.
Dios no olvida. Él registra, Él sella, Él santifica.
El Señor desea que vivamos con orden, fe y reverencia.
Y así como los santos de Nauvoo llevaron registros de las ordenanzas por los muertos, nosotros podemos llevar registros de nuestra propia redención diaria, sabiendo que todo lo que hacemos con fe será reconocido en el cielo.


Conclusión final: Doctrina y Convenios 127:5–8 y 128:1–8 nos revelan que la obra del Señor es profundamente ordenada, exacta y eterna. Cada ordenanza, cada convenio y cada testimonio debe quedar debidamente registrado porque el cielo y la tierra trabajan en perfecta armonía. Dios no olvida ni pasa por alto los actos de Sus hijos; todo lo que se hace con autoridad y rectitud en la tierra se sella y se valida en los cielos.

Estas revelaciones muestran que el Evangelio no es improvisado, sino una estructura divina de verdad, orden y testificación. El poder de sellamiento, traído por Elías, une no solo a los vivos con los muertos, sino también las acciones humanas con los decretos celestiales.

A nivel personal, este principio nos invita a vivir con propósito, a registrar las manifestaciones del Señor en nuestra vida y a recordar Sus misericordias. Llevar un diario espiritual, una historia familiar o una lista de gratitud es una forma de consagrar nuestra memoria a Dios. Recordar es adorar, y al hacerlo, nuestras experiencias cotidianas se convierten en testigos eternos de Su bondad.

En última instancia, estas revelaciones nos enseñan que nada que se haga en el nombre del Señor se pierde. Él registra, Él sella, y Él santifica cada acto justo. Cuando vivimos con orden, fe y fidelidad, nuestras obras terrenales quedan inscritas en los cielos y forman parte del registro eterno del amor y la redención de Dios.


Doctrina y Convenios 128:5–25
La salvación de mis antepasados es esencial para mi salvación.


Mientras José Smith se hallaba oculto de sus perseguidores en 1842, escribió una de las cartas más sublimes y llenas de luz espiritual de toda la Restauración. En ella, su mente se elevó por encima de las sombras de la persecución, y contempló el gran propósito de la redención humana: la unión eterna entre los vivos y los muertos.

En el versículo 5, José declara que la ordenanza del bautismo por los muertos fue “dispuesta antes de la fundación del mundo”.
Con esta frase, el Profeta revela que la redención de los muertos no fue una idea reciente ni una innovación de Nauvoo, sino una parte esencial del plan eterno de salvación. Antes de que la tierra existiera, Dios ya había provisto el medio por el cual todos Sus hijos —sin importar en qué época vivieran— pudieran recibir las ordenanzas necesarias para regresar a Su presencia.

El Señor es justo y misericordioso, y Su plan no excluye a nadie. Aquellos que no tuvieron oportunidad de recibir el Evangelio en la vida mortal no quedan fuera de Su gracia. Por eso el templo se convierte en el gran símbolo del amor de Dios, el lugar donde los vivos actúan en favor de los muertos, uniendo los dos lados del velo mediante el poder del sacerdocio.

En los versículos 15 al 18, el profeta enseña una verdad profunda y conmovedora: “la salvación de nuestros muertos es necesaria y esencial para la nuestra.”
Esto significa que no podemos alcanzar la plenitud de las bendiciones eternas sin ellos. El plan de Dios no es individualista: es familiar, colectivo y eterno.
El corazón del Evangelio no late por un alma aislada, sino por una familia eterna sellada por el poder del sacerdocio.

José explica que la tierra misma sería “herida con una maldición” si no se realizara esta obra (v. 18). En otras palabras, la existencia perdería su propósito si los vivos no se volvieran hacia sus antepasados. El sentido de la vida, el poder de la exaltación y el gozo eterno solo se completan cuando las generaciones se unen.
Por eso el profeta cita a Malaquías, declarando que Elías vino para volver el corazón de los hijos hacia los padres y el de los padres hacia los hijos, cumpliendo así una profecía antigua que abarca tanto la tierra como el cielo.

