Oportunidades Misionales:
El valor de abrir nuestra boca
Ann Christensen y Clayton Christensen
1 de mayo de 2014 en la Conferencia de Mujeres de BYU
ANN CHRISTENSEN:
Mi padre y yo estamos muy agradecidos de haber recibido la oportunidad de reflexionar sobre lo que hemos aprendido en nuestros intentos por compartir el evangelio de Jesucristo. Encontrar personas a quienes podamos presentar el evangelio se ha convertido en una de las maneras en que nuestra familia agradece al Salvador por el don de la vida eterna que Él nos ha dado. Y tener a los misioneros en nuestro hogar para conversar sobre el evangelio con nuestros amigos, mes tras mes, año tras año, mientras mis hermanos y yo crecíamos, llenó nuestros corazones y nuestro hogar con el Espíritu de Dios.
Al principio, ser misionero parecía algo abrumador y, de hecho, aterrador. Poco a poco, paso a paso, al probar distintas cosas y cometer algunos errores, aprendimos que los métodos que estábamos utilizando para compartir el evangelio eran, en realidad, parte de nuestro propio problema.
Afortunadamente, sin embargo, mi papá es del tipo de persona que disfruta resolver problemas. Así que, cuando fracasábamos en algunos de nuestros intentos por compartir el evangelio, siempre analizábamos lo que había ocurrido. Durante las noches de hogar y en la mesa, desarrollábamos hipótesis sobre por qué las personas realmente rechazaban algunas de nuestras invitaciones y pensábamos en lo que podríamos hacer de manera diferente la próxima vez. Y cuando surgía otra oportunidad para compartir el evangelio, poníamos a prueba esas hipótesis con nuestros amigos y otras personas a nuestro alrededor.
Una de las cosas fundamentales que aprendimos es que no debemos confiar en los pensamientos del hombre al compartir el evangelio. Isaías nos había advertido de esto: “Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová” (Isaías 55:8).
Lo que esperamos compartir con ustedes esta tarde es un conjunto de ideas sobre cómo podemos presentar a personas maravillosas al Salvador, a Su evangelio y a Su Iglesia, de maneras que sean intuitivas, agradables y nada intimidantes.
Aunque se nos enseña con claridad en las Escrituras que no debemos juzgar si alguien estará interesado en el evangelio basándonos en su estilo de vida, hábitos o apariencia, con frecuencia lo hacemos de todos modos. En Mateo 7:1 se nos enseña: “No juzguéis, para que no seáis juzgados.” Y en 1 Samuel 16:7 leemos: “Y Jehová respondió a Samuel: No mires a su parecer, ni a lo grande de su estatura, porque yo lo desecho; porque Jehová no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón.”
Esta es, sin duda, una de las lecciones más importantes que hemos aprendido en nuestros esfuerzos por compartir el evangelio: simplemente no podemos predecir, ni debemos juzgar, quién es probable que quiera aprender sobre el evangelio y quién no. Mis padres siempre me enseñaron esto mientras crecía, y yo más o menos les creía; pero cuando llegué a la universidad, decidí que era mi turno de comenzar a compartir el evangelio por mi cuenta.
Asistí a la Universidad de Duke, en Carolina del Norte, donde en un año cualquiera había entre 10 y 15 estudiantes SUD en un alumnado de aproximadamente 6.000 personas. Crecí en Nueva Inglaterra, así que estaba bastante acostumbrada a ser parte de una minoría muy pequeña como miembro de la Iglesia, y en mis primeras semanas en Duke me hice muy amiga de un grupo de unos 12 compañeros de clase, quienes hasta el día de hoy siguen siendo algunos de mis amigos más queridos. Todos éramos muy diferentes entre nosotros, y ninguno de ellos era miembro de la Iglesia, pero ciertamente todos sabían que yo lo era. No hablábamos mucho sobre mi pertenencia a la Iglesia, salvo por alguna broma ocasional sobre lo extraño que era que yo realmente me levantara y fuera a la iglesia los domingos por la mañana, o sobre otras cosas que hacía o dejaba de hacer por ser miembro de la Iglesia.
A medida que nos fuimos acercando en los meses siguientes, quise llevar la conversación más allá de unas cuantas bromas pasajeras, para quizá tener una charla más profunda sobre las cosas en las que realmente creía. No estaba del todo segura de cómo hacerlo, pero pensé que tal vez un lugar seguro para empezar sería darles a cada uno un Libro de Mormón. Así que, durante las vacaciones de invierno de un año en la universidad, les envié a cada uno un ejemplar del Libro de Mormón con una carta explicando lo que el libro significaba para mí y destacando algunas de mis historias favoritas. Se sentía un poco como algo sacado de una mala película de seminario, pero yo seguía siendo una adolescente bastante tímida e introvertida, y esta era toda la valentía que podía reunir.
Pensé que algunos de mis amigos eran personas relativamente religiosas y que tal vez estarían abiertos a una conversación más profunda. Otros probablemente no estarían interesados, ya que no tenían mucho interés en la religión, y estaba segura de que nunca lo leerían. Pero si se lo daba a uno, quería dárselo a todos. Y así lo hice.
A pesar de todas mis esperanzas y buenas intenciones, nadie respondió realmente a este regalo. Recibí algunos agradecimientos amables, pero eso fue todo lo que escuché. Y no quise presionar demasiado. Sin embargo, me sentí definitivamente como un fracaso. Mi débil intento de compartir el evangelio no había producido absolutamente ninguna charla misional ni asistencia a la Iglesia, y estaba segura de que había maneras más audaces de compartir el evangelio y mejores formas de entregar el Libro de Mormón. Pero, en su mayor parte, pensé que tal vez mis padres tenían un talento que, francamente, yo no poseía.
