Jesús, el Pensar en Ti

Ann N. Madsen
Ann N. Madsen, erudita en Isaías y poetisa, ha enseñado escrituras antiguas en la Universidad Brigham Young por más de veinte años. Ella y su esposo, Truman, son padres de tres hijos y de un hijo adoptivo navajo. Son abuelos de dieciséis nietos. (1997)
Estoy convencida de que el solo pensar en Jesús puede cambiarnos. Permítanme explicar.
En la primavera de 1988 tuve una experiencia única. Fui invitada a enseñar la vida de Cristo en un aula a orillas del mar de Galilea. Durante un año había estado enseñando el Antiguo Testamento en el Centro de Jerusalén de BYU, pero ahora iba a enseñar directamente sobre la vida de Cristo. Tenía poco tiempo, y sabía que debía prepararme.
Sentía que esta sería una de las experiencias más importantes de mi vida. Y lo fue. Desde el momento en que despertaba cada mañana hasta que dormía cada noche, mi enfoque estaba en Jesucristo. Hubo maneras en las que sentí que lo conocí allí por primera vez, aunque ya sabía lo que era amarlo.
Cuando terminaron mis dos semanas de preparación y enseñanza ininterrumpidas, escribí en mi diario:
11 de abril de 1988.
“Mientras me siento aquí, recuerdo las gloriosas horas de estudio que pasé… en una pequeña cabaña prefabricada [que llegó a ser para mí un lugar sagrado]… Pasaba todas las horas de vigilia preparándome con empeño y, de vez en cuando, mirando por nuestra ventana panorámica los muchos matices de este lago. Estaba casi continuamente llena de un espíritu difícil de describir. Estaba [totalmente] inmersa en el estudio de la vida de Cristo—gran parte de la cual se desarrolló muy cerca de allí.
“Cada amanecer me arrodillaba ante esa ventana—ante Su mar—para suplicar que Su Espíritu dirigiera y organizara mis esfuerzos de estudio de ese día. Cada mañana enseñaba tres horas. Cada vez sentí que recibía ayuda. Hubo algunos días en que me sentí tan humilde, tan incapaz, y precisamente en esos momentos fui ‘añadida’, cuando el Espíritu me hizo capaz para la tarea, añadiendo una dimensión que me faltaba. Los alumnos estaban tan deseosos de aprender y crecer que llegué a ser un instrumento para ayudar. Fue una experiencia celestial.
“Al mirar atrás, me doy cuenta de lo profundamente que se amplió mi entendimiento y se expandió mi alma. El estudio profundo de Jesús fue una tarea monumental, un maratón, y permanece inacabado. ¡Debo hacer mucho más! [Ahora me doy cuenta de que solo estará terminado cuando lo vea cara a cara.]”
Mis días de estudio, de diez a doce horas, en las orillas de Galilea me cambiaron para siempre. Pude identificarme con Nefi cuando exclamó: “Vivificámonos en Cristo por nuestra fe… y hablamos de Cristo, nos regocijamos en Cristo, predicamos de Cristo” (2 Nefi 25:25–26). Había llegado a conocer a Jesús de manera callada y profunda, de formas nuevas.
Sé que ustedes no pueden viajar a Israel para duplicar mi experiencia en Galilea. ¡Cómo desearía que pudieran! Pero así como Él caminó por esa orilla, y yo seguí sus huellas allí casi dos mil años después, ustedes deben tener sus propios dulces encuentros con Jesucristo. Su experiencia será diferente de la mía. Deben encontrarlo a su manera y en su propio lugar. La puerta de entrada a tal experiencia son las Escrituras.
Recuerden cuando Él caminó sobre el agua y llamó a Pedro. “Yo soy”, dijo, “no temáis”. Y Pedro le respondió: “Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas”. Y Jesús dijo: “Ven” (Mateo 14:27–29).
Tantas veces nos ha invitado a venir.
En las Escrituras de los últimos días nos invita: “Aprende de mí, y escucha mis palabras; camina en la mansedumbre de mi Espíritu, y tendrás paz en mí. Yo soy Jesucristo; vine por la voluntad del Padre, y hago su voluntad” (DyC 19:23–24).
Nos invita a caminar con Él, a recordarlo en todos los momentos de nuestra vida: “Mirad hacia mí en todo pensamiento; no dudéis, no temáis” (DyC 6:36). Sé que ese recordarlo—prometido cada vez que tomamos la Santa Cena—añade Su poder a nuestra determinación. Así crecemos hacia recibir Su “imagen en nuestros rostros” (Alma 5:14) y, con el tiempo, puede producirse un poderoso cambio en nuestros corazones.
Solo podemos recordar a alguien a quien hemos conocido. “Porque, ¿cómo conoce un hombre a su Señor, a quien no ha servido, que le es un extraño, y está lejos de los pensamientos e intenciones de su corazón?” (Mosíah 5:13). Fueron mis nuevos descubrimientos sobre Jesús, momento a momento, a través del estudio y la oración cerca de Galilea, los que me dieron mucho más que recordar.
¿Puedo hablarles como lo haría a una querida amiga, solo nosotras dos, compartiendo con la ayuda del Espíritu lo que recordamos sobre Jesús? Yo hablaré en voz alta, pero permitan que mis palabras sean catalizadores de lo que ya está en su mente y en su corazón.
Recuerdo cómo buscaba momentos para estar solo. Recuerdo sus lágrimas. Recuerdo su sanar, siempre sanar. Recuerdo cómo enfrentó la tentación y no le prestó atención. Recuerdo cómo se entregó una y otra vez y, finalmente, por completo. Recuerdo cómo llamó a los niños y los bendijo. Recuerdo cómo nos insta a ser uno. En todos estos recuerdos, guardo grabada en mi corazón la memoria de su amor infalible y eterno, de su ternura y cuidado. Para Él, todos eran iguales. No importa dónde te encuentres en este momento: Él te ama. Nos ama a cada uno de nosotros.
Seiscientos años antes de que Jesús naciera en esta tierra, le dijo a Jeremías: “Me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón. Y seré hallado por vosotros” (Jeremías 29:13–14).
Sé que podemos confiar en esa promesa. Busquémosle juntos, recordando cómo vivió y examinando las maneras en que podemos seguir Sus pasos.
Recuerdo cómo Jesús se tomaba tiempo para estar solo, para orar. Nosotros también podemos hacerlo. Aprendí algo de eso en las orillas de Galilea: “Y él les dijo: Venid vosotros aparte a un lugar desierto y descansad un poco; porque eran muchos los que iban y venían, de manera que ni aun tenían tiempo para comer. Y se fueron a un lugar desierto” (Marcos 6:31–32; JST, Marcos 6:32–33).
