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No Temáis
Cuando era niño, me encantaba caminar por los campos y los prados. Era muy placentero nadar en los arroyos y en los estanques. Mi padre me enseñó a cazar y a pescar. Disfrutaba del aire libre, sobre todo porque me daba la oportunidad de estar con mis seres queridos y admirar las creaciones de Dios.
Un verano nuestra familia salió de excursión cerca de Wanship, Utah. Acampamos en tiendas de lona entre los árboles que crecían a lo largo de las orillas del hermoso río que descendía por el valle desde Kamas. Un grupo de amigos de nuestros padres y sus familias fueron con nosotros y levantaron sus tiendas cerca de las nuestras.
Mis jóvenes amigos y yo pasábamos horas felices y despreocupadas recorriendo los prados o cazando animales dañinos, considerados plagas porque se comían el tierno pasto que los ganaderos necesitaban para que sus ovejas pudieran pastar. Íbamos de cacería con rifles calibre .22.
En la tarde de uno de esos días agradables, accidentalmente me dispararon en la pierna, por encima de la rodilla, a corta distancia. Cuando la bala atravesó mi pierna, sentí como si un hierro candente me atravesara la carne. Después, la pierna se me entumeció. Pronto sentí la sangre tibia corriendo por mi pierna desde el orificio por donde había pasado la bala. Me ayudaron a recorrer unos cientos de metros hasta donde estaban nuestras tiendas. Entré solo en la tienda y llamé a mi padre para mostrarle lo que había sucedido. Él y los otros hombres me administraron primeros auxilios para controlar la hemorragia, luego me ayudaron a subir a nuestro auto familiar para el viaje a Coalville, Utah, donde estaba el médico más cercano.
Encontramos al doctor, quien nos llevó a su consultorio, ubicado en el piso superior de uno de los edificios de la calle principal del pueblo. Después de ponerme en la mesa de operaciones y examinar cuidadosamente la herida, el médico decidió que primero debía esterilizar el orificio en mi pierna por donde había pasado la bala.
Al ver cómo lo iba a esterilizar, tuve miedo de dos cosas: tenía miedo del dolor y también tenía miedo de llorar. No quería llorar, porque deseaba que mi padre pensara que ya no era un niño. En mi corazón, elevé una oración silenciosa a mi Padre Celestial, pidiéndole que me ayudara para que, por más que doliera, no llorara.
El doctor tomó una varilla como las que usan los hombres para limpiar los cañones de sus armas. En la punta de la varilla había un orificio por el que se enhebraba un pequeño trozo de gasa empapado en una solución esterilizante. El doctor introdujo entonces la varilla en mi pierna. Cuando salió por el otro lado, cambió la gasa, le puso más antiséptico y la volvió a pasar por el agujero, empujándola de un lado a otro tres veces. Dolía bastante, especialmente cuando se acercaba al hueso, pero mi padre me sostuvo la mano y yo apreté los dientes, cerré los ojos e intenté quedarme quieto.
El Padre Celestial había escuchado mi oración silenciosa, y descubrí que no dolía tanto como pensaba, porque no lloré.
La herida sanó rápida y completamente. A las tres semanas ya estaba de nuevo montando mi caballo. Nunca más volví a tener problemas con esa pierna, ni siquiera cuando participé en deportes en la escuela secundaria y en la universidad.
Desde entonces, al enfrentar problemas y dificultades en mi vida, he intentado afrontarlos lo mejor que puedo, confiando más en la ayuda de nuestro Padre Celestial que en el consuelo de las lágrimas, porque aprendí la lección de que los dolores de los problemas de la vida no parecen tan grandes si no lloramos. Muchas otras experiencias en mi vida han reforzado esta lección que aprendí de joven. Como hijos de nuestro Padre Celestial, debemos aprender a ser felices, a confiar en él y a no tener miedo. Recuerden, el Señor ha dicho: “Hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados; no temáis, pues.” (Mateo 10:30–31). Él nos conoce, nos ama y conoce nuestras necesidades. Nos consolará si solamente confiamos en él y en su bondad y sabiduría.
Hace algunos años viajábamos en un barco hacia una isla en el estado de Washington. Mientras caminábamos por el barco, miré hacia la sala de máquinas y vi algo bastante extraordinario. Todo en aquella sala de máquinas y alrededor de ella estaba impoluto y reluciente. No había ni suciedad ni aceite en ninguna parte. Le dije al ingeniero, que iba con su ropa de trabajo: “Amigo mío, tu sala de máquinas está sorprendentemente limpia. ¿Hace esto que el motor funcione mejor?” Él respondió: “Éste es mi orgullo.” Cada uno de nosotros debería contemplar nuestra limpieza personal —en nuestros pensamientos, en nuestros hábitos y en nuestras vidas— como si fuera nuestro orgullo.
Es cierto que hay desilusiones en la vida. Todos tenemos problemas. Los problemas y los desafíos también son oportunidades. El Señor puede determinar cuán fuertes somos por la manera en que enfrentamos estas dificultades en nuestras vidas.
Hay muchas cosas que no podemos cambiar. Debemos estar dispuestos a aceptar nuestra suerte y desempeñar nuestro papel. Todos tenemos tristezas y penas, y a toda vida le debe caer alguna lluvia. Esto nos hace apreciar el sol.