Esta revelación nos enseña que la salvación no es una experiencia solitaria, sino una red de amor que enlaza a todos los hijos de Dios.
En el plan del Señor, nadie se salva solo; todos dependemos de los convenios, los sellamientos y los lazos familiares que unen a las generaciones pasadas, presentes y futuras.

Comprender que la salvación de mis antepasados es esencial para la mía cambia por completo mi manera de ver la vida y el Evangelio.
Ya no vivo solo para mí: mi vida tiene un propósito eterno que incluye a aquellos que vinieron antes y a los que vendrán después.
Cuando participo en la obra del templo —buscando nombres, realizando ordenanzas, sellando familias—, no estoy solo ayudando a otros a ser salvos; estoy completando mi propia redención.

El corazón de esta doctrina late en el amor. Dios quiere que Sus hijos sean una familia eterna, no un conjunto de individuos salvados por separado.
Así, cuando siento el deseo de aprender sobre mis antepasados, cuando recojo historias familiares o llevo nombres al templo, estoy cumpliendo una parte del plan que “fue dispuesto antes de la fundación del mundo”.

Esta obra no solo bendice a los muertos, sino que purifica y ennoblece a los vivos.
Nos acerca al Señor, ablanda nuestro corazón y nos hace partícipes de Su amor redentor.
Y cuando nos esforzamos por sellar a nuestras familias, sentimos la misma verdad que José expresó con gozo ardiente al final de esta sección:

“¡Regocijaos, oh santos de los últimos días!… ¡Reuníos, regocijaos y proclamad las ordenanzas del Evangelio de salvación por los muertos!” (v. 22).

La redención de los muertos no es solo una doctrina: es la expresión más pura del amor eterno de Dios.
Al comprender que mi salvación está entretejida con la de mis antepasados, aprendo que el cielo no será completo sin ellos, y que yo tampoco estaré completo sin mi familia.
El Señor no salva a las personas solas, sino a familias unidas por convenios eternos.

Y así, cuando entro en el templo o abro mi historia familiar, puedo decir con gratitud:

“Estoy trabajando por ellos… y ellos están trabajando por mí.”
Juntos, formamos una cadena de redención que une el cielo y la tierra para siempre.

¿Qué me enseña esa verdad acerca de Dios y Su plan?

El hecho de que el bautismo por los muertos haya sido “dispuesto antes de la fundación del mundo” (DyC 128:5) me enseña que Dios es un Padre perfecto, justo y lleno de misericordia, que previó desde el principio todas las circunstancias de Sus hijos. Antes de que existiera la tierra, ya había preparado un camino para que cada alma tuviera la oportunidad de recibir las ordenanzas necesarias para la salvación.

Esto me muestra que Su plan no fue improvisado ni parcial: fue eterno, inclusivo y absolutamente justo. Ningún hijo de Dios quedaría fuera de Su amor solo por haber nacido en un tiempo o lugar donde el Evangelio no se conociera.
Desde antes de la creación, el Señor había dispuesto que los vivos actuaríamos en favor de los muertos, de modo que todos, en ambos lados del velo, pudieran tener la oportunidad de aceptar o rechazar Su Evangelio.

Esa visión amplía mi comprensión de Su carácter. Dios no es un juez severo que busca condenar, sino un Redentor que busca rescatar.
Su plan es tan completo que abarca a todos los que han vivido, viven o vivirán.
Saber que la redención vicaria fue preparada “antes de la fundación del mundo” me enseña que Su amor y Su justicia son eternos, inmutables y universales.

¿Qué me enseña eso sobre mi relación con Él y con los demás?

Me enseña que formo parte de un plan mucho más grande que mi propia vida.
No soy un espectador, sino un participante activo en una obra que comenzó antes de la creación del mundo.
Cuando participo en la obra del templo y de historia familiar, me uno a ese plan eterno y cumplo el propósito para el cual fui preparado desde la vida premortal.

