15
Salid a traerlos de las llanuras
En una de las confrontaciones más clásicas de la Biblia, el Señor preguntó a Caín: “¿Dónde está Abel tu hermano?” Y Caín respondió: “¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” (Génesis 4:9.) Yo planteo a cada uno de nosotros esa misma pregunta: ¿somos guardianes de nuestros hermanos?
El rey Benjamín enseñó: “Les enseñaréis a amarse unos a otros, y a servirse unos a otros.” (Mosíah 4:15.) Uno de los grandes principios trascendentes que enseñamos en la Iglesia es que estamos tratando de suplir las necesidades de los demás. Hablamos con frecuencia del servicio. ¿Por qué?
Las necesidades de los Santos no son diferentes de las de cualquier otra persona, porque somos simplemente seres humanos, y nuestras necesidades son, por encima de todo, principalmente espirituales. El élder Marion D. Hanks dijo a un célebre psiquiatra: “En una palabra, dígame qué hace usted por la gente.” El psiquiatra respondió: “En una palabra, lo que hago por la gente es tratar de convencerles de que Dios los ama, y antes de que puedan creerlo, y hasta que lo crean, como persona que se preocupa por ellos, yo los represento.” Y así, esa es la primera gran necesidad. ¿Cómo sabemos que es así? Porque el Señor lo dijo. El primer mandamiento es amar a Dios y servirle, y el segundo es semejante a este: amar a nuestro prójimo y servirle. Entonces sabemos que uno de los primeros principios del evangelio tiene que ser el servicio.
El rey Benjamín preguntó: “¿No debéis trabajar para serviros los unos a los otros?” (Mosíah 2:18.) Y habremos aprendido la respuesta más sabia a esa pregunta cuando comprendamos que “cuando os halláis al servicio de vuestros semejantes, solo estáis al servicio de vuestro Dios.” (Mosíah 2:17.)
¿Somos guardianes de nuestros hermanos? En Gálatas, Pablo dijo a los santos que debían amarse y servirse unos a otros. En Santiago, se define la religión pura y sin mácula delante de Dios: “Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo.” (Santiago 1:27.) Y, ¿quién puede olvidar el gran mensaje que Pedro dio a las puertas del templo cuando el cojo le pidió limosna: “No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy.” (Hechos 3:6.) ¿Somos guardianes de nuestros hermanos?
Se cuenta la historia de un hombre que enseñaba a su hijo a ser un buen Scout y un buen cristiano. Cada día tenía una especie de rendición de cuentas con su hijo y le preguntaba: “Hijo, ¿hiciste hoy una buena obra?” Y el hijo respondía y daba su informe. Era como una entrevista personal del sacerdocio con su padre, por decirlo así. En una ocasión en particular, mientras la familia se sentaba a la mesa para cenar, el padre dijo a su hijo:
—Hijo, ¿hiciste hoy una buena obra?
—Sí, papá, la hice.
—¿Qué hiciste, hijo?
—Papá, ¿conoces a nuestro vecino Bill Jones? Lo vi corriendo para alcanzar el autobús y me di cuenta de que no iba a lograrlo, así que solté al perro contra él ¡y lo alcanzó!
¿Somos guardianes de nuestros hermanos? La sección 81 de Doctrina y Convenios dice: “Socorre a los débiles,” y me gusta este lenguaje: “Levanta las manos caídas y fortalece las rodillas debilitadas.” (DyC 81:5.) Doctrina y Convenios también nos recuerda del juicio por el cual todos seremos juzgados: “Acuérdate en todas las cosas de los pobres y necesitados, de los enfermos y afligidos, porque el que no hace estas cosas, el tal no es mi discípulo.” (DyC 52:40.) ¿Somos guardianes de nuestros hermanos?
El presidente Harold B. Lee, en abril de 1973, relató una gran revelación. Dijo:
“Fue justo antes de la dedicación del Templo de Los Ángeles. Todos nos estábamos preparando para esa gran ocasión. Fue algo nuevo en mi vida, cuando, alrededor de las tres o cuatro de la mañana, tuve una experiencia que creo que no fue un sueño, sino que debió ser una visión. Parecía que estaba presenciando una gran reunión espiritual, donde hombres y mujeres se ponían de pie, de dos en dos o de tres en tres, y hablaban en lenguas. El espíritu era tan inusual. Me pareció haber escuchado la voz del presidente David O. McKay decir: ‘Si quieres amar a Dios, tienes que aprender a amar y servir a las personas. Esa es la manera de demostrar tu amor por Dios.’” (Liahona, julio de 1973, pág. 124).
