“Según el debido tiempo del Señor”

Elaine Marshall
Discurso pronunciado en la Conferencia de Mujeres de BYU, 2002
Tengo una disfunción con el tiempo. He llegado a creer que el sentido del tiempo es un talento o don, probablemente repartido en alguna reunión a la que no asistí. El problema se manifiesta mejor en mi incapacidad para subir o bajar de una escalera mecánica. No me parece natural que las escaleras se muevan. Cuando era joven, no importaba. La única escalera mecánica en mi universo estaba en la tienda departamental Grayson’s, en Washington Boulevard.
Pero ahora están en todas partes: en aeropuertos, hoteles, estaciones de metro. No sé cuándo subirme ni cuándo bajarme. Me quedo parada esperando, me balanceo de un lado a otro y dudo. Todos en mi familia han intentado ayudarme. Mi hijo Chad una vez se balanceó conmigo, diciéndome con suavidad: “Mamá, tú puedes hacerlo”. Mi esposo, con una impaciencia disimulada, me dice: “Solo cierra los ojos y sube”.
Esta discapacidad ha sido confirmada por otros acontecimientos en las cintas transportadoras de mi vida. Esos peldaños en movimiento que ofrece la vida parecen llegar demasiado temprano o demasiado tarde, y con frecuencia tropiezo para subirme o bajarme.
El tiempo
A principios de este año escuché un discurso devocional del élder Dallin Oaks que tocó mi corazón. Su tema era el tiempo. Él dijo: “No podemos tener verdadera fe en el Señor sin también tener completa confianza en la voluntad del Señor y en el tiempo del Señor”.
El élder Oaks abordó uno de mis problemas teológicos personales más serios. He pasado toda mi vida cuestionando y maravillándome del desarrollo del “debido tiempo del Señor” (1 Nefi 10:3). A veces percibo el tiempo divino como una interferencia celestial con mi plan personal o como una espera interminable en el Señor para recibir algo que creo merecer ahora.
Como miembros de la Iglesia, conocemos los mandamientos. Somos personas orientadas a metas y creemos en trabajar por nuestra salvación. “Vivimos en un mundo de soluciones rápidas y gratificación instantánea”. Nos sentimos atraídos por las agendas y las computadoras de mano. A veces pensamos que sabemos —e incluso que merecemos— bendiciones específicas en momentos programados, que nuestra vida debe desarrollarse en un orden que nosotros mismos prescribimos. Cuando discutimos con el tiempo del Señor, normalmente es porque creemos que los acontecimientos llegan demasiado pronto o demasiado tarde.
Cuando era joven, creciendo, tenía un solo plan: casarme y tener hijos de inmediato. Algunas de mis mejores amigas se casaron con su pareja del baile de graduación justo después de terminar la secundaria. Yo ni siquiera tuve cita para el baile. Esperé. Fui a la universidad. Llegó mi cumpleaños número veintiuno. Seguía sin citas. Mi hermana menor ya estaba casada. Luego las cosas cambiaron. Me gradué de la escuela de enfermería y solicité ingreso a la escuela de posgrado. Fui aceptada con una beca completa que incluía una generosa asignación para manutención. Incluso disfruté de algunas citas. Pensé que el Señor finalmente había entendido mi plan.
Durante el verano de mi vigésimo cuarto año, mientras mi segunda hermana menor hacía planes de boda, yo estaba empacando para ir a la escuela de posgrado. Tenía un novio, pero mi disfunción con el tiempo estaba en pleno apogeo, ya que seguíamos en una especie de relación de acercamiento-evitación. Pero tenía esperanzas. Entonces, un martes por la noche, mi obispo me llamó para ir a una misión. Al imaginarme renunciando a mi beca, yéndome por un año y medio, regresando con más de veinticinco años y totalmente sin citas, ¡todo me parecía en el momento equivocado! “¿Por qué no me llamó cuando tenía veintiún años?”, me quejé.