También me enseña que Dios cuenta conmigo para ayudar a llevar a cabo Su redención.
Al igual que los santos de Nauvoo, tengo el privilegio sagrado de actuar como representante del Salvador para bendecir a aquellos que ya partieron.
Al hacerlo, no solo ayudo a mis antepasados a recibir salvación, sino que mi propio corazón se transforma: mi fe crece, mi amor se ensancha y mi entendimiento del Evangelio se profundiza.

Esta doctrina me enseña que el plan de Dios es una obra de unión, no de separación.
Los lazos familiares, la redención de los muertos y la obra del templo son expresiones del amor de un Padre que desea que ninguno se pierda y que todos regresen a casa.

Saber que el bautismo por los muertos fue preparado desde antes de la fundación del mundo me recuerda que Dios siempre ha tenido un plan para mí y para todos Sus hijos.
Nada en Su obra es casual: todo está entretejido por Su amor eterno.
Cada vez que participo en la obra del templo o busco a mis antepasados, estoy cumpliendo una parte de ese plan antiguo, ayudando a unir el cielo y la tierra en una sola familia eterna.

“La redención es tan antigua como el amor de Dios —y ese amor no tiene principio ni fin.”


Diálogo: “Unidos por los lazos eternos”
Basado en Doctrina y Convenios 128:5–25

Hno. Ramírez: Estuve leyendo Doctrina y Convenios 128, y me llamó la atención el versículo 5. Dice que el bautismo por los muertos fue “dispuesto antes de la fundación del mundo”. ¿Cómo pudo algo tan específico haber sido preparado desde entonces?

Hno. Morales: Esa frase es poderosa, ¿verdad? Nos enseña algo esencial sobre Dios y Su plan. El Señor no improvisa Su obra; Él previó desde la eternidad que muchos de Sus hijos no conocerían el Evangelio en la tierra. Así que preparó, incluso antes de la creación, un modo para que todas las almas pudieran tener una oportunidad justa de recibir las ordenanzas de salvación.

Hno. Ramírez: O sea, que el plan de Dios no excluye a nadie. Es completamente justo y misericordioso.

Hno. Morales: Exactamente. Como enseñó el élder Dale G. Renlund, el plan de Dios busca no solo sellar familias, sino sanar corazones. La obra del templo y la historia familiar no son solo un registro de nombres; son una obra de redención y reconciliación.

Hno. Ramírez: Eso me hace pensar en las palabras del profeta José Smith en los versículos 15 al 18. Él dice que la salvación de nuestros antepasados “es necesaria y esencial para la nuestra”. ¿Por qué será eso tan importante?

Hno. Morales: Porque el Evangelio no es individualista. El plan de salvación es un plan familiar. José enseñó que sin ese “eslabón conexivo” entre los padres y los hijos, la tierra misma sería herida con una maldición. Es decir, la creación perdería su propósito. Si los vivos no se preocupan por los muertos, y los muertos no esperan la ayuda de los vivos, se rompe la cadena del amor eterno que une el cielo y la tierra.

Hno. Ramírez: Entonces cuando ayudamos en la obra del templo, en realidad estamos cumpliendo con algo que sostiene la creación misma.

Hno. Morales: Así es. José usó palabras como “poder de ligar”, “unión perfecta”, “eslabón conexivo”. Imagínate una cadena: cada eslabón representa una generación. Si uno se rompe, la cadena pierde su fuerza. Pero cuando los sellamientos se realizan, esa cadena se restaura, y los corazones se vuelven unos hacia otros, como profetizó Malaquías.

Hno. Ramírez: Eso me hace pensar… quizá mi diario personal o mis historias familiares también pueden formar parte de esa cadena. Son registros que ayudan a mantener viva la memoria espiritual de quienes vinieron antes.