Años después, para mi propia sorpresa, tomé la decisión de servir una misión para la Iglesia. Fui llamada a servir en Mongolia, y fue una experiencia extraordinaria en muchos sentidos. Una de las cosas fascinantes de ser misionera en Mongolia es que la obra allí funcionaba exactamente como me habían enseñado que debía funcionar. Es decir, para nosotros no era legal predicar de puerta en puerta, así que no podíamos hacer mucho trabajo de búsqueda por nuestra cuenta. Pero los miembros de la Iglesia eran tan proactivos en hablar con sus familiares, amigos e incluso con desconocidos acerca del evangelio, que semana tras semana nuestras agendas estaban completamente llenas con charlas para enseñar a personas interesadas en aprender más sobre la Iglesia. Fue algo extraordinario. Pensaba que así era como debía funcionar la obra misional, y eso me hacía reflexionar a menudo sobre mis experiencias en Duke y preguntarme qué podría haber hecho para haber tenido más éxito.
Varios meses después de esa experiencia, me encontraba en una pequeña ciudad, prácticamente en medio de la nada, en el norte de Mongolia, llamada Darkhan. Mientras estaba allí, recibí una carta de uno de estos amigos de la universidad de quien no había sabido nada en muchos meses.
Este amigo, al que llamaremos Dave, siempre se había mostrado firmemente opuesto a cualquier tipo de religión organizada. Parecía alguien que, básicamente, nunca estaría interesado en la Iglesia. Sin embargo, en esta carta me explicó que había estado pensando que quizá algunas cosas necesitaban cambiar en su vida y, en medio de ese proceso, unos misioneros habían tocado a su puerta. Ellos parecían cansados, y él sintió compasión por ellos, pensando que estaban haciendo el mismo trabajo que yo estaba haciendo en otra parte del mundo. Los invitó a pasar y a sentarse, con la esperanza de que alguien mostrara una misericordia similar hacia mí.
Pueden imaginar la sorpresa de los misioneros cuando, mientras seguían conversando, él sacó un ejemplar del Libro de Mormón muy usado, que había sobrevivido varias mudanzas y que él había explorado bastante a fondo. Les compartió varias historias y pasajes que, de hecho, yo le había marcado años atrás.
Según me contó, luego comenzó a reunirse con los misioneros durante muchas semanas. Y me di cuenta de que aquella débil invitación que había hecho, y que por tantos años me había parecido un fracaso, en realidad había sido un éxito. De las 12 personas a las que les regalé un Libro de Mormón, una aceptó finalmente mi invitación. Le tomó años. Pero hasta que tuve esa carta en mis manos, habría pensado que él era una de las últimas personas en la tierra que se interesarían por el evangelio. Mi verdadero éxito fue simplemente haber hecho la invitación.
Estas experiencias —tanto al compartir el Libro de Mormón con mis compañeros de clase como al ver el crecimiento de la Iglesia en Mongolia— me enseñaron que nunca sabemos quién estará interesado en la Iglesia. Lo que se nos pide es crear oportunidades para compartir el evangelio y hacer invitaciones. Nunca sabemos de antemano quién se interesará y quién no, así que simplemente debemos invitar.
CLAYTON CHRISTENSEN:
Solo quiero reafirmar lo que Ann dijo. Si observo a todas las personas que hemos tenido el privilegio de traer a la Iglesia, no podríamos haber escogido a ninguna de ellas en una rueda de reconocimiento policial como posibles mormones. Así que, si esto es cierto —si realmente no podemos predecir quién va a estar interesado en nuestro evangelio—, ¿cómo empezamos?
Existen algunas maneras de hacer esto —encontrar personas interesadas— que han sido bastante útiles. Para mí, la forma más útil y productiva es simplemente en mis conversaciones cotidianas. Trato de usar “palabras mormonas” en mi conversación normal. Por ejemplo, hablo de nuestros hijos que están sirviendo misiones, o de cuando fui misionero en Corea, o de algo relacionado con la BYU, o casi siempre los lunes digo lo agotado que estoy porque soy mormón y tenemos que hacer mucho trabajo en nuestra iglesia los domingos…
Y cada vez que usamos una palabra mormona, es como si abriéramos una puerta para tener una conversación. La mayoría de las personas ve que hemos abierto la puerta y elige no entrar, y eso está bien. Pero, en ocasiones, alguien dice: “Oh, ¿tú debes ser mormón?”. Y mi respuesta es: “Sí, es una gran iglesia. ¿Por qué lo preguntas?”. Y pensé que debía hablar sobre la puerta que se abre, si la pensamos de la manera que recomendamos.
Así que, hace un par de años, estaba en una conferencia académica en el área de Boston, donde vivimos, y me senté en la audiencia junto a un caballero, Steven Elliott, que tiene más o menos mi edad —lamentablemente—, y comenzamos a conversar mientras esperábamos que iniciara la sesión. Y yo estaba usando “palabras mormonas”.
Él dijo: “Ah, usted debe de ser mormón.” Y yo respondí: “Sí, en realidad es una gran Iglesia. ¿Por qué lo pregunta?” Y él dijo: “Oh, nada en especial.”
Entonces empezamos a hablar de otras cosas, y luego le pregunté: “¿Creció dentro de alguna tradición religiosa en particular?” Y él dijo: “Sí, crecí en Minneapolis, así que, por supuesto, fui luterano.”
Le pregunté: “¿Todavía asiste a la Iglesia Luterana?”
Y él dijo: “No he ido en 25 años.”
“¿Por qué?”
“Bueno,” dijo, “cuando fui a la universidad en Caltech, comencé a acumular preguntas. Así que fui al ministro de mi iglesia en Pasadena, le mostré las preguntas, y básicamente me dijo que no podía responderlas. Entonces fui a otras iglesias en Pasadena y tuve reuniones con sus ministros para ver si podían responder a mis preguntas. Ninguno pudo.” Y continuó: “Así que dejé de lado la religión. Y durante 25 años he estado intentando con la ciencia, pero la ciencia no lo hace mejor que la religión. Y por eso no he ido a la iglesia en 25 años.”
Le pregunté: “¿Todavía tiene esas preguntas?”
Y él dijo: “Oh, sí. Todavía tengo esas preguntas y, en realidad, bastantes más.”