Sin embargo, al orar para recibir dirección, supe que debía ir. Así que rechacé la beca, puse mis asuntos en orden y serví con fe y entrega en Colombia, Sudamérica. Nunca miré atrás y jamás me he arrepentido de esa decisión. Mi misión se convirtió en uno de los acontecimientos que definieron mi vida.
Hace seis años, un pretendiente llegó con una persistencia implacable en su deseo de casarse… en el momento equivocado, pensé. ¿Por qué no lo conocí en el baile de graduación treinta años antes? ¿Por qué no veinte años después, para que pudiéramos entrar juntos a la jubilación? Pero nos casamos, y él se ha convertido en el amor y la luz de mi vida… de mi vida eterna.
Aun así, mi disfunción con el tiempo continúa. No importa cuánto estudie, me prepare, me arrepienta y lo intente de nuevo, parece que nunca estoy del todo lista para lo que viene después. Justo cuando alcancé el estatus de profesora y comencé mi sueño de ser una académica —pasar el tiempo leyendo, escribiendo y compartiendo con estudiantes adoradores a mis pies— fui llamada como decana. Mis días ahora están llenos de personas, políticas y decisiones que nunca aparecieron en mi plan académico.
Encontré consuelo en el hecho de que mis hijos ya están encaminados (más o menos… yo sigo llegando a casa y encontrando platos sucios, y ellos siguen llegando a casa con la ropa sucia) y mi asignación en la Iglesia era relativamente ligera… hasta hace dieciocho días. Hermanas, ¡están viendo a la nueva presidenta de la Sociedad de Socorro de barrio más improbable, inexperta y quizás menos oportuna! Cuando mi obispo me extendió el llamamiento, la respuesta inmediata de mi esposo y mía fue que este no era nuestro momento. Pero no pudimos negar la fe inspirada de nuestro obispo ni el dulce y poderoso consuelo del Espíritu, y nos vimos obligados a reconocer que, por razones más allá de nuestro entendimiento, este podría ser “el propio y debido tiempo del Señor”.
El élder Neal A. Maxwell advirtió: “Cuando somos indebidamente impacientes con el tiempo de un Dios omnisciente, en realidad estamos sugiriendo que sabemos lo que es mejor… nosotros, que usamos relojes de pulsera, tratamos de aconsejar a Aquel que supervisa los relojes y calendarios cósmicos”. Cuando somos impacientes, “estamos sugiriendo que nos gusta más nuestro calendario que el de Dios”.
La vida no sucede en orden cronológico
Voy a decir algo que puede sonar contrario a la lógica. Hermanas, “la vida no sucede en orden cronológico”. Lo que quiero decir es que la vida no es como un hilo en una sola dimensión plana, con nudos atados a distancias asignadas. Gran parte de lo que más nos enseña en la vida no está programado por nosotros mismos. La vida es multidimensional, dinámica y eterna. Incluye nuestra vida antes, el pasado–presente–futuro de esta vida y nuestra vida después, con acontecimientos, personas y recordatorios divinos que se superponen e interactúan.
Los momentos más preciosos de la vida no ocurren ni se recuerdan o aprecian de acuerdo con un reloj específico. Cuando piensas en los acontecimientos más importantes de tus recuerdos, no creo que te detengas a organizarlos en orden cronológico. Tu vida pasada fluye en tu memoria sin tiempo: piensas en el nacimiento de tu último hijo, en tu primer día de escuela, en un beso de tu abuela. No importa en qué orden sucedieron. En nuestro corazón y memoria, el tiempo no importa. Cuando reflexionamos sobre nuestra vida con una perspectiva más amplia, el tiempo no es lineal ni medible.
Una razón para vivir hoy en obediencia y arrepentimiento es endulzar nuestros recuerdos futuros. Cuando tomamos distancia, nuestra visión de la vida abarca mucho más que las pruebas de hoy o las impacientes esperanzas de mañana.
Cuando haces historia familiar, cuando logras ese descubrimiento maravilloso sobre el padre de tu bisabuela, ¿te importa si su madre tenía veinte o treinta y cinco años cuando él nació? ¡Por supuesto que no! Te importa que lo encontraste. Aunque él haya vivido en 1786, ahora es parte de tu familia. El tiempo se mezcla cuando los corazones se vuelven unos hacia otros a través de los siglos y las generaciones.