Hno. Morales: Muy buen punto. El mismo principio se aplica: lo que registramos en la tierra se registra en los cielos. Nuestros diarios, testimonios y recuerdos familiares también son parte de los lazos espirituales que fortalecen la fe.

Hno. Ramírez: El presidente Hinckley dijo que Cristo estableció el modelo de sacrificio vicario en Su expiación, y que el bautismo por los muertos sigue ese modelo. Me parece maravilloso: servimos en el templo en lugar de otros, así como Él sufrió en lugar de nosotros.

Hno. Morales: Sí, esa es la esencia de todo. El templo refleja la Expiación: amor desinteresado y servicio redentor. Cuando ayudamos a los muertos, participamos del mismo espíritu de Cristo. Por eso José llamó a esta doctrina “el tema más glorioso de todos los que pertenecen al Evangelio sempiterno”.

Hno. Ramírez: Nunca lo había pensado así. Antes veía la historia familiar como una tarea más, pero ahora la veo como una extensión del sacrificio del Salvador.

Hno. Morales: Exacto, hno. Ramírez. Cada nombre que llevamos al templo representa un alma que el Señor ama tanto como nos ama a nosotros. Y cada vez que servimos por ellos, también nos sanamos a nosotros mismos. Como dijo el élder Renlund, “a medida que ayudamos a nuestros antepasados a recibir sus ordenanzas, nosotros también somos sanados.”

Hno. Ramírez: Entonces, sin ellos, no podemos perfeccionarnos; y sin nosotros, ellos no pueden avanzar. Somos parte de la misma familia eterna.

Hno. Morales: Así es. Esa es la verdad que José vio con tanta claridad y que aún nos inspira hoy. El cielo no será completo sin los nuestros.


Enseñanzas de Doctrina y Convenios 128:5–25

1. El bautismo por los muertos: un principio eterno: “Dispuesto antes de la fundación del mundo” (DyC 128:5)

José Smith enseñó que la obra por los muertos no fue una invención moderna, sino parte del plan eterno de redención preparado antes de la creación.
Desde el principio, Dios sabía que muchos de Sus hijos vivirían y morirían sin conocer el Evangelio. Por amor, dispuso que otros —los vivos— pudieran actuar en su favor mediante las ordenanzas vicarias del templo.
El Evangelio es eterno y universal. No hay injusticia en el plan de Dios, pues Él ha provisto un camino para todos.
Su plan no tiene fronteras de tiempo, idioma ni mortalidad: abarca a toda la familia humana.

2. El templo: símbolo del amor redentor de Dios: Durante su escondite, José no pensó en su seguridad, sino en la obra del templo. En su visión profética, el templo se alzó como el puente entre el cielo y la tierra, el lugar donde los vivos y los muertos se unen por medio del poder del sacerdocio.

El templo representa la compasión perfecta del Padre Celestial, quien permite que los vivos participen en la redención de quienes no tuvieron oportunidad de hacerlo en vida.
El templo no es solo un edificio sagrado, sino una manifestación tangible del amor y la justicia de Dios. Allí, Su misericordia y Su orden se encuentran para ofrecer salvación a todos Sus hijos.

3. La interdependencia eterna: “la salvación de nuestros muertos es esencial para la nuestra”: (DyC 128:15) El profeta enseña que la salvación personal y la redención familiar están entrelazadas. No podemos alcanzar la exaltación sin nuestros antepasados, y ellos no pueden alcanzarla sin nosotros.
Esta interdependencia espiritual refleja que el Reino de Dios es familiar, no individualista. La plenitud de la gloria eterna solo se alcanza cuando las generaciones están unidas mediante los convenios del sacerdocio.
El cielo no está formado por individuos aislados, sino por familias eternamente selladas. La redención se logra en comunidad, no en soledad.

4. La profecía de Elías y el poder de sellamiento: “Elías… volverá el corazón de los hijos hacia los padres” (v. 18)

La visita de Elías a José Smith en el Templo de Kirtland en 1836 cumplió la profecía de Malaquías (Malaquías 4:5–6).
Elías restauró el poder de sellamiento, que vincula a los vivos con los muertos y asegura que las relaciones familiares puedan perdurar más allá del velo.