Podemos identificarnos con el ir y venir de nuestras ocupadas vidas, sin tener tiempo ni siquiera para comer, ¿verdad? Jesús a menudo se apartaba para descansar y orar: cuarenta días en el desierto de Judea después de Su bautismo; toda la noche antes de llamar a Sus apóstoles; más tarde, en un monte alto con Pedro, Jacobo y Juan—Su Padre lo llenó a Él, y a ellos, de gloria y conocimiento; y, finalmente, en Getsemaní.
Ese tiempo de descanso y oración requiere privacidad. Estos momentos pueden ser recortados de nuestros días ocupados. Este tipo de comunión requiere tiempo. Es más que solo alzar la mano hacia arriba; es nuestra clara conciencia de que Él extiende Su mano hacia abajo. Isaías lo describe una y otra vez: “Su mano aún está extendida”; y el Libro de Mormón hace eco: “Mi brazo se extiende todo el día” (Isaías 5:25; 9:12; 2 Nefi 28:32). Él constantemente nos extiende Su mano. Solo necesitamos mirar hacia arriba y tomarla.
Cuando Jesús fue bautizado, Su Padre extendió Su mano, anunciando quién era Él en realidad. El griego original dice: “Este es mi Hijo, el Amado, en quien me deleito.” ¿Puedes imaginar cómo se sintió Jesús al escuchar esas palabras? Nosotros podemos sentir algo similar. Podemos hacernos merecedores de la aprobación de nuestro Padre mediante nuestra obediencia, percibiendo Su deleite en nosotros, mientras luchamos cada día por acercarnos más a Él. Recuerda, Jesús dijo: “Yo soy; no temáis… Venid” (Mateo 14:27–29).
La hermana Pat Holland nos suplicó desde este mismo púlpito el año pasado que simplificáramos nuestros días, que buscáramos un momento y un lugar tranquilos para estar regularmente con nuestro Padre Celestial. ¿Cómo podremos aprender a ser como Él si solo le saludamos con la mano al pasar?
La hermana Holland describió el entorno para una verdadera comunión: “Permítete bajar un poco el volumen de algunas cosas y apagar otras… Deja de hacer aquello en lo que estás tan frenéticamente ocupado… Colócate calmada y serenamente, en humilde serenidad, hasta que tu oración fluya de manera natural y amorosa… cuando sientas que Él está contigo, estarás llena de una fortaleza maravillosa que te permitirá hacer cualquier cosa que sea justa” (Patricia T. Holland, “Filled with All the Fulness of God,” en Clothed with Charity: Talks from the 1996 Women’s Conference, ed. Dawn Hall Anderson, Susette Fletcher Green y Dlora Hall Dalton [Salt Lake City: Deseret Book, 1997], pág. 11).
¿Cuándo podemos apartarnos para pasar tiempo con nuestro Padre? ¿Dónde está nuestro “lugar aparte”?
Tú eres la única persona que puede responder a eso. Pero Él nos ha dado a todos un tiempo precioso. Ha estado allí todo el tiempo. ¿Lo recuerdas? “Acuérdate del día de reposo para santificarlo” (Éxodo 20:8). Él mismo descansa y, en el día de reposo, nos invita a unirnos a Él.
Amo el día de reposo. Aprendí a amarlo aún más viviendo entre los judíos ortodoxos en Jerusalén. Se ha dicho que no solo los judíos han guardado el día de reposo, sino que el día de reposo ha guardado a los judíos. Sentí una especie de santa envidia por los reposos tranquilos y guardados que experimenté al vivir en Jerusalén. El judaísmo enseña que “el sábado mismo es un santuario que construimos, un santuario en el tiempo” (Abraham Joshua Heschel, The Sabbath: Its Meaning for Modern Man [1951, 1986], pág. 29).
Me emociona pensar en amurallar ese día cada semana. (Pueden notar que ya no tengo niños pequeños en casa, pero algún día todas llegarán a mi edad). Amurallar ese día cada semana, como un edificio, un templo, y, después de entrar en él, practicar la santidad en un día que fue diseñado para ese propósito.
Cuando despierto temprano el domingo por la mañana, el día me parece totalmente diferente. Instintivamente susurro: “Gracias”. Luego, de rodillas, llevo mi gratitud, mis pecados, mis peticiones, mis tentaciones y mis deseos más profundos a nuestro Padre, con tiempo suficiente antes de que alguien en mi hogar se despierte. Descubro que no hay tiempo suficiente durante el himno sacramental, las oraciones y el paso del pan y del agua para decir todo lo que necesito decir o escuchar lo suficiente para oír lo que necesito oír.
Más tarde, cuando escucho las palabras de las oraciones sacramentales, mi corazón ya está preparado y en espera. Estas líneas que escribí hace algunos años expresan mis sentimientos durante este tiempo sagrado. Las llamo “Las oraciones sacramentales”:
Las palabras se repiten
una vez más
en este tiempo sagrado del día de reposo.
Palabras que puedo rastrear
a lo largo de la semana
pero esta vez
únicas,
dichas suavemente
con entonación juvenil
y el alimento
se me ofrece
por la mano de un muchacho
a cambio
de
mi cambio.
Hay algo que me parece tan fresco y limpio en los jóvenes que bendicen la Santa Cena en mi barrio. Me encanta escuchar sus voces claras. Y esos muchachos sinceros que me ofrecen el pan y el agua—sus manos me parecen limpias. Compartir esta experiencia sagrada con ellos es un punto culminante de mi semana. Mi esposo, Truman, y yo siempre hemos tomado la mano del otro durante la Santa Cena, pero ahora él sirve como presidente de estaca y, por lo general, tomo la Santa Cena sola. Muchas de ustedes conocen este sentimiento. He aprendido de esta soledad un nuevo tipo de conexión con el Señor, la cual atesoro. Me elevo hacia el cielo con todo mi corazón y me siento comprendida y amada. De repente, las cargas de la semana anterior desaparecen o se alivian. Me siento fortalecida para enfrentar los desafíos de la nueva semana—renovada y limpia.
Cada una de nosotras puede aprender a construir nuestro propio “santuario en el tiempo”, incluso más allá del domingo. Debes encontrar el momento. Puede ser entrada la noche, en esas gloriosas horas en que esperas con ansiedad a que tus hijos adolescentes regresen a casa. Puede ser justo después de que tus hijos se van a la escuela (otro momento glorioso del día). Empieza poco a poco. Toma quince minutos antes de lanzarte sobre la lista de pendientes para tacharlos. ¿Podría ser mientras amamantas al bebé, lo cual puede ser a cualquier hora del día o de la noche? Yo usé ese tiempo precioso con mis hijos pequeños. Sentía que estaba compartiendo mi alma con ellos. Es tu decisión, pero elige un momento.