Entonces le dije: “¿Qué le parece esto? A mí realmente me interesa este tema. ¿Estaría dispuesto a venir a nuestra casa” —porque vive en el área de Boston— “la próxima semana y traer una lista de esas preguntas, para ver si podemos darle, al menos, la perspectiva mormona sobre algunas de ellas?”
Le expliqué que yo soy académico y que, por eso, nunca puedo dar una respuesta breve, pero que tenemos misioneros que son muy buenos para dar respuestas cortas. Y él dijo que le parecía muy bien.
Así que tuvimos esta reunión, y resultó que Steven tenía 13 preguntas. Hablamos sobre sus preguntas, y luego les pedí a los misioneros: “¿Podrían dar la respuesta o nuestra perspectiva sobre la primera pregunta?” Escuché mientras los élderes enseñaban o daban la respuesta, y observé la reacción de Steven. Aproximadamente diez minutos después, noté que tomó el lápiz y tachó la pregunta.
Le dije: “Steven, ¿por qué tachaste la pregunta?” Y él respondió: “Porque la contestaron.”
Luego pasamos a la segunda, y así sucesivamente. Alcanzamos a cubrir tres preguntas antes de que se nos acabara el tiempo. Le pregunté: “¿Te gustaría hacerlo otra vez?” Y él dijo: “Nadie ha hecho esto antes.”
Así que nos reunimos la semana siguiente. Le dije: “Reorganízalas para que comencemos con la pregunta más importante que quede pendiente. Y si tienes otras preguntas, añádelas al final.”
Y así lo hicimos semana tras semana, tomando sus preguntas y ofreciendo respuestas, mientras los misioneros hacían un trabajo excelente al respecto.
Aprendimos algo realmente importante con esto. Si yo hubiera decidido que, porque Steven Elliott no asistía a la iglesia, no era una persona religiosa ni estaba interesado en la religión, habríamos hecho lo que Ann casi hizo, y que en estadística se llama un error tipo I. Es decir, rechazar algo que en realidad es bueno. Y si yo lo hubiera descartado porque no era un miembro activo de la iglesia, habría definido al investigador de manera equivocada.
En lugar de fijarnos en lo que hacen, una mejor manera de plantearlo es preguntarnos: ¿tienen preguntas? Porque las personas solo aprenden cuando están listas para aprender, no cuando nosotros estamos listos para enseñarles. Y yo necesito entender si tienen preguntas. Si las tienen, entonces nos reunimos con ellas para darles la respuesta. Y mientras demos respuesta a sus preguntas —y evitemos lo que muchas veces hacemos, que es darles las respuestas a nuestras preguntas—, descubrimos que es mucho más fácil encontrar personas para que los misioneros enseñen. Porque realmente estamos rodeados de personas que tienen muchas preguntas, pero que no han podido obtener buenas respuestas.
Quisiera relatar otra experiencia en esa misma línea. Una colega mía hizo un anuncio bastante público de que ya no podía creer en la religión —perdón, en Dios—. Así que le preguntamos: “Bueno, ¿podrías describirnos a ese Dios en el que no puedes creer?” Y ella respondió: “Claro.” Describió al Dios del Credo de Nicea con varias capas adicionales de karma, añadidas a lo largo de siglos de contemplación teológica. Y dijo: “No puedo creer en un Dios así. Especialmente, no puedo creer en un Dios cuya existencia fue votada en una convención.”
La miré y le dije: “¿Sabes? Si yo pensara que ese es Dios, yo tampoco podría creer en Él.” Y entonces me di cuenta: vaya, lo que ella acababa de hacer era rechazar la falsedad. No había rechazado a Dios; había rechazado la falsedad.
Y me di cuenta también: cielos, Clayton Christensen, estás pensando que has pasado toda tu vida profesional rodeado de personas sin Dios. Creo que esa es la manera equivocada de verlo. En realidad, estoy rodeado de personas que han rechazado la falsedad. Y la razón por la que rechazan la falsedad es que, cuando comienzan a buscar la religión, lo que ven delante de ellos es un mural que Satanás ha pintado. Y ven ese collage, y simplemente… es imposible. Así que rechazan la falsedad pensando que no pueden creer en Dios.
Y eso ha sido un aporte muy útil para mí y para nuestra familia. Y es que pensamos que no hay muchas personas a nuestro alrededor que estén interesadas en Dios y en la religión. En realidad, estamos rodeados de personas que tienen preguntas y que no han podido encontrar la verdad.
Ahora, avancemos un poco en el proceso. Como señaló Ann, en realidad no podemos predecir. Por lo tanto, debemos entablar muchas conversaciones con muchas personas para encontrar a quienes tienen preguntas. En realidad, hay muchas más de esas personas a nuestro alrededor de lo que pensamos.
Ahora bien, ¿cómo interactuamos con nuestros amigos para asegurarnos de que luego se bauticen? ¿Cómo podemos ayudarles a desarrollar un compromiso fuerte con el evangelio de Jesucristo y evitar que abandonen el proceso entre su decisión de aprender y su decisión de bautizarse? Lo que me gustaría que recordaran sobre este punto es que a las personas no les gusta hacer cosas que no saben cómo hacer. Y la mayoría de nuestros amigos no saben cómo obtener un testimonio, y por lo tanto, en algún momento, se retiran porque nunca les enseñamos cómo obtenerlo.
Y lo que me gustaría hacer es contarles acerca de un amigo mío, Brian Kruzak, y lo que aprendimos al llevarle el evangelio de Jesucristo; después, se lo devolveré a Ann.
Este amigo mío, Brian Kruzak, no lo había visto en 25 años. Pasaron algunas cosas en su vida, y decidió que tal vez necesitaba aprender algo sobre religión.
Así que me llamó, y yo le dije: “Brian, me encantaría tener tiempo para hablar sobre nuestra perspectiva de algunas de estas cosas, pero no quiero plantearlo como: ‘Brian, ven a nuestra casa, quiero que te sientes en esa silla y te voy a decir todo lo que creo que necesitas saber’. Necesito que traigas preguntas, y me gustaría tener esta conversación sobre tus preguntas, Brian.”
