Cómo criar una Familia Celestial


Capítulo 2
Enseñe a su familia por el Espíritu


Una tarde, hace ya tiempo, uno de mis hijos, que tenía dieciséis años, regresó de la escuela muy enfadado. Tenía algunos problemas para aprender todo lo que necesitaba saber para unos exámenes que tendría al día siguiente y, además, unos amigos habían estado importunándolo. Se sentía muy desanimado y, en su frustración, comenzó a crear cierta contención en la familia. Mi esposa y yo pensa­mos que quizás debíamos tomar parte. Como ya se acercaba la hora de irnos a descansar, decidimos: «No, lo dejaremos pasar. Esta noche dormirá bien y por la mañana se sentirá mejor». Decidimos no tomar parte, lo cual a veces es difí­cil, pero creo que fuimos sabios al mantenernos al margen de la situación aquella noche.

Sin embargo, a la mañana siguiente los problemas sur­gieron otra vez durante el desayuno. Debido a que nuestro hijo estaba enfadado, ofendió a una de sus hermanas, quien comenzó a llorar. Cuando terminamos el desayuno, tomé al muchacho del brazo y le dije: «Hijo, ven conmigo un momento». Lo llevé a mi cuarto, cerré la puerta y me arro­dillé. Él también se arrodilló, aunque todavía estaba enfa­dado.

Me esforcé para orar por él: «Padre Celestial, bendice a mi hijo, porque está molesto. Ha tenido algunos problemas con la familia y está preocupado por los exámenes de la escuela». Le expresé mi amor a través de esa oración de la mejor manera que pude, ejerciendo mi fe en que el Señor le ayudaría en ese día si él enternecía su corazón.

Tras unos pocos minutos, su corazón era humilde y,tan pronto como dije amén, añadió: «Papá, déjame orar». En su oración, pidió perdón, le dijo al Señor que lo amaba y que me amaba a mí. Le dijo que iba a pedirle perdón a su hermana, que se sentía bajo mucha presión pero que creía que el Señor le iba a ayudar. Tras esa oración, padre e hijo se fundieron en un abrazo de amor y, siendo el Señor parte de la solución, el amor existente entre los dos se enriqueció sobremanera.

Se fue a la escuela, hizo bien los exámenes y regresó a casa maravillado, con grandes deseos de contarnos a su madre y a mí acerca de su éxito y de que sabía que el Señor le había ayudado. No tenía ninguna duda al respecto.

Unas dos semanas más tarde, yo estaba bajo mucha pre­sión por tener que dirigir unas reuniones muy importantes y dar un par de discursos en ese día. Nuevamente nos encontrábamos sentados para desayunar y yo no estaba siendo tan atento con algunos de nuestros hijos como debe­ría haberlo sido. Me sentía del mismo modo que se había sentido mi hijo, al punto de tener algún pequeño problema con uno de ellos.

Tras el desayuno, mi hijo me tomó del brazo y me dijo: «Papá, ven conmigo un momento». De nuevo fuimos al cuarto, pero esta vez él cerró la puerta y se arrodilló, y yo me arrodillé también. Entonces oí a ese buen muchacho ofrecer una oración por su padre, diciendo algo así: «Mi papá está muy preocupado. Tiene que hacer ciertas cosas para los cuales no ha podido prepararse como le hubiera gustado. Está preocupado por las reuniones y los discursos. Por favor, ayúdale, Padre Celestial. Por favor, inspírale. Yo lo amo».

No hizo falta mucho tiempo para que un corazón que no era lo suficientemente humilde como debiera haber sido, se humillase con rapidez. Luego, yo ofrecí una oración de gratitud por tener un buen hijo y le pedí perdón al Señor. Tras la oración nos abrazamos y una vez más nuestro amor se multiplicó.

Con frecuencia me he preguntado por qué el amor se multiplica de ese modo en tales situaciones. Es a causa de que el Señor forma parte de la situación. No es por el con­sejo de un padre o de una madre a un hijo, sino que se debe a que el Señor forma parte del momento y, cuando lo hace, la revelación fluye y el amor se multiplica.

Pues bien, me fui a trabajar e hice todas las cosas que tenía que hacer. Todo salió bien y cuando esa noche llegué a casa, ese mismo hijo, quien había llamado para averiguar a qué hora había salido de la oficina, estaba aguardándome. Cuando me vio, me preguntó: «Bueno, papa, ¿qué tal te fue hoy?». Entonces, la experiencia de aquella mañana volvió a mi mente y contesté con gratitud: «Hijo, éste ha sido un día fantástico. No tenía motivo alguno para estar preocupado. El Señor me bendijo y pude dar los discursos».

—Ya lo sabía—, dijo.
—¿Qué quieres decir?

—Bueno, ya lo sabía, papá. Así es como trabaja el Señor. Hoy he orado por ti diecisiete veces. Oré casi en cada clase, cuando estaba en la cafetería. Hasta oré cuando estaba en el baño para que el Señor te bendijera—. Y entonces añadió: — Ya lo sabía.

He pensado mucho en este acontecimiento en relación a enseñar por el Espíritu. Sospecho que ni yo ni nadie más podría enseñar jamás con palabras o doctrina todo lo que se puede aprender en una experiencia real con el Espíritu del Señor.

EL PODER DE LA ADORACIÓN AL SEÑOR

Al enseñar y aprender por el Espíritu, no podemos omi­tir la importancia que tiene la adoración personal y familiar. Puede que se trate de la clave más importante para criar una familia celestial y fiel. No debe sorprendernos que así sea. Un día, un abogado le preguntó a Jesús: «Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley?

Jesús le dijo:

Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Éste es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas (Mateo 22:35-40).

En otras palabras, el primer mandamiento para nosotros, como individuos y como familias, es amar al Señor con todo nuestro corazón, alma, mente y fuerza. Después de hacerlo, aprendemos a través de nuestra familia cómo ser­vir a los integrantes de la misma y a otras personas más allá del círculo familiar. Esta gran máxima del Señor es de carác­ter inclusivo: Todas las Escrituras de la época del Salvador se centraban en estos dos grandes mandamientos. Lo que hacen es unir a la persona o a la familia al Señor, y cuando el Señor forma parte de algo, ese algo no puede fracasar.