Sin esta obra, dijo José, “la tierra sería herida con una maldición” —es decir, perdería su propósito eterno. La vida tendría sentido solo temporal si los vínculos familiares no se extendieran más allá de la tumba.
El poder de Elías garantiza que el amor familiar no termina con la muerte.
El cielo sería incompleto sin los lazos de familia.

5. La obra vicaria: expresión del amor redentor de Cristo: Cuando los vivos se bautizan o se sellan por los muertos, actúan en representación de Cristo mismo, quien también obró vicariamente por toda la humanidad.
Así como Él llevó sobre Sí los pecados de otros, nosotros participamos en Su obra al servir en favor de otros que no pueden hacerlo por sí mismos.
El bautismo por los muertos es una extensión práctica del sacrificio expiatorio del Salvador.
Nos enseña a amar, servir y redimir como Él lo hace.

6. La visión cósmica del plan de salvación: José Smith ve la obra de redención como una sinfonía de luz y gozo eterno: ángeles, patriarcas y profetas de todas las dispensaciones cooperando en una misma causa.
En los versículos 19–25, la carta se eleva en un tono casi celestial, lleno de júbilo:

“¡Regocijaos, oh santos de los últimos días!… ¡Reuníos, regocijaos y proclamad las ordenanzas del Evangelio de salvación por los muertos!” (v. 22)

El profeta vislumbra un universo organizado, armonioso y lleno de cooperación divina. Todos los seres justos participan en la misma obra: la redención universal de los hijos de Dios.
El Evangelio une dispensaciones, generaciones y mundos.
La salvación es una obra colectiva de amor eterno, dirigida por Cristo.

7. Aplicación espiritual personal: Esta revelación nos enseña que:

  • Mi vida tiene propósito eterno. Fui preparado desde antes de la fundación del mundo para participar en la redención de mi familia.
  • Mi salvación está unida a la de mis antepasados. Cuando busco nombres y realizo ordenanzas, completo mi propio camino hacia la exaltación.
  • Mi corazón puede volverse más puro. La obra del templo no solo redime a los muertos, sino que santifica a los vivos.
  • El gozo viene del servicio eterno. Cuando trabajo por mis antepasados, me uno al gozo que José expresó en Nauvoo: un regocijo que trasciende la persecución y el dolor.

8. Lo que me enseña sobre Dios y Su plan: Dios es un Padre perfecto, previsor y lleno de amor.
Su plan fue establecido antes de la creación del mundo y asegura que cada uno de Sus hijos tenga una oportunidad justa de recibir el Evangelio.
Él no excluye a nadie; Su justicia y Su misericordia operan a través del tiempo y del espacio.
Dios no busca condenar, sino rescatar.
Su amor es tan amplio que ninguna alma queda fuera de Su alcance redentor.

9. Lo que me enseña sobre mi relación con Él y con los demás: Dios me invita a participar activamente en Su plan.
No soy un observador pasivo del Evangelio, sino un colaborador en la redención de los hijos de Dios.
Cada vez que sirvo en el templo, busco nombres o enseño sobre los convenios, estoy cumpliendo una parte del plan eterno y fortaleciendo mi conexión con Él.
Participar en la obra vicaria me convierte en un vínculo vivo entre el cielo y la tierra.
Mi fe crece, mi amor se ensancha, y mi relación con Dios se hace más profunda y eterna.

Conclusión: Doctrina y Convenios 128 culmina con una visión triunfal del Evangelio: una redención universal movida por amor, orden y esperanza.
El mensaje central de José Smith es este: “La salvación no es una experiencia solitaria, sino una familia eterna sellada por el poder del sacerdocio.”