Solo necesito intentar interpretar a Isaías o el Apocalipsis de Juan para darme cuenta de que mis medidas de tiempo son irrelevantes. Sin nuestra ayuda para descifrarlo, el Señor está al tanto de Su Reino y de los acontecimientos de nuestras vidas.
Esperar, tener paciencia y esperanza
Los acontecimientos no planeados en nuestra vida no siempre llegan demasiado pronto. Con frecuencia, nuestras mayores pruebas ocurren cuando debemos esperar. Y, a veces, la espera parece eterna. Mark Twain dijo: “Todas las cosas buenas llegan a quienes esperan… y no mueren en el intento”.
¿Recuerdan a Sara del Antiguo Testamento? El Señor le dijo a Abraham: “He aquí, Sara tu mujer tendrá un hijo” (Génesis 18:10). “Y Sara se rió para sus adentros, diciendo: ¿Después que he envejecido…? Entonces Jehová dijo a Abraham: ¿Por qué se ha reído Sara?… ¿Hay para Dios alguna cosa difícil? Al tiempo señalado volveré a ti; y según el tiempo de la vida, Sara tendrá un hijo” (Génesis 18:12–14). “Y visitó Jehová a Sara como había dicho, e hizo Jehová con Sara como había hablado. Y Sara concibió y dio a Abraham un hijo” (Génesis 21:1–2). Se nos promete en las Escrituras modernas que “todas las cosas deben suceder a su debido tiempo” (D. y C. 64:32).
Esperar es parte del desafío de la mortalidad. Podemos pensar que solo necesitamos soportar las tormentas de la vida. A veces, la prueba de nuestra fe es la espera misma. Esperar a que un hijo regrese a la fidelidad, esperar un diagnóstico incierto, esperar para casarse… todas estas incertidumbres ponen a prueba nuestra paciencia y nuestra fe.
En lugar de reconocer “el propio y debido tiempo del Señor”, podemos llegar a darle al Señor fechas de entrega para nuestras bendiciones o para recibir alivio de una prueba. Para cualquier futura madre primeriza, las últimas semanas de embarazo parecen eternas. Ella espera con ansiosa expectativa la llegada de la fecha prevista para el parto. Hermanas, ¿cuántos niños conocen que realmente nacieron en la mañana de su fecha estimada?
Por otro lado, la espera puede ser un don. Nuestras hermanas del pasado se esperaban unas a otras durante el parto. Esa espera significaba consuelo tierno y servicio. Esperar a un misionero suele implicar un compromiso de paciencia solidaria y preparación personal. Velar por la noche a la espera de que un hijo regrese a casa es un regalo de confianza y seguridad.
La espera paciente fortalece la fe. Las Escrituras nos dicen: “Pacientemente esperé a Jehová, y se inclinó a mí, y oyó mi clamor” (Salmo 40:1); “Mas yo a Jehová miraré, esperaré al Dios de mi salvación; el Dios mío me oirá” (Miqueas 7:7). El élder Neal A. Maxwell enseña: “La perseverancia paciente nos permite aferrarnos a nuestra fe en el Señor y a nuestra fe en Su tiempo”.
Cuando aprendemos paciencia y a esperar, invitamos a la esperanza. El salmista dice: “Esperé yo a Jehová, esperó mi alma; en su palabra he esperado” (Salmo 130:5). El élder Maxwell explicó que “la verdadera esperanza es mucho más que un deseo fantasioso… La esperanza es serena, no eufórica; [es] estar ansioso sin ser ingenuo y mantener una firmeza agradable sin ser presuntuoso. La esperanza es una anticipación realista que adopta la forma de una determinación —no solo para sobrevivir la adversidad sino… para ‘soportarla… bien’… (véase D. y C. 121:8)”. Hermanas, soportar bien con esperanza es comprometernos con nuestras propias vidas, enfrentar nuestra propia situación, someternos a la voluntad del Señor y prosperar. Un poeta popular escribió: “Sobrevivir es importante. Prosperar es elegante”.
