“Brillante como el sol,
este rayo celestial ilumina hoy toda nación”
Élder Dieter F. Uchtdorf
del Cuórum de los Doce Apóstoles
Este discurso fue pronunciado el viernes 29 de abril de 2005 en la Conferencia de Mujeres de BYU.
¿Ven cuán bendecido soy? Mis queridas hermanas, es un gozo y un honor estar con ustedes en la sesión de clausura de esta magnífica Conferencia de Mujeres de BYU. Felicitaciones a todas las que han participado y, especialmente, a quienes han hecho posible esta conferencia. Gracias, gracias, gracias nuevamente. La Primera Presidencia y el Cuórum de los Doce Apóstoles les envían sus saludos; ellos las aman y honran. Ustedes, mujeres, son especiales a los ojos del Señor. Mi esposa y yo amamos estar con los miembros de la Iglesia en todo el mundo. Al reunirnos con ustedes aquí en BYU, vuelven a nosotros sentimientos muy tiernos.
Nuestra hija estudió en BYU y asistimos a su graduación aquí, en el Marriott Center. Jeffrey R. Holland era entonces el presidente de BYU. También tenemos sentimientos muy especiales hacia Provo, porque mientras nuestra hija cursaba su maestría, también dio a luz a gemelos. Siempre supe que las mujeres de la Iglesia eran muy eficientes, pero nuestra hija realmente nos mostró cómo usar el tiempo de manera sabia y productiva. Y esos dos niños incluso llegaron siete semanas antes de lo previsto.
¡Mi esposa y yo las amamos, maravillosas mujeres de la Iglesia! Ustedes son un verdadero poder para bien en el mundo. Son, de verdad, una luz para las naciones, para las comunidades, para las familias y para la Iglesia.
En las Escrituras se menciona a mujeres que han bendecido a individuos, pueblos y generaciones con sus dones intelectuales y espirituales. Nombres como Sara, Rebeca, Raquel, o Marta, Elisabet y María, la madre de nuestro Salvador, siempre serán honrados y recordados. Pero las Escrituras también mencionan a mujeres cuyos nombres desconocemos pero que bendicen nuestras vidas por medio de su ejemplo y enseñanzas, como la hija de doce años de Jairo (véase Marcos 5:22–23, 35–43); la mujer samaritana que Jesús conoció junto al pozo de Sicar (véase Juan 4); la esposa y madre ideal mencionada en Proverbios 31; y, por supuesto, Eva, la madre de todos los vivientes.
Piénsenlo: después de crear este hermoso mundo, Dios creó a Adán y luego, como Su creación suprema, creó a la mujer —¡Eva! Ella fue lo sublime, lo máximo en todas Sus creaciones. Fue la creación culminante.
Al observar la historia de esta tierra y la historia de la Iglesia restaurada de Jesucristo, se hace evidente que ustedes, hermanas, ocupan un lugar especial en el plan de nuestro Padre para la felicidad eterna y el bienestar de Sus hijos.
Cuando repaso el “quién es quién” de mi propia vida, en busca de las personas más influyentes que han tenido un impacto positivo en los momentos de mayor necesidad, me doy cuenta rápidamente de que la mayoría de los momentos decisivos en mi desarrollo personal fueron moldeados positivamente por hijas fieles de nuestro Padre Celestial.
En primer lugar, está, por supuesto, la gran influencia de mi amada esposa, Harriet, que es el sol de mi vida: siempre fiel y franca, y que nunca vacila en expresar lo que piensa. Una vez, durante una conferencia de prensa, me interrumpió y dijo: “A veces soy más como una tormenta que como un rayo de sol”. Les aseguro que ella es el sol de mi vida —un sol muy vivo— las 24 horas del día. Este año celebraremos nuestro 43.º aniversario de bodas. ¡Cuán agradecido estoy por ella! ¡Cuánto la amo!