Por supuesto que, entonces, debemos aprender a confiar más en el Señor. Debemos aprender cómo enseñar a nues­tra familia mediante Su Espíritu, pues si enseñamos de alguna otra manera, no tendremos un efecto duradero.

Si aprendemos a tener con nosotros el Espíritu del Señor y a enseñar por ese Espíritu, seremos capaces de hacer que la persona, la familia y la Iglesia mantengan debidamente la función que les corresponde,- comprenderemos mejor los sagrados llamamientos de padre, madre e hijos, y recibire­mos amplia instrucción del Señor porque, después de todo, nuestros hijos fueron en primer lugar hijos Suyos. Él desea ver, mucho más que nosotros, que Sus hijos se salven; por tanto, desea ser un compañero pleno en nuestro matrimo­nio, en nuestra familia y en nuestra relación con nosotros mismos. Repito que Él quiere darnos instrucción diaria sobre cómo dirigir mejor a nuestra familia de manera inspi­rada.

El Señor ha dicho muy claro: «Hay una ley, irrevocable­mente decretada en el cielo antes de la fundación de este mundo, sobre la cual todas las bendiciones se basan; y cuando recibimos una bendición de Dios, es porque se obe­dece aquella ley sobre la cual se basa» (D&.C 130:20-21).

Claramente vemos que, cuando deseamos cualquier bendición, ésta es gobernada por una ley. El secreto de tra­bajar con el Señor reside en descubrir cuál es la ley y luego obedecerla,- sólo entonces el Señor nos dará la bendición. El Señor ha dicho también: «Porque todos los que quieran reci­bir una bendición de mi mano han de obedecer la ley que fue decretada para tal bendición, así como sus condiciones, según fueron instituidas desde antes de la fundación del mundo» (D&.C 132:5). De manera evidente, la ley incluye ciertas condiciones externas que, si se cumplen, nos permi­tirán obtener la bendición de manos del Señor. Intentemos, pues, describir algunas de esas condiciones que, de estar presentes, permitirán que el Espíritu del Señor esté con todo buen padre o madre en la dirección de su familia.

ESCUCHEMOS CON EL ESPÍRITU

Cuando consideramos el significado de enseñar por el Espíritu, debemos reconocer claramente que hay tres partes involucradas en el proceso: el que habla, el que escucha y el Espíritu del Señor. Una de las cosas más difíciles para el que habla es escuchar correctamente lo que el Señor quiere que enseñe.

El presidente Marión G. Romney dijo una vez a unos amigos: «Hermanos, estoy comenzando a preocuparme por mi esposa, pues está perdiendo el oído. Esta noche voy a realizarle una prueba». Y esa noche se sentó en su gran silla del cuarto de estar y dijo en voz alta: «Ida, por favor, tráeme un vaso de agua». Todo era silencio, así que dijo un poco más fuerte: «Ida, por favor, tráeme un vaso de agua». Nuevamente hubo silencio, por lo que esta vez dijo a gran voz: «¡Ida, por favor, tráeme un vaso de agua!». Ella se acercó y le dijo: «Pero hombre, Marión, ya te he contestado tres veces. ¿Qué quieres?». Él se sintió avergonzado al tener que admitir finalmente que era él quien estaba perdiendo el oído.

Verdaderamente una cosa es poder oír y otra entender. Con frecuencia pienso en una ocasión en la que el hermano Romney iba detrás de dos jóvenes que salían de una reunión en la que él había hecho uso de la palabra. Uno de los chi­cos dijo: «Esta fue la reunión más aburrida a la que haya asistido. Todo lo que el hermano Romney hizo fue citar de las Escrituras. No podía aguantar más. Estaba deseando poder salir de allí». El otro muchacho dijo entre lágrimas: «Fue la reunión más espiritual a la que jamás he asistido. Creo que mi vida ha cambiado». La diferencia estriba en la actitud de los oyentes y en su recepción y respuesta al Espíritu.

EL ESPÍRITU SANTO ES EL MAESTRO

Creo que una de las cosas más importantes que sé sobre la enseñanza es que la persona que actúa como maestro en realidad no es tal. Tenga cuidado si se da cuenta de que está usted comenzando a actuar como si tuviese todas las res­puestas, pues esto podría hacer que se alejase de su verda­dero papel. El Señor ha dicho: «Yo’ el Señor’ os hago esta pregunta: ¿A qué se os ordenó? A predicar mi Evangelio por el Espíritu, sí, el Consolador que fue enviado para enseñar la verdad» (D&C 50:13-14).

¿Quién fue enviado a enseñar la verdad? El Consolador. ¿Yo? No, el Consolador. Yo puedo ayudar, ser un instrumentó en las manos del Señor para predicar y ayudar, mas el Consolador es el maestro. Creo que todos estamos de acuerdo con esta verdad, pero también creo que la mayoría de nosotros tenemos dificultades para aplicarla o recono­cerla. Aquel muchacho, cuyo comentario oyó el hermano Romney, había sido enseñado por el Espíritu Santo; había oído la voz del Señor habiéndole personalmente a él. El her­mano Romney hizo algo, mas creo que él se habría apresu­rado a decir que hizo bien poco. Quizás preparó el camino e hizo ciertas cosas para crear el ambiente, pero habría reco­nocido claramente quién fue el que cambió el corazón del muchacho.

Si alguien me preguntase: «¿Cuál es la cosa más impor­tante que sabe respecto a enseñar?», contestaría rápida­mente que debemos enseñar por el Espíritu. Y creo que añadiría: «Aquello que tiene mayor efecto al enseñar y aprender por el Espíritu es que el corazón de una persona debe estar en armonía con el Señor, principalmente a través de la oración».

¿No es acaso lógico entender que el Señor nos enseñará? El lo hará, y puede iluminar nuestro entendimiento y avi­var la luz de nuestro interior hasta que podamos ver y pre­ver las cosas que no entenderíamos de otra manera.

¿Recuerda cuando los nefitas se congregaron en el tem­plo de la tierra de Abundancia? La primera vez que el Señor les habló, ellos no entendieron. La segunda vez tampoco le entendieron. Mas la tercera vez «aguzaron el oído» para escuchar y entendieron (véase 3 Nefi 11:3-5). El Señor explicó en Doctrina y Convenios 136:32 cómo abrir nues­tros oídos, nuestros ojos y nuestro corazón: «Aprenda sabi­duría el ignorante, humillándose y suplicando al Señor su Dios, a fin de que sean abiertos sus ojos para que él vea, y sean destapados sus oídos para que oiga».