Él aceptó, y trajo 19 preguntas, en cuadruplicado —dos para los misioneros, que estarían allí para dar respuestas breves, porque yo no puedo hacerlo—. De todos modos, hablamos sobre las preguntas para asegurarnos de que estuviéramos listos.
Al final de esa conversación, uno de los misioneros sacó un ejemplar del Libro de Mormón y dijo: “Brian, nos gustaría que comiences a leer este libro mientras trabajamos con estas preguntas.” Y Brian lo empujó de vuelta hacia el élder y dijo: “Ya lo hice. Alguien me dio un ejemplar del Libro de Mormón hace años. Lo intenté, pero simplemente no pude adentrarme en él.”
Entonces yo dije —y realmente sentí que esto fue una inspiración—: “Brian, apuesto a que la razón por la que no pudiste adentrarte en el Libro de Mormón es porque, cuando aprendiste a leer en la escuela, te enseñaron a empezar por el principio y terminar al final. Pero esa no es la manera en que leemos el Libro de Mormón. Estudias las Escrituras buscando respuestas a tus propias preguntas. Así es como tienes que leer las Escrituras. Y, como soy profesor, tengo licencia para dejar tareas, y te voy a dar tarea.”
Y le dije: “Vamos a tomar las tres primeras preguntas de tu lista de 19.” Y esas preguntas eran:
Número uno: ¿Por qué creemos que nacemos en pecado y que tenemos que bautizarnos cuando somos bebés? Nunca tuvo sentido para él.
Número dos: ¿Por qué Dios está tan obsesionado con el bautismo?
Y número tres: ¿Cómo puedo obtener el perdón de mis pecados?
Preguntas interesantes, ¿verdad?
Así que le dije: “Brian, lo que quiero que hagas es que escribas una respuesta de dos párrafos para cada una de estas tres preguntas. Y tienes que entregármela la próxima semana cuando nos reunamos otra vez. Estas son las reglas: sin atajos. Esto te tomará dos horas, así que busca un momento por la tarde o durante el fin de semana.” Tenía una libreta y se lo escribí.
“Paso uno: quiero que te arrodilles y ores en voz alta, explicándole a Dios lo que tu amigo Clay te ha pedido que hagas, y dile a Dios que tienes que leer dos capítulos.” Y le pedí que leyera Mosíah capítulo 18 y Moroni 8.
“Explícale que debes leer estos dos capítulos y pídele a Dios que te ayude a entender lo que las Escrituras están diciendo sobre la respuesta a tus preguntas. Ese es el paso número uno.
Paso dos: Brian, siéntate y lee esos dos capítulos, Mosíah 18 y Moroni 8.
Paso tres: escribe un borrador de tus respuestas, dos párrafos para cada una de las tres preguntas.
Paso cuatro: deja a un lado tus borradores, arrodíllate y ora nuevamente en voz alta a Dios, y explícale que has leído estas cosas y que esto es lo que has escrito. ‘Voy a leer estos capítulos por segunda vez, y realmente necesito que me digas si las cosas que he escrito son verdaderas’. Y si no lo son, ora para pedirle a Dios que, mientras lees los capítulos por segunda vez, te ayude a saber cuáles son realmente las respuestas. Luego quiero que leas los capítulos por segunda vez. Después vuelve a tus ensayos y revísalos, y luego entrégalos.”
Y luego le dije: “Brian, quiero que hagas una cosa más. Y es que, cuando termines de revisar estos ensayos, quiero que ores una tercera vez, de rodillas, en voz alta, y le expliques a Dios lo que has escrito, y le pidas que te diga si las cosas que has escrito y las cosas que has leído son verdaderas.”
Después hablamos con Brian sobre cómo Dios responde a oraciones como esa. Y le dije: “Brian, quiero que le pidas a Dios que te dé ese sentimiento en el corazón si, en efecto, lo que has escrito es verdadero.” Y le pregunté: “Brian, ¿vas a hacer la tarea?” Y Brian respondió: “Sí, haré la tarea.”
Resulta que sí hizo la tarea. Así que, cuando volvió a nuestra casa el siguiente martes, ¡Brian Kruzak estaba tan emocionado! Había copiado sus respuestas cuatro veces para los misioneros y para Chris y para mí, y dijo, mientras nos sentábamos en la sala: “¿Les importa si leo mis respuestas en voz alta? Porque no solo quiero decirles cuáles son las respuestas, sino que quiero explicar cómo obtuve las respuestas de Mosíah 18 y Moroni 8.”
Y todavía recuerdo cómo comenzó su primera respuesta. Dijo: “En realidad, a Dios le enoja cuando las personas bautizan a los bebés, porque eso trivializa el evangelio de Jesucristo.” El investigador les enseñó eso a los misioneros y a los Christensen. Luego terminó de leer en voz alta los dos párrafos de su primera pregunta, y le tomó quince minutos explicar cómo llegó a esas respuestas. Y dijo: “¿Cómo lo estoy haciendo?” Y yo le respondí: “Lo has hecho muy bien. No muchos investigadores enseñan a los élderes.” Y él dijo: “¿Sabes, Clay? Odio escribir. Odio escribir. Pero gracias por hacerme escribirlo, porque tuve que pensarlo.”
Luego pasamos a la segunda respuesta y después a la tercera. Y a Brian le tomó 35 minutos enseñar a los élderes y a los Christensen los primeros principios y ordenanzas del evangelio.
Entonces le dije: “Brian, recuerda que había un paso número siete, que era que quería que oraras una tercera vez.” Y él dijo: “Lo hice. Le pedí a Dios que me dijera si las cosas que había escrito eran verdaderas. Y sentí el sentimiento en mi corazón que dijiste que sentiría.” Y añadió: “Clay y Chris, en verdad es cierto.”
Y le pregunté: “¿Qué vas a hacer?”