¿Somos guardianes de nuestros hermanos? ¡Sí! Veamos una experiencia de nuestra historia de la Iglesia que ilustra este gran principio.
John Chislett, subcapitán de la Compañía Willie, una de las compañías pioneras de carretas de mano, escribió:
“Llegamos a [Fuerte] Laramie alrededor del 1º o 2 de septiembre, pero las provisiones, etc., que esperábamos, no estaban allí para nosotros. El capitán Willie convocó a una reunión para considerar nuestras circunstancias, condiciones y perspectivas, y ver qué se podía hacer. Se determinó que, a nuestro ritmo actual de viaje y consumo de harina, esta se agotaría cuando estuviéramos a unas trescientas cincuenta millas de nuestro destino. Se resolvió reducir nuestra ración de una libra a tres cuartos de libra por día, y al mismo tiempo hacer todo esfuerzo posible por viajar más rápido. Continuamos con esta ración desde Laramie hasta Independence Rock.
“En ese momento, el capitán Willie recibió una carta del apóstol Richards informándole que podíamos esperar provisiones que vendrían a encontrarnos desde el valle para cuando llegáramos a South Pass. Un examen de nuestra reserva de harina mostró que se acabaría antes de que llegáramos a ese punto. Nuestra única alternativa era reducir aún más nuestra dieta. La ración de harina entonces se redujo a un promedio de diez onzas por día…
“No habíamos viajado mucho por el Sweetwater cuando las noches, que poco a poco se habían ido enfriando desde que dejamos Laramie, se volvieron severas. Las montañas frente a nosotros, al acercarnos más, se revelaban cubiertas casi hasta su base de nieve, y en las nubes que cada día parecían descender más a nuestro alrededor se percibían señales de una inminente nevada…
“Las diecisiete libras de ropa y ropa de cama que teníamos eran ya del todo insuficientes para nuestra comodidad. Casi todos sufrían, en mayor o menor grado, frío durante la noche. En lugar de levantarse por la mañana fuertes, renovados, vigorosos y preparados para las penurias de otro día de fatiga, los pobres Santos se levantaban arrastrándose de sus tiendas, demacrados, entumecidos y mostrando una total falta de esa vitalidad tan necesaria para nuestro éxito.
“El clima frío, la escasez de alimentos, el agotamiento y la fatiga por el sobreesfuerzo pronto produjeron sus efectos. Nuestros ancianos y enfermos comenzaron a decaer, y apenas perdían el ánimo y el valor, la marca de la muerte podía trazarse en sus rostros. La vida se extinguía tan suavemente como una lámpara deja de arder cuando se acaba el aceite. Al principio las muertes ocurrían lentamente e irregularmente, pero en pocos días a intervalos más frecuentes, hasta que pronto nos pareció inusual abandonar un campamento sin enterrar a una o más personas.”
La muerte no tardó en extender sus estragos a los jóvenes y naturalmente fuertes, quienes también fueron víctimas… Muchos padres tiraron de sus carretas, con sus pequeños hijos sobre ellas, hasta el día anterior a su muerte. He visto a algunos tirar de sus carretas por la mañana, desfallecer durante el día y morir antes de la mañana siguiente…
Viajamos en miseria y tristeza día tras día. A veces lográbamos recorrer una buena distancia, pero en otras ocasiones solo podíamos avanzar unas pocas millas. Finalmente fuimos alcanzados por una tormenta de nieve que el agudo viento arremolinaba furiosamente a nuestro alrededor…
Por la mañana la nieve tenía más de un pie de profundidad. Nuestro ganado se dispersó salvajemente durante la tormenta, y algunos de ellos murieron. Pero lo que fue peor para nosotros que todo esto fue el hecho de que cinco personas de ambos sexos yacían en el frío abrazo de la muerte.
La mañana antes de la tormenta, o más bien, la mañana del día en que esta llegó, distribuimos la última ración de harina. En esta mañana fatal, por lo tanto, no teníamos nada que dar. Sin embargo, teníamos uno o dos barriles de pan duro que el capitán Willie había conseguido en el Fuerte Laramie previendo nuestra indigencia. Esto fue dividido equitativamente entre todos los miembros de la compañía…
Rodeados de nieve de un pie de profundidad, sin provisiones, con muchos de los nuestros enfermos y con nuestro ganado muriendo, se decidió que permaneciéramos en nuestro campamento actual hasta que el tren de suministros nos alcanzara… La escasa ración de pan duro y carne de res de mala calidad, distribuida como se describió, fue consumida en su mayor parte el primer día por las almas hambrientas, voraces y famélicas.