Echemos un vistazo a este versículo frase por frase: «Aprenda sabiduría el ignorante…». ¿De quién está hablando el Señor cuando dice esto? Está hablando de nosotros.

Mientras leemos, uno podría preguntarse: «¿Cómo se obtiene sabiduría?» El mundo diría que leyendo, estu­diando, asistiendo a la universidad, aprendiendo de las expe­riencias, etcétera. Éstas son respuestas muy buenas; sin embargo, el Señor no da ninguna de ellas, sino que dice que hay otra forma de hacerlo. No se trata de que estas respues­tas sean malas, sino de que son secundarias. Ésta es la manera de obtener sabiduría: Primero, «humillándose…».

¿No es interesante? Si queremos ser sabios a la manera del Señor, si queremos entender en nuestro corazón lo que Él nos diga, si queremos ser capaces de entender esa voz, la respuesta más importante es que tenemos que humillarnos ante Él.

Por ejemplo, debemos reconocer quién es quién antes de comenzar a enseñar. Podríamos meditar, bajo el espíritu de oración, en los sentimientos de quiénes somos, quién es el Señor y qué debe hacer Él —no lo que debemos hacer noso­tros, sino lo que debe hacer Él para tocar el corazón de nues­tros hijos. Si usted puede hacer humilde el corazón de sus hijos, ellos entenderán lo que Dios les diga.

La segunda manera de aprender es «suplicando al Señor…».

Si después de humillarnos suplicamos al Señor que nos enseñe, ¿cuál será el resultado? «Que sean abiertos [nues­tros] ojos para que [veamos], y sean destapados [nuestros] oídos para que [oigamos]», pues, tal como dice el Señor en el versículo siguiente, «se envía mi Espíritu al mundo para iluminar a los humildes y contritos, y para la condenación de los impíos».

EL ESPÍRITU ENSEÑA AL HUMILDE Y AL ARREPENTIDO

¿A quién ilumina el Espíritu? Al humilde y al arrepen­tido. ¿Y a los orgullosos? El Espíritu del Señor no les ayudará.

A veces he asistido a clases de la Iglesia sobre cómo edu­car correctamente a los hijos y con frecuencia me ha sor­prendido ver que los matrimonios más jóvenes parecen tener todas las respuestas. Puede que hayan recibido alguna capacitación sobre cómo ser buenos padres, por lo que tien­den a pensar que realmente saben cómo hacerlo. Aquellos padres más experimentados no se apresuran a levantar la mano.

Si alguna vez permitimos que el orgullo entre en nues­tro corazón, haciéndonos creer que lo sabemos todo sobre cómo criar una familia y que «realmente somos buenos padres», ese día los cielos se cerrarán para nosotros. Mas si nos humillamos y oramos con tanta frecuencia como poda­mos, Él verdaderamente abrirá nuestros ojos para que poda­mos ver y nuestros oídos para que podamos oír. Le testifico que este principio es verdadero. No se preocupe demasiado por los detalles de la enseñanza, sino esté mucho más inte­resado en cómo acudir al Señor y recibir instrucción de la fuente verdadera. El saber cómo recibir una respuesta de Dios probablemente sea el mayor don que jamás podría legar a sus hijos.

Puede que alguien diga: «Bueno, no sé muy bien cómo hacerlo». Está bien. Si tan sólo tiene el deseo de saber más y persevera, el Señor le concederá ese conocimiento poco a poco hasta que llegue a sentir más confianza. Le testifico esto que es verdad.

En la mayoría de los casos, aquellos niños que tienen el Espíritu del Señor consigo, están alerta y responden con entusiasmo a sus hermanos, hermanas y padres. Los hijos rebeldes y desobedientes no tienen el Espíritu. Miran al suelo y no a los ojos, y cuando se les hace una pregunta, no contestan o lo hacen de mala gana. Le testifico que si ense­ñamos a nuestros hijos a tener el Espíritu del Señor, respon­derán bien no sólo a Él, sino también a sus padres, hermanos y hermanas. Quizás sea ésta una forma definitiva de medir hasta qué grado las personas tienen el Espíritu, pues reaccionan con entusiasmo al Señor y a su prójimo.

Una cosa es tener el Espíritu consigo, y otra es ser capaz de utilizarlo con las personas. Cuando esté listo para ense­ñar, asegúrese de que el Espíritu esté con usted. Tal como ha dicho el Señor: «Si no recibís el Espíritu, no enseñaréis» (D¿kC 42:14). Sus enseñanzas no tendrán valor alguno si usted no tiene el Espíritu.

Al observar a los maestros, a veces me preocupa el que no estén lo suficientemente interesados en tener el Espíritu del Señor con ellos todo el tiempo que están enseñando. Repito, si no tenemos el Espíritu, no enseñaremos —al menos no lo haremos a la manera del Señor.

Enseñemos a nuestros hijos a tener una oración en el corazón mientras les instruimos, y entonces, aprenderán por el Espíritu del Señor. Los padres también deben orar mientras estén enseñando.

Un padre podría ofrecer una sencilla oración diciendo: «Por favor, enséñame, Padre Celestial. Estoy preocupado por uno de mis hijos y no sé qué hacer para ablandar su corazón. Ayúdame». Al orar con un corazón humilde, el Señor le hablará y le susurrará algo que podrá hacer ahora y en lo que no había pensado antes. Y, a pesar de lo impor­tante de la instrucción que reciba, algo quizás mucho más significativo es que este padre estará aprendiendo cómo recibir instrucción del Señor. Si nos dejamos guiar por el Espíritu, no seremos engañados y podremos soportar esta época de peligro (véase D&C 45:57).

