Acercándose a la Santidad

14

Ver a Dios en Su Templo
Un tema significativo en los Salmos de Israel

Andrew C. Skinner


La Biblia hebrea, o el Antiguo Testamento, contiene varios episodios en los que Dios se aparece a los mortales. A dicha aparición se le llama teofanía (del griego theophaneia, “aparición de Dios”). Las teofanías no eran sucesos cotidianos, y pasajes como Éxodo 19:5–11 implican que eran el resultado de la obediencia, la observancia del convenio y la devoción fiel a Dios:

“Ahora pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra… Y Jehová dijo a Moisés: Ve al pueblo y santifícalos hoy y mañana… porque al tercer día Jehová descenderá a ojos de todo el pueblo sobre el monte Sinaí” (Éxodo 19:5, 10–11).

Aunque varios otros pasajes establecen que las teofanías ocurrieron a lo largo del Antiguo Testamento, Éxodo 29:42–46 nos dice que, después del Éxodo de Egipto, el Señor declaró que se aparecería a los israelitas principalmente en el ’ohel mo‘ed (la tienda de reunión, o tabernáculo) una vez que estuviera establecido:

“Este holocausto se ofrecerá continuamente por vuestras generaciones a la puerta del tabernáculo de reunión delante de Jehová, donde yo me reuniré con vosotros para hablaros allí. Allí me reuniré con los hijos de Israel, y el lugar será santificado con mi gloria. Y santificaré el tabernáculo de reunión y el altar; santificaré asimismo a Aarón y a sus hijos para que sean mis sacerdotes. Y habitaré entre los hijos de Israel, y seré su Dios. Y conocerán que yo soy Jehová su Dios, que los saqué de la tierra de Egipto para habitar en medio de ellos. Yo Jehová su Dios.” (Éxodo 29:42–46, versión NVI)

Más adelante, el Primer Templo en Jerusalén, el Templo de Salomón, cumplió este propósito: llevar a los adoradores a un contacto directo con la Deidad.

Así, un tema significativo para el salmista, tal como se expresa en varios de los salmos canónicos de Israel, fue la idea de que los adoradores podían entrar en la presencia de Dios en su santa casa en Jerusalén y verle cara a cara. Como lo expresó el profesor Mark Smith, de la Universidad de Nueva York: “‘Ver a Dios’ es la imagen preeminente [en los Salmos] para describir la experiencia de Dios en el templo (Salmos 17:15; 42:2; 63:2; 84:7; cf. 11:7; Job 33:26), y esta se describe como una experiencia de luz brillante o se expresa metafóricamente comparando a Dios con el sol (Salmos 84:7, 11).”
Si Margaret Barker tiene razón al decir que “buscar el rostro/presencia del Señor había estado en el centro del culto del templo [creencias y rituales del templo],” entonces el Salterio simplemente refleja este mensaje central.

Esto no debería sorprendernos, después de todo, ya que sabemos que existe una conexión profunda entre el templo y muchos de los salmos —los antiguos himnos de Israel—, como lo han señalado eruditos tanto dentro como fuera de la comunidad de los Santos de los Últimos Días. Un estudioso explica: “Muchos de los Salmos… aunque también se cantaban en el hogar o en la sinagoga… fueron originalmente diseñados o posteriormente adaptados para su uso en (o en relación con) el Templo”. Margaret Barker ha declarado directamente que “los Salmos eran los himnos del Templo”. Sigmund Mowinckel ha enfatizado que los salmos estaban centrados en el culto del templo israelita y, posteriormente, judío, y eran una parte importante de él. Por tanto, deberíamos esperar encontrar cierta referencia a uno de los propósitos centrales del templo —llevar a los adoradores a la presencia de Dios— en los antiguos himnos de Israel compuestos en o para el templo. De hecho, varios de los salmos expresan el viaje espiritual de los antiguos peregrinos israelitas en busca de Dios, culminando en que “el hablante en algunos salmos [pide] que se le permita al rostro de Dios resplandecer sobre él (Salmo 31:16)”. Por lo tanto, además de observar algunos ejemplos de teofanía en el Antiguo Testamento y ciertos salmos específicos sobre la gran búsqueda de ver el rostro de Dios en el templo, consideraremos quién adoraba en el Primer Templo con el fin de ver a Dios.

Ejemplos de Teofanía

La creencia del Israel antiguo de que los mortales podían entrar en la presencia de Dios y verle cara a cara es tan antigua como la existencia misma de Israel. Lo sabemos por la experiencia culminante de Jacob, el padre inmediato de los israelitas, cuando luchó con un mensajero divino para recibir una bendición:

Y él le dijo: ¿Cuál es tu nombre? Y él respondió: Jacob.
Entonces el varón le dijo: No se dirá más tu nombre Jacob, sino Israel; porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido.
Entonces Jacob le preguntó y dijo: Declárame ahora tu nombre. Y él respondió: ¿Por qué preguntas por mi nombre? Y lo bendijo allí.
Y llamó Jacob el nombre de aquel lugar Peniel, porque dijo: Vi a Dios cara a cara, y fue preservada mi alma. (Génesis 32:27–30)

Incluso antes de que Jacob tuviera esta experiencia transformadora, “el Señor se le apareció a Abram” —el abuelo de Jacob y padre de multitudes— y le mandó a caminar delante de Él en perfección (Génesis 17:1; véanse también 12:7; 18:1). El Señor habló con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo (véase Éxodo 33:11). Y Moisés, junto con Aarón, Nadab, Abiú y setenta de los ancianos de Israel, “vieron al Dios de Israel” (Éxodo 24:10); esta experiencia recuerda la de José Smith y Oliver Cowdery en el Templo de Kirtland (comparar Éxodo 24:9–11 con Doctrina y Convenios 110:1). Durante la estancia de Israel en el desierto, el Señor dijo de Moisés: “Cara a cara hablaré con él, claramente, y no por figuras; y verá la apariencia de Jehová” (Números 12:8). Deuteronomio se refiere a Moisés como un profeta “a quien Jehová conocía cara a cara” (Deuteronomio 34:10).