Nuestra hija, Antje, y nuestra nuera, Carolyn, también son grandes ejemplos para mí. Ambas viven en Europa y crían allí a sus familias. Carolyn sirvió una misión en el sur de Utah, y Antje se graduó summa cum laude de BYU. Ambas regresaron a sus países de origen y utilizan esas grandes experiencias de misión y educación para edificar familias fuertes y bendecir a la Iglesia allí. Creo que pueden darse cuenta de que estoy un poco orgulloso de ellas.
Al mirar atrás a esos momentos tan especiales que me ayudaron a echar raíces en el Evangelio de Jesucristo, aparecen tres mujeres muy importantes en mi “libro de recuerdos”: mi madre, mi abuela y mi suegra.
Hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, mi familia vivía en Checoslovaquia, donde yo nací. Mi padre, un funcionario de aduanas, fue reclutado para el ejército y enviado al frente occidental de la guerra. A medida que la guerra arreciaba con más intensidad y el frente oriental se acercaba a nuestro pueblo, mi madre, sola con sus cuatro hijos y con el fin de protegernos, tomó la decisión de dejar nuestro hogar y todas nuestras posesiones terrenales para dirigirnos hacia el oeste, rumbo a la casa de sus padres en Alemania Oriental.
Era el invierno de 1944, uno de los inviernos más fríos y duros de la Segunda Guerra Mundial. Mi madre nos indicó que lleváramos solamente ropa de abrigo y comida, pero ninguna otra pertenencia. En ese momento éramos miembros de la Iglesia Luterana, sin saber siquiera que existía una Iglesia restaurada de Jesucristo. Considerando esto, es interesante que ella llevara consigo la mayoría de nuestros registros y fotografías familiares durante nuestra huida hacia el oeste.
Como niño de cuatro años, me sentí muy triste al dejar atrás nuestra bonita casa con todos mis juguetes y un gran balcón. ¡Cuánto amaba ese balcón y la vista que ofrecía!, a pesar de que una vez me quedé con la cabeza atascada entre dos de sus pilares; mis orejas —bastante grandes— me impidieron volver a sacarla. Por fortuna, mi madre me ayudó… y un gran grupo de curiosos lo presenció todo.
Íbamos en uno de los últimos trenes de refugiados rumbo al oeste, y el viaje, que normalmente tomaría uno o dos días, nos llevó casi dos semanas. Viajábamos en un tren helado, haciendo paradas en campos de refugiados, y reanudando luego la marcha hacia el oeste. El cansancio, el hambre y el temor eran los ingredientes constantes de aquella peligrosa huida.
Una noche, el tren volvió a detenerse en una estación y, como era habitual, mi madre bajó en busca de algo de comida para nosotros. A menudo, personas bondadosas acudían a esas estaciones y llevaban leche, pan u otros alimentos para los niños refugiados. Pero esa vez, cuando mi madre regresó con algo de comida preciosa para nosotros, el tren se había ido… con sus cuatro hijos dentro.
Durante esta época de la guerra, muchos miembros de familias fueron separados para nunca volver a reunirse. Allí estaba ella, en una zona de guerra, sin su esposo, sola sobre unas vías de tren desiertas, dándose cuenta de que acababa de perder a todos sus hijos. Más tarde, nos contó lo sola y destrozada que se sintió. El estrés físico del esfuerzo por huir hacia el oeste, junto con la tensión emocional culminante en la aparente pérdida de todos sus hijos en cuestión de minutos, fue para ella algo abrumador.
Comenzó a orar —la única fuente de consuelo disponible en aquel momento desesperado—. Hoy sé que la Luz de Cristo la impulsó a orar con fe, como buena luterana, y luego a levantarse y mirar a su alrededor para ver si podía encontrar el tren en alguna otra parte de la estación. Después de un breve período de terror y desesperación, se puso de pie, pasó de una vía a otra y finalmente encontró nuestro tren en una vía paralela, a bastante distancia, donde lo habían movido durante su ausencia.
Con la protección de Dios y bajo la inspirada guía de nuestra madre, llegamos a su ciudad natal y nos reunimos con sus padres en Zwickau, Alemania Oriental.