Un día de reposo de marzo de 1994, estaba sentada en nuestra capilla esperando participar de la Santa Cena. Recordé cómo Jesús perdonó y perdona. Estaba profundamente en oración cuando estas palabras vinieron a mí con tanta claridad que las escribí, y las guardo en mis Escrituras:
“El perdón es una de nuestras tareas al participar de la Santa Cena. Si deseamos ser perdonados, nosotros mismos debemos perdonar. Para perdonar de verdad, debo identificar la herida, el dolor—honestamente, sin negarlo—y luego ofrecer ese dolor como un sacrificio voluntario a Dios. Entonces puede desaparecer. Una vez que lo he entregado, mi actitud hacia la persona que lo causó también cambia; no queda rencor ni herida, y puedo ver a esa persona bajo una nueva Luz. La otra persona no necesita hacer nada para que esto suceda. Es en mi corazón donde puede tener lugar el ‘gran cambio’.”
Tres años más tarde, casi en la misma fecha en que escribí esas líneas, tuve una notable entrevista para la recomendación del templo con mi obispo. Lo registré en mi diario no hace mucho:
“Había decidido pedir su consejo mientras intentaba perdonar a alguien por un dolor y herida de hace mucho tiempo. Sentí, al sacar el tema, que el obispo estaba elevando una oración para saber cómo enseñarme. [Fue un momento maravilloso.] Hablamos [solo unas] pocas palabras, pero él parecía entender exactamente cuál era mi conflicto. [Expliqué] que, aunque la persona había fallecido hacía varios años, sabía que ya no podía ignorar el problema. Él me habló de la misericordia, la compasión. Le dije que había intentado sentir eso y que aún lo estaba intentando.
“En un momento me miró directamente a los ojos y dijo que simplemente debía hacerlo, simplemente dejarlo ir y perdonar, que no necesitaba seguir intentando, sino que debía hacerlo. Fue como si abriera una puerta para mí y me invitara a pasar, sin esperar un momento.
“Justo antes de que me fuera, dijo: ‘Ann, has sido herida profundamente y has cargado con eso todos estos años. [Recuerdo haber pensado: comparado con otros, mi dolor es pequeño, pero como lo alimenté, creció. En mi mente lo imaginaba como un paquete de dolor del tamaño de una pelota de baloncesto.] Justo entonces él dijo: “¡Tíralo!” [y sentí que estábamos en sintonía] y añadió: “Tú piensas: ‘Alguien debería pagar por esto. No es justo’. Pero, Ann, alguien ya ha pagado por esto.” Supe de inmediato que se refería al Salvador, y me pregunté cómo había sido tan lenta para entenderlo durante tanto tiempo, y comencé a llorar. Recordé el papel que había guardado en mis Escrituras, mi revelación personal, que había sido inspirada para escribir durante ese servicio sacramental en marzo de 1994, y fui a casa y lo volví a leer:
“El perdón es una de nuestras tareas al participar de la Santa Cena. Si deseamos ser perdonados, nosotros mismos debemos perdonar. Para perdonar de verdad, debo identificar la herida, el dolor… y luego ofrecerlo como un sacrificio voluntario a Dios… Es en mi corazón donde puede tener lugar el ‘gran cambio’.”
Entonces comprendí que el Señor ya me lo había dicho una vez, yo sola, sentada, esperando participar de Su santa Santa Cena, y que el obispo había recibido el mismo mensaje para dármelo nuevamente. Esta vez pude oír y entender. Qué pacientemente nos ministra Dios en nuestras necesidades, repitiendo suavemente una y otra vez, hasta que tenemos oídos para oír y corazones lo suficientemente quebrantados para entender.
¿Cómo perdonamos a quienes sentimos que han pecado contra nosotros? Dennis Rasmussen nos enseña una manera:
“El mal se multiplica por la respuesta que busca provocar, y cuando devuelvo mal por mal, yo mismo engendro corrupción. La cadena del mal se rompe para siempre cuando un corazón puro y amoroso absorbe una herida y se abstiene de herir en respuesta.”
El hermano Rasmussen continúa:
“El perdón de Cristo no guarda rencor. El amor de Cristo no permite que perdure ninguna ofensa. La compasión de Cristo lo abarca todo y lo atrae hacia sí. En lo profundo de cada hijo de Dios reside la Luz de Cristo, guiando, consolando y purificando el corazón que se vuelve hacia Él” (The Lord’s Question [Provo: Keter Foundation, 1985], págs. 63–64).
Podemos volvernos hacia Él.
El profesor Terry Warner me enseñó desde este púlpito:
“Él resistió todas las provocaciones… Absorbió el veneno terrible de la venganza en sí mismo y lo metabolizó mediante Su amor” (“Honest, Simple, Solid, True,” en Brigham Young Magazine, junio de 1996, pág. 35).
¡Qué concepto! ¡Metabolizar nuestro dolor mediante nuestra creciente capacidad de amar! ¡Imagínalo! Podemos unirnos a Cristo en Su misericordiosa tarea de no recordar más los pecados. Carol Lynn Pearson lo explica tan bien en su poema titulado “El perdón” (The Forgiving):
¿Perdonar?
¿Perdonaré?,
gritas tú.
Pero
¿cuál es el don,
el favor?
Me levantarías
de mi pobre lugar
para ponerme al lado
del Salvador.
Querrías que
viera con Sus ojos,
que sonriera,
y con Él
me extendiera
para aliviar
un corazón afligido—
por un breve
instante
compartir en
el gran arte de Cristo.
¿Perdonaré?,
gritas tú.
Oh,
¿podré—
podré?
(En Beginnings [Provo: Trilogy Arts, 1967], pág. 35; usado con permiso)
Muchas veces uso estas palabras para recordarme cuando no puedo encontrar el deseo de perdonar: “¿Podré— / Podré?”
Recuerdo que Jesús lloró con los quebrantados de corazón y sanó a los enfermos y a los afligidos. Nosotros también podemos hacerlo. Lloró contemplando Jerusalén desde el Monte de los Olivos: “¡Jerusalén, Jerusalén… cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!” (Mateo 23:37). ¡Qué tristeza refleja en este lamento! Es similar a Su clamor en Isaías: “¿Qué más se podía hacer a mi viña, que yo no haya hecho en ella?” (Isaías 5:4).