Matamos más reses y repartimos la carne; pero, comerla sin pan no satisfacía el hambre, y para aquellos que padecían disentería fue más dañino que útil. Esta terrible enfermedad aumentó rápidamente entre nosotros durante esos tres días, y varios murieron de agotamiento… El recuerdo de aquello me desarma incluso ahora —¡esos tres días! Durante ese tiempo visité a los enfermos, a las viudas cuyos maridos habían muerto sirviéndolas, y a los ancianos que no podían valerse por sí mismos, para saber por mí mismo dónde repartir los pocos artículos que habían sido puestos bajo mi cargo para su distribución. Tal hambre ansiosa nunca la había visto antes, y que Dios en su misericordia me libre de verla otra vez.” (LeRoy R. Hafen y Ann W. Hafen, Handcarts to Zion, Glendale, California: The Arthur H. Clark Company, 1960, págs. 101–104).
En esa compañía se hallaba la hermana Jackson. Ella dijo:
“Alrededor de las nueve de la noche me acosté. La ropa de cama se había vuelto muy escasa, así que no me desvestí. Dormí hasta, según me pareció, la medianoche. Tenía un frío extremo. El clima era inclemente. Escuché para ver si mi esposo respiraba, pues yacía tan quieto. No pude oírlo. Me alarmé. Puse mi mano sobre su cuerpo y, para mi horror, descubrí que mis peores temores estaban confirmados. Mi esposo estaba muerto. Llamé por ayuda a los otros ocupantes de la tienda. No podían socorrerme; y no hubo otra alternativa más que permanecer sola al lado del cadáver hasta la mañana. ¡Oh, cómo se alargaban tediosamente esas horas lúgubres!
Cuando llegó el amanecer, algunos de los hombres de la compañía prepararon el cuerpo para el entierro. Y ¡oh, qué entierro y qué servicio fúnebre! No le quitaron la ropa —tenía muy poca—. Lo envolvieron en una manta y lo colocaron en una pila con otros trece que habían muerto, y luego los cubrieron con nieve. El suelo estaba tan congelado que no podían cavar una tumba. Allí fue dejado para dormir en paz hasta que la trompeta de Dios suene, y los muertos en Cristo se levanten y salgan en la mañana de la primera resurrección…
Pocos días después de la muerte de mi esposo, el número de los hombres de la compañía se redujo aún más por la muerte, y los que quedaban estaban tan débiles y demacrados por la enfermedad que, al llegar al lugar de campamento por la noche, no había suficientes hombres con fuerzas para levantar los postes y armar las tiendas. El resultado fue que acampamos al aire libre, sin más techo que la bóveda del cielo y con las estrellas como compañeras. La nieve cubría el suelo con varios centímetros de profundidad. La noche era intensamente fría. Me senté sobre una roca con un niño en mi regazo y uno a cada lado de mí. En esa condición permanecí hasta la mañana.” (Ibid., págs. 111–112).
En ese momento se envió un despacho a Brigham Young y al capitán Grant, quien era uno de los exploradores adelantados, y esto fue lo que decía:
“No tiene mucho caso que intente dar una descripción de la situación de esta gente, porque esto lo sabrá usted por su hijo Joseph A. y el hno. Garr, que son los portadores de este mensaje; pero puede imaginar entre quinientas y seiscientas personas, hombres, mujeres y niños, agotados de tanto arrastrar carretas de mano a través de la nieve y el lodo; desmayándose al borde del camino; desfalleciendo, entumecidos por el frío, los niños llorando, sus miembros agarrotados por el hielo, sus pies sangrando y algunos de ellos descalzos sobre la nieve y la escarcha. La escena era casi demasiado para los más fuertes de nosotros.” (Ibid., págs. 116–117).
En Salt Lake City, en la conferencia general del 5 de octubre de 1856, esto fue lo que dijo Brigham Young:
“Muchos de nuestros hermanos y hermanas están en las llanuras con carretas de mano, y probablemente muchos estén ahora a setecientas millas de este lugar, y deben ser traídos aquí, debemos enviarles ayuda…
“Hoy mismo llamaré a los obispos. No esperaré hasta mañana ni hasta pasado mañana, por 60 buenos equipos de mulas y 12 o 15 carretas. No quiero enviar bueyes. Quiero buenos caballos y mulas. Están en este Territorio, y debemos tenerlos. También 12 toneladas de harina y 40 buenos carreteros, además de aquellos que conduzcan los equipos…
“Primero, 40 buenos jóvenes que sepan conducir equipos, para hacerse cargo de los que ahora están siendo manejados por hombres, mujeres y niños que nada saben de conducirlos. Segundo, 60 o 65 buenos pares de mulas o caballos, con arneses, yugos, varas, cadenas, etc. Y tercero, 24 mil libras de harina, que tenemos en reserva…
“Os digo a todos que vuestra fe, religión y profesión de religión jamás salvarán un alma de vosotros en el Reino Celestial de nuestro Dios, a menos que practiquéis precisamente los principios que ahora os estoy enseñando. Id y traed a esa gente que está ahora en las llanuras. Y atended estrictamente a aquellas cosas que llamamos temporales, o deberes temporales. De otro modo, vuestra fe será en vano. La predicación que habéis oído será en vano para vosotros, y os hundiréis en el Infierno, a menos que atendáis a las cosas que os decimos.” (Ibid., págs. 120–121).