Cuando comprendemos esto, ya no vemos la historia familiar como una tarea, sino como una misión sagrada que conecta los cielos con la tierra.
La obra del templo se convierte entonces en el acto más puro de amor, cooperación y adoración que puede ofrecer un hijo de Dios.

Versículo / Tema Enseñanza doctrinal Aplicación espiritual
v. 5 – “Dispuesto antes de la fundación del mundo” El bautismo por los muertos forma parte del plan eterno de salvación preparado desde antes de la creación. Dios proveyó un medio para que todos Sus hijos, sin importar cuándo vivieran, reciban las ordenanzas necesarias. Comprender que mi vida y mi papel en la redención familiar fueron planeados desde antes de nacer. Participar en la obra del templo es cumplir parte de un plan eterno.
vv. 6–14 – El templo como lugar de unión entre vivos y muertos El templo es el símbolo del amor y la justicia de Dios: une la tierra con el cielo mediante el poder del sacerdocio. Ver el templo no solo como un lugar de adoración, sino como el puente donde los dos mundos se encuentran. Cada visita al templo fortalece esa unión divina.
vv. 15–18 – “La salvación de nuestros muertos es necesaria y esencial para la nuestra” La redención es colectiva, no individual. La exaltación solo se alcanza cuando las familias están unidas por convenios eternos. Recordar que mi salvación está entretejida con la de mis antepasados y mi posteridad. Debo volver mi corazón hacia ellos y ayudarles a recibir las ordenanzas.
v. 18 – Elías y el poder de sellamiento Elías restauró el poder de sellamiento, cumpliendo la profecía de Malaquías. Sin esta obra, la tierra perdería su propósito eterno. Honrar mis lazos familiares y buscar activamente los sellamientos en el templo. Saber que el amor familiar puede ser eterno gracias al sacerdocio.
vv. 19–21 – Testimonio universal del Evangelio Todas las dispensaciones, profetas y ángeles participan en la misma obra: la redención universal de los hijos de Dios. Unirme con gratitud a esta obra sagrada. No estoy solo; el cielo entero coopera en esta misión. Mi esfuerzo en genealogía y templos tiene respaldo celestial.
vv. 22–25 – “Regocijaos, oh santos de los últimos días” José ve la obra del templo como una causa de gozo, unidad y celebración eterna. El Evangelio culmina en la redención de las familias. Servir en la obra del templo con gozo, no por obligación. Encontrar felicidad en ayudar a otros a recibir la salvación y en fortalecer mi propia fe.
Principio general – Dios es justo y misericordioso Dios preparó Su plan con justicia perfecta: ninguna alma queda fuera de Su amor ni de la oportunidad de ser redimida. Confiar en la misericordia divina. Ver a Dios no como un juez severo, sino como un Padre que busca rescatar a todos Sus hijos mediante Su plan eterno.
Relación personal con Él Dios me invita a participar activamente en Su obra. Soy Su colaborador en la salvación de las almas. Al buscar nombres, realizar ordenanzas o enseñar sobre el templo, cumplo mi papel en el plan eterno y fortalezco mi conexión con Él y con mi familia.

Conclusión final : Doctrina y Convenios 128:5–25 revela la grandeza del plan eterno de Dios: la salvación es una obra familiar y eterna, no individual. Desde antes de la creación, el Señor dispuso el bautismo por los muertos para que nadie quedara fuera de Su amor redentor.
El poder de sellamiento, traído por Elías, une a los vivos y a los muertos, asegurando que el cielo y la tierra trabajen como uno solo.
Cada vez que participamos en la obra del templo, nos unimos a esa cadena sagrada de redención y cumplimos parte del propósito eterno de Dios.
El Señor no salva personas aisladas, sino familias selladas por convenios eternos. Por eso, al servir en el templo o buscar a nuestros antepasados, estamos ayudando a cumplir el plan “dispuesto antes de la fundación del mundo” y participando en el amor infinito de Cristo que une a todos los hijos de Dios.


Un análisis de Doctrina y Convenios Seccion 125

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