Vivir como Su Hijo
Ann M. Dibb
26 de abril de 2012, en la Conferencia de Mujeres de BYU
Poderosas y eternas verdades se encuentran en la doctrina del plan de salvación y su senda mortal asociada. En las Escrituras, el plan se denomina “el plan de salvación”, “el gran plan de felicidad”, “el plan de redención” y “el plan de misericordia” (véase Leales a la fe [2004], pág. 115).
Sabemos que somos hijos e hijas espirituales de Dios. Antes de obtener nuestro cuerpo físico, participamos en un concilio con todos los hijos de nuestro Padre Celestial. Durante ese concilio fuimos enseñados y aceptamos el plan de nuestro Padre.
Aunque llegaríamos a ser mortales, experimentaríamos las debilidades propias de un cuerpo físico y tendríamos que resistir las tentaciones del adversario, estábamos seguros de nuestra capacidad para permanecer fieles. Escuchamos a nuestro Salvador, Jesucristo, expresar Su disposición de venir a la tierra. Él se ofreció para venir y mostrarnos el camino; Él proveería “la verdad y la vida” (Juan 14:6). Llegaríamos a conocer al Padre al mirar a Su Hijo, pues Ellos son uno en propósito. Solo Él tendría el poder de dar Su vida y tomarla de nuevo, porque sería el Hijo de Dios y el Hijo del Hombre. Jesucristo hizo convenio de ser nuestro Salvador y Redentor (véase Moisés 4:2; Abraham 3:27). Los profetas de Dios han revelado que cantamos de gozo cuando supimos del sacrificio voluntario de Jesucristo en nuestro favor (véase Job 38:7). Y Jesús declaró humildemente que, a través de todo, la gloria sería para el Padre.
Satanás rechazó el plan del Padre y se rebeló. Procuró abolir la ley del albedrío y reclamar toda la gloria. Afortunadamente, nosotros elegimos seguir el plan de nuestro Padre Celestial.
Fuimos advertidos de antemano: el viaje mortal o senda de la vida sería desafiante. Cometeríamos errores. Pero gracias al sacrificio desinteresado de Cristo, cuando pecáramos podríamos arrepentirnos, cambiar, buscar el perdón y volver a ser limpios. Ejercitaríamos nuestro albedrío eligiendo la rectitud, eligiendo seguir a Jesucristo y rechazando a Satanás.
Ahora estamos experimentando la mortalidad. Nuestro espíritu está unido a un cuerpo físico mortal. Diariamente se nos presentan oportunidades para ejercer nuestro albedrío, y nos esforzamos por seguir a Jesucristo tomando decisiones correctas.
La hermana Rosemary Wixom habló en la Conferencia de Mujeres de BYU como la recién llamada presidenta general de la Primaria. Me encantó su mensaje. Ella enseñó acerca del plan y nuestro recorrido en esta senda mortal. Nos animó a permanecer en la senda y ayudar a otros a permanecer en la senda de regreso a nuestro Padre Celestial. Luego demostró esta verdad con una sencilla acción con la mano: “Permaneceré en la senda de regreso a mi Padre Celestial” (“The Plan of Salvation: One of Heaven’s Best Gifts to Mankind,” Conferencia de Mujeres de BYU, 29 de abril de 2011, pág. 9). Cuando imité sus acciones, sentí que el Espíritu me confirmaba la promesa que hice en las esferas premortales: “Sí, permaneceré en la senda de regreso a mi Padre Celestial”.
Todos nosotros hicimos esta promesa. Ahora la pregunta es: ¿cómo la cumpliremos? La respuesta es que ejerceremos fe en nuestro Salvador Jesucristo y en el plan. Aceptaremos Su evangelio y guardaremos Sus mandamientos. Cuando pequemos, nos arrepentiremos. Aceptaremos y honraremos las ordenanzas y convenios sagrados: primero, el bautismo, y segundo, las ordenanzas y convenios sagrados del templo. Elegiremos aceptar al Espíritu Santo y mantenernos dignos de Su compañía constante. Perseveraremos y serviremos hasta completar nuestro tiempo de probación mortal. Comprendemos que la oposición es necesaria para desarrollar fortaleza espiritual, y estamos dispuestos a resistirla al elegir seguir a nuestro Salvador, Jesucristo. Esperamos con gozo el día en que humildemente regresemos a la presencia del Padre y de Su Hijo y recibamos nuestra recompensa prometida: la exaltación.