Las experiencias de otros testigos dan testimonio de la posibilidad real de ver a Dios en la mortalidad, especialmente en el templo. Amós, un profeta del siglo VIII a.C., declaró de manera directa que “vio al Señor, que estaba sobre el altar” (Amós 9:1). De igual manera, el gran vidente Isaías afirmó enfáticamente que vio al Señor, lo cual lo humilló profundamente (véase Isaías 6:1). Además, en 1 Samuel 3:21 y 1 Reyes 3:5–15, se relatan las apariciones del Señor al joven Samuel y al rey Salomón, ambas asociadas con el tabernáculo o el templo. Se pueden reunir suficientes ejemplos de la época preexílica para mostrar que, aunque quizás no era algo común, hubo varias ocasiones en las que los mortales disfrutaron de la presencia de Dios y lo vieron.

De hecho, en ciertos pasajes incluso vemos que a los israelitas se les anima —si no se les manda— a buscar el rostro del Señor. Uno de estos pasajes resulta especialmente interesante porque proviene de un salmo de David que no está registrado en el Salterio, sino en el libro de Crónicas, donde también se presenta el contexto histórico del salmo. Este salmo fue pronunciado por el rey David después de que el arca del convenio fue llevada con seguridad a Jerusalén, antes de que se construyera el templo propiamente dicho. David había preparado un lugar especial para representar el templo, y este ya estaba listo para recibir el arca.

Trajeron, pues, el arca de Dios, y la pusieron en medio de la tienda que David le había preparado; y ofrecieron holocaustos y sacrificios de paz delante de Dios…

Entonces, en aquel día, David entregó por primera vez este salmo para dar gracias a Jehová en manos de Asaf y de sus hermanos:

Aclamad a Jehová, invocad su nombre, dad a conocer en los pueblos sus obras.

Cantadle, cantadle salmos; hablad de todas sus maravillas.

Gloriaos en su santo nombre; alégrese el corazón de los que buscan a Jehová.

Buscad a Jehová y su poder; buscad su rostro continuamente.
(1 Crónicas 16:1, 7–11; énfasis añadido)

Todo el salmo relatado en 1 Crónicas 16:8–36 parece ser una amalgama de tres salmos canónicos: 1 Crónicas 16:8–22 corresponde con el Salmo 105:1–15; 1 Crónicas 16:23–33 con el Salmo 96:1–13; y 1 Crónicas 16:34–36 con el Salmo 106:1, 47–48. Aunque esto bien podría significar que 1 Crónicas 16 fue compuesto posteriormente a los salmos a los que se asemeja, creo que 1 Crónicas 16 preserva el contexto histórico auténtico del Salmo 105. Además, 1 Crónicas 16 contiene la exhortación a “buscar continuamente su [del Señor] rostro” (comparar el versículo 11 y el Salmo 105:4), una exhortación que encaja perfectamente con el entorno del templo y el lenguaje de la teofanía en los salmos canónicos.

El Lugar de Morada de Dios

De todos los textos del Antiguo Testamento, los salmos de teofanía —o de teofanía prometida— exponen con mayor claridad los requisitos para obtener el privilegio sin igual de ver a Dios; quizás porque ciertos salmos vinculan ese privilegio con un lugar específico: el templo de Jerusalén, y definen al templo como el lugar de morada del Señor. El Salmo 68:16, por ejemplo, habla del templo como “el monte que Dios deseó para sí; ciertamente Jehová habitará en él para siempre”. El “monte” sobre el cual fue construido el templo era, por supuesto, el monte Moriah (2 Crónicas 3:1).

Muchos pasajes bíblicos se refieren al templo no simplemente como construido sobre una colina o monte, sino como el monte del Señor. Ezequiel 20:40 equipara la expresión “mi santo monte” con el templo del Señor. Isaías 2:2, un pasaje bien conocido por los Santos de los Últimos Días, llama al templo de Jerusalén, en hebreo, har bet Yahweh, literalmente “el monte de la casa de Jehová”. Y el Salmo 99:9 anima a todo Israel justo a “exaltad a Jehová nuestro Dios, y postraos ante su santo monte”.

La creencia de que el templo era la santa casa de Dios se remonta a los orígenes del Primer Templo. Después de la oración dedicatoria del rey Salomón sobre el templo, el mismo Señor aceptó la estructura con estas palabras:

“He oído tu oración y tu ruego que has hecho delante de mí; yo he santificado esta casa… para poner mi nombre en ella para siempre; y en ella estarán mis ojos y mi corazón todos los días” (1 Reyes 9:3).