Una perspectiva eterna y un ritmo divino
Cuando aprendemos las lecciones de la espera, la paciencia, la esperanza y la fe, comenzamos a obtener una perspectiva eterna. Sin esa perspectiva, nuestros planes son pequeños y poco inspiradores. Como dijo un autor, estamos “midiendo la vida en tazas de té tibio”. Cuando tenemos una perspectiva eterna, reconocemos el ritmo divino en nuestra vida personal. Cuando permitimos que la vida ocurra, abrazamos nuestra propia experiencia —sea cual sea— y observamos con paciencia el desarrollo de los propósitos de Dios en nuestra vida, entonces podemos reclamar nuestra propia vida como hijos de Dios y nuestra relación con un Salvador personal. De lo contrario, vivimos deseando una vida que no es la nuestra. Se requiere un valor sereno para esperar con paciencia.
Pasé mi primera infancia en una granja donde la vida seguía un ritmo natural.
Puedo marcar las festividades del año según el trabajo agrícola. Entre la Pascua (10 de abril) y el Día de la Madre (10 de mayo), tan pronto como la tierra se descongela, mi padre ara y siembra. Dos semanas antes de mi cumpleaños (3 de marzo) comienza la temporada de partos. Para cuando florecen las lilas, se “trabaja” con los terneros, lo que incluye marcarlos y vacunarlos. Luego, el ganado es llevado al campo abierto hasta después de que empieza la escuela (1 de octubre), momento en que son devueltos a los pastizales cercanos. Mientras tanto, para el Día del Padre, papá está cortando, empacando y transportando heno. En cada Cuatro de Julio de mi vida, papá está acarreando la primera cosecha. Para mediados de agosto, la trilladora zumba y el grano se cosecha. Para el Día del Trabajo, todo el heno ya está guardado y el ganado se mantiene hasta que se lleva al mercado. Luego, todo el año vuelve a comenzar. Mi padre y su padre antes que él han continuado este mismo patrón cada año por más de cien años.
Dentro de ese patrón ha habido sequías, malos precios en el mercado del ganado, tormentas de granizo y tractores averiados en el campo. Ha habido días largos de enorme trabajo y preocupación. También ha habido terribles accidentes, como cuando mi abuelo perdió una pierna en la cortadora de heno. Sin embargo, las lilas siempre han florecido en mayo y el heno siempre está en el granero para octubre. Supongamos que mi padre planeara unas vacaciones. Parece una petición razonable. Supongamos que planeara su vida para sembrar en noviembre y cosechar en marzo, de modo que pudiera descansar en junio. ¿O que orara y suplicara por cosechar en abril porque la espera hasta agosto fuera demasiado larga?
Cuando el Señor extiende Su propio y debido tiempo, no lo hace reteniendo bendiciones como juicio punitivo. Cuando esperamos y nos sometemos a un ritmo divino, Dios puede estar permitiendo que maduremos espiritualmente. Así como la semilla de trigo necesita tiempo para germinar y madurar, nosotros necesitamos tiempo para desarrollarnos. “No sabéis” el tiempo del Señor (Marcos 13:33). Las Escrituras dicen: “Todo es como un día para Dios, y el tiempo solo se mide para los hombres” (Alma 40:8); “porque mil años… son como el día de ayer, que pasó, y como una de las vigilias de la noche” (Salmo 90:4; véase también 2 Pedro 3:8).
El profeta José Smith enseñó: “Cuando Sus mandamientos nos instruyen, es con miras a la eternidad; porque Dios nos ve como si estuviéramos en la eternidad”. Aun con una perspectiva eterna, el Señor concede milagros en nuestro tiempo, en los momentos diarios de nuestra vida, si estamos dispuestos a verlos. Estos milagros provocan saltos de crecimiento hacia la madurez espiritual.