Acabo de compartir con ustedes la versión de Escuela Dominical y de las Mujeres Jóvenes del plan de salvación. Yo lo creo. Me encanta. Lo enseño. Y me esfuerzo por vivir de tal manera que pueda alcanzar sus promesas finales. Solo hay un problema: es mucho más difícil de lo que parece.
Mi amiga, mi líder de Mujeres Jóvenes, ha pasado por múltiples desafíos en sus 70 años de mortalidad. Ella es extraordinaria. Hace mucho tiempo me dijo: “Ann, sé que escuché todo lo que se esperaba de mí, y acepté de buen grado lo que se me requeriría, tal como se explicó en aquel concilio premortal. Pero a veces me pregunto si, en lugar de escuchar el plan y lo que se esperaba de mí, ¡yo estaba hablando!”.
Sé que a veces podemos pensar esto, pero no es cierto. Sabíamos, aceptamos y confiábamos en nuestra capacidad para tener éxito. Nos regocijamos. Vinimos a esta tierra para obtener experiencia. ¡Oír acerca de una experiencia y vivirla realmente son dos cosas muy distintas! Creo que, en nuestra inocencia, pensamos que entendíamos todo lo que nuestra jornada mortal requeriría de nosotros. No lo entendíamos. No podíamos comprenderlo plenamente hasta experimentarlo por nosotros mismos.
Llegué a una nueva comprensión de la importancia de obtener experiencia al leer el libro The Diaries of Adam and Eve (Los diarios de Adán y Eva), traducido por Mark Twain. En este breve libro, se relatan sentimientos y experiencias que tal vez tuvieron lugar. Me conmovió lo que Eva pudo haber sentido después de salir del Jardín. Eva comparte:
“Entonces éramos ignorantes; ahora somos ricos en conocimiento —¡ah, cuán ricos! Conocemos el hambre, la sed y el frío; conocemos el dolor, la enfermedad y la aflicción; conocemos el odio, la rebelión y el engaño; conocemos el remordimiento… conocemos el cansancio del cuerpo y del espíritu, el sueño que no refresca, el descanso que no descansa, los sueños que restauran el Edén y lo destierran de nuevo al despertar;… conocemos el bien y el mal,… conocemos todo el rico producto del sentido moral, y es de nuestra posesión. Ojalá pudiéramos venderlo por una hora de Edén y de pureza blanca… Tenemos todo eso: ese tesoro” (Mark Twain, Diaries of Adam and Eve [2009], págs. 61–62).
En Moisés 5:10–12 leemos lo que aprendieron nuestros primeros padres. Adán declara: “Bendito sea el nombre de Dios, porque, a causa de mi transgresión, se han abierto mis ojos, y en esta vida tendré gozo, y otra vez en la carne veré a Dios”.
«Y Eva, su esposa, oyó todas estas cosas y se alegró, diciendo: De no haber sido por nuestra transgresión, nunca habríamos tenido descendencia, y nunca habríamos conocido el bien y el mal, y el gozo de nuestra redención, y la vida eterna que Dios concede a todos los obedientes».
«Y Adán y Eva bendijeron el nombre de Dios, e hicieron saber todas estas cosas a sus hijos y a sus hijas».
Cuando pensamos en la senda, tal vez imaginemos un camino recto y llano. O quizás pensemos en un camino que se bifurca en dos, obligándonos a elegir entre ellos. Todos estamos familiarizados con los versos de Robert Frost: “Dos caminos se bifurcaban en un bosque, y yo… yo tomé el menos transitado, y eso ha hecho toda la diferencia” (Mountain Interval [1916], pág. 9).