Según el Cronista, como parte de su aceptación del templo, el mismo Señor animó a su pueblo a buscar su rostro, y les prometió una bendición asociada. Declaró:

“Si se humillare mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, y oraren, y buscaren mi rostro, y se convirtieren de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos, y perdonaré sus pecados, y sanaré su tierra.

Ahora estarán abiertos mis ojos, y atentos mis oídos a la oración en este lugar.” (2 Crónicas 7:14–15)

Es evidente que el Señor esperaba que su pueblo buscara su rostro en el templo. Era su morada, un lugar de oración eficaz y ferviente, y el lugar desde el cual Dios mismo respondería a su pueblo y en el que habitaría entre ellos (obsérvese la función paralela del tabernáculo, descrita anteriormente en Éxodo 29:42–45).

En la cosmovisión del salmista, el templo terrenal de Dios tenía su paralelo en un templo celestial. Pues dijo:

“Jehová está en su santo templo (beheikhal qadesho); Jehová tiene en el cielo su trono” (Salmo 11:4, traducción del autor).
Aquí, creo que el salmista está usando paralelismo antitético para comparar los dos lugares de morada de Dios. La estructura santa en la tierra llamada templo (heikhal) tiene su contraparte: la residencia celestial de Dios, su trono divino.

La palabra hebrea heikhal es un sustantivo bien conocido que se utiliza con mayor frecuencia para referirse al templo de Jerusalén. En ocasiones, se traduce como “palacio” (1 Reyes 21:1; 2 Reyes 20:18). El término heikhal es un préstamo lingüístico del antiguo sumerio e-gal, que significa “casa grande, palacio”, es decir, la residencia del “gran hombre” o rey. Por lo tanto, incluso cuando la palabra heikhal se refería claramente al santo templo de Dios en Jerusalén, conllevaba también la connotación de un palacio. Así, llegamos a entender y apreciar que el templo terrenal del Señor también era su palacio terrenal, hogar de su trono en la tierra. Así como Dios tenía un trono celestial, también tenía un trono terrenal en Sion, como declaró el salmista (Salmo 9:11). Por lo tanto, el salmista, uno de los súbditos terrenales del Rey Celestial, declaró en un salmo que habla de la entronización de Dios en su templo-palacio:

“Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de gloria.
¿Quién es este Rey de gloria? Jehová el fuerte y valiente, Jehová el poderoso en batalla.
Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de gloria.
¿Quién es este Rey de gloria? Jehová de los ejércitos, él es el Rey de la gloria. Selah.” (Salmo 24:7–10)

En otro salmo, el salmista declaró que había visto a Dios en su santuario y que allí contempló su poder y su gloria (Salmo 63:2). En verdad, Dios era tan grande que incluso “el rey se alegrará en Dios” (Salmo 63:11).

Peregrinaciones al Templo

El Salmo 63 también es notable en relación con los adoradores que hacían peregrinaciones al templo de Jerusalén. Tres veces al año, se mandaba a todos los varones del convenio que hicieran peregrinación al templo para “presentarse delante del Señor Dios”, en la Fiesta de los Panes sin Levadura (Pascua) en primavera, siete semanas después en la Fiesta de la Cosecha (Semanas o Pentecostés), y en otoño durante la Fiesta de la Recolección (Tabernáculos), según Éxodo 23:14–17.

Creo que, con el tiempo, este pasaje llegó a interpretarse de forma distinta a su significado original, oscureciendo así la poderosa verdad de que Dios deseaba que los mortales se esforzaran por ver su rostro. En esta revelación fundamental sobre el calendario litúrgico, se le dijo a Moisés que había tres festivales del santuario cada año que todo varón del convenio debía observar. La versión Reina-Valera (basada en la King James Version) de Éxodo 23:17 dice: “Tres veces en el año se presentarán todos tus varones delante del Señor Jehová.” Esta es la traducción estándar. Pero puede sostenerse legítimamente que la palabra hebrea yērā’eh debería vocalizarse de forma ligeramente distinta (yire’eh) y que este pasaje en realidad debería decir: “Tres veces en el año verá todo varón tuyo el rostro del Señor.” La Biblia samaritana respalda esta lectura (utilizando una forma Qal del verbo en lugar del tradicional Nifal), y armoniza bien con el conjunto de textos que hemos estado explorando. Creo que Deuteronomio 16:16 también debería leerse de esta manera: “Tres veces en el año verá todo varón tuyo al Señor tu Dios en el lugar que Él escoja.” El lugar que Dios escogió primero fue, por supuesto, el templo portátil llamado tabernáculo, y luego eligió el templo de Jerusalén. Así, ver el rostro del Señor no era un concepto trivial en el antiguo Israel. Su importancia parece haberse perdido en ciertos pasajes o, por lo menos, haber sido minimizada con el tiempo. Por lo tanto, si esta lectura corregida es correcta, el mandamiento original de ir al templo para ver el rostro de Dios fue dado a todos, lo cual sugiere que todos debían, al menos, esforzarse en justicia por entrar en la presencia de Dios—aunque no todos lograran completamente esa meta.