Al otro lado del Monte de los Olivos, lloró con Sus queridas amigas María y Marta, justo antes de resucitar a su hermano Lázaro. Antes del milagro, lloró con ellas en su dolor y aflicción. Nosotros podemos hacer lo mismo. Más tarde lloró arrodillado con los nefitas, siendo un glorioso ser resucitado. ¿Qué causó Sus lágrimas en ese contexto? Gozo. “Mi gozo es completo”, dijo; gozo en su fidelidad y rectitud (3 Nefi 17:20–21).
Él fue sensible a quienes lo rodeaban, a veces apiñándose tan cerca que pudo haberse sentido sofocado. ¿Recuerdas a la mujer que tocó Su manto en medio de la multitud y extrajo virtud de Él? ¿Recuerdas a los niños, a quienes invitó a acercarse cuando otros querían alejarlos? Él sabía que ellos podían conocer de manera pura y sin engaño, y se abrió a ellos para que lo hicieran. ¡Qué dulces patrones de compasión para que sigamos!
Podemos llorar con los afligidos, los temerosos, los deprimidos, aquellos cuyas vidas han sido destrozadas por la muerte de un ser querido o por el divorcio. “¿Qué puedo hacer?”, preguntó una madre a un niño que lloraba. “¡Puedes llorar conmigo!”, respondió él. Al invertir los papeles, mi hijo Barney me llamó una mañana cuando mi madre estaba muriendo y me dijo: “Mamá, lamento estar en Texas en lugar de estar allí contigo.” Le respondí que mi único problema era que no podía dejar de llorar, quería llorar todo el tiempo. Él simplemente contestó: “Adelante, llora, mamá.” Así lo hice. Y él también. Es sorprendentemente fácil llorar “a larga distancia.”
¿Podemos recordar nuestro propio dolor pasado el tiempo suficiente como para atender con paciencia a quienes sufren en el presente? Jesús lo hizo y lo hace. Nosotros también podemos. Podemos ofrecer parte de nuestra fortaleza presente a quienes se sienten débiles e incapaces de sobrellevar su carga. Podemos llorar con ellos y levantarlos un poco, día tras día, hasta que hayan encontrado la fuerza para ponerse de pie nuevamente.
Recuerdo a Jesús sanando, siempre sanando. Él iba sanando, no hiriendo. Tomaba a quienes venían a Él por las manos y los levantaba. Las multitudes que lo rodeaban siempre incluían a quienes venían a ser sanados—los enfermos, los cojos—a quienes algunos consideraban feos, malolientes y deformes. Él no se apartaba de ellos.
¿Qué veía Él? Veía la belleza del espíritu humano en aquellos que estaban incompletos, inacabados. Podemos orar para ver como Él ve. “Sé sano”, dijo (Juan 5:6). Él viene, en verdad, con el poder para hacernos completos. Sanaba la enfermedad y el pecado indistintamente. Cuando el leproso clamó: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”, Él tocó lo intocable y respondió: “Quiero; sé limpio” (Mateo 8:2–3).
¿Podemos tocar lo intocable? ¿Podemos ver, bajo la fealdad del pecado, el resplandor que puede producir el arrepentimiento? Él podía. Nosotros también.
Jesús sanó y envió a Sus apóstoles y a los setenta a sanar. Sanar definía Su misión. Él ha delegado Su suave y sanador poder del sacerdocio a los hombres entre nosotros para que se unan a Él en la creación de Sus milagros, llevando a cabo Su voluntad, ungiéndonos a todos para la plenitud.
Él nos pide, como mujeres, que lo sigamos y que hagamos lo que Él hizo. Nacimos con la capacidad de sanar, consolar y levantar, de “socorrer a los débiles” (DyC 81:5). ¡Cuántas veces sentimos la necesidad de consolar a quienes nos rodean! Sabemos casi instintivamente cómo ministrar y sanar mediante nuestro toque amoroso. Toda mujer se ha arrodillado al lado de un niño, tal vez no suyo, para “curar un dolor con un beso”. “¡Ven, deja que lo bese para que sane!” ¿Funciona? ¿Por qué? ¿Será porque sentirse amado hace que todo se sienta mejor? Incluso una niña pequeña conoce el secreto.
Nuestra hija menor, cuando tenía unos dos años, atrapó su mano en nuestra vieja planchadora Ironrite mientras el motor estaba encendido y el rodillo giraba. Su pequeña mano sufrió una fuerte quemadura por fricción. Al escuchar su llanto y correr para liberar su mano y tomarla en mis brazos, lloré al ver la herida y me culpé a mí misma por su dolor. La llevé rápidamente a un recipiente y pasé agua fría sobre la quemadura, todo el tiempo sollozando, hasta que me di cuenta de que ella no estaba llorando, sino que me estaba secando las lágrimas y susurrando: “No llores, mami. Mira, te lo voy a besar para que se cure.” Y así lo hizo. Nosotros también podemos hacerlo.
Recuerdo cómo Jesús enfrentó la tentación y no le prestó atención. Él ejemplificó el consejo de Santiago: “Someteos, pues, a Dios; resistid al diablo, y huirá de vosotros” (Santiago 4:7). Podemos aprender a sentirnos atraídos hacia la rectitud y repelidos por el mal. Con el tiempo, podemos llegar a perder todo deseo de pecar. Para lograrlo, debemos educar nuestros deseos hacia la rectitud. Jesús también puede ayudarnos en esto.
Él nos enseñó a orar con sincera intención: “No permitas que [yo] sea llevado a la tentación, sino líbrame del mal” (JST, Mateo 6:14). Guíame, más bien, lejos de la tentación y hacia la armonía con tu voluntad, para que pueda ser un instrumento en tus manos. Este es el momento decisivo en nuestras oraciones, cuando pedimos ser guiados lejos de la tentación y hacia la rectitud. Es en ese instante cuando tomamos la decisión de alejarnos de la oscuridad y entrar en Su luz.
El élder Neal A. Maxwell ha dicho: “De lo que estamos hablando es mucho más que simplemente desviar tentaciones por las que, de alguna manera, no nos sentimos responsables. Recuerden, son nuestros propios deseos los que determinan la magnitud y el atractivo de las tentaciones. Nosotros mismos fijamos nuestro propio termostato en cuanto a la tentación” (en Conference Report, octubre de 1996, pág. 27).