La idea que el Sr. Frost describe de manera tan bella en este poema —la de elegir nuestro propio camino— es importante. Todos intentamos permanecer en la senda que conduce de regreso a nuestro Padre Celestial. Pero a veces, por mi propia elección, puedo desviarme de “la senda” y encontrar que mi camino es desagradable, poco atractivo o incluso está bloqueado. A veces me hallo en un camino accidentado y desafiante que no elegí conscientemente. Ya sea por nuestras propias decisiones o por circunstancias fuera de nuestro control, el viaje, en ocasiones, es difícil y conlleva consecuencias mortales y eternas.
Algunos caminos son atemorizantes y peligrosos, con pendientes pronunciadas. Hay cadenas fijadas en las rocas para darme algo a lo que aferrarme durante el ascenso. Algunos de nosotros podemos caer mientras viajamos por la senda. ¿Es necesario todo este esfuerzo y desafío? Sí, lo es, porque así es como somos refinados y fortalecidos. Es la manera en que nos volvemos aptos y preparados para la próxima montaña, que pronto tendremos la oportunidad de escalar y disfrutar de vistas increíbles. Es así como llegamos a ser quienes Dios sabe que podemos llegar a ser.
Para algunos, la senda puede parecerse a ese temido juego infantil de “Serpientes y escaleras” (o “Chutes and Ladders”). Avanzamos mucho y estamos tan cerca… solo para caer en picada como si nos precipitáramos a un abismo. Sin embargo, es cuando estamos en el abismo, mirando hacia arriba a la luz de Cristo a través de la oscuridad, cuando comenzamos a escuchar la voz del Señor y a atender las impresiones del Espíritu Santo. Todo orgullo es súbitamente despojado, y empezamos a adquirir el atributo cristiano de la humildad. Ahora estamos dispuestos a someter nuestra voluntad y aceptar Su mano siempre extendida. En la dificultad, nuestro corazón se ablanda y cambia, y comenzamos a ver con ojos espirituales el fin que buscamos con ahínco y cómo llegar hasta allí.
Consideremos nuestras vidas individuales, el camino que cada uno de nosotros está recorriendo. Ningún camino es exactamente igual a otro. Miren a las mujeres reunidas en este salón. Desde aquí arriba, pienso que se ven perfectas. ¡Podrían aparecer en la portada de la Liahona! Solo con mirarlas, parecería que su senda es perfecta. Probablemente ustedes sepan que no es así.
Por un momento, participemos en una breve actividad. Por favor, inclinen la cabeza y cierren los ojos. Voy a mencionar algunas situaciones que pueden afectarlas. Cuando diga algo que se aplique a ustedes, ¿podrían levantar la mano? Mantengan la mano levantada hasta que les indique que la bajen. Recuerden, ojos cerrados.
Comencemos. Levanten la mano si su familia se ha visto afectada por problemas financieros. ¿Pérdida de empleo? Levanten la mano si no han tenido la oportunidad de ser selladas a un cónyuge justo. ¿Han experimentado desafíos de salud, físicos o emocionales? ¿Infertilidad? ¿Los efectos del envejecimiento? Levanten la mano si su familia se ha visto afectada por algo que no sea virtuoso, amable, de buena reputación o digno de alabanza. ¿Su familia se ha visto afectada por el uso incorrecto del albedrío de alguien o por egoísmo? ¿Deshonestidad? ¿Incluso un simple mal juicio? ¿Han tenido problemas con sus hijos, cónyuge, padres o hermanos? Levanten la mano si alguien en su familia ha perdido su testimonio personal. ¿Desafíos relacionados con el género? ¿La muerte de un ser querido?
¿Alguna vez se han sentido solas o abrumadas? ¿Han necesitado arrepentirse o practicar el perdón? Levanten la mano si sienten que no han recibido bendiciones que creen haber ganado por su rectitud personal. Levanten la mano si su maravilloso hijo de 18 años no fue aceptado en BYU. Y por último, levanten la mano si sienten, en ocasiones, que les han roto el corazón.
Hermanas, mantengan las manos levantadas, pero levanten la cabeza y abran los ojos. Miren a su alrededor y observen a quienes están reunidas en este salón. Ahora pueden bajar las manos.
Probablemente sería más fácil para mí preguntar: “Levanten la mano si su vida es perfecta, si está resultando exactamente como lo esperaban y planificaron”. Ahora bien, si por alguna remota casualidad están a punto de levantar la mano, ¡no lo hagan! —esto claramente podría ser perjudicial para su salud y seguridad—.