Disponemos de muy pocos datos contemporáneos sobre los detalles de estos festivales del santuario en tiempos del Primer Templo: cómo se observaban realmente, el papel de los peregrinos individuales, o cómo se esperaba que los sacerdotes y levitas mediaran entre el hombre y Dios. Casi toda la información que tenemos sobre estas fiestas de peregrinación proviene de fuentes rabínicas posteriores. Los eruditos han extrapolado las actividades de los peregrinos en el templo en tiempos preexílicos a partir de fuentes del período del Segundo Templo o posteriores. Especialmente interesante es la visión que obtenemos sobre la participación activa de los mismos peregrinos en los festivales, así como el lugar de los salmos en las tres fiestas de peregrinación. Durante la Fiesta de los Panes sin Levadura (Pascua), “cada israelita sacrificaba su propia ofrenda, y los sacerdotes recogían la sangre en vasos de oro y plata. Mientras tanto, se cantaban los Salmos 113–118, los salmos Hallel, tradicionalmente asociados con la peregrinación.” Al llegar al atrio del templo durante la Fiesta de la Cosecha (Semanas o Pentecostés), los peregrinos eran “recibidos por el canto de los levitas, quienes se dice que cantaban el Salmo 30.” Cada día durante la Fiesta de la Recolección (Tabernáculos), “había una procesión alrededor del altar; los adoradores llevaban una rama en una mano y una fruta en la otra, y se cantaba el Salmo 118.”

Siempre las actividades de las tres fiestas de peregrinación iban acompañadas del canto de salmos y de un sentimiento de gozo centrado en el templo. Cada peregrinación culminaba en la experiencia del templo, un sentimiento captado por uno de los salmos de peregrinación:

Me alegré con los que me decían: A la casa de Jehová iremos.
Nuestros pies estuvieron dentro de tus puertas, oh Jerusalén.
Jerusalén, que se ha edificado como una ciudad que está bien unida entre sí.
Allá subieron las tribus, las tribus de Jehová,
conforme al testimonio dado a Israel, para alabar el nombre de Jehová.
Porque allá están las sillas del juicio,
los tronos de la casa de David.
Pedid por la paz de Jerusalén;
sean prosperados los que te aman.
Sea la paz dentro de tus muros,
y el descanso dentro de tus palacios.
Por amor de mis hermanos y mis compañeros
diré yo: Sea la paz en ti.
Por amor a la casa de Jehová nuestro Dios
buscaré tu bien. (Salmo 122:1–9)

Antes de entrar al templo, el peregrino era elevado aún más en pureza a través de rituales sacerdotales, “que proporcionaban una transición hacia el ámbito sagrado del templo.” Dentro del recinto del templo, los peregrinos veían una arquitectura diseñada para intensificar el sentimiento de santidad y cercanía con Dios al replicar simbólicamente el Jardín de Edén. Todas las paredes del templo estaban talladas con “figuras de querubines, palmeras y flores abiertas,” con “puertas de madera de olivo” (1 Reyes 6:29, 31). Parece que el peregrino, en el templo, intentaba recapitular simbólicamente las actividades de los primeros habitantes del paraíso edénico: caminar en la presencia de Dios y deleitarse con el fruto de todo árbol del jardín (excepto uno). Es posible que un salmista incluso se haya inspirado en ese entorno edénico recuperado en el templo de Jerusalén cuando describió su exitosa búsqueda de entrar en la presencia divina:

“Te he visto en el santuario y he contemplado tu poder y tu gloria. Tu amor es mejor que la vida, por eso mis labios te glorificarán. Te alabaré mientras viva, y en tu nombre levantaré mis manos. Mi alma quedará satisfecha como con los manjares más exquisitos; con labios jubilosos te alabará mi boca.” (Salmo 63:2–5, NVI)

Desde cierta perspectiva, “la experiencia del templo era el paraíso recobrado.” La culminación de esa experiencia —encontrarse con Dios— era intensificada por los diseños arquitectónicos del templo.

Requisitos para los Adoradores

Ciertos salmos indican que no todos podían entrar en el templo. Había requisitos que regulaban quién podía adorar en el templo y, por lo tanto, procurar gozar de la presencia de Dios:

“Porque Jehová es justo, ama la justicia; los rectos verán su rostro” (Salmo 11:7, NVI).

Incluso podríamos decir que solo los rectos verán el rostro del Señor, porque ese es el mensaje del pasaje. La palabra hebrea traducida en este salmo como “rectos” es yashar, que proviene de una raíz que originalmente significaba “ser recto”, “honesto” o “justo”. La intención del Señor en este versículo no es difícil de discernir.

Quizás el más conocido de los salmos que describe los requisitos para un encuentro personal con Dios es el Salmo 24, citado en parte más arriba. Entre los muchos estudios académicos sobre este salmo, todavía considero que algunos de los análisis más antiguos son los mejores. Sigmund Mowinckel sostiene que el Salmo 24 contiene las “leyes del santuario”, que son “normas especiales y exigencias particulares sobre las cualificaciones de quienes pueden ser admitidos” al templo. El Salmo 24 es uno de los llamados salmos de ascensión o de procesión, cantados por los levitas y sacerdotes mientras los devotos subían al templo para adorar y participar en los sacrificios ofrecidos allí.