Sé que esto es verdad. Podemos sentirnos atraídos en direcciones opuestas en un tira y afloja entre la luz y la oscuridad, pero siempre somos nosotros quienes rompemos el empate. La elección siempre es tuya y mía. Siempre podemos alejarnos de la oscuridad, incluso cuando no podamos ver claramente la luz, tal como explica el élder Maxwell: “Permanece una zona interior en la que somos soberanos, a menos que abdiquemos. En esa zona yace la esencia de nuestra individualidad y responsabilidad personal.
“Cada afirmación de un deseo recto… por pequeña que sea… añade a nuestro impulso espiritual… Nuestro amoroso Señor trabajará con nosotros, ‘aun cuando [no podamos] más que tener el deseo de creer’, siempre que ‘dejemos que este deseo obre en [nosotros]’ (Alma 32:27)” (ibid., pág. 26).
Parece claro que podemos vencer la tentación incluso antes de entrar en la batalla, educando los deseos de nuestro corazón. Así, la batalla puede ganarse antes de encontrarnos embarrados en las trincheras. Si es tan sencillo, ¿por qué no decidimos todos ahora mismo hacerlo? Porque no es fácil; es difícil. Nuestras almas son el campo de batalla donde Satanás busca destruir nuestro albedrío mientras el Señor lucha por enseñarnos a “dominar todas [nuestras] pasiones” (Alma 38:12) para llenarnos de Su amor. En este planeta, creado para ese propósito, experimentamos nuestro camino a través de una selva de bien y mal, tomando decisiones que finalmente pueden exaltarnos. Pero rara vez es fácil.
El élder Jeffrey R. Holland expresó estos sentimientos con palabras:
“En algunos de sus días más difíciles o decepcionantes se preguntarán: ‘¿Por qué es tan difícil…?’
Respuesta: Porque la salvación no es una experiencia barata. Se logra a través de la angustia del corazón humano, reflejando al menos en una pequeña parte el sufrimiento y el sacrificio de Cristo en nuestro favor. Nadie que entienda la agonía del Salvador puede pensar que el pecado y el error se superan fácilmente. Pero cuando hacemos nuestro mayor esfuerzo, es entonces cuando vienen los ángeles. Nuestro éxito es tan seguro como difícil” (Discurso a futuros misioneros [Provo: Brigham Young University, 6 de noviembre de 1996]; usado con permiso).
Sé que esto es verdad; los ángeles vienen. Recibimos ayuda tangible.
Recuerdo que Jesús oró para que fuéramos uno, para que estuviéramos unidos unos a otros por amor. Satanás busca aislarnos, separarnos de Dios y de los demás, mientras que Jesús nos enseñó a ser uno, apoyándonos mutuamente en nuestros más débiles intentos de llegar a ser piadosos. Él dijo: “Si no sois uno, no sois míos” (DyC 38:27).
Aprendemos más sobre esta unidad en el templo y mediante los convenios guardados. No hace mucho, de camino a casa desde el almacén del obispo —ésta es una buena razón para ir al almacén: para poder estar con tus hijos ya adultos—, Emily, nuestra hija mayor, me compartió una idea gloriosa. La idea era que los convenios del templo, en última instancia, son compartidos y nos unen de maneras maravillosas e inexpresadas.
“Cuando no estoy en el templo —dijo—, cuando simplemente voy caminando por la calle, paso junto a personas que comparten mis convenios. En todo el mundo hay personas así, millones de nosotros. Tal vez no hablemos de ello. De hecho, hay mucho de lo que nunca puedo hablar. Pero ahí está, de todos modos, en mi corazón y en el de ellos. Nunca estoy sola.”
Al reunirnos en esta conferencia, miles de nosotros de todo el mundo, recordemos la bondad de Dios al permitirnos calificar, mediante la rectitud personal, para convenios que nos unen a Él y entre nosotros a través del amor. Es una evidencia de nuestro cumplimiento de los convenios que, aunque nuestros críticos han elegido difundir, de manera inexacta, las palabras usadas en nuestros templos, nosotros, que las consideramos sagradas, elegimos guardarlas en nuestros corazones. No nos importa lo que otros publiquen o proclamen. Hemos llegado a comprender la virtud, la integridad y lo que significa ser digno de confianza.
Así, entrelazamos nuestros brazos en un círculo de convenios de rectitud, unidos por amor unos a otros y a Dios. Esto se volvió tan real para mí hace unas semanas. Justo después de que un bebé fuera bendecido en nuestra reunión de ayuno, una hermana de nuestro barrio se puso de pie para dar su testimonio y dijo con gran sentimiento que el círculo del sacerdocio que había rodeado a ese niño simbolizaba un círculo de protección contra el mal durante toda su vida. En mi corazón, respondí con un rotundo “sí”. Salí de esa reunión para ir rápidamente al otro lado de la ciudad y ser testigo de la ordenación de nuestro nieto Robby como sacerdote. Otro círculo se formó a su alrededor. Sus dos hermanos, su padre —que también era su obispo— y su abuelo (mi esposo) cerraron ese círculo, y su padre comenzó: “Nosotros, tu familia, te imponemos las manos sobre la cabeza…” Puedes imaginarlos: una mano sobre su cabeza, otra sobre un hombro, formando un anillo sólido. Para mí fue simbólico de entrelazar nuestros brazos en círculos de rectitud, unidos entre nosotros con un convenio de amor y apoyo no expresado… o ¿fue expresado cuando su obispo/padre dijo: “Nosotros, tu familia…”? Nuestras familias están unidas para siempre por convenio.
Recuerdo cuán tiernamente Jesús nos enseñó sobre el convenio del amor. Jesús nos ama. Él enseñó a Sus apóstoles: “Como yo os he amado, amaos también vosotros unos a otros.” Parece algo tan sencillo hasta que consideramos la calidad de Su amor, y seguramente Él desea que aprendamos a amar como Él nos ama: “Este es mi mandamiento: Que os améis unos a otros, como yo os he amado” (Juan 15:12).
¿Cómo difiere Su amor del nuestro o de lo que llamamos amor? A veces decimos o queremos decir: “Te amaré si…” o “Te amo porque…”, ambas son condiciones. Cristo nos muestra cómo decir: “Te amo y te amaré a pesar de…”. Esa es la calidad del amor de Cristo. Las Escrituras le dan un nombre especial: caridad. Es puro y tierno. Es eterno, no fingido, totalmente sincero, sin engaño ni artificio, no selectivo, sin acepción de personas. A veces lo que llamamos amor es exigente, dominante o manipulador. Pero el Suyo es desinteresado; libre de necesidades del ego, enfocado hacia afuera y no hacia adentro; extendiéndose siempre hacia los demás. Si amamos de esta manera, evitamos muchas decepciones, dolor y desesperación, y experimentamos más gozo verdadero. A veces hay personas a nuestro alrededor a quienes amamos menos. Podemos aprender a amarlas más. Cristo ama más a todos. Nosotros también podemos hacerlo.