Y él dijo: “Tengo que bautizarme. Por un tiempo pensé que no podía bautizarme porque todavía me quedan muchas preguntas. Pero mira mi respuesta a la pregunta número dos: el propósito del bautismo es que haces un compromiso con Dios de que vas a dar lo mejor de ti. Tengo el resto de mi vida para obtener respuestas, pero necesito hacer este compromiso con Dios.” Así que Brian se bautizó dos semanas después.
¿Qué aprendemos de esto? Primero, que tenemos que empezar con preguntas, porque las personas solo aprenden cuando están listas para aprender, no cuando nosotros estamos listos para enseñarles. Segundo, él se había criado en dos religiones cristianas diferentes, y en ninguna de ellas aprendió a orar. Había aprendido oraciones memorizadas, pero esta fue la primera vez que le mostramos con ese nivel de detalle cómo orar para obtener una respuesta. Luego le pedimos que lo escribiera. Y nadie le había enseñado lo que significa meditar en las Escrituras. También le enseñamos cómo saber cuándo Dios está respondiendo a sus oraciones.
Y ahí es donde llegamos a la conclusión de que muchos de nosotros, ya sea que seamos misioneros de tiempo completo o misioneros miembros, podemos iniciar el proceso de enseñarles el evangelio. Pero la mayoría de las personas no llegan hasta el final, y hemos decidido que la causa de eso somos nosotros. No nos tomamos el tiempo para enseñarles cómo: cómo leer las Escrituras, cómo meditar en lo que significan y cómo orar para saber si son verdaderas. Y desde que tuvimos esa experiencia con Brian, de aquellos a quienes comenzamos a enseñar el evangelio, la gran mayoría realmente se une a la Iglesia, porque nos tomamos el tiempo para enseñarles cómo. Y esa es otra cosa importante que hemos aprendido en nuestro esfuerzo por ser buenos misioneros.
ANN CHRISTENSEN:
Otra cosa que hemos aprendido es la importancia de invitar a las personas a servir con nosotros mientras procuramos servir al Señor. En la Iglesia se nos enseña desde muy jóvenes que podemos sentir el Espíritu cuando prestamos servicio en la Iglesia. Servimos a los miembros de nuestros barrios. Servimos en nuestras comunidades. Pero, curiosamente, a menudo olvidamos invitar a las personas que nos rodean a servir con nosotros. Sin embargo, cuando ellos sirven con nosotros, en realidad tienen la oportunidad de sentir el Espíritu de Dios tal como nosotros lo sentimos. Y luego, a menudo, hemos visto que buscan de manera proactiva oportunidades para seguir sintiendo ese Espíritu.
Muchos han señalado que, cuando las personas viven en circunstancias difíciles, esas circunstancias a menudo las impulsan a ser más humildes, y que las personas tienden entonces a estar más receptivas al evangelio. Sin embargo, hoy en día vivimos en tiempos más prósperos, y la comodidad de nuestras vidas significa que la obra misional en nuestro mundo requiere, quizás, una perspectiva diferente.
En Marcos 8:35, el Salvador explica: “Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará.” Al invitar a otros a servir con nosotros, les ofrecemos la oportunidad de perder su vida por causa del evangelio, de maneras que tal vez no encontrarían de otra forma.
Muchos de nuestros amigos y colegas no sienten necesariamente, en su día a día, la necesidad de la religión en sus vidas. Pero casi todos sienten la necesidad de ayudar a otras personas. Creo que la primera vez que vi esto fue cuando era niña. Algunos de ustedes están familiarizados con esta historia, pero mi padre era maestro orientador de una anciana en nuestro barrio llamada Julia.
Era a mediados de un caluroso mes de agosto —o de julio— en Boston: unos 32 °C, en plena ola de calor y con un 110 % de humedad. Era absolutamente insoportable afuera, y mi papá decidió que probablemente debía pasar a ver cómo estaba la hermana a la que visitaba.
Entró en su casa y le dijo: “Julia, no sé cómo decirte esto, pero creo que algo ha muerto en tu casa. Huele horrible aquí dentro.” Julia había perdido el sentido del olfato y no tenía idea, así que simplemente lo siguió por la casa mientras él buscaba la fuente de ese olor terrible.
Bajaron al sótano y encontraron un refrigerador viejo. Lo abrió, y dentro había una caja mohosa. Le preguntó qué era, y ella dijo: “Ah. Mi hijo vive en Florida y me envió una caja de naranjas en las fiestas, y la puse aquí y me olvidé de ella. Y hace unos meses vi un comercial en la televisión sobre cómo se puede ahorrar energía desenchufando los electrodomésticos que no se usan, así que desenchufé el refrigerador hace unos cuatro meses.”
Decidieron rápidamente que, en efecto, debían sacar ese refrigerador del sótano lo antes posible y llevarlo al vertedero. Así que mi papá fue a casa y empezó a llamar a todos en la lista del barrio. Pero era mediados de julio, muchas personas estaban de vacaciones y nadie estaba disponible. Entonces miró alrededor del vecindario y decidió ir a tocar la puerta de un vecino llamado Jim.
Mis padres no pueden evitarlo: les encanta compartir el evangelio, y ya le habían preguntado prácticamente a todos en nuestro vecindario si estaban interesados en aprender más sobre la Iglesia. Jim y su esposa habían rechazado rotundamente muchas veces. Pero cuando mi papá apareció realmente necesitando ayuda, Jim se sintió encantado de colaborar, a pesar del calor, la humedad y todo lo demás.
Así que fueron a la casa de Julia. Y sacar ese refrigerador del sótano no fue para nada una tarea fácil. Implicaba subir por una escalera angosta y tambaleante con dos giros de 90 grados, y viéndolo en retrospectiva, estoy bastante segura de que aquel refrigerador estaba hecho de hierro fundido, porque era muy, muy pesado.
Después de aproximadamente una hora de esta “encantadora” experiencia, sintiéndose muy cansados y bastante incómodos, y con mi papá pensando: “Jim nunca me volverá a hablar”, Jim dijo: “Entonces, Clay, cuéntame un poco más sobre esta Iglesia Mormona.” Y mi papá, un poco sorprendido por la pregunta, se apoyó en el refrigerador y le dijo: “Pues Jim, esto es.” Y le explicó a Jim los programas de maestros orientadores y maestras visitantes, y cómo la Iglesia en realidad nos da la oportunidad de cuidarnos y velar unos por otros.