El comentarista bíblico Franz Delitzsch se refirió a este salmo como una “preparación para la recepción del Señor que está por entrar [en su templo]”. Según su esquema, el salmo debía cantarse de manera antifonal, por un “coro de la procesión festiva”, comenzando con los versículos 1 y 2 cuando los peregrinos aún estaban al pie del monte del templo. Voces separadas respondían al coro con las preguntas y respuestas críticas de los versículos 3 y 4. El coro luego respondía con los versículos 5 y 6 mientras la procesión ascendía el monte. Entonces, al llegar a la puerta del templo, el coro cantaba los versículos 7 al 10. El Salmo 24 dice:

De Jehová es la tierra y su plenitud; el mundo, y los que en él habitan.
Porque él la fundó sobre los mares, y la afirmó sobre los ríos.
¿Quién subirá al monte de Jehová? ¿Y quién estará en su lugar santo?
El limpio de manos y puro de corazón; el que no ha elevado su alma a cosas vanas, ni jurado con engaño.
Él recibirá bendición de Jehová, y justicia del Dios de su salvación.
Tal es la generación de los que le buscan, de los que buscan tu rostro, oh Dios de Jacob. Selah.
Alzad, oh puertas, vuestras cabezas; y alzaos vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de gloria.
¿Quién es este Rey de gloria? Jehová el fuerte y valiente, Jehová el poderoso en batalla.
Alzad, oh puertas, vuestras cabezas; y alzaos vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de gloria.
¿Quién es este Rey de gloria? Jehová de los ejércitos, él es el Rey de la gloria. Selah. (Salmo 24:1–10)

Aunque la versión Reina-Valera (y la King James Version) usa la expresión “monte de Jehová” en el versículo 3, el hebreo se traduce literalmente como: “¿Quién subirá al monte de Yahvé?”, una referencia a la casa del monte del Señor, como vimos en Isaías 2:2. Y la frase “¿quién estará en su lugar santo?” se refiere directamente al templo; una sección del templo de Jerusalén era llamada explícitamente “el Lugar Santo”.

La implicación de la versión King James del Salmo 24 es que uno podía encontrarse con Dios en el templo si era digno. Aunque el flujo del texto es un tanto confuso, parece decir que “la generación de los que le buscan [al Señor]… recibirá bendición de Jehová [cuyo rostro buscan]”. Probablemente esto se entendía en el contexto de varios otros salmos que muestran que cuando el rostro del Señor resplandece sobre una persona, llegan las bendiciones —especialmente la salvación— (véanse Salmos 4:6; 31:16; 67:1–2; 80:3, 7, 19; 119:135). Las muchas súplicas del salmista para que el rostro de Dios resplandezca sobre él y sobre su pueblo parecen formar parte de una creencia arraigada en la realidad antropomórfica de Dios.

El problema es que la versión del Salmo 24 que se conserva en la Biblia King James parece tener algo omitido en el versículo 6, cerca del nombre de Jacob. Por el contexto de los demás versículos, no es el rostro de Jacob el que se busca, sino el del Señor. La Septuaginta (LXX) lo señala de forma mucho más explícita (especialmente en el versículo 6): el propósito supremo de subir al templo era “buscar el rostro del Dios de Jacob”. Y esa oportunidad dependía de requisitos específicos de dignidad:

¿Quién subirá al monte del Señor, y quién estará en su lugar santo?
El que es inocente en sus manos y puro de corazón; el que no ha elevado su alma a la vanidad, ni ha jurado con engaño a su prójimo.
Este recibirá bendición del Señor, y misericordia de Dios su Salvador.
Esta es la generación de los que le buscan, de los que buscan el rostro del Dios de Jacob…
¿Quién es este Rey de la gloria? El Señor de los ejércitos, él es el Rey de la gloria. (LXX, Salmo 23:3–6, 10)

Aquí, el objetivo no velado de los puros de corazón es ver a Dios en su templo. Por qué la Septuaginta es más clara en este punto es un tema debatible. Tal vez esta claridad refleje la interpretación del traductor sobre cómo debía entenderse el texto hebreo. O quizás los manuscritos hebreos de los que se tradujo la LXX realmente preservaban una lectura superior en comparación con otras versiones manuscritas. A la luz de la evidencia disponible, parece no solo posible, sino probable, que diferentes comunidades judías tuvieran versiones ligeramente distintas de los mismos libros del Antiguo Testamento: la comunidad babilónica tenía una versión, la palestina otra, y la comunidad egipcia aún otra. Sea cual fuere la razón, dado todo lo que las Escrituras nos permiten examinar, me parece evidente que la Septuaginta nos da el lenguaje y el significado que originalmente se pretendía.

De manera paralela, Jesucristo utilizó el fundamento doctrinal del Salmo 24 para hacer la misma promesa, en su Sermón del Monte, a los de limpio corazón: verían a Dios (Mateo 5:8). En ambos casos, la condición sobre la cual reposan las promesas es tener manos limpias y un corazón puro. Se vuelve aún más evidente que Jesús basó su promesa en el Salmo 24 cuando comparamos la redacción del salmo en la Septuaginta con el texto griego del Nuevo Testamento en Mateo 5:8. La frase de la Septuaginta “puro en su corazón” (katharos tē kardia), usada en singular en el versículo 4, es equivalente a la frase “puros de corazón” (katharoi tē kardia), usada en plural por Jesús en Mateo 5:8.