CÓMO INVITAR AL ESPÍRITU

Piense por un momento en las veces en que realmente necesita el Espíritu. Me gustaría hacer algunas sugerencias específicas sobre cómo puede disfrutar de esa bendición, tanto para usted mismo (por ejemplo, en momentos de des­ánimo) como para aquéllos a quienes usted enseña. Estas sugerencias prepararán el camino para el Espíritu; de hecho, invitarán al Espíritu de inmediato a participar en lo que usted vaya a hacer. He hecho hincapié en las palabras de inmediato porque ésta suele ser la manera en que lo necesita­mos. Por ejemplo, cuando estamos enseñando o aconsejando a alguien, no podemos aguardar a recibir ayuda más tarde; la necesitamos en ese mismo momento. Éstas son las sugeren­cias:

1. ORE

Una de las cosas más importantes que usted podría hacer es orar fervorosamente por el Espíritu. El Señor así nos lo dice en las Escrituras. A veces los misioneros inten­tan contrarrestar las objeciones de un investigador dando su opinión, una explicación o algún tipo de razonamiento; lo cual está bien. Pero una manera más poderosa de abordar una objeción es orar. Cuando alguien intenta razonar con­tra el pago del diezmo, por ejemplo, un misionero podría decir: «¿Qué le dijo el Señor cuando usted le preguntó sobre el diezmo? Vamos, hermano Brown, arrodillémonos». Entonces, el hermano Brown está en las manos del Señor y, si es humilde, su corazón será cambiado por el Señor mismo.

Puede que usted esté teniendo problemas con uno de sus hijos. Cuando sea apropiado, el arrodillarse para orar con ese hijo podría influir mucho más que cualquier cosa que usted pudiera decirle para razonar con él. Los hijos tie­nen que ver la oración puesta en práctica, tienen que sen­tirla. Y entonces viene el testimonio, el cual es muy importante.

Con frecuencia he dicho algo a los misioneros que tam­bién se aplica a los padres. El objetivo principal de un misio­nero es proporcionar una experiencia espiritual al investigador. De igual modo, la cosa más importante que usted puede hacer por sus alumnos o por sus hijos, es brindarles una experiencia espiritual. Ayúdeles a sentir el Espíritu con usted, y luego enséñeles cómo pueden ellos tener esa experiencia por sí mismos. Cualquiera de las dos maneras tiene mucho más valor que toda la instrucción que usted pueda darles al respecto. Esencialmente, de lo que estamos hablando es de mostrarles un medio para hacerlo.

Cuando usted tiene un problema con uno de sus hijos, lo primero que hace es ¿orar con él, orar más adelante o no orar en absoluto? Puede que ésta sea una forma de medir su propia espiritualidad. Cuando se le presenta un problema de cualquier tipo, ¿lo primero que hace es orar? Si es así, yo le diría: «Bendito sea por reconocer humildemente que Dios está en los cielos, que Él tienea toda nación en Sus manos y que ciertamente Él es capaz de ayudarle». Si su primer pensamiento es volverse a El, le testifico, en el nombre del Señor Jesucristo, que Él le hablará, le dará revelación, cam­biará el corazón de su hijo, de su alumno o de cualquier otra persona que no responda. Él puede hacerlo, pero usted no. Todo lo que usted puede hacer, en gran medida, es intentar crear un ambiente en el que esto pueda tener lugar.

Recordemos, entonces, que, cuando enseñamos, orar es absolutamente esencial o no habrá entendimiento. El Señor lo dijo muy claramente en el Libro de Mormón: «Y suce­dido que mandó a la multitud y también a sus discípulos que dejasen de orar,- y les mandó que no cesaran de orar en sus corazones» (3 Nefi 20:1).

Es evidente que Jesús, al querer hablar a las personas, les pidió que dejasen de orar vocalmente; mas para que ellos pudieran entender Su enseñanza, aún siendo Él el Hijo de Dios, era necesario que orasen en el corazón mientras les enseñaba. Jesús recalcó esa enseñanza con las siguientes palabras: «Veo que sois débiles, que no podéis comprender todas mis palabras que el Padre me ha mandado que os hable en esta ocasión. Por tanto, id a vuestras casas, y medi­tad las cosas que os he dicho, y pedid al Padre en mi nom­bre que podáis entender,- y preparad vuestras mentes para mañana, y vendré a vosotros otra vez» (3 Nefi 17:2-3).

Él parecía percibir cuándo los «alumnos» estaban satis­fechos y cansados, y sabía cuándo dejar de enseñar. Pero les aconsejó que todavía quedaban cosas más importantes por aprender aún después de que ellos se fueran, y que para poder llevar a cabo este aprendizaje, necesitaban regresar a sus hogares, meditar y preguntar al Padre en oración para poder entender. Si hacían eso, el entendimiento de lo que Él les había enseñado descansaría en sus corazones y estarían preparados para Sus enseñanzas del día siguiente. Si somos capaces de entender este principio, tendremos mucho más éxito como padres cuando realmente estemos enseñando a nuestros hijos. Ellos desempeñan un papel muy real en el proceso de aprender. El papel de un maestro no se limita a poner conceptos en la mente de una persona, sino que con­siste en ayudar a sus alumnos a aprender y experimentar dichos conceptos por sí mismos. El verdadero aprendizaje tiene lugar entre el discípulo y el Señor.

2. EMPLEE LAS ESCRITURAS

Sé que el Espíritu del Señor viene cuando empleamos las palabras que Él nos ha dado en las Sagradas Escrituras. Si lo hace con humildad, desde el momento en que selec­cione los pasajes y comience a leerlos, el Señor hablará a través de usted con poder y el Espíritu se transmitirá a los que estén atendiendo.

Las Escrituras son las palabras del Señor para nosotros y Su Espíritu hablará a todos a través de ellas, tanto a los jóve­nes como a los adultos. Si empleamos las Escrituras para enseñar a nuestra familia, las palabras mismas del Señor-tocarán el corazón de cada uno.

Recuerdo una vez cuando dos de nuestras hijas entraron en la adolescencia y comenzarou a sentir la presión de sus amigas para vestirse un poco más «a la moda» como algu­nas de las jovencitas del mundo. Varias amigas les decían que debían ponerse más maquillaje, más adornos, más ropa vistosa. Una mañana estábamos leyendo las Escrituras cuando surgió el tema. Creo que fue inspirado el que estu­viésemos leyendo las palabras de Isaías en el Libro de Mormón: «Por cuanto las hijas de Sión son altivas, y andan con cuello erguido y ojos desvergonzados, y caminan como si bailaran, y producen tintineo con los pies; herirá, pues, el Señor la mollera de las hijas de Sión con sarna, y descubrirá su desnudez» (2 Nefi 13:16-17).