Jim se sorprendió un poco por esto. Dijo: “Sabes, en mi iglesia yo solo voy, escucho el sermón y en realidad no tengo idea de si alguien necesita mi ayuda. O, para el caso, nadie tiene idea de si yo necesito ayuda. Pero me encanta este tipo de cosas, así que, si alguno de ustedes los mormones necesita ayuda otra vez, adelante, llámame.”
Ninguno de los intentos de mis padres por entablar conversaciones con Jim y su esposa sobre la religión había logrado moverlo en lo más mínimo. Pero, en realidad, invitarlo a servir junto a ellos le permitió a Jim sentir el Espíritu, y terminó aceptando la invitación de mis padres para aprender más sobre el evangelio.
En otro ejemplo, en otro barrio de Nueva Inglaterra, una mujer a la que llamaremos Nancy tenía una lección de la Primaria que enseñar. Y su clase era algo revoltosa, y al mirar el programa vio que se acercaba una lección sobre el Buen Samaritano. Sintió que esa era una lección muy importante, y que simplemente no había manera de que pudiera enseñarla bien sin un par de manos extra. Pensó en cómo podría conseguir ayuda y decidió llamar a una amiga llamada Susan.
“Susan,” le dijo, “eres una de las samaritanas más bondadosas que conozco. Yo enseño a este grupo de niños de nueve años, y son un poco revoltosos, y realmente me vendría bien alguien que me ayudara a enseñar esta lección. ¿Crees que podrías ayudarme a enseñar una lección sobre el Buen Samaritano?” Y Susan, aunque no era miembro de la Iglesia, era cristiana y pensó que en realidad podría ayudar.
Así que trabajaron juntas para preparar la lección, y Nancy le explicó que, en efecto, “por lo general, al final de la lección hago algo que en nuestra tradición llamamos ‘dar nuestro testimonio’, donde les digo a los niños por qué creo que las cosas que les he enseñado son verdaderas. Así que, cuando termines de enseñar, probablemente intervenga para hacer esa parte, y tú puedes hacerlo también si lo deseas.” Y Susan dijo: “Sabes, si eso ayudará a los niños, con gusto lo haré.” Y así lo hizo.
La lección salió maravillosamente. Nancy compartió su testimonio al final. Y luego Susan se unió y, muy emocionada, también compartió su testimonio con los niños.
Mientras recogían y salían del aula al final de la clase, Susan dijo:
“Nancy, no sé muy bien qué fue eso. Realmente no suelo mostrar mucha emoción. ¿Esto te pasa a ti también?”
Y Nancy respondió:
“Pues sí. Lo que sientes es el Espíritu de Dios. Es la manera en que Dios te dice que, en efecto, las cosas que acabas de decir son verdaderas.”
Susan dijo:
“Pues fue una experiencia increíble, y si alguna vez necesitas ayuda otra vez, por favor no dudes en llamarme.”
Ese día, Susan aprendió mucho sobre nuestra Iglesia. Aprendió que esta es una Iglesia que se preocupa mucho por los niños. Aprendió que los niños son criados por una comunidad de personas amorosas que se preocupan por su bienestar. Aprendió, y también sintió, que Dios vive, que Él conoce a Susan, que sabe lo que ella hace, y que le manifiesta Su amor y gratitud por el bien que ella hace en el mundo. En verdad, ese día aprendió más sobre nuestra Iglesia y sobre Dios de lo que jamás habría aprendido simplemente sentada y escuchando una clase o un sermón.
He visto muchos ejemplos de personas que ponen en práctica este principio e invitan a sus amigos y vecinos a servir con ellos. Recientemente vi a una amiga invitar a varios amigos y vecinos —todos no miembros de la Iglesia— para ayudar a preparar comida y decorar para una actividad de barrio. Un hermano mío invitó a algunos colegas profesionales a participar en un panel en una conferencia de JAS que él organizó.
Podemos invitar a nuestros amigos y vecinos a participar en números musicales para nuestras reuniones de la Iglesia y para reuniones organizadas por la Iglesia a las que se invite a la comunidad. Podemos pedir a vecinos y amigos que nos ayuden a preparar una comida para alguien que esté sufriendo o que esté de duelo, o a brindar servicio compasivo de alguna otra manera.
Debo aclarar que no me refiero a inventar trabajos o circunstancias para que nuestros amigos sirvan con nosotros. Buscamos un servicio real, y pedimos a nuestros amigos y vecinos que nos ayuden a llevar a cabo cosas que ya estamos tratando de hacer, y les ayudamos a comprender que los necesitamos, no solo que ellos puedan necesitarnos a nosotros. A través de estos actos de servicio, en realidad les permitimos sentir el Espíritu de Dios y, al hacerlo, tal vez sentir algo que no sabían que les faltaba.
CLAYTON CHRISTENSEN:
Creo que lo que Ann ha descrito se ha repetido una y otra vez en mi vida. Cada llamamiento que he tenido podría enmarcarse como un llamamiento misional, porque, de hecho, había tanto por hacer para magnificar mi llamamiento que necesitaba la ayuda de mis amigos con todas sus capacidades. Ha sido algo maravilloso.
Yo dejo las cosas para último minuto. Y gracias a Dios que hay plazos y metas establecidas que debo cumplir. Por ejemplo, alguien —quién sabe quién fue— dijo que la enseñanza familiar tenía que hacerse antes de la medianoche del último día del mes. Si no hubieran puesto ese plazo, yo siempre estaría planeando hacer mi enseñanza familiar la próxima semana. Gracias a Dios que alguien dijo que uno tiene que presentarse a la reunión sacramental a las 9:00 a. m. en Belmont, porque con ese compromiso y esa hora, tengo que cumplir.