En la época del Primer Templo, parece que tanto las acciones externas como los pensamientos internos del adorador debían ajustarse a un estándar santo para que la persona pudiera ingresar al recinto del templo. Las manos se contaminaban con cosas como idolatría, asesinato, robo, adulterio, profanación del día de reposo y maltrato al prójimo. El corazón se corrompía con pensamientos malignos o impuros. La pureza ritual también debió haber sido una preocupación, y por tanto se esperaba probablemente que los asistentes al templo participaran en rituales de purificación para eliminar la impureza ritual. Nótese la existencia de docenas de mikvaoth, o baños rituales, que los arqueólogos han descubierto alrededor del recinto del Segundo Templo.

El adorador digno del templo en el antiguo Israel también era miembro de la comunidad del convenio. Reflejando sin duda requisitos vigentes desde el periodo del Primer Templo, Ezequiel incluyó en su descripción de un glorioso templo futuro la exigencia de ser parte del pueblo del convenio para poder ingresar al templo:

“Así ha dicho Jehová el Señor: Ningún hijo de extranjero, incircunciso de corazón e incircunciso de carne, entrará en mi santuario, de los hijos de extranjeros que están entre los hijos de Israel” (Ezequiel 44:9).

Ninguno de los otros pasajes del Antiguo Testamento sobre teofanía que hemos examinado establece restricciones sobre quién puede adorar en el templo. Tampoco ofrecen muchos detalles sobre la búsqueda suprema de entrar en la presencia de Dios en el templo. Los sacerdotes supervisaban el sistema sacrificial y actuaban como mediadores entre el hombre y Dios, pero estos pasajes no dan una explicación detallada de su papel en guiar a los adoradores para ver a Dios. El lenguaje de todos los textos de teofanía en el Salterio es democrático. Sabemos que existían grados de santidad —entre clases de personas así como dentro del templo mismo—. Sin embargo, el lenguaje del Salterio no discrimina; todos están invitados a buscar el rostro de Dios.

Algunos eruditos bíblicos destacados —incluidos Hermann Gunkel, Sigmund Mowinckel, K. Galling y J. Begrich— han argumentado que durante la existencia del Primer Templo, los sacerdotes se ubicaban en las puertas del templo y aseguraban la dignidad de los adoradores, y por ende la santidad del templo, planteando preguntas a quienes buscaban entrar. Hans-Joachim Kraus sugirió un escenario similar, aunque invertido: los adoradores se situaban fuera de las puertas del templo y preguntaban: “¿Quién es digno de entrar al templo?” Entonces, “desde dentro un portavoz sacerdotal les respondía con la declaración de las condiciones de entrada”. Estas condiciones se encuentran en otros salmos además del Salmo 24.

El Salmo 15 es otro himno de entrada al templo que presenta las calificaciones requeridas para aquellos que buscan al Señor en su santuario. Comienza con una pregunta dirigida al mismo Señor:

“Jehová, ¿quién habitará en tu tabernáculo? ¿Quién morará en tu monte santo?” (versículo 1).

La respuesta del Señor abarca una serie de requisitos que se asemejan mucho a una antigua certificación de dignidad para el templo—una recomendación para el templo, por así decirlo, en la terminología de los Santos de los Últimos Días. La versión NVI de la Biblia proporciona una traducción útil:

“Sólo el de conducta intachable,
que practica la justicia y de corazón dice la verdad;
que no calumnia con la lengua,
que no le hace mal a su prójimo ni le acarrea desgracia a su vecino;
que desprecia al que Dios reprueba,
pero honra al que teme al Señor;
que cumple lo prometido aunque salga perjudicado;
que presta dinero sin ánimo de lucro
y no acepta soborno en perjuicio del inocente.
El que así actúa no caerá jamás.” (Salmo 15:2–5, NVI)

Se ha afirmado que estos atributos representaban cualificaciones individuales que formaban un requisito compuesto por diez partes. En resumen, según el Salmo 15, un adorador en el antiguo Israel que deseaba entrar en el templo era alguien que:

  • caminaba con integridad,
  • practicaba la justicia,
  • hablaba con veracidad,
  • despreciaba a los depravados,
  • había jurado no hacer el mal,
  • no calumniaba (es decir, “no tropezaba con su lengua”),
  • no hacía daño a su prójimo,
  • no levantaba reproches contra su pariente,
  • no cobraba intereses por su dinero,
  • y no aceptaba soborno contra el inocente.

Parece que el salmista usó el número diez a propósito por su valor simbólico. Representaba plenitud, integridad y corrección. El número diez se utilizó simbólicamente en varios otros pasajes bíblicos, como por ejemplo los Diez Mandamientos, las diez plagas, el diezmo y la parábola de las diez vírgenes. En el Salmo 15, el número diez podría haber tenido otro propósito significativo dentro de esta confesión de dignidad para el templo, según Peter C. Craigie. Él propuso que los adoradores del templo debían recitar de memoria, usando sus diez dedos como dispositivos mnemotécnicos, las “condiciones morales previas a la participación en la adoración [del templo]”.

El Salmo 15 parece registrar una antigua confesión de fe y un compromiso de dignidad que certificaba la rectitud del participante o adorador del templo—ya fuera sacerdote, levita o israelita.