Recuerdo cómo Jesús se entregó por nosotros. Él nos enseñó acerca del sacrificio y la consagración basados en un espíritu de obediencia. La esposa de un presidente de misión, una de mis más queridas amigas, escribió recientemente desde su misión: “Siento el deseo de ser perfectamente obediente al Señor. Todo lo que importa parece depender de la decisión de ser obediente. La obediencia al Señor abre la puerta para experimentar el amor del Señor (véase Juan 15).”
Ella continuó citando al élder Henry B. Eyring, a quien había escuchado decir recientemente: “‘La decisión de obedecer trae el Espíritu. Cuando obedezco, siento el Espíritu; cuando siento el Espíritu, me siento limpio; cuando me siento limpio, sé que la Expiación está obrando en mí’” (usado con permiso).
La obediencia es el único don que podemos dar a Dios. El darlo puede, eventualmente, resultar en que nuestra voluntad sea absorbida por la Suya. El élder Neal A. Maxwell nos enseñó de manera tan memorable: “La sumisión de la propia voluntad es en realidad la única cosa verdaderamente única y personal que tenemos para poner sobre el altar de Dios… Es la única posesión que es nuestra para dar.
“La consagración constituye, por lo tanto, la única rendición incondicional que es también una victoria total” (Informe de la Conferencia, oct. de 1995, pág. 30).
La consagración es una expresión de amor maduro. Al consagrarme, me pregunto: ¿Con qué me ha bendecido el Señor? y luego, ¿cómo puedo contribuir con estas bendiciones para edificar Su reino?
Una vez, mientras estudiaba Efesios 5, vi algo que no había visto antes. Pablo enumeraba maneras de acercarnos más a Dios: “Someteos unos a otros por reverencia a Cristo” (Nueva Versión Internacional, Efesios 5:21). Luego escribe cómo los esposos y las esposas deben entregarse: “Maridos, amad a vuestras esposas, así como Cristo amó a la iglesia y se entregó por ella” (NVI, Efesios 5:25; “por” está en el griego original). Entregarnos es el modelo que aprendemos de Jesús.
Este tipo de entrega o sometimiento no es “ceder” en el sentido de que uno gana y otro pierde. Es entregarse por completo. ¿Ves la diferencia?
¿Cómo nos entregamos? Una bondad a la vez. Perdonando cada ofensa en el momento en que ocurre o, mejor aún, no ofendiéndonos. Como nos enseñó la hermana Elaine Jack: “Si la gente deja caer una ofensa, ¡no la recojas!”. Nos entregamos mirando más hacia afuera y menos hacia adentro; perdiendo nuestra vida en las preocupaciones de los demás en lugar de en las nuestras; soltando nuestros impulsos orgullosos y egoístas.
Tal vez contarles un momento tierno en mi vida, cuando esto se me aclaró, les ayude. Truman y yo habíamos discrepado fuertemente (decidí decirlo así en lugar de decir que habíamos tenido una pelea terrible) justo cuando él salía de viaje, y se fue antes de que resolviéramos nuestras diferencias. Me sentí muy sola y vacía, sentada en nuestra mesa de cocina, y escuché un avión pasar sobre la casa. Me pregunté si sería su vuelo. Entonces escribí un poema para tratar de poner en palabras mis sentimientos, aprendiendo mientras escribía. De repente vi mis convenios del templo bajo una nueva luz. Estaba dispuesta a dejar de lado las trivialidades mezquinas e insignificantes que se interponían entre nosotros, separándonos, para poder entregarme a la unidad que sabía que era posible. Dejé de lado mi yo y lo que creía que eran mis necesidades por un momento, solo un momento, el tiempo suficiente para preocuparme más por él. Desde entonces he aprendido a hacerlo mejor, aunque no perfectamente. Este es el poema que escribí describiendo el proceso:
SOLEDAD
Llega el momento
seco y agudo
el silencio, más silencioso
y el vacío
vacía mi corazón
de frases huecas e innecesarias
dichas por la mente,
dichas día tras día
hasta ahora
cuando la separación
habla tan fuerte
en mi oído interior
que debo detenerme y escuchar
y reconocer el constante y simple lazo
de dulce devoción.
Cosas menos profundas y reales
no logran volar
y mueren de un peso inmerecido.
Me pregunto
qué tan lejos
estás tú
como vuela un ave.
y
¿también separas tú las hebras
de nuestra dulce historia
de los lazos terrenales,
a veces tensos, que nos arrastran hacia abajo?
¿Está vacío también ahí, mientras vuelas?
¿Llenas el vacío
con el constante torrente
de amor que viene
volando hacia ti?
Todo lo que hay en mí que vale la pena tener
vuela hacia ti más rápido que el miedo,
libre ahora de débiles forcejeos,
viendo claramente grabado
en la tierra, el aire y el mar
nuestro destino.
Encontrando la voluntad
de volver a comenzar,
de volar y encontrarte allá en el aire
¡de corazón!
En otras palabras, dejé de lado mi yo y abracé nuestro “nosotros”.
Vivimos en un mundo que nos grita constantemente acerca de nuestros derechos y privilegios, como si nuestro único deber fuera consentirnos a nosotros mismos. Pero tenemos el privilegio de aprender cuánto podemos dar, no cuánto podemos tomar. A veces puede parecer imposible dar, como si no quedara nada en nosotros para dar; sin embargo, es en esos momentos cuando hacemos un sacrificio apropiado. Es el don de uno mismo lo que hace que un matrimonio funcione. Es el don de uno mismo lo que hace que cada una de las relaciones de la vida funcione. No puede exigirse de nosotros. Es un don que damos voluntariamente. Dios nunca nos obligará a ser rectos. Debemos elegirlo. Tomamos la decisión cada día. Nuestros convenios nos ayudan a tomar esas decisiones diarias porque hemos prometido de antemano que lo haremos.
Hay un equilibrio muy tierno entre dar y recibir entre un esposo y una esposa. Aprendemos a compartir en pequeños detalles; compartimos nuestro amor, nuestros talentos, nuestro tiempo y, finalmente, nuestras vidas. Con suerte, vivimos con una mentalidad de abundancia, sin conocer la escasez, siendo capaces de darnos a nosotros mismos, todo lo que tenemos y somos. “De gracia recibisteis, dad de gracia”, aconsejó Cristo a Sus apóstoles cuando les dio poder para sanar y bendecir (Mateo 10:8). ¿No es acaso nuestro objetivo también sanar y bendecir libremente? Y al dar, no sentirnos privados, sino bendecidos al ofrecer al otro nuestra abundancia. “Hay suficiente y de sobra” (DyC 104:17).