De inmediato vimos que estos pasajes no se dirigían a las hijas del mundo, sino a las hijas de Sión, las fieles her­manas miembros de la Iglesia. El Señor hablaba de cómo en los últimos días muchos serían tentados a hacer lo que se les estaba sugiriendo a mis hijas que hiciesen, es decir, ves­tirse más a la manera del mundo.

Isaías continúa diciendo: «En aquel día quitará el Señor­ía ostentación de sus ajorcas, y redecillas [redecillas para el cabello], y lunetas [adornos en forma de luna en cuarto cre­ciente]; los collares y los brazaletes, y los rebociños [velos]; las cofias, los adornos de las piernas, los tocados, los pomi-tos de olor y los zarcillos,- los anillos, y los joyeles para la nariz; las mudas de ropa de gala, y los mantos, y las tocas, y las bolsas; los espejos [ropas transparentes], y los linos finos, y los rebozos, y los velos» (2 Nefi 13:18-23).

Resulta evidente que el Señor no está complacido con aquellos que llevan al límite el adorno de sus cuerpos. Por seguro que el Señor tampoco está sugiriendo que vayamos al extremo contrario de no hacer nada por vestirnos con hermosura, mas nos está dando una gran advertencia res­pecto a ir demasiado lejos, respecto a comenzar a vestirnos a la manera del mundo. Esto no hace sino recalcar un gran principio que se enseña a los misioneros y que, probable­mente, se aplica bien a la enseñanza del mismo a nuestros hijos e hijas: No debiera haber nunca nada en ustedes —su manera de hablar o, en especial, su apariencia— que fuera mucho más fuerte que su verdadero yo. En otras palabras, queremos que la gente nos conozca y nos ame por lo que somos, y no por los adornos externos utilizados para llamar la atención o incluso llegar a motivar ciertos sentimientos indignos en aquéllos que pudieran ser influenciados por nosotros.

Al leer estos pasajes aquella mañana y, como padres, al dar testimonio de la veracidad de estos principios, pudimos ver que el mensaje había llegado hasta el corazón de nues­tras hijas, quienes hicieron numerosas preguntas: «¿Y qué hay respecto a esto? ¿Y respecto a aquello?» A medida que fuimos dando respuesta a sus preguntas como familia, se fue desarrollando una norma sobre lo que el Señor espera de una jovencita digna en cuanto a la manera apropiada de ves­tirse. Esta norma no era nuestra norma, sino que estaba basada en una que dan las Escrituras. En otras palabras, se trataba de la norma del Señor.

Lo que hizo de aquélla una experiencia poderosa fue el hecho de que si hubiese sido nuestra norma, tendríamos que haberla reforzado más adelante con reglas más especí­ficas y quizás abordarlas con frecuencia con nuestros Virios (como hemos hecho con algunas reglas durante el trans­curso de los años). Pero lo que más nos impresionó fue el hecho de que el Señor mismo, a través de Su Espíritu, lle­gase a tocar el corazón de nuestras hijas aquella mañana. Él puso en sus corazones un valor, una norma, un nivel de expectativa que no procedía de sus padres sino del Señor. Así que ellas lo aceptaron como si fuese suyo propio y lo vivieron desde ese día en adelante.

Gracias por las Escrituras. Gracias al Señor por Sus pala­bras que tan imbuidas están de Su Espíritu. No hay nada en la vida a lo cual usted tenga que hacer frente y para lo cual no haya unos principios básicos en las Escrituras. La clave reside en entenderlos y compartirlos con su familia. Nefi enseñó el valor de las Escrituras cuando dijo: «Los ángeles hablan por el poder del Espíritu Santo; por lo que declaran las palabras de Cristo. Por tanto, os dije: Deleitaos en las palabras de Cristo; porque he aquí, las palabras de Cristo os dirán todas las cosas que debéis hacer» (2 Nefi 32:3). Resulta evidente que el Señor nos da las respuestas en las Escrituras si tan sólo las escudriñamos.

Quisiera volver a decir que no se trata simplemente de encontrar el conocimiento o la aclaración de un principio en las Escrituras, sino del testimonio que ello conlleva lo que causa la enseñanza por el Espíritu a través de un buen padre para tocar y cambiar el corazón de un hijo. A veces algunas enseñanzas no tienen lugar de manera tan rápida como expresé anteriormente. A veces, uno de sus hijos puede realmente tener que considerar algo y sopesarlo durante un período de tiempo para poder obtener una ver­dadera comprensión. Pero, una vez más, si el padre enseña el principio por el Espíritu, y enseña luego a su hijo cómo recibir él mismo una respuesta del Señor mediante la oración, entonces ese hijo obtendrá la verdad del Señor en su propio corazón, y esto hará que cambie su comporta­miento.

Siempre me han encantado estas palabras: «Y observa­rán lo que está escrito y no dirán que han recibido ninguna otra revelación; y orarán siempre para que yo lo aclare a su entendimiento» (D&C 32:4).

Este pasaje guarda relación con las Escrituras pues indica claramente que si oramos sobre ellas, el Señor las aclarará a nuestro entendimiento. Con esto no me refiero solamente a un entendimiento académico, sino al verda­dero entendimiento del corazón.

En el Libro de Mormón se habla de cómo los líderes de la Iglesia tuvieron algunos problemas durante cierto tiempo para enseñar a los Santos de su época a utilizar las Escrituras de manera apropiada. Trataban de llevar almas a Cristo —los no miembros y los menos activos— y habían empleado muchos medios diferentes para hacerlo, mas no habían tenido éxito. Entonces, Alma, el gran sumo sacer­dote, al prepararse para ir a una misión entre los zoramitas apóstatas (los menos activos), recibió este gran entendi­miento del Señor: «Y como la predicación de la palabra tenía gran propensión a impulsar a la gente a hacer lo que era justo —sí, había surtido un efecto más potente en la mente del pueblo que la espada o cualquier otra cosa que les había acontecido— por tanto, Alma consideró prudente que pusieran a prueba la virtud de la palabra de Dios» (Alma 31:5). La predicación de la palabra del Señor tocó la mente y cambió los corazones de ellos,- nada había tenido un efecto más poderoso en la gente. Si los padres pueden adoptar este enfoque, asegurándose de que exponen con regularidad a sus hijos a las palabras del Señor, muchos de sus problemas se resolverán en los primeros años de sus pequeños, para nunca más volver a surgir. En realidad no hay grandes pro­blemas, sino que hay un montón de problemas pequeños a los cuales se les ha permitido asentarse y crecer. (En el capítulo 4 se da más información específica sobre el estudio de las Escrituras).