El élder Hugh B. Brown, del Consejo de los Doce, nos contó una historia maravillosa acerca de un arbusto de grosellas. Vivía en una granja. En aquella granja había plantas, árboles, arbustos, animales—muchas cosas—pero había un arbusto de grosellas cerca de la puerta que se había vuelto leñoso. El padre del élder Brown le había enseñado a podar un árbol para que diera fruto, y cuando el élder Brown miró el arbusto de grosellas supo que nunca daría fruto porque se había vuelto todo leñoso; así que sacó sus ganchos de poda y comenzó a recortarlo y cortarlo hasta que no quedó más que algunos tocones. Dijo: “Y miré esos pequeños tocones y vi lo que me pareció una lágrima en cada uno de ellos, y siendo de naturaleza simple, empecé a hablar con ese arbusto de grosellas.
Tengo la costumbre de hablar en voz alta con las cosas inanimadas e imaginar su respuesta, y dije en voz alta: ¿Por qué lloras, pequeño arbusto de grosellas? Y, ¿saben?, pensé oír que ese arbusto me respondió. Me pareció decirme: ‘¿Cómo pudiste hacerme esto? Estaba creciendo maravillosamente. Casi era tan grande como los árboles frutales y los árboles de sombra a cada lado, y ahora me has cortado, hasta que sólo tendré la simpatía de todo el jardín. ¿Cómo pudiste hacerlo? Pensé que eras el jardinero aquí.’ Eso fue lo que pensé oír que decía el arbusto de grosellas. Pareció tan real que le contesté y hablé en voz alta al arbusto de grosellas y dije: Mira, pequeño arbusto de grosellas, yo soy el jardinero aquí y sé lo que quiero que seas. No pretendía que fueras un árbol frutal ni un árbol de sombra. Quería que fueras un arbusto de grosellas, y por eso te he cortado y te he hecho daño, y algún día, pequeño arbusto de grosellas, cuando estés cargado de fruto, vas a decir: ‘Gracias, señor jardinero, por amarme lo suficiente como para hacerme daño, por cortarme.’”
Diez años más tarde, el élder Brown estaba en el ejército canadiense durante la Primera Guerra Mundial. Estaba siendo considerado para el ascenso al cargo de general. Cuando entró a la entrevista con el general comandante, le dijeron que otro hombre sería nombrado general. El élder Brown miró al final de su hoja de historial personal y allí estaban estas palabras: “Este hombre es mormón”. Entonces el élder Brown comprendió por qué no llegaría a ser general, pero eso no suavizó el golpe. Sintió que era un fracaso. Cuando regresó al campamento, estaba tan amargado que entró en su tienda, apretó el puño y lo sacudió hacia el cielo diciendo: “Dios, ¿cómo pudiste hacer esto? ¿Cómo pudiste ser tan cruel?”
Entonces, dijo él, “estaba amargado y oí una voz que sonaba como mi propia voz, y la voz dijo: “Yo soy el jardinero aquí. Sé lo que quiero que seas. Si te dejo ir por donde tú quieres, nunca llegarás a ser nada, y algún día, cuando estés cargado de fruto, vas a decir: ‘Gracias, señor jardinero, por cortarme, por amarme lo suficiente como para herirme’.” Oí esa voz —dijo el élder Brown— y reconocí mi voz hablando al arbusto de grosellas, pero se había convertido en la voz de Dios hablándome a mí, y caí de rodillas al darme cuenta de que Él me amaba lo suficiente como para herirme.”
Cuando yo era joven, el presidente James H. Moyle, que entonces ya era un hombre muy anciano, vivía en nuestro barrio. Muchas veces nos contó cómo, al graduarse de la facultad de derecho en el este de los Estados Unidos, fue a ver a David Whitmer, uno de los tres testigos del Libro de Mormón, que entonces tenía ochenta años de edad. Él dijo: “Señor, soy un joven. Estoy comenzando la obra de mi vida y usted está terminando la suya. He estudiado acerca de los testigos y acerca del testimonio. Le ruego que me diga la verdad—no me permita pasar por la vida creyendo en una falsedad. Usted es uno de los tres testigos del Libro de Mormón. Usted declaró que un ángel de Dios descendió del cielo y le mostró las planchas de oro. Además testificó que la voz del Señor le mandó dar testimonio de ello. Ahora quiero que me diga con sus propios labios si eso es verdad.”
Recordarán que para entonces David Whitmer había dejado la Iglesia, pero respondió: “Joven, lo que testifiqué respecto a mi testimonio sobre el ángel de Dios, las planchas de oro y la voz del Señor es verdadero y no lo puedo negar.”
Que recordemos siempre poner nuestra fe en Dios y vivir de manera digna para que Él nos dirija y guíe. El Salvador aconsejó: “Tened ánimo; yo soy; no temáis.” (Mateo 14:27.) Cada uno de nosotros tiene derecho a recibir inspiración personal para guiarnos y dirigirnos. Que vivamos de tal manera que nuestros corazones estén siempre abiertos a los susurros y al consuelo del Espíritu.
