Es posible manipular y aparentar estar sacrificándonos, o esperar que alguien descubra lo generosos que somos mientras corremos de una buena obra a otra. La visita de maestras es un excelente campo de entrenamiento para aprender un modo mejor. Es una mayordomía privada, limitada únicamente por nuestra iniciativa y creatividad. Reportamos una visita al mes, y eso es un buen comienzo. Me encanta escuchar a Mary Ellen Edmunds exclamar: “¿Oh, solo hicieron el 100%? ¿Y qué significa eso?”. Podemos aprender a dar más y a darlo libremente, sin esperar nada a cambio. Esa es la clave. Como me recordó mi querida compañera de maestras visitantes: “Podemos dar de manera anónima, sin dejar que la mano derecha sepa lo que hace la izquierda”. Damos de muchas maneras. Pero a veces, saber quién es el que da es parte del regalo.
Aquí se insinúa una actitud, una forma de vida. Déjenme contarles una palabra maravillosa en hebreo que encarna esta actitud. Es hineni. Es la respuesta común de los profetas cuando el Señor los llama para ser Sus mensajeros. Samuel la dijo. Isaías la dijo. Significa: “He aquí, aquí estoy”, con un sentido implícito de “Estoy a tu servicio. ¿Qué quieres que haga?”. Incluye la idea de “Hágase tu voluntad”. Cristo la dijo primero, cuando se ofreció en el concilio celestial para hacer por nosotros lo que no podíamos hacer por nosotros mismos. En respuesta a la pregunta del Señor: “¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?”, Isaías la dijo poderosamente: “Heme aquí; envíame a mí” (Isaías 6:8).
Cuando tenía catorce años, aprendí una rima que no sabía que citaba a Isaías y a Jesús, pero cuya última línea me sonaba tan familiar y me resultaba tan convincente:
Que nadie te escuche decir con ociosidad
“No hay nada que pueda hacer”,
mientras las almas de los hombres están muriendo
y el Maestro te llama.
Toma con gozo la tarea que Él te da.
Haz de Su obra tu deleite.
Responde rápido cuando Él te llame:
“Heme aquí, envíame, envíame”.
(Autor anónimo)
Ofrecernos para ser enviados implica riesgos y costos, porque una vez que nos ofrecemos y luego vamos, nos hacemos responsables. Pero una vez que vamos, estamos en Su misión, y Él promete bendecirnos. A Él le importa que tengamos éxito, que regresemos a Él. Él llora o se regocija por nosotros, tal como nosotros lo hacemos por nuestros propios hijos (Moisés 7:28, 37).
Recuerdo cómo Jesús llamó a los niños hacia Él y nos enseñó a ser como ellos. La última Navidad, nuestro hijo navajo de cuarenta años vino a casa para un reencuentro maravilloso con toda nuestra familia. Desde su última visita habíamos sumado muchos sobrinos y sobrinas, algunos aún pequeños, uno ya en una misión. Mientras nos sentábamos juntos en la víspera de Navidad, por primera vez en muchos años sin sillas vacías (excepto por Rachel, nuestra nieta misionera que está en Japón), nos dijo que le habían enseñado que todos los niños de su tribu eran considerados sus hijos e hijas y nunca se les llamaba sobrinos o sobrinas. Continuó diciendo que, en su cultura, los niños eran los maestros, que los adultos debían observarlos y aprender de ellos. Dijo que había visto la foto familiar que enviamos cada año y que había venido a casa para conocer y aprender de todos sus nuevos “hijos e hijas”. Me pregunté si sus antepasados estuvieron entre aquellos que se arrodillaron a los pies de Jesús, observándolo bendecir a los niños.
Al tratar de describir esa trascendente escena del Libro de Mormón, una vez escribí un poema titulado “He aquí, vuestros pequeñitos”:
Los niños saben.
Se reúnen en ramos brillantes a Su alrededor.
Dedos de bebé se estiran para tocarlo,
Pequeños zarcillos ondean hacia Él.
Ellos escuchan.
Algunos, no lo suficientemente altos para ver, pueden oír.
Silenciados en un inesperado silencio, se mantienen de pie
Estirando sus almas para escuchar.
Él se pone de pie, como si fuera a irse,
Pero rostros floridos vueltos hacia arriba lo retienen,
El poder de su amor iguala al Suyo;
Inocentes, intactos, llenos de fe,
Lo retienen.
Flores que Él no puede magullar,
Flores que Él no debe perder
Cuando los años pisoteen su inocencia.
“Sed como un niño”, dijo el Salvador,
Porque
Los niños saben.
(3 Nefi 17:23)
¿Qué saben ellos que Jesús quiere que imitemos?
Me encanta la percepción de mi querida amiga Mary Ellen Edmunds: “Rodéate de personas sin pecado: asóciate con niños tan a menudo como puedas”.
El rey Benjamín nos enseña a llegar a ser “como un niño, sumiso, manso, humilde, paciente, lleno de amor, dispuesto a someterse a todas las cosas que el Señor considere conveniente imponerle, así como un niño se somete a su padre” (Mosíah 3:19).
Jesús nos dirige a observar a nuestros niños para que podamos ser como ellos. Si no tienes hijos propios o si ya son adultos, ¿dónde los encuentras para observarlos? Todos estamos rodeados de niños. A veces no los notamos. A veces, incluso como madres, no los notamos. Están en las tiendas, esperando en la fila, sentados en carritos de compras cerca de nosotros. Se paran junto a nosotros en los ascensores, a veces empequeñecidos y asustados mientras cuerpos grandes los rodean. Se sientan no muy lejos de nosotros en la reunión sacramental, pequeños bebés que nos sonríen por encima del hombro de su padre, aunque ni siquiera sepan nuestros nombres. Juegan en la calle frente a nuestra casa o en nuestro césped o entre nuestras flores.
¿Los observamos y aprendemos de ellos cada vez que tenemos oportunidad? ¿Sonreímos y nos ofrecemos a jugar un poco en la fila del supermercado o tomamos suavemente una pequeña mano por encima de la banca en la reunión sacramental? Cuando los encontramos cubiertos de barro en nuestro jardín, ¿les ayudamos a recoger un ramo, buscando al mismo tiempo las cualidades que Jesús nos pidió encontrar? ¿Alguna vez notaste cómo el ayuno produce sentimientos semejantes a los de un niño, incluso más allá del hambre?
