Para Llegar Incluso a Ti

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La santidad de la vida


En el Talmud leemos que quien salva una vida es como si hubiera salvado a un mundo entero. Desde el principio de la humanidad, Dios ha enseñado el respeto absoluto por la vida humana. Desde el primer instante de la existencia de una persona hasta el último aliento de su vida, hay una veneración por la vida, lo cual incluye a aquellos que ya están en el mundo y también a los que aún no han nacido. Un sabio maestro nos dice: “Una vida humana es tan preciosa como un millón de vidas, porque cada una es de valor infinito”. (Rabí Immanuel Jacobovits.)

El ejercicio de los sagrados poderes procreativos de un hombre o de una mujer hace que cada uno sea socio con Dios en la creación y les trae en la paternidad su mayor felicidad. Esta asociación divina también les trae sus mayores privilegios y sus más serias responsabilidades.

Dado que llegar a ser padre o madre es una bendición trascendente, y ya que cada hijo es tan precioso y trae tanta felicidad, un propósito fundamental del matrimonio y de la vida misma es dar vida nueva dentro de esta sociedad con Dios. Las obligaciones inherentes a la creación de la preciosa vida humana son un encargo sagrado, que, si se cumple fielmente, nos guardará de degenerar en una bancarrota moral y en convertirnos en simples adictos de la lujuria.

Las responsabilidades implicadas en el divino proceso de dar vida y las funciones del cuerpo son tan sagradas que deben ejercerse únicamente dentro del matrimonio. Aquellos que no aceptan ni cumplen estas responsabilidades, por cualquier motivo, así como quienes sí lo hacen, nunca deben apartarse de la ley de castidad si desean ser verdaderamente felices. Todos los miembros de la Iglesia que buscan gozo y paz eternos esperan, y desearán, llegar al altar del matrimonio libres de transgresiones sexuales—castos y puros. Quienes no lo hagan pueden descubrir que se han privado a sí mismos del respeto propio, la dignidad y gran parte del gozo que buscan en el matrimonio.

Por la paz interior, la fortaleza y la felicidad especial que trae, la castidad como ley de Dios es, y siempre ha sido, realmente “estar dentro”; y la falta de castidad es, y siempre ha sido, realmente “estar fuera”.

El presidente Spencer W. Kimball dijo: “Este es uno de los pecados más viles: destruir a un niño no nacido para salvarse de la vergüenza, o para salvar la reputación o la comodidad”. (Liahona, noviembre de 1974, pág. 7).

Algunos dicen, como lo hizo la Corte Suprema de los Estados Unidos, que es solo una teoría que la vida humana está presente desde la concepción. Esto es contrario a una abrumadora evidencia médica. El Dr. Bernard N. Nathanson reveló recientemente que él estuvo entre quienes hablaban militante y abiertamente a favor del aborto legalizado y que se unieron en usar todos los recursos disponibles en la acción política para promoverlo. Ayudó a establecer y se convirtió en director de la primera y más grande clínica de abortos en el mundo occidental. Después de que el centro realizó alrededor de sesenta mil abortos, el Dr. Nathanson renunció como director. Él dijo: “Estoy profundamente perturbado por mi creciente certeza de que, de hecho, presidí 60.000 muertes. Ya no hay duda seria en mi mente de que la vida humana existe en el vientre desde el mismo comienzo del embarazo.” (New England Journal of Medicine, vol. 291, no. 22, pág. 1189.)

Ya en el siglo XVI, Arantius demostró que las circulaciones materna y fetal eran separadas, mostrando así claramente que estaban implicadas dos vidas distintas. El niño por nacer está ciertamente vivo, porque posee la señal de la vida, que es la capacidad de reproducir células moribundas.

Para el no nacido, solo existen dos posibilidades: puede convertirse en un ser humano vivo o en un niño no nacido muerto.

Dietrich Bonhoeffer, refiriéndose al bebé en el vientre materno, dijo: “El simple hecho es que Dios ciertamente tenía la intención de crear a un ser humano.”

Porque lo siente, toda madre sabe que hay vida sagrada en el cuerpo de su hijo no nacido. También hay vida en el espíritu, y en algún momento antes del nacimiento, el cuerpo y el espíritu se unen. Cuando lo hacen, tenemos un alma humana. El Señor ha dicho: “Y el espíritu y el cuerpo son el alma del hombre.” (DyC 88:15.)

Los expertos nos dicen que la necesidad de terminar con la vida del no nacido rara vez se justifica por razones puramente médicas o psiquiátricas. Algunos justifican el aborto porque el no nacido puede haber estado expuesto a drogas o enfermedades y puede tener defectos de nacimiento. ¿Dónde, en todo el mundo, está el hombre o la mujer física o mentalmente perfectos? ¿Vale la pena la vida solo si está libre de limitaciones? La experiencia en trabajar con niños con discapacidades sugiere que la naturaleza humana frecuentemente se eleva por encima de los impedimentos y que, en palabras de Shakespeare, “los mejores hombres son moldeados de faltas. Y, por lo general, se vuelven mucho mejores / Por ser un poco defectuosos.” (Medida por medida, acto 5, esc. 1.)