Resulta, sin embargo, que no hay plazos para compartir el evangelio, y como consecuencia, la gran mayoría de los miembros de la Iglesia planea ser buenos misioneros la próxima semana. Y lo que cambió mi vida —de verdad cambió mi vida— fue que en 1984, el élder M. Russell Ballard, que en ese tiempo era miembro de los Setenta, dio un discurso en la conferencia general en el que nos pidió comprometernos a fijar una fecha para encontrar a alguien para que los misioneros le enseñaran. Y dijo muy específicamente: “No pueden predecir quién, pero sí pueden comprometerse con una fecha.” Y si se comprometen con una fecha —dijo el élder Ballard—, el Señor los bendecirá para encontrar a alguien.
Y para mí, la conferencia general es maravillosa. Siempre puedo recordar cómo me sentí al escuchar los discursos, pero me cuesta recordar lo que realmente dijeron después de una o dos semanas. Pero este del élder Ballard se me quedó grabado en la mente. Esa misma noche hice un compromiso con el Señor de que encontraría a alguien para que los misioneros le enseñaran. Y, siendo como soy, fijé la fecha para dentro de unos 11 meses. Eso me permitió no hacer nada por mucho tiempo. Mi compromiso era para el 31 de enero, en aquella época. Llegó noviembre, y dije: “Si voy en serio, más vale que me lo tome en serio.” Así que comencé a hablar con la gente y, usando palabras mormonas —y tengo que decirles que no había nadie en el cuadrante noreste de Norteamérica que tuviera interés en la Iglesia—, intenté cada vez con más empeño encontrar a alguien y tener más y más conversaciones. Nadie estaba interesado.
Entonces empecé a ayunar y orar todos los domingos, diciéndole al Señor: “Hice un compromiso de que voy a encontrar a alguien.”
Luego miré el calendario y vi que tenía que ir a una conferencia académica el 20 de enero en Hawái —lamentablemente—. Y dije: “No veo otro momento en el que pueda conocer a alguien a quien no haya invitado ya. Así que, si no es molestia, ¿podrías hacer que se siente junto a mí en el vuelo alguien que esté interesado en la Iglesia? Y prometo que lo invitaré a aprender sobre la Iglesia.”
Seguí ayunando y orando, y el día del vuelo me subí al avión. Entonces llegó la persona que se iba a sentar a mi lado, y ¡oh, cielos! Este hombre era de Hartford. Era albañil. Llevaba pantalones cortos, una camisa hawaiana abierta hasta el esternón, una cabellera rizada italiana que le salía en ondas, y varios collares.
Me presenté y le pregunté: “¿Por qué va a Hawái?” Y él me habló de cuatro mujeres que conocía, y me dijo que ahorra dinero durante 11 meses del año para poder ir a Hawái y pasar un mes con esas cuatro mujeres. Y yo pensé: “¡He ayunado todos los domingos! ¿Y esta es la persona que me sientas al lado?”
Así que lo descarté y me puse a trabajar —tenía mucho trabajo que hacer—. Pero cuando sirvieron la cena, tuve que dejar de trabajar, y comenzamos a conversar. Él me preguntó: “¿Ha estado alguna vez en Hawái?” Y yo le dije: “Bueno, no realmente. Fui misionero para la Iglesia Mormona, y me dijeron que tenía que ir a Corea en mi misión, así que hicimos una escala en Hawái porque nuestra Iglesia tiene una universidad en la costa norte de Oahu. Estuve allí dos meses, pero, ya sabe, tenía que aprender coreano y no llegué a conocer Hawái en absoluto.”
Recuerdo que ese hombre dejó el tenedor y dijo: “Entonces, ¿usted es mormón, eh?” Y lo confesé. Luego me dijo: “Debo decirle que nunca he tenido interés en ninguna religión en ningún momento de mi vida, pero por alguna razón, en los últimos meses he estado obsesionado con la Iglesia Mormona. ¿Podría decirme de qué se trata lo que ustedes creen?”
Y fue como si un capullo nos envolviera en ese avión, y durante cuatro horas hablamos sobre los Artículos de Fe. Cuando terminamos, le agradecí su interés. Y él me dijo: “Oh, gracias a usted. Esto ha sido maravilloso.”
Luego nos quedamos en silencio un rato y, tal como Ann dijo al principio sobre que no podemos predecir, yo había descartado a ese hombre. Pero hasta que aterrizamos, más o menos cada veinte minutos me daba una palmada y decía: “Tengo otra pregunta para usted” o “Gracias por contarme lo que ustedes creen.”
Cuando estábamos aterrizando, le dije: “¿Sabe? Hay misioneros de nuestra Iglesia en Hartford. Cuando regrese a casa, si quiere, puedo hacer que lo visiten.”
Y él me respondió: “¿No tienen misioneros aquí en Honolulu?”
Y estoy tan agradecido de haber fijado esa fecha, porque si no hubiera estado desesperado, no habría encontrado a ese hombre para enseñarle el evangelio.
Y resulta que esa ha sido mi experiencia cada vez. Desde que el élder Ballard nos dijo que fijáramos una fecha, he establecido una fecha una, luego dos, y ahora tres veces al año, con el compromiso de encontrar a alguien para que los misioneros le enseñen. Y siempre Dios me mantiene en suspenso hasta el final.
Hace un par de años me pasó otra vez: estaba desesperado, y un estudiante de doctorado vino a hablar conmigo y lo invité, y me dijo que sí, que le gustaría saber más.
Esa noche, durante la cena, me quejé en voz alta: “¿Por qué Dios no puede ayudarme a encontrar a alguien como dos meses antes de la fecha, para no tener que ayunar y hacer todas estas cosas?”
Y nuestro hijo Spencer dijo: “Papá, mira. He visto esto suceder muchas veces, y sé lo que pasa. Si hay demasiado tiempo entre donde estás y tu fecha, estás demasiado relajado, y Dios no puede confiar en que, si pone a alguien en tu camino, lo vayas a invitar. Pero a medida que el tiempo se acorta, papá, te vuelves cada vez más desesperado. Y cuando estás desesperado, Dios puede confiar en ti. Sea quien sea que Él ponga en tu camino, sabe que lo vas a invitar, y por eso Él te hace esto.”