Quiero agradecer a las hermanas por cantar uno de mis himnos favoritos de la Primaria: “Él envió a Su Hijo”. Con frecuencia, cuando tengo una pregunta o enfrento dificultades, me detengo y pienso: “¿Qué debo hacer? ¿Cómo voy a resolver este problema? ¿Cómo voy a soportar lo que se me pide soportar, recorrer esta senda que se espera que recorra y hacerlo con éxito?”. Para mí, la respuesta se encuentra en las palabras de este himno: “Ten fe, ten esperanza, vive como Su Hijo, ayuda a otros en su andar… vive como Su Hijo” (Él envió a Su Hijo, Canciones para los niños, págs. 34–35).
Cuando dudo de mi capacidad para seguir esas palabras, me encuentro formulando otra pregunta: “¿No hay otra manera?”. Me encanta el consejo que Alma dio a su hijo Shiblón: “Y ahora bien, hijo mío, te he dicho esto para que aprendas sabiduría, para que aprendas de mí que no hay otro medio por el cual el hombre pueda ser salvo, sino en y por medio de Cristo. He aquí, él es la vida y la luz del mundo. He aquí, él es la palabra de verdad y de rectitud” (Alma 38:9). Y así, como no hay otra manera de volver a nuestro Padre Celestial que no sea en y por medio de Cristo, debemos someter nuestra voluntad personal, ser obedientes y seguir adelante. Las palabras del himno que tanto me animan pueden servir como señales de guía en nuestro camino, sin importar lo difícil que sea la senda.
Primero, “Ten fe.”
Sabemos que la fe es un principio que requiere acción, esfuerzo y obediencia. El élder L. Whitney Clayton enseñó: “La fe… es un don espiritual. La fe aumenta cuando no solo oímos, sino que también actuamos conforme a la palabra de Dios, en obediencia a las verdades que se nos han enseñado” (“Ayuda mi incredulidad”, Liahona, noviembre de 2001, pág. 28). Nefi enseñó que todos deben llegar a aceptar a Jesucristo como su Salvador: “Y él se manifiesta a todos los que creen en él, por el poder del Espíritu Santo; sí, a toda nación, tribu, lengua y pueblo, efectuando grandes milagros, señales y prodigios entre los hijos de los hombres, según su fe” (2 Nefi 26:13).
Sin embargo, a veces podemos identificarnos más con la humilde historia del hombre que buscaba el poder sanador de Cristo para su hijo y, tal vez, para sí mismo. Leemos en Marcos el relato del padre que suplicó: “Pero si puedes hacer algo, ten misericordia de nosotros y ayúdanos. Jesús le dijo: Si puedes creer, al que cree todo le es posible. E inmediatamente el padre del muchacho clamó y dijo con lágrimas: Creo; ayuda mi incredulidad” (Marcos 9:22–24). Y el Salvador sanó al hijo. Ten fe.
Segundo, “Ten esperanza.”
La esperanza también es un don espiritual. Tenemos esperanza cuando confiamos en las promesas de Dios (véase Guía para el Estudio de las Escrituras, “Esperanza”). La esperanza se basa en nuestra experiencia. Una forma de fortalecer nuestra esperanza es decidiendo actuar conforme a las enseñanzas de los profetas, antiguos y modernos. Moroni enseñó: “Cualquiera que crea en Dios podrá con seguridad esperar un mundo mejor, sí, un lugar a la diestra de Dios, lo cual viene de la fe, y sirve de ancla para el alma de los hombres, y los hace firmes y constantes, abundando siempre en buenas obras, siendo conducidos a glorificar a Dios” (Éter 12:4).
Pablo enseñó: “Nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza; y la esperanza no avergüenza, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Romanos 5:3–5).
El presidente Uchtdorf con frecuencia da testimonio de la necesidad de tener esperanza. Él ha dicho: “La esperanza no es conocimiento, sino la confianza constante en que el Señor cumplirá Su promesa hacia nosotros” (“El poder infinito de la esperanza”, Liahona, noviembre de 2008, pág. 2).