No siempre es fácil obtener una perspectiva eterna. Algunas pruebas o pérdidas llegan como sorpresas repentinas, dolorosas, inoportunas e injustas. Nos golpean de forma inesperada. Sacuden todo sentido de perspectiva sobre el tiempo, la esperanza o incluso la fe.
Hace catorce años perdí a mi hijo Todd, de ocho años, en una emboscada tan repentina que aún me duele. Durante años, al poner un plato menos en la mesa, lavar y doblar una pila menos de ropa de juego, pasar cumpleaños sin pastel ni velas y colgar la media de Navidad que por la mañana permanecía vacía, el tiempo no tenía importancia. Por un tiempo, ni siquiera la eternidad importaba, porque lo único que sabía era que él ya no estaba. Perdí todo conocimiento personal de dónde estaba. No importaba si moría; tal vez incluso lo deseé.
Pero, tras una espera de casi exactamente siete años, llegó un dulce milagro. La partida de mi madre, aunque repentina y triste, fue suave, tierna y acompañada por ángeles. Ella pudo despedirse con valentía de cada miembro de la familia y partir en paz la noche de Acción de Gracias, rodeada de amor. Mi padre, mis hermanas, mi hermano y yo estuvimos con ella día y noche durante cuatro días. Como niños pequeños, revoloteábamos alrededor de su cama. Cantábamos himnos y traíamos rosas. Tuvimos el privilegio de presenciar una sincronía conyugal entre mamá y papá, un valor en mi madre y una nobleza en mi padre que nunca antes habíamos visto. Era como si hubiéramos sido llevados a una nueva esfera espiritual, observando las intensas fuerzas de la naturaleza mientras cuerpo y espíritu luchaban por separarse bajo la profunda influencia del cielo.
Durante cuatro días vivimos en otro mundo. Fuimos testigos de valentía y conocimiento divino al ver a nuestra madre enfrentar su muerte voluntaria y valientemente. Como una mujer en labor de parto, su cuerpo hinchado trabajaba en el paso a través del velo que separa el tiempo mortal de la eternidad. Y nosotros tuvimos el privilegio de asistir como parteras. Fue una experiencia espiritual profunda cuidarla, lavarle el rostro, cepillarle el cabello, hablarle y orar por ella. Sentía que ella era, como lo describió el poeta, una “canasta gastada por el tiempo”, en la que anhelaba quedarme. Cada momento fue un regalo. Al acercarse el final, todo quedó en silencio y fuimos llevados a un lugar de reverencia. Nunca hubo tanto amor, tanta paz y tan poca importancia del tiempo en nuestra familia.
Durante esa dulce partida, pensé a menudo en el contraste entre su despedida y la de mi Todd. Aprendí mucho sobre “el propio y debido tiempo del Señor”. Aprendí que Dios en realidad había esperado conmigo durante mis años de duelo. No sé por qué esa lección llegó después de tanto tiempo. No tenemos que entenderlo todo sobre el tiempo del Señor, quizás precisamente porque solo tenemos una visión del tiempo mortal. Aprendí que el mayor regalo del Salvador y Su Expiación es que Él vive y que nosotros vivimos en la eternidad. Esa es una verdad, sin importar dónde estemos en nuestra fe o en nuestra duda. En nuestro tiempo mortal, vendrán penas y pérdidas, y la vida no sucederá como esperamos o planeamos. Sufriremos, pecaremos, nos arrepentiremos, necesitaremos intentarlo de nuevo y tendremos que esperar, pero Su regalo siempre está allí para nosotros.
Nuestro tiempo es ahora
Si no podemos encontrar paciencia para aceptar el tiempo del Señor, corremos un gran riesgo de perdernos lo que está ocurriendo ahora. Ahora es nuestro tiempo “para prepararnos para comparecer ante Dios” (Alma 12:24; Alma 34:32). La eternidad incluye el día de hoy. Necesitamos paciencia no solo para esperar las bendiciones futuras, sino para soportar los desafíos y reconocer las bendiciones de nuestra vida ahora. Este es un tiempo de plenitud para cada uno de nosotros, cada día, en este momento. Nuestras experiencias pasadas nos han preparado para los desafíos actuales, y nuestras acciones de hoy tendrán un efecto significativo en nuestro propio futuro y en la vida de otros, de maneras que ni siquiera podemos imaginar.