3. TESTIFIQUE

Testifique con frecuencia al enseñar. El hacerlo puede ser mucho más importante que aquello que esté enseñando. Testifique en el nombre del Señor que las cosas que está enseñando son verdaderas. Si lo hace, invitará al Espíritu.

A veces los padres olvidan el gran poder que reside en compartir su testimonio con sus hijos. A veces somos de la opinión de intentar convencerles por la lógica de que algo es correcto, tal como pagar el diezmo, santificar el día de reposo, llegar a casa a una hora razonable de la noche, ser amable con sus amigos, etcétera. A veces podemos describir las cosas de manera lógica y enseñarlas a nuestra familia para que sean aceptadas; pero en muchas ocasiones no es éste el caso. Uno de los mayores instrumentos espirituales que el Señor nos ha dado para influir sobre los demás, incluyendo nuestros hijos, es el poder de nuestro propio testimonio.

Nefi escribió: «Yo… no puedo escribir todas las cosas que se enseñaron entre mi pueblo,- ni soy tan poderoso para escribir como para hablar,- porque cuando un hombre habla por el poder del Santo Espíritu, el poder del Espíritu Santo lo lleva al corazón de los hijos de los hombres» (2 Nefi 33:1). Si los padres y las madres hablasen por el poder del Espíritu Santo a sus hijos, con amor y testimonio, el men­saje llegaría hasta el corazón de sus pequeños y podría cam­biarlo.

Alma nos da un ejemplo poderoso de este principio. Renunció al asiento judicial «para poder salir él mismo entre los de su pueblo, o sea, entre el pueblo de Nefi, a fin de predicarles la palabra de Dios para despertar en ellos el recuerdo de sus deberes, y para abatir, por medio de la pala­bra de Dios, todo el orgullo y las artimañas, y todas las con­tenciones que había entre su pueblo, porque no vio otra manera de rescatarlos sino con la fuerza de un testimonio puro en contra de ellos» (Alma 4:19).

Los niños, al igual que los adultos, pueden llenarse de orgullo, estar enfadados o llenos de contención, y de este modo rechazar el Espíritu del Señor. Pero el testimonio de un padre puede ayudar a eliminar estas actitudes negativas.

Tuve una experiencia interesante con uno de mis hijos cuando él tenía vinos ocho años de edad. Se encontraba estu­diando matemáticas y había aprendido casi del todo a sumar y restar, haciendo las cuentas conmigo. Pero, des­pués de un tiempo, se desanimó y dejó de hacerlo. Le per­mití que decidiese qué quería hacer, creyendo que en poco tiempo volvería y terminaría las cuentas, pero nunca lo hizo. Finalmente, unos días más tarde, «hablé autoritaria­mente» y le dije que teníamos que solucionar el problema que había entre nosotros. Él tenía el corazón un poco endu­recido y no quería hacerlo, por lo que hice que se sentara por un rato en una silla, aunque eso no contribuyó a hacerle humilde.

Al fin me di cuenta de que me estaba acercando a él de manera equivocada, por lo que ambos nos fuimos a la habi­tación y oramos juntos, lo cual contribuyó a ablandar un poco su corazón. A continuación le dije que tenía que que­darse en el cuarto para orar y averiguar qué era lo que el Señor quería que hiciese, y le dije que escuchase la voz del Señor. Para mi sorpresa, en vez de quedarse allí un minuto o dos, permaneció de rodillas unos diez o quince minutos. Cuando finalmente regresé para ver cómo le iba, me comentó que el Señor le había dicho por el Espíritu que debería estudiar matemáticas, que iba a obedecer esa voz y que iba a estudiar aunque no quisiera hacerlo.

Me maravilló oír que había tenido una experiencia real con el Señor y nos fuimos a contárselo a su madre. Luego estudiamos un rato y él pasó las primeras tres pruebas con las sumas. No pudo pasar las de las restas ese día, pero lo hizo un par de días más tarde.

Esa misma noche tuve una conversación con él para reforzar la importancia de lo que había sucedido. Le pre­gunté cómo se sentía y admitió que había sido un poco orgulloso, que había endurecido su corazón y que se había enfadado, y que por ese motivo las cosas no le habían ido bien con las matemáticas durante el mes anterior. Le dije que, cuando estaba molesto con él, me había sentido inspi­rado a llevarlo al cuarto para arrodillarnos y orar juntos. Le recordé que él se había humillado después de que cada uno de nosotros hubo hecho una oración.

Antes de decirle ninguna de las cosas que acabo de men­cionar, le pregunté: «Hijo, ¿alguna vez en tu vida has oído la voz del Señor?»Él contestó: «Sí».

—¿Cuándo;—, le pregunté.

—Hoy—, respondió él.

—¿Qué quieres decir?

—Cuando entré, me arrodillé, oré, me quedé en el cuarto y le pregunté al Señor qué hacer; en ese momento me dijo que debía estudiar matemáticas.

—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo era la voz?— le pregunté.

—Bueno, fue una voz que me dijo que estaba bien, que eso era lo que debía hacer, que todo iba a estar bien y que podría hacerlo.

—En otras palabras—, dije yo — ¿se trataba de una voz tranquila y apacible?

—Así fue, papá—, respondió.

Pareció estar emocionado por el hecho de que reforzase lo acontecido con él, y creo que tanto él como yo aprendi­mos una buena lección. Le dije que debía recordar siempre ese momento en que oró y recibió una respuesta inmediata del Señor. Le dije que cuando fuera mayor tendría otros pro­blemas, pero que todos se podrían solucionar del mismo modo, lo cual pareció complacerle mucho.