Y a eso lo llamamos el Principio de la Desesperación de Spencer, que creo que en realidad es un principio general del evangelio, no solo relacionado con la obra misional. Pero quería compartirlo con ustedes. Realmente me ha ayudado a encontrar personas para que los misioneros les enseñen, simplemente fijando una fecha.
Debo decirles que, no hace muchos años, reuní a toda la familia y les dije: “Quiero que todos fijemos una fecha, individualmente, y luego me digan qué fecha escogieron.” Así que todos se comprometieron a hacerlo. Aproximadamente seis semanas después, llamé a cada uno y les pregunté: “¿Cuál es tu fecha?” Luego llamé a nuestro hijo Michael, y él dijo: “Ya la bauticé.” Y suele terminar las conversaciones así, porque él en realidad actúa. Pero me siento agradecido de tener miembros en la familia que hacen estos compromisos con el Señor.
ANN CHRISTENSEN:
El Principio de la Desesperación de Spencer es uno de los favoritos en nuestra casa. Pero hay una razón por la cual vale la pena pasar por todas las molestias de fijar una fecha y encontrar personas para enseñar. Mi compañera, cuando servía en esa pequeña ciudad del norte de Mongolia, me compartió una de sus escrituras favoritas, que se encuentra en 2 Timoteo 1:7, donde Pablo enseña: “Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio.”
Este pasaje me ha enseñado que la razón por la cual muchos de nosotros fracasamos en nuestros intentos de compartir el evangelio es el miedo. Pero ese miedo no viene de Dios. Dios, de hecho, quiere que tengamos éxito al compartir el evangelio. Y a medida que trabajemos para involucrar a nuestros amigos y a quienes nos rodean con el evangelio, usando el amor por nuestro prójimo, haremos invitaciones de manera natural y sin restricción, tal como lo hicieron muchos de los Santos que admiré en Mongolia, y como lo hacen otros a quienes solemos identificar como misioneros naturales.
Las Escrituras están llenas de promesas de bendiciones para quienes participan en la obra misional. En Doctrina y Convenios, de hecho, aprendemos que muchos de los problemas que se acumulan en nuestros corazones y hogares serán sanados gracias a las bendiciones que vienen al compartir el evangelio. Algunas de ellas incluyen: estarás sin mancha ante Dios; serás levantado en el día postrero (mis padres también me enseñaron a llorar); recibirás un testimonio de las palabras de los profetas; tendrás revelaciones; tus pecados serán perdonados; tendrás gran fe; podrás guardar las leyes de Dios.
Muchos versículos también ofrecen poder y fortaleza: nada te detendrá; recibirás gran fortaleza como no se ha conocido entre los hombres; Él mismo irá contigo y estará en medio de ti; nada prevalecerá contra ti; el poder reposará sobre ti; Él irá contigo y delante de tu rostro; tus enemigos no tendrán poder sobre ti; el Señor estará a tu lado; ninguna arma forjada contra ti prosperará.
Sí, compartimos el evangelio porque nos hace mejores y más felices, y queremos compartir esa misma alegría con quienes nos rodean, alegría que hemos encontrado al seguir al Salvador. Pero hay grandes bendiciones que vuelven a nosotros por compartir el evangelio, y son verdaderamente invaluables. ¿Qué obispo o presidenta de la Sociedad de Socorro no querría que estas promesas se cumplieran en su vida y en la de los miembros de su barrio? ¿Qué padres no querrían estas bendiciones para sus hijos? ¿Y quién de nosotros no amaría recibir estas bendiciones para sí mismo?
Y testifico que compartir el evangelio no tiene por qué ser una experiencia aterradora ni difícil; en realidad, puede darse en el curso de nuestra vida diaria, haciendo cosas muy sencillas y entablando conversaciones con amor con quienes nos rodean, para compartir el evangelio.
CLAYTON CHRISTENSEN:
Para concluir, permítanme contarles algo que creo que transmitirá lo que el compartir el evangelio ha significado para nuestra familia.
Hace algunos años, uno de mis estudiantes y yo habíamos conversado, y lo invité a aprender sobre el evangelio en nuestro hogar. Al final de la primera lección —y los misioneros hicieron un trabajo maravilloso— yo di mi testimonio a mi alumno, Christine dio el suyo, y uno de los misioneros también compartió su testimonio. Luego le pedí al otro misionero si podía concluir con la oración.
En ese momento, nuestro hijo Spence, que en ese entonces tenía solo 11 años y había estado sentado en la banca del piano, se levantó, levantó la mano y dijo: “Papá, ¿puedo decir algo antes de la oración?” Spencer miró a Sunil con la mirada más pura y le dijo: “Sunil, solo quiero que sepas que las cosas que los misioneros nos enseñaron esta noche son verdaderas. Quiero que sepas que yo sé que Dios vive, que tú y yo somos hijos de Dios y que somos hermanos.” Concluyó en el nombre de Jesucristo y se volvió a sentar.
Cuando Spence hizo eso, un sentimiento hermoso llenó la habitación.
Al día siguiente, Sunil me envió un correo electrónico agradeciéndome por el excelente trabajo que hicieron los misioneros. Pero luego añadió: “¿Sabe?, cuando su hijo Spencer dijo lo que dijo, un sentimiento vino a la habitación que nunca antes había sentido.” Y Sunil preguntó: “¿Es eso lo que ustedes llaman el Espíritu de Dios?”
Cuando leí eso, me di cuenta de que habría pagado un millón de dólares por una experiencia para Spencer que fuera siquiera la mitad de buena que esa.
Esa ha sido la gran bendición en nuestras vidas: que los misioneros vengan a nuestro hogar a enseñar el evangelio de Jesucristo por medio del poder del Espíritu. El Espíritu está en nuestro hogar todos los días, y eso es una bendición maravillosa.
Y junto con Annie, quiero concluir con esto, con nuestros testimonios, y en el nombre de Jesucristo. Amén.
