Muchos padres que han conocido la pena y la preocupación de cuidar a un hijo discapacitado estarían de acuerdo con Pearl Buck, autora galardonada con el Nobel, quien dijo: “Un niño retrasado, una persona discapacitada, trae su propio don a la vida, incluso a la vida de los seres humanos normales.” Qué gran don para la humanidad trajo la vida de Helen Keller.

Los Santos de los Últimos Días creemos que la vida humana es tan sagrada y preciosa que existe una responsabilidad ante Dios por parte de quienes invocan las fuentes sagradas de la vida. La destrucción de un tesoro así es tan aborrecible que la Primera Presidencia ha aconsejado clara y repetidamente al mundo contra la eliminación de la vida no nacida. Cito: “El aborto debe considerarse una de las prácticas más repugnantes y pecaminosas de este tiempo. … Los miembros de la Iglesia culpables de ser partícipes en el pecado del aborto deben ser sometidos a la acción disciplinaria de los concilios de la Iglesia según lo ameriten las circunstancias.” Se aconseja a los miembros “no someterse ni realizar un aborto, excepto en los raros casos” en que sea médicamente necesario y, como la Primera Presidencia ha aconsejado además, “aun entonces debe hacerse solo después de consultar con la autoridad local del sacerdocio que presida y después de recibir confirmación divina mediante la oración.” La Primera Presidencia ha aconsejado, sin embargo, que el aborto puede ser sujeto a las leyes del arrepentimiento y el perdón. (Liahona, marzo de 1973, pág. 64.)

Siento que subestimamos enormemente la naturaleza sagrada de la maternidad. Los expertos psiquiátricos nos recuerdan que existen ciertos hechos biológicos fundamentales que influyen en la psique de quienes traen nueva vida al mundo. El Dr. S. Bolter dice: “La capacidad de las madres para aceptar a los bebés después de que nacen está subestimada y poco valorada.” El dar a luz es una función biológica, psicológica y privilegiada de la mujer.

Uno de los mitos más perversos de nuestro tiempo es que una mujer que ha unido sus manos con Dios en la creación pueda destruir esa creación porque afirma tener el derecho de controlar su propio cuerpo. Dado que la vida dentro de ella no es suya, ¿cómo puede justificar su terminación y desviar esa vida de una tierra que quizá nunca llegue a heredar?

La gran profesión médica, por la cual tengo tanto respeto y que durante siglos ha estado comprometida con la preservación de la vida bajo los principios cardinales del tratamiento—“no hacer daño” y “proteger la vida”—ahora se encuentra destruyendo a más de un millón de niños no nacidos al año solo en los Estados Unidos. Cada uno de ellos, debido a diminutas diferencias cromosómicas, habría sido diferente de cualquier otra persona nacida en el mundo. ¿Cuántos, con dones especiales semejantes a los de Moisés, Leonardo da Vinci y Abraham Lincoln, podrían haber estado entre ellos?

Estos y todos los demás tienen derecho a una defensa en su estado natural de existencia no nacida. Un gran médico dice: “Hacemos tanto por las gaviotas, los flamencos y las grullas trompeteras.” Este mismo médico, el Dr. Henry G. Armitage, Jr., declara: “No pasará sin comentario que un estado (tan preocupado por la preservación de la mantis religiosa, pero considerando que un bebé no nacido no cuenta para nada) pueda enviar una chispa de inmortalidad suspendida en el limbo y conspirar con ciudadano y médico para convertir a un frágil objeto viviente, de inocencia simple y maravilla compleja, en una pulpa patética y consignarlo mediante un paso rudo y perentorio al horno o al desagüe—desconocido, no deseado y sin defensa.”

Además, cuestiona cómo una mujer, como “el adorno fértil de nuestra raza, puede ser engañada hasta creer que es una simple portera de equipaje no deseado o ser seducida, mediante halagos, hasta creer que tiene dominio sobre una vida que no es suya.” Él dijo: “Un aborto nunca es algo trivial, pues el mundo no conoce una pena comparable a la muerte de la inocencia. Dondequiera y cuandoquiera que ocurra, todos sufrimos otra pérdida de aquello poco que nos sostiene y nos mantiene unidos. Es la degradación de la humanidad. Es la plenitud vaciada, la inocencia profanada, el canto interrumpido, la belleza desechada, la esperanza sofocada. En nuestra ausencia, los ladrones nos están robando todo lo que poseemos: virtud, honor, integridad, confianza, inocencia, verdad, belleza, justicia y libertad.” (The Death of Innocence).

Exhorto a todos los que han bebido de las fuentes de la vida a respetar la divinidad inherente en esa vida y a proteger este tesoro sagrado y sus bendiciones trascendentes. Porque el Salvador del mundo ha dicho: “En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis.” (Mateo 25:40.)

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