Aquellos días peligrosos, huyendo delante de un ejército que avanzaba, y los meses siguientes, hasta que la guerra terminó, estuvieron entre los más difíciles de nuestra vida. Algunos de mis recuerdos de esos días son de oscuridad, de noche, de frío. Pero con la ayuda de Dios, fuimos conducidos a un lugar donde brillaba una luz para todos los que salían de aquella oscuridad y frialdad y estaban dispuestos a aceptar la invitación del Salvador: “Venid y ved” (Juan 1:39).
Fue en esta ciudad de Zwickau donde mi abuela recibió la invitación de una mujer soltera mayor —una mujer soltera mayor— para asistir a la iglesia con ella. La situación seguía siendo desesperada: la guerra había terminado hacía poco; la comida era escasa, y también lo eran otros bienes, como el carbón para calentar las casas o cocinar; las casas estaban destruidas; y una familia se consideraba afortunada si todos seguían con vida y tenían un techo sobre sus cabezas.
Mi abuela aceptó la invitación de esta querida hermana soltera para asistir con ella a la reunión sacramental. Este acto de bondad podría parecer pequeño y no muy difícil de realizar, pero cambió nuestras vidas para siempre. Viéndolo hoy, desde nuestras circunstancias de comodidad, resulta casi increíble lo que sucedía entonces. Nos reuníamos en una sala trasera, fría y estrecha, con electricidad que a menudo fallaba, dejándonos a oscuras. Pero, al mismo tiempo, aquel lugar estaba lleno del Espíritu, y la luz divina del mensaje del evangelio restaurado abundaba, y nos rodeaba el amor, la amistad y las manos serviciales de los queridos miembros.
Toda nuestra familia se unió a la Iglesia. Todos fuimos bautizados, excepto yo, porque tenía apenas seis años. Dos años después también fui bautizado, en una piscina cubierta local por uno de los líderes de la Iglesia de nuestro barrio. Debido a las circunstancias de pobreza de la posguerra, a esa edad no había aprendido a nadar y me daba temor entrar en el agua para ser bautizado. Esta fue mi primera experiencia en una piscina pública cubierta. Siempre recordaré la sensación de calor, seguridad e importancia al salir del agua después de que se realizara esta sagrada ordenanza.
¡Cuán agradecido estoy a estas dos mujeres de la Iglesia —mi abuela y mi madre—! ¡Ellas son verdaderas pioneras de los últimos días! Fueron delante y se adentraron en un nuevo territorio espiritual. Me ayudaron a obtener un testimonio de la Iglesia restaurada de Jesucristo. Tuvieron fe, y irradiaron amor a un niño pequeño, aun en lugares y tiempos de oscuridad, desesperanza y frialdad.
La luz del evangelio, brillante como el sol, iluminó sus vidas en esos tiempos difíciles. Y, a su vez, el calor de su luz y de su ejemplo me ayudó a sentirme seguro y bien arraigado en los principios del evangelio.
Comparto hoy con ustedes estas experiencias tan personales con la esperanza de recalcar que, sin importar dónde vivan, cuáles sean sus circunstancias, su origen o sus desafíos, la luz del evangelio tiene el poder y el propósito de traer bendiciones a su vida y a la vida de aquellos que el Señor ponga en su camino. El evangelio de Jesucristo ha sido restaurado para llevar bendiciones a los hijos de nuestro Padre Celestial. Ustedes han sido plantadas en su país, en su comunidad, en su familia, para facilitar estas bendiciones. ¡Las insto a florecer donde han sido plantadas!
Queridas hermanas —abuelas, madres, tías y amigas—, por favor, nunca subestimen el poder de su influencia para bien, especialmente en la vida de nuestros hijos y jóvenes más preciados.
El presidente Heber J. Grant dijo: “Sin la devoción y el testimonio absoluto del Dios viviente en el corazón de nuestras madres, esta Iglesia moriría” (Gospel Standards, comp. G. Homer Durham [1941], pág. 151). Y el autor de Proverbios declaró: “Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él” (Proverbios 22:6).