Todo este acontecimiento pareció cobrar forma con la impresión de que debía llevar a mi hijo al cuarto para orar. La idea de que si lograba hacerlo su corazón se humillaría y que luego iba a reaccionar y aprender matemáticas, era clara. Pero tenía que ser porque él quisiese, no porque quisiese yo. El Espíritu tenía que tocarle para que sucediese —mis pala­bras no bastaban. Todo el asunto comenzó a encarrilarse cuando, de rodillas, compartí mi testimonio con él y le dije que el Señor le ayudaría si tenía fe. Mis palabras fueron de mi corazón al suyo, y él se humilló, se quedó en el cuarto, orando, hasta que su corazón fue completamente humilde. Si somos capaces de recordar que podemos emplear este tipo de instrumentos espirituales con nuestros hijos, tendremos un mayor impacto sobre ellos.

Otro ejemplo que ilustra este principio es cómo llegué a obtener mi propio testimonio. Mi hermano mayor ha sido siempre una fuente de inspiración para mí. Una tarde, cuando él tenía diecisiete años, volvió de una reunión de jóvenes en la Iglesia y me dijo que su maestro le había dicho que debía obtener su propio testimonio y no apoyarse cons­tantemente en el de los demás. Dijo casi de manera profé-tica: «Voy a obtener mi propio testimonio, sin importar el tiempo que me lleve ni lo que me cueste. Pagaré el precio de saber por mí mismo».

Comenzó a ayunar, a orar y a estudiar el Libro de Mormón. Una mañana, poco tiempo después, quedó afec­tado de parálisis. No podía moverse y el lado derecho de su cuerpo le dolía terriblemente. Apenas pudo susurrarle a mi padre que quería una bendición. Apenas terminada la ben­dición, mi hermano sanó milagrosamente. Se levantó, se estiró y quedó libre del dolor.

Cuando más tarde lo examinó un médico, el diagnóstico fue que había tenido una aparente ruptura del apéndice, pero que en su cuerpo no había rastro alguno del órgano dañado. Después, mi hermano me habló de los sentimientos que tuvo cuando fue sanado, y me dijo que sabía que la Iglesia era verdadera. Sin embargo, dijo que el testimonio espiritual del Libro de Mormón lo había recibido antes de ser sanado; me habló de cómo había estudiado el libro y de cómo había orado referente a cada una de sus páginas. Compartió su tes­timonio conmigo y su experiencia me tocó, al punto de decir en mi corazón: «Si el Señor contestó a mi hermano, también me contestará a mí».

De este modo, comencé a leer el Libro de Mormón a los doce años y también yo recibí una confirmación personal de la veracidad del Evangelio. Supe entonces, y nunca lo he dudado, que el Libro de Mormón es la palabra de Dios y que el Evangelio es verdadero.

Ahora veo claramente que el testimonio de mi hermano alcanzó mi corazón e hizo surgir en mí el deseo de tener lo que él tenía. Muchas veces las enseñanzas de los padres per­manecen adormecidas en el corazón de sus hijos, aguar­dando al momento de salir a luz. Cuando los problemas y las dificultades nos rodeen, si estamos lo suficientemente alertas para convertirlos en experiencias espirituales gracias a nuestro testimonio, nuestros hijos se volverán al Señor. De este modo, las enseñanzas que hemos plantado en su corazón florecerán y darán fruto, y nuestros hijos serán capaces de emplearlas para resolver muchos de sus propios problemas.

4. EMPLEE MÚSICA SAGRADA

La música tiene un gran impacto en el alma. En nuestro hogar hemos tenido por largo tiempo la costumbre de can­tar siempre que hacemos la oración familiar, tanto por la mañana como por la noche. No estoy sugiriendo que ésta sea una doctrina de la Iglesia ni que usted tenga que hacerlo, tan sólo le digo lo que hacemos nosotros. Hemos descubierto que es muy útil para nuestros hijos que, cuando nos arrodillamos en círculo, cantemos un himno antes de orar. Aprendimos que esto prepara el camino para que el Espíritu esté con los integrantes de la familia, calma a los más pequeños que puedan estar molestando al que está a su lado, y los tranquiliza de tal modo que empiezan a pensar en el Señor y, a continuación, oramos.

De niño nunca aprendí las canciones de la Primaria por­que no tuve muchas oportunidades de asistir a esa organi­zación. Sin embargo, mis hijos y mi buena esposa me han enseñado la mayoría de las canciones por el hecho de can­tarlas antes de la oración familiar. Cantar trae el Espíritu. Si alguna vez se siente desanimado, fórmese el hábito de cantar para sí mismo. Cante los himnos sagrados y ellos le llenarán del Espíritu del Señor.

Hace algún tiempo tuvimos una reunión del consejo de área en California (para Representantes Regionales y presi­dentes de misión). En vez de limitarnos a hablar de los inac­tivos, dijimos: «Queremos que salgan y estén con los menos activos. Vamos a darles media hora de capacitación y enton­ces les pediremos que salgan por unas dos horas y visiten a algunos menos activos. Su objetivo es traerlos de regreso al Señor». Les dimos instrucciones sobre cómo actuar y habla­mos de los instrumentos espirituales mencionados aquí — instrumentos capaces de preparar el camino para el Espíritu.

Los hermanos estaban empezando a salir para hacer las visitas y, como puede imaginar, era un buen desafío el salir e intentar reactivar personas con un margen de una hora o así e intentar traerlos de regreso al Señor. ¡Más tarde supi­mos que treinta y siete personas fueron activadas esa noche como resultado de las visitas de estos hermanos).

Uno de los hermanos iba a salir sin el himnario, por lo que le dije: —Se olvida el himnario. Lleve uno con usted en caso de que quieran cantar en la casa de un miembro inactivo.

—Hermano Cook—, contestó él—, estoy dispuesto a hacer seis de las cosas que usted enumeró, mas no una de ellas. No puedo cantar delante de nadie, nunca he cantado en toda mi vida y no tengo pensado hacerlo.

—Entiendo—, le dije. —Pero, ¿y si el Señor tiene pen­sado que usted cante?.

Se me quedó mirando y dijo: —Oh, entonces lo lle­varé—. Luego nos comentó que al tomar el himnario se dijo en su corazón: «Nunca cantaré para nadie».