Aquí uno recuerda los requisitos de pureza exigidos a los antiguos egipcios que deseaban entrar en el espacio sagrado de sus templos. Egipto fue otra cultura intensamente orientada al templo, estrechamente relacionada con Israel. Los egipcios creían que sus dioses habitaban en los templos, así como los israelitas creían que el Dios verdadero y viviente moraba en su templo. Los templos egipcios servían como “mansiones de los dioses” y “portales a lo divino.” Además, en Egipto, como en Israel, generalmente se asumía la identidad entre palacio y templo. Es decir, el templo también se consideraba la sala del trono de la deidad. Las declaraciones de pureza requeridas para entrar en el templo conformaban la Confesión Negativa del Libro de los Muertos, capítulo 125. Una porción de la Confesión Negativa, una afirmación de rectitud expresada como negación de todo acto indebido, dice lo siguiente:

¡Salve a ti, oh gran dios, señor de las Dos Justicias! He venido a ti, mi señor, he sido traído para que pudiera ver tu hermosura… He venido a ti, te he traído la justicia, he desterrado el engaño para ti.

No he hecho mal a los hombres.
No he maltratado a los animales.
No he pecado en el templo…
No he blasfemado contra los dioses.
No he hecho violencia a los pobres.
No he hecho lo que los dioses aborrecen.
No he difamado a un esclavo ante su amo.
No he hecho enfermar a nadie.
No he hecho llorar a nadie.
No he matado.
No he dado órdenes de matar.
No he hecho sufrir a nadie…
Soy inocente.

En Egipto, al igual que en Israel, el templo era el lugar para ver el rostro de los dioses. Según el egiptólogo John Gee, la Confesión Negativa constituía una lista que certificaba la pureza, capacidad y autorización de una persona para entrar en el templo. En palabras del profesor Gee, equivalía a “la versión egipcia antigua de la recomendación moderna para el templo.”

Por supuesto, los antiguos egipcios no poseían el sacerdocio, y sus templos no eran recintos sagrados del Dios verdadero y viviente. Pero comprendían muy bien la conexión entre los requisitos de pureza en pensamiento y acción y la capacidad de disfrutar de la presencia de los dioses. Su entendimiento de este principio, junto con su intento de imitar los poderes del antiguo orden del sacerdocio, se remonta a la antigüedad, como lo indica el relato del patriarca Abraham en la Perla de Gran Precio (véase Abraham 1:26).

Nuestra Dispensación de los Últimos Días

Todo esto resulta más que familiar para los Santos de los Últimos Días que están familiarizados con la teología del templo y los requisitos para entrar y adorar en él. El concepto del templo como el lugar donde el Señor puede ser visto cara a cara es una de las doctrinas sublimes restauradas por José Smith. En su biografía del Profeta, el eminente historiador Richard Bushman comentó sobre este aspecto de la Restauración:

“En el templo… José esperaba que sus santos vieran a Dios como el pueblo de Moisés nunca pudo. Al completarse el templo de Salomón, Dios vino en una nube de gloria. Una revelación del otoño de 1832 decía que cuando el templo de Kirtland se terminara, ‘una nube descansará sobre él, la cual será la gloria del Señor’.”

En efecto, una parte importante del ministerio de José Smith parece haber estado dedicada a ayudar al Israel de los últimos días a entender que la promesa de ver al Señor cara a cara en el templo era literal y real, tal como lo creían los líderes y escritores del Israel antiguo. Pero al presentar la autenticidad y naturaleza literal de esta promesa, tanto José como los antiguos simplemente estaban repitiendo lo que el mismo Señor había dicho, como veremos.

En preparación para la construcción del Templo de Kirtland, el Señor enfatizó al Profeta la necesidad de pureza absoluta, usando un lenguaje sobre ver al Señor cara a cara que parece sacado directamente de algo escrito por el antiguo salmista de Israel. El Señor dijo:

“Y en cuanto mis siervos edifiquen una casa a mi nombre, y no permitan que entre en ella ninguna cosa inmunda para que no se contamine, mi gloria descansará sobre ella;

sí, y mi presencia estará allí, porque entraré en ella, y todos los de corazón puro que entren en ella verán a Dios.

Pero si se contamina, no entraré en ella, ni estará allí mi gloria, porque no entraré en templos impuros.”
(Doctrina y Convenios 97:15–17)

Varios otros pasajes en la revelación moderna mantienen la promesa de un encuentro cara a cara con el Señor. Pero el requisito sobre el cual descansa dicha promesa es uniforme: la pureza.

“De cierto, así dice el Señor: Sucederá que toda alma que abandone sus pecados y venga a mí, invoque mi nombre, obedezca mi voz y guarde mis mandamientos, verá mi rostro y sabrá que yo soy”
(Doctrina y Convenios 93:1)

El énfasis de José Smith en ver a Dios en el templo no fue simplemente una desviación radical del cristianismo de su época—fue revolucionario. Como indica el profesor Bushman, en una era en que “muchos cristianos dejaban de lado el Antiguo Testamento y tomaban su evangelio únicamente del Nuevo Testamento,” José, por instrucción divina, estaba elevando y entronizando teológicamente los temas del templo del Antiguo Testamento. José y el salmista, en particular, estaban en perfecta sintonía.