Mientras tanto, la Compañía Willie había recibido noticias de que un tren de suministros estaba en camino, y el capitán Willie y otro hombre fueron enviados en su búsqueda para apresurar la misión de rescate hacia los Santos varados. John Chislett escribió:
“A la tarde del tercer día después de la partida del capitán Willie, justo cuando el sol se hundía hermosamente detrás de las lejanas colinas, sobre una eminencia inmediatamente al oeste de nuestro campamento se vieron varios carromatos cubiertos, cada uno tirado por cuatro caballos, que venían hacia nosotros. La noticia corrió por el campamento como reguero de pólvora, y todos los que podían dejar sus camas salieron en masa a verlos. Pasaron unos minutos hasta que estuvieron lo bastante cerca para revelar a nuestro fiel capitán ligeramente a la cabeza del tren. Gritos de júbilo rasgaron el aire; hombres fuertes lloraron hasta que las lágrimas corrían libremente por sus mejillas surcadas y quemadas por el sol, y los pequeños participaron de la alegría —que algunos apenas comprendían— y danzaron de gozo alrededor. Toda contención fue dejada de lado en un regocijo general, y al entrar los hermanos en nuestro campamento, las hermanas cayeron sobre ellos y los cubrieron de besos.” (Ibid., pág. 106).
Ahora, cuando los que sufrían se acercaban al Valle del Lago Salado, Brigham Young volvió a reunir a los Santos en el Tabernáculo y dijo:
“Cuando esas personas lleguen, no quiero verlas puestas en casas solas; quiero que sean distribuidas en la ciudad entre las familias que tienen casas buenas y cómodas; y deseo que todas las hermanas que ahora están aquí presentes, y todas las que sepan y puedan, cuiden y atiendan a los recién llegados, y que con prudencia les administren medicina y alimento. Hablar de estas cosas es parte de mi religión, pues pertenece al cuidado de los Santos…
“La reunión de la tarde será suspendida, porque deseo que las hermanas vayan a casa y se preparen para darles a los que acaban de llegar un bocado de algo para comer, y para lavarlos y atenderlos. Ustedes saben que yo daría más por un plato de budín con leche, o una papa horneada con sal, si estuviera en la situación de esas personas que acaban de llegar, que por todas sus oraciones, aunque permanecieran aquí toda la tarde orando. La oración es buena, pero cuando se necesitan papas horneadas y budín con leche, la oración no reemplazará su lugar en esta ocasión; den a cada deber su tiempo y lugar apropiado…
“Algunos los encontrarán con los pies congelados hasta los tobillos; algunos estarán congelados hasta las rodillas y algunos tendrán las manos congeladas… Queremos que los reciban como a sus propios hijos, y que tengan por ellos el mismo sentimiento. Somos sus salvadores temporales, porque los hemos salvado de la muerte.” (Ibid., pág. 139).
Ahora bien, pienso que nuestro profeta hoy nos está diciendo a todos nosotros, en este tiempo y en esta época, que vayamos y traigamos a aquellos que están afuera en las llanuras. Cada joven debe ir a una misión. Y cada uno de nosotros, aunque no seamos llamados al servicio misional activo, puede estar en una misión y estar involucrado en una causa más grande que nosotros mismos: la causa más grande de todas en el mundo: la salvación de cada uno de los hijos de nuestro Padre.
El presidente Spencer W. Kimball ha dicho: “Hay gran seguridad en la espiritualidad, y no podemos tener espiritualidad sin servicio. El crecimiento de gracia en gracia está ligado al servicio.” Que cada uno de nosotros resuelva hoy servir a nuestro prójimo. Y que nuestro Padre Celestial nos haga capaces de seguir este gran discipulado que se nos requiere, y nos ayude a salir y traer a aquellos que ahora están “en las llanuras.”
