El presidente Gordon B. Hinckley aconsejó a las mujeres de la Iglesia en enero de 2004:
“Es de suma importancia que las mujeres de la Iglesia se mantengan firmes e inamovibles en lo que es correcto y apropiado según el plan del Señor. Invocamos a las mujeres de la Iglesia a que se mantengan unidas en defensa de la rectitud. Deben comenzar en sus propios hogares. Pueden enseñarla en sus clases. Pueden expresarla en sus comunidades” (Reunión Mundial de Capacitación de Líderes, enero de 2004, pág. 20).
El presidente Hinckley también dijo que las grandes puertas giran sobre pequeñas bisagras (véase “Consejo y oración de un profeta para la juventud”, Liahona, enero de 2001, pág. 7). Su ejemplo en cosas que parecen pequeñas marcará una gran diferencia en la vida de nuestros jóvenes. La manera en que se visten, se arreglan, hablan, oran, testifican y viven cada día tendrá un impacto. Esto incluye los programas de televisión que ven, la música que prefieren y el uso que hacen de Internet. Si aman ir al templo, estos jóvenes también lo amarán. Si adaptan su vestimenta a la prenda del templo —y no al revés—, ellos sabrán qué es lo que ustedes consideran importante y aprenderán de ustedes.
Ustedes son maravillosas hermanas y grandes ejemplos. Nuestros jóvenes son bendecidos por ustedes, y el Señor las ama por ello.
Unos pocos años después de mi bautismo, mi familia se convirtió en refugiada por segunda vez. El régimen político de Alemania Oriental consideraba a mi padre un disidente. Su vida corría peligro, y tuvimos que abandonar el país de la noche a la mañana, dejando atrás todas nuestras posesiones. Una vez más, llevábamos únicamente la ropa puesta, algo de comida para el viaje y los registros y fotografías familiares. Para cuando yo tenía 11 años, ya habíamos sido refugiados dos veces en un período de tan solo siete años.
Pero esta vez ya habíamos recibido el evangelio de Jesucristo. Habíamos hecho convenios con el Señor mediante el bautismo, y llegamos a un barrio en Fráncfort, Alemania Occidental, junto con otros miembros que tenían los mismos principios y valores preciados.
A este barrio, pocos años después, llegó una joven viuda con sus dos hijas. Los misioneros habían encontrado a esta hermosa familia, tal como acaba de relatarles mi esposa Harriet.
Cuando vi a Harriet por primera vez, con sus ojos castaños oscuros, pensé: “¡Estos misioneros realmente están haciendo un gran trabajo!”. Incluso siendo adolescente, Harriet me gustaba mucho. Sin embargo, mis audaces intentos solo tuvieron un éxito limitado. Intenté, por ejemplo, influir en la distribución de los asientos en la mesa sacramental para poder pasarle la Santa Cena. Esto no la impresionó demasiado.
Cuando iba camino a las actividades de la Iglesia durante la semana, normalmente montaba mi bonita bicicleta y a menudo me detenía en su casa para preguntar si Harriet quería que la llevara a la iglesia en mi bicicleta. Harriet nunca aceptó; siempre se negaba. Sin embargo, a veces su madre estaba presente y decía: “Harriet irá caminando, pero yo con gusto iré contigo en tu bicicleta a la iglesia”. No era exactamente lo que yo esperaba en ese momento, pero más tarde comprendí que era una ventaja llevarse bien con la madre de la chica de tus sueños.
La hermana Carmen Reich, mi suegra, fue verdaderamente una dama escogida. Aceptó el evangelio en un momento muy difícil y oscuro de su vida, y se liberó del dolor y la tristeza. Como mujer joven, viuda y madre de dos niñas pequeñas, se emancipó de un mundo de antiguas tradiciones hacia un mundo de gran espiritualidad. Abrazó las enseñanzas del evangelio, con su poder intelectual y espiritual, de manera acelerada. Como han escuchado, cuando los misioneros le dieron el Libro de Mormón y le invitaron a leer los versículos marcados, ella leyó todo el libro en pocos días. Sabía cosas que iban más allá de la comprensión de sus contemporáneos porque las conocía por el Espíritu de Dios. Era la más humilde de las humildes, la más sabia de las sabias, porque fue lo suficientemente dispuesta y pura para creer cuando Dios le habló.