Se reveló a José Smith mientras estaba en la cárcel de Liberty: “Hijo mío, la paz sea contigo; tu adversidad y tus aflicciones no serán más que por un breve momento” (DyC 121:7). Ten esperanza.
Tercero, “Vive como Su Hijo.”
La guía más segura para ayudarnos en nuestro sendero mortal es el ejemplo perfecto de nuestro Salvador. Jesucristo glorificó a Su Padre mediante Su constante obediencia. Me encanta el consejo sencillo pero poderoso que el Salvador dio a Sus discípulos y a nosotros: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14:15). El Salvador amó a Su Padre, y guardó los mandamientos de Su Padre. El Salvador nos ama. Fue fiel al guardar Sus convenios con el Padre Celestial y con nosotros al cumplir con la Expiación Infinita. Guardó los mandamientos, y nosotros debemos hacer lo mismo.
La versión recientemente revisada de Para la Fortaleza de la Juventud contiene los Diez Mandamientos, así como los dos “grandes mandamientos”. Se encuentran en la página 44 (véase Para la Fortaleza de la Juventud [2011], pág. 44). Ambos proveen la base de la ley moral. Son principios eternos del evangelio que son necesarios para nuestra paz y felicidad ahora y por la eternidad (véase “Obediencia”, Guía para el Estudio de las Escrituras, pág. 108).
Jesús enseñó los Diez Mandamientos en Su Sermón del Monte. Los resumió cuando respondió a la pregunta directa de un intérprete de la ley, quien, para tentarlo, le dijo: “Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley? Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas” (Mateo 22:36–40).
Todos los profetas enseñan la importancia de obedecer los mandamientos de Dios. El presidente Thomas S. Monson no es la excepción. En su discurso “Que tengan valor”, citó al Sr. Ted Koppel: “Lo que Moisés bajó del monte Sinaí no fueron las Diez Sugerencias, son mandamientos. Son, no fueron” (Ted Koppel, discurso de graduación en la Universidad de Duke, 1987; citado en Thomas S. Monson, “Que tengan valor”, Liahona, mayo de 2009, pág. 125; cursivas añadidas). Guardar los mandamientos es una forma segura de permanecer firmemente anclados en el sendero correcto.
Nuestra guía final es: “Ayuda a otros en su andar.”
Es nuestra responsabilidad y privilegio ayudar a otros que comparten o cruzan nuestro camino. Se nos llama a “fortalecer a [nuestros] hermanos” (Lucas 22:32) y a “levantar las manos caídas y fortalecer las rodillas debilitadas” (DyC 81:5). No siempre elegimos quién nos acompaña en nuestro sendero ni las lecciones que debemos aprender mediante la experiencia compartida. Muchas veces caminamos con personas que ponen a prueba nuestra capacidad, comprensión, habilidades y paciencia. En momentos así, realmente debemos buscar el poder habilitador del Salvador.
Por el contrario, hay ocasiones en las que nos cruzamos con personas que parecen ser la respuesta a nuestras oraciones, literalmente los ángeles prometidos para sostenernos (véase DyC 88:84). Es una bendición experimentar cada uno de estos momentos.
En nuestro trayecto, podemos sentir hambre de una simple expresión de reconocimiento y ánimo. Permítanme sugerir que nunca olvidemos el poder de enviar una nota a alguien expresando nuestros pensamientos y amor sinceros y específicos. Escuché al élder Jeffrey R. Holland relatar: “Recuerden, para recibir una nota, hay que enviar una nota. Así es como funciona”. Mientras preparaba este discurso, volví a leer algunas de las notas que he recibido. Las lágrimas comenzaron a fluir y aumentó mi sentimiento de amor, no solo hacia la amiga que escribió la nota, sino también hacia mi Padre Celestial. Era como si, al recibir y volver a leer la nota, me recordara que Él siempre vela por mí. Veló por mí al inspirar a una amiga a escribir una nota.