El énfasis en la pureza, como requisito para participar en el templo en el mormonismo temprano, tal como lo era en ciertos salmos, se ejemplifica claramente en un comentario de W. W. Phelps con respecto a la inminente dedicación del templo:

“Nos estamos preparando para limpiarnos, empezando por purificar nuestros corazones, abandonar nuestros pecados, perdonar a todos, a todos contra quienes alguna vez guardamos rencor; ungirnos, lavar el cuerpo, vestir ropa limpia y decente, ungir nuestras cabezas y guardar todos los mandamientos. Al acercarnos a Dios, vemos nuestras imperfecciones y nuestra nulidad con más claridad.”

Alabanza y Súplica

Por encima de todo, los salmos bíblicos están llenos de alabanza a la bondad, grandeza, justicia, misericordia y amor del Señor (véase, por ejemplo, Salmo 36:5–7). Como resultado, el salmista se regocijaba especialmente por la oportunidad de entrar en la presencia del Señor, porque “en tu presencia hay plenitud de gozo” (Salmo 16:11).

El salmista estaba convencido de que ver el rostro del Señor en justicia satisfaría completamente su alma. En contraste con los “hombres del mundo”, que “tienen su parte en esta vida”, es decir, riqueza y poder mundano, el salmista proclamó:

“Yo en justicia veré tu rostro; quedaré satisfecho cuando despierte a tu semejanza” (Salmo 17:14–15).
Mitchell Dahood ha señalado que aquí se refiere claramente a una “visión beatífica, el encuentro cara a cara con Dios.” No era una metáfora.

El salmista declaró, además, que el rostro del Señor lo llenaba de gran alegría (Salmo 21:6).

“En tu luz veremos la luz” (Salmo 36:9; énfasis añadido).

Por estas razones, el salmista buscaba una sola cosa por encima de todas las demás; tenía una única y suprema petición al Señor:

“Una cosa he demandado a Jehová, ésta buscaré: que esté yo en la casa de Jehová todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura de Jehová, y para inquirir en su templo” (Salmo 27:4).

¿Acaso no es esta también la súplica de todos los verdaderos discípulos en todas las épocas cuando los templos del Señor han estado disponibles? ¿Y no podemos nosotros comprender y relacionarnos con aquello que en última instancia mantuvo fiel al salmista y lo motivó? Porque confesó:

“Hubiera yo desmayado, si no creyese que veré la bondad de Jehová en la tierra de los vivientes.
Espera a Jehová; esfuérzate, y aliéntese tu corazón; sí, espera a Jehová.” (Salmo 27:13–14; énfasis añadido)

¿No encontramos en estos dos versículos el mensaje supremo para todos los que adoran en los templos del Señor en tiempos modernos? ¿Y no es también esta súplica del salmista la misma súplica de nosotros, los Santos de los Últimos Días que vamos al templo?

“Mi corazón ha dicho de ti: Buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, oh Jehová;
No escondas tu rostro de mí. No apartes con ira a tu siervo; mi ayuda has sido. No me dejes ni me desampares, oh Dios de mi salvación.” (Salmo 27:8–9)

Esta súplica se vuelve aún más significativa en nuestra discusión cuando nos damos cuenta de que el salmista pronunció estas palabras solo tres versículos después de haber pedido al Señor que le permitiera pasar el resto de sus días en el templo (véase el versículo 4). Buscar el rostro del Señor y buscar estar en el templo eran impulsos gemelos de una misma búsqueda. En el Salmo 42:2, el salmista anhela llegar a la presencia de Dios en el templo:

“¿Cuándo vendré y me presentaré delante de Dios?” (māthai ’abō’ ve’ērā’eh penê ’elōhim)

Conclusión

Dado todo lo que hemos examinado, me resulta imposible creer que buscar el rostro de Dios fuera un tema menor en el Antiguo Testamento o un simple capricho pasajero en la mente del salmista. Más bien, el salmista y otros escritores bíblicos parecen, en ocasiones, estar completamente consumidos por esta idea. Isaías, por ejemplo, considera su visión del Señor en el templo como el punto culminante de su llamado profético:

“Vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo” (Isaías 6:1).

En este sentido, después de analizar extensamente “lo que significa el lenguaje de ‘ver a Dios’ o ‘ver el rostro de Dios’” en los salmos, Mark Smith concluye:

“Lo que los salmistas experimentaron de lo divino en el templo fue demasiado grande como para reducirlo a un fenómeno natural… Quizás los salmistas experimentaron a Dios tal como lo hicieron Moisés, Isaías y Ezequiel… humano en forma y deslumbrante en luz.”

Creo que deberíamos tomar muy en serio la idea de que, en la mente de muchos escritores bíblicos —especialmente el salmista—, buscar el rostro del Señor era la gran búsqueda de la mortalidad, y que fue con base en esta creencia que el salmista animó a cada verdadero seguidor de Dios a

“Buscad a Jehová y su poder; buscad siempre su rostro” (Salmo 105:4; énfasis añadido).

Jesucristo renovó y revitalizó esta búsqueda cuando, citando al salmista, prometió que los de limpio corazón verán a Dios (Mateo 5:8). El profeta José Smith restauró esta búsqueda y la presentó como la máxima bendición de asistir al templo dentro de un sistema religioso que comenzó con un encuentro cara a cara con la Deidad en un templo al aire libre, en el Bosque Sagrado (Doctrina y Convenios 97:15–17; José Smith—Historia 1:14–17; véanse también Doctrina y Convenios 93:1; 88:67–68).

Así, la creencia del antiguo salmista—que Dios puede ser visto en su templo—es también nuestra convicción.