Fue bautizada el 7 de noviembre de 1954, y el misionero que la bautizó le pidió que escribiera su testimonio en diciembre, apenas unas semanas después de su bautismo. El misionero quería usar su testimonio en sus enseñanzas para ayudar a otros a sentir el verdadero espíritu de conversión. Afortunadamente, el élder Jenkins guardó el manuscrito original durante más de 40 años y luego se lo devolvió como un obsequio muy especial y amoroso. ¡Qué acto tan maravilloso de amor! Carmen Reich, mi querida suegra, falleció en el año 2000 a la edad de 83 años.
Permítanme leerles parte de su testimonio escrito. Recuerden que están escuchando a una hermana que había oído hablar del evangelio solo unas pocas semanas antes. Antes de que llegaran los misioneros, nunca había oído nada acerca del Libro de Mormón, José Smith o los mormones en general. En 1954 no había templo fuera de los Estados Unidos, excepto en Canadá. Esta es la traducción al inglés de su testimonio manuscrito:
“Las características especiales de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días que no están presentes en otras comunidades religiosas incluyen, sobre todo, la revelación moderna dada por medio del Profeta José Smith.
El Libro de Mormón, con su lenguaje claro y puro, sigue a continuación, con todas las instrucciones y promesas para la Iglesia de Jesucristo; verdaderamente un segundo testigo, junto con la Biblia, de que Jesucristo vive.
Unidos por la fe en un Dios personal, es decir, Dios el Padre, Dios el Hijo y el Espíritu Santo, quien facilita la oración y también influye personalmente.
Además, la fe en la vida premortal, la preexistencia, el propósito de nuestra vida terrenal y nuestra vida después de la muerte es tan valiosa para nosotros, y especialmente interesante e instructiva. Está claramente expuesta, y nuestras vidas reciben un nuevo significado y dirección”.
“La Iglesia nos ha dado la Palabra de Sabiduría como una guía para mantener el cuerpo y el espíritu en la forma más perfecta posible para realizar nuestro deseo y meta. Así, mantenemos nuestros cuerpos sanos y los mejoramos. Todo esto, con el conocimiento de que los retomaremos después de la muerte en la misma forma.
“Totalmente nuevo para mí, por supuesto, es la obra del templo con sus muchas ordenanzas sagradas, tener a las familias juntas para siempre. Todo esto fue dado por revelación al Profeta José Smith”. Maravilloso.
No podría haber dos mujeres más diferentes que mi madre y mi suegra. Eran distintas en su apariencia, distintas en su manera de ser, pero ambas tenían la misma fe firme que las bendecía con los dones del Espíritu. Y ellas bendijeron no solo mi vida, sino la vida de generaciones venideras.
La vida de estas mujeres es un poderoso testimonio del hecho de que los dones del Espíritu no pertenecen únicamente a los hombres. Los dones espirituales, las promesas y las bendiciones del Señor se dan a quienes se califican para recibirlos, sin distinción de género (véase D. y C. 46:9–25). En la Iglesia de Jesucristo, la mujer no es un complemento, sino una compañera igual al hombre (véase John A. Widtsoe, Evidences and Reconciliations, comp. G. Homer Durham, 3 vols. en 1 [1960], pág. 305).
Las creencias de la Iglesia de Jesucristo crean una identidad femenina maravillosa y única que anima a las mujeres a desarrollar sus habilidades como verdaderas e hijas literales de Dios. Por lo tanto, las mujeres de la Iglesia siempre han desempeñado, y siempre desempeñarán, un papel central para asegurar el éxito del mormonismo como religión y como sociedad.
A través de las organizaciones de la Sociedad de Socorro, las Mujeres Jóvenes y la Primaria, las mujeres obtienen una identidad eclesiástica en la Iglesia. Las mujeres de la Iglesia son una parte importante en ayudar a “promover y establecer la causa de Sion” (D. y C. 6:6). Cuidan a los pobres y enfermos; sirven en misiones proselitistas, de bienestar y humanitarias; y enseñan a niños y jóvenes, reconociendo su contribución al bienestar temporal y espiritual de los Santos.