Los niños son nuestros primeros tutores en el amor. A medida que amamos a los niños, ellos nos enseñarán más. Tal vez lo único que realmente podamos enseñarles es que el amor lo soporta todo, que tiene un gran poder de permanencia, que no pueden hacer nada que nos impida amarlos. Y ellos nos enseñan todo lo demás. En un cálido nido de amor, son libres para enseñarnos todo lo demás. ¿Cantamos constantemente nuestro amor en voz alta para ellos?
A veces
simplemente no cantamos en voz alta
los acordes abarrotados
que nuestros corazones
componen.
Pensamos que
cada uno
sabe
cuán querida parte
es
en nuestra canción.
(Ann N. Madden, una estrofa de “La música del hogar”)
Digámonos nuestro amor unos a otros en palabra y acción. A veces lo que hacemos grita tan fuerte en sus oídos que no pueden oír lo que decimos. El amor se enseña con acciones. Getsemaní es el gran momento de enseñanza de todos los tiempos.
Mis hijos y nietos me enseñan.
Mi nieta Molly, cuando tenía cuatro años, dijo: “¡Mami, tu ‘un minuto’ es muy largo!”.
Mi nieto Max, después de recibir su primera bendición antes de comenzar las clases en otoño, oró esa noche: “¡Gracias! Gracias por dejar que el Espíritu Santo viniera [cuando] mi papá me dio una bendición para la escuela”.
La pequeña amiga de cuatro años de mi nieto Gabe dijo: “¡No puedo esperar para crecer!”.
“Pero me gustas tal como eres”, dijo la madre de Gabe. Entonces la niña continuó: “¡Pero quiero ser mamá!”.
Mi hija Mindy una vez se arrodilló y oró en la Arboleda Sagrada. Y cuando le contó a su hija Molly la respuesta a esa oración, Molly pensó un momento y luego dijo: “¿No te alegra que el diablo no haya enviado esa cosa de neblina?”.
Mindy tenía el semblante de la revelación personal en su rostro cuando, a la edad de Molly (siete años), exclamó: “¡Oh, ya entiendo! ¡Cada Señor Nadie es amigo de nuestro Padre Celestial!”.
Nuestro nieto Jed, que entonces tenía doce años, escribió una carta a su padre, Barney, consolándolo después de la muerte de su querido amigo que perdió una larga batalla contra el cáncer:
Querido Papá:
Sé que, aparte del Espíritu Santo y la oración, las Escrituras son algunos de los más grandes consoladores. Cosas que yo nunca podría pensar [en] decir (que podrían consolarte) están contenidas en ellas. Cosas que yo nunca podría prometer, el Señor las ha prometido por mí. Léelas y consuélate. Job 19:25–26:
“Yo sé que mi Redentor vive, y que al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, aún he de ver en mi carne a Dios”.
Con amor,
Jed
Cuando me miro en el espejo y veo el rostro de mi madre mirándome de vuelta, y me doy cuenta de que tengo sesenta y cuatro años, la reciente conversación de Molly, de siete años, con su madre acerca de mí me saca una sonrisa mientras afronto el envejecimiento: “¿Sabes cómo Nanny solía ser muy, muy bonita? Ahora que es muy anciana, creo que todavía es bonita, ¿sabes? ¡Se ve como si simplemente estuviera bendecida—como si fuera una persona fiel con solo mirarla!”.
¿Qué aprendemos de los niños? A ser creyentes, sumisos, mansos, humildes, pacientes, llenos de amor, a olvidar y perdonar todo en un solo acto, y mucho más.
¿Qué aprendemos de los niños?
Tesoros que solo esperan ser descubiertos.
Todos seguimos siendo hijos de un Padre amoroso, nacidos inocentes y abriéndonos camino a través de un mundo malvado, probados y refinados, y sanados por medio de la fe y el amor, llegando al final, nuevamente, purificados—como niños.
“He aquí, qué gran amor nos ha otorgado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él. Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo aquel que tiene esta esperanza en él se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Juan 3:1–3).
Hemos prometido tomar sobre nosotros el nombre de Jesucristo. Qué sello para nuestras vidas. A veces pronunciamos su nombre apresuradamente, distraídamente o simplemente de forma mecánica. El élder L. Edward Brown nos advierte: “Cuando usamos estas palabras sagradas, ‘en el nombre de Jesucristo’, son mucho más que una forma de terminar una oración, un testimonio o un discurso. Estamos en tierra santa. Estamos usando un nombre sumamente sublime, sumamente sagrado, sumamente maravilloso—el mismísimo nombre del Hijo de Dios… esta conclusión de la oración puede ser, en muchos aspectos, la parte más importante de la oración” (Conferencia General, abril de 1997).
Permítanme sugerir que usemos esos momentos en que su nombre está en nuestros labios para hacer una pausa, pronunciarlo lentamente y recordarlo, como tú y yo lo hemos hecho en esta hora, con gran reverencia y amor.
“Jesús, el solo pensarte llena de dulzura mi pecho; Mas más dulce aún, verte cara a cara y descansar en tu presencia” (Himnos [Salt Lake City: La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, 1985], N.° 141).
Getsemaní fue el último “lugar aparte” de Jesús, donde se arrodilló solo y clamó a su Padre para ser fortalecido. Un día estuve sola en el jardín llamado Getsemaní. Tenía un gran deseo de arrodillarme cerca de donde Jesús se había arrodillado para expresar mi agradecimiento personal por lo que Él había sufrido allí. Entre un torrente de pensamientos sobre Él, recordé cómo invitó a Pedro a venir hacia Él sobre las aguas y cómo, en otra ocasión, prometió que cuando fuera levantado, nos atraería a todos hacia Él.
Me arrodillé y probablemente oré una de las oraciones más significativas que jamás haré en mi vida. Al salir del jardín, escribí las últimas palabras de mi oración y me di cuenta de que era un poema. Esto fue lo que oré. Te lo ofrezco como mi testimonio (“Bajo las Ventanas Violetas—Getsemaní”):
Amado Señor Jesús,
Tú que amas
A la gente de la Mezquita,
Que habrías reunido
A la gente de la sinagoga,
Cuyos brazos permanecen abiertos
A cada monje vestido de azafrán
Y a toda monja buscadora,
Señor de los niños
Y de los que son como niños,
Atraída por tu amor,
Conmovida por tu sufrimiento,
Llevada hacia ti
Por cuerdas eternas,
¡Vengo!
En el nombre de Jesucristo. Amén.
