Las declaraciones, mantras o expresiones familiares también pueden animarnos. Cuando me enfrento a desafíos, a veces pienso en la frase de la parodia cinematográfica Héroes fuera de órbita (Galaxy Quest): “Nunca te rindas. Nunca te entregues” (“Galaxy Quest”, imdb.com). Recientemente, supe que una mujer en Florida testificó del consuelo que sintió al escuchar las sencillas palabras de ánimo del presidente Monson en una conferencia general. Ella dijo: “‘La vida, medida en yardas, es dura. Por pulgadas, es pan comido.’ He estado repitiendo esta frase en voz alta varias veces al día, ¡y parece que mis cargas se han aligerado!” Una vez, mientras viajaba con mi padre para la dedicación del Templo de Gila Valley, Arizona, una mujer compartió la frase favorita de su abuela: “Concéntrate solo en el evangelio. Esto también pasará.” Estas expresiones contienen palabras alentadoras que nos ayudan en nuestro camino.
Cuando ayudamos a los demás, demostramos caridad, el amor puro de Cristo, que sabemos “nunca deja de ser” (véase Moroni 7:46). Un himno alegre me recuerda tener caridad y, de inmediato, me hace pensar en mi padre: “Luz esparcid doquier al pasar; sé siempre amable, tu luz haz brillar” (Himnos, N.° 230). El presidente Monson ha enseñado: “Existe una seria necesidad de la caridad que presta atención a los que no son notados, esperanza a los que están desanimados, ayuda a los que están afligidos. La verdadera caridad es amor en acción. La necesidad de la caridad está en todas partes” (“La caridad nunca deja de ser”, Liahona, noviembre de 2010, pág. 124).
Puedo testificar que el presidente Monson no solo enseña sobre la caridad, sino que la vive. Compartiré dos sencillas interacciones. Mi esposo, Roger, es contador público y acaba de terminar otra temporada de impuestos. Una de sus clientas, una viuda de 74 años, comentó: “¿Sabe?, no soy miembro de su iglesia, pero conocí a su suegro. Lo vi en un pasillo en un partido de los Jazz, y me saludó y me dio la mano. Mi hija se unió a su iglesia, y ella no puede creer la suerte que tuve al conocer al profeta.” Luego la mujer dijo sobre el presidente Monson: “Es un hombre muy amable, ¿verdad?” Sí, lo es.
Hace aproximadamente un mes, acompañé a mi padre a la iglesia en su barrio, el barrio donde crecí. Después de una maravillosa reunión sacramental, mi padre se dirigía a su automóvil. Afuera salieron dos niños pequeños, de quizá cuatro años. Se notaba que estaban contentos de haber salido de la iglesia. Sus camisas estaban desabotonadas y sus corbatas colgaban sueltas y torcidas. No había padres presentes. No había cámaras. Uno de los niños se acercó cautelosamente al presidente Monson y le preguntó: “¿Puede mober las orejas?” Mi padre pareció un poco confundido; percibí que no había entendido lo que el niño dijo. Le traduje y esperé. Mi padre no dijo nada, así que miré y vi que estaba moviendo las orejas. El niño sonrió ampliamente, se volvió hacia su amigo y dijo: “¿Ves? Sí puede mober las orejas.” Felizmente, se echaron a correr. Fue un momento muy dulce. El presidente Monson alegremente ayuda a las personas en su camino, ya tengan 74 o 4 años, y nosotros también podemos hacerlo.
El plan eterno de salvación de Dios el Padre es real. Todos lo estamos viviendo mientras recorremos nuestro camino mortal individual: aprendiendo, eligiendo, orando, sirviendo, amando, arrepintiéndonos, perdonando, experimentando tristeza y dolor, y experimentando gozo. Puede que a veces sea difícil, pero no permitiremos que el desaliento temporal nos venza. Debemos hacer lo que aconsejó la abuela en Arizona: “Concéntrate solo en el evangelio. Esto también pasará.”
Que cada uno de nosotros elija creer y seguir a nuestro Salvador. Él nos enseña a tener buen ánimo. Él nos muestra el camino; Él es la verdad y la vida. Que podamos avanzar continuamente en nuestro camino, teniendo fe y esperanza, viviendo como Su Hijo y ayudando a otros en su trayecto, mientras viajamos hacia nuestro gozo eterno prometido, nuestra paz y exaltación, es mi humilde oración, en el nombre de Jesucristo. Amén.

