De acuerdo con la doctrina centrada en la familia de la Iglesia, el papel de la mujer varía según sus circunstancias y las decisiones que tome dentro del contexto del evangelio restaurado. Puede desempeñar muchos roles simultáneamente, lo que la alentará a adquirir una educación y capacitación que la califiquen para dos vocaciones: la de ama de casa y la de obtener un sustento fuera del hogar, si y cuando se requiera.
Estamos viviendo una época grandiosa para todas las mujeres de la Iglesia. Ustedes son una parte esencial del plan de nuestro Padre Celestial para la felicidad eterna; están investidas con un derecho divino de nacimiento. Ustedes son las verdaderas constructoras de naciones dondequiera que vivan, porque los hogares fuertes, llenos de amor y paz, traerán seguridad a cualquier nación.
El presidente David O. McKay dijo que la razón principal por la que se organizó la Iglesia fue “hacer la vida dulce hoy, dar contentamiento al corazón hoy, traer salvación hoy… Algunos de nosotros miramos hacia un tiempo futuro —salvación y exaltación en el mundo venidero— pero hoy es parte de la eternidad” (Pathways to Happiness, comp. Llewelyn R. McKay [1947], págs. 291–292).
Lo que ustedes, hermanas, hagan hoy determinará cómo los principios del evangelio restaurado podrán influir en las naciones del mundo mañana. Determinará cómo esos rayos celestiales del evangelio iluminarán toda tierra en el futuro.
Al vivir esta misión, cualquiera que sea la circunstancia en que se encuentren —como esposa y madre, como madre soltera, como mujer divorciada, viuda o soltera— el Señor nuestro Dios tiene responsabilidades y bendiciones preparadas para cada una de ustedes, mucho más allá de lo que puedan imaginar.
Permítanme invitarles a elevarse hasta el gran potencial que hay en ustedes. Pero no vayan más allá de su capacidad. No establezcan metas que no puedan alcanzar. No se sientan culpables ni se concentren en pensamientos de fracaso. No se comparen con los demás. Hagan lo mejor que puedan, y el Señor proveerá el resto. Tengan fe y confianza en Él, nuestro Salvador, y verán milagros en su vida y en la de sus seres queridos. La virtud de su propia vida será una luz para quienes se encuentren en tinieblas, y será porque ustedes son un testigo viviente de la plenitud del evangelio restaurado. Dondequiera que hayan sido plantadas en esta hermosa, pero a menudo atribulada tierra, pueden ser quienes “socorran a los débiles, levanten las manos caídas y fortalezcan las rodillas debilitadas” (D. y C. 81:5).
Mis queridas hermanas, al salir de esta maravillosa Conferencia de Mujeres, y regresar a su vida diaria con todas sus bendiciones y desafíos, permítanme asegurarles que el Señor las ama. Él las conoce. Escucha sus oraciones y las contesta, dondequiera que estén en el mundo. Él quiere que tengan éxito en esta vida y en la eternidad.
En los primeros días de la Restauración, el Señor habló a Emma Smith por medio del Profeta José Smith, dándole instrucciones y bendiciones. El Señor declaró que esta revelación era “mi voz a todos”. Recuerden que esas mismas bendiciones prometidas se aplican a ustedes. Él dijo:
- “Si eres fiel… No necesitas temer”.
- “Una corona de justicia recibirás”.
- “Donde yo esté, tú [puedes] venir”. (Véase D. y C. 25.)
Más tarde, el profeta José Smith añadió: “Si vives a la altura de tu privilegio, los ángeles no podrán ser restringidos de ser tus compañeros” (Libro de actas de la Sociedad de Socorro, 28 de abril de 1842, Archivos de la Iglesia SUD).
De esto, mis queridas hermanas, y de esta verdad testifico y les dejo mi amor y mi bendición como apóstol de nuestro Salvador, en el nombre de Jesucristo. Amén.

