Tarde en la noche del 10 de mayo de 1940, los ejércitos de Hitler atacaban por toda Europa. En Inglaterra, Neville Chamberlain había renunciado como primer ministro, un hombre traicionado y quebrantado. En Estados Unidos, Franklin Roosevelt aún no lograba convencer a su país de entrar en lo que se percibía como una guerra europea. Esa noche, Winston Churchill se reunió con el rey Jorge VI para formar un nuevo gobierno británico para la guerra; luego telefoneó a su amigo, el presidente Roosevelt.
El peso del futuro del mundo entero reposaba sobre los hombros de Churchill. Él dijo de esa noche: “Sentí como si estuviera caminando con el Destino… que toda mi vida pasada no había sido más que una preparación para esta hora y esta prueba”. Hermanas, nuestras vidas pasadas son preparación para nuestras pruebas de hoy, y la manera en que enfrentemos los desafíos actuales es preparación para nuestro futuro y el futuro de quienes amamos.
Nos haría bien seguir el consejo del presidente Gordon B. Hinckley, quien dijo: “No me preocupo demasiado por el futuro, y no me preocupo demasiado por el pasado… [es] el presente lo que hay que afrontar. Aprovecha cada buena oportunidad para hacer lo que debes hacer”.
Someternos al “propio y debido tiempo” del Salvador
Debemos “recordar que es sobre la roca de nuestro Redentor, que es Cristo, el Hijo de Dios, que [debemos] edificar [nuestra] fundación” (Helamán 5:12). La analogía de la roca de Cristo es particularmente significativa al pensar en nuestros planes de vida. Una roca es sólida y atemporal. Su don de la Expiación es atemporal: infinito. Aunque nosotros contamos el tiempo en esta breve mortalidad, el tiempo y el don del Señor son eternos.
El Señor conoce nuestras luchas temporales y mortales. Incluso en Getsemaní, el mismo Salvador “oró que, si fuese posible, pasase de él aquella hora” (Marcos 14:35) y preguntó: “Padre, sálvame de esta hora” (Juan 12:27).
Todos los que deseamos ser discípulos de Cristo nos arrodillamos alguna vez en nuestro propio Getsemaní. Pero no necesitamos quedarnos allí. Cuando encontramos el valor para rendirnos, para aceptar el don del Salvador —quien ya sufrió allí—, podemos levantarnos y pasar a otro jardín. La Expiación ofrece la silenciosa promesa de ese paso seguro.
“La roca de nuestro Redentor” es eterna, infinita. Las Escrituras aseguran: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4:13); “porque en su fuerza puedo hacer todas las cosas” (Alma 26:12).
El Señor vela por el tiempo y los acontecimientos de nuestras vidas. Él conoce nuestras esperas y sus propósitos. Somos como niños impulsivos que deben aprender la gratificación postergada y los frutos de esperar para alcanzar la madurez espiritual. Isaías ofrece una de las promesas más bellas: “Pero los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas; levantarán alas como las águilas; correrán, y no se cansarán; caminarán, y no se fatigarán” (Isaías 40:31). “Bienaventurados todos los que esperan en él” (Isaías 30:18).
Hermanas, vivamos con paciencia, trabajemos en la obra del Señor y abracemos Su tiempo en nuestras propias vidas. Veamos el hoy como parte de la eternidad. Aceptemos el don eterno del Salvador, la roca de nuestro Redentor, y vengamos a Él.
Cuando me impaciento y quiero aconsejar al Señor con mis deseos miopes, ¡cuán presuntuosa soy! ¡Cómo me atrevo a cuestionar el tiempo del Señor en los desafíos y milagros de mi vida, cuando ni siquiera puedo subirme a una escalera mecánica! Debo “cerrar los ojos con fe y subirme”, en el nombre de Jesucristo. Amén.