Pues bien, se fueron al hogar de un miembro inactivo. Oraron con él, leyeron algunos pasajes de las Escrituras y compartieron su testimonio,- pero aquel hombre había endurecido su corazón y no reaccionaba. Nuestro líder oró mientras estaba allí sentado: «Padre Celestial, ¿qué hare­mos? ¿Cómo podemos hacer que este hombre sea humilde ante Ti para que podamos enseñarle por el Espíritu? No hay motivo para que sigamos adelante mientras no sea humilde de corazón».

Luego nos contó: —Estaba allí sentado, orando, inten­tando decidir qué hacer, cuando de repente mi joven com­pañero se puso en pie y dijo: —Mi compañero y yo vamos a cantar para ustedes—. Le miré y pensé: ‘Debe estar bromeando; mas decidimos cantar «Amad a otros», porque es el himno más corto del himnario,.

Esos dos hombres, uno de sesenta años y el otro de casi cuarenta, dos compañeros que nunca antes en la vida habían cantado en público, se pusieron de pie delante de aquel hombre inactivo, de su esposa y de un hijo, y comen­zaron a cantar: «Como os he amado, amad a otros. Un nuevo mandamiento, amad a otros». Sólo habían cantado la mitad del himno cuando las lágrimas comenzaron a rodar por las mejillas de aquel hombre malhumorado . El ver y escuchar a los dos hombres cantar aquel dulce himno, llenó su corazón de humildad. Entonces, ellos compartieron su testimonio y le enseñaron algunas cosas básicas sobre cómo orar.

Más adelante supe que ese hombre está pagando un diezmo íntegro y que asiste a las reuniones sacramentales y a las actividades del barrio. El cambio en su vida se debe, al menos en parte, a alguien que supo cómo emplear la música para llevar humildad al corazón de las personas. Emplee la música en su hogar, con usted mismo. Ello atraerá el Espíritu del Señor.

Algunas personas han preguntado: «¿Cómo puedo utili­zar la música de manera eficaz en mi hogar para crear un ambiente espiritual?» Éstas son varias de las respuestas que han venido a mi mente:

  • Nuestra familia canta antes de la oración familiar, generalmente una o dos estrofas y casi siempre de memoria.
  • Cantamos antes de la lectura de las Escrituras y durante la noche de hogar.
  • Tenemos cierto número de casetes con música espiritual que nos gusta y muchas veces, especialmente el domingo o por la mañana temprano, las escuchamos para crear un ambiente espiritual en nuestra casa. A veces, cuando ha habido un poco de contención o algunos proble­mas, mi esposa pone algo de esa música, la cual parece cal­marnos a todos.
  • Como padres hemos descubierto que una de las cosas más agradables es que papá y mamá les canten a los niños después de haber orado y de que éstos estén en la cama listos para irse a dormir. Siempre hemos cantado para los más pequeños y a nuestras hijas mayores les ha encan­tado esta «atención especial» durante sus años de adoles­cencia.
  • Cuando fui misionero tuve un buen número de días desalentadores, pero aprendí una gran lección y ahora tengo muchos menos de esos días. Lo que aprendí es que solía aguardar a estar desanimado antes de utilizar la música o alguno de los demás recursos espirituales. A medida que me fui haciendo mayor, pensé: «¿Por qué espe­rar? ¿Por qué descender al valle de la desesperación antes de intentar ser feliz? ¿Por qué no utilizar estas cosas cada día y de este modo evitar todo el desánimo?»
  • En un hogar donde se emplea de manera apropiada, probablemente se escuche buena música en muchas ocasio­nes. Por ejemplo, podría oír al padre cantar en la ducha casi todas las mañanas. Puede que no sea un buen cantante, pero será mejor de lo que solía ser. ¡Inténtelo! Su voz sonará mucho mejor cuando tenga todos esos azulejos a su alrede­dor. El cantar en la ducha fortalece nuestro ánimo y puede llegar a ayudarnos a tener un día un poco mejor. Una fami­lia que emplee buena música podría llevar algunos casetes en el coche para poder escucharlos si tienen necesidad. Las pequeñas cosas como éstas pueden establecer una verdadera diferencia y ayudar a eliminar el desánimo.
  • Creo que los padres tenemos la responsabilidad de establecer el debido espíritu por la mañana antes de que todos se vayan al trabajo o a la escuela. Cada mañana, durante años, hemos puesto música en el equipo. A veces escuchamos canciones animadas u otras divertidas, algo alegre para ponernos en marcha. Otras veces escuchamos música espiritual, como himnos interpretados por el Coro del Tabernáculo, los cuales llenan la casa y nos animan a todos.

La música puede tener un gran impacto en nuestra familia si la empleamos de manera apropiada. Fue el Señor el que dijo: «Mi alma se deleita en el canto del corazón; sí, la canción de los justos es una oración para mí, y será con­testada con una bendición sobre su cabeza» (D&.C 25:12).

De este modo, si podemos emplearla con el espíritu de adoración, la música se convertirá en una oración para el Señor, ayudándole a usted, a su cónyuge y a sus hijos a ablandar el corazón y ser enseñados por el Espíritu.

Siempre me ha impresionado lo que Jesús y Sus apósto­les hicieron antes de que Él fuese a padecer en el Jardín de Getsemaní: «Y cuando hubieron cantado el himno, salieron al monte de los Olivos» (Mateo 26:30).

Estoy seguro de que el Señor recibió gran consuelo de ese himno. ¿No podría acaso nuestra familia obtener el mismo beneficio? Además, recibimos grandes enseñanzas al cantar las canciones de Sión. Para mí ha sido una gran bendición el aprender canciones como «Soy un hijo de Dios» y «Hazme andar en la luz».

Si los niños escuchasen las canciones de Sión en el hogar y aprendiesen a cantarlas mientras se visten o se dan una ducha, de cierto que se eliminaría buena parte de nega-tivismo de nuestros hogares y éste sería reemplazado por el Espíritu del Señor. No hay nada mejor que un buen himno para desalentar al desánimo. ¿Recuerda lo que hacía el rey Saúl cuando se sentía desanimado? Le pedía a David que tocase el arpa para él, lo cual parecía traerle de nuevo el Espíritu: «Y aconteció que cuando el Espíritu malo, que no era de parte de Dios, venía sobre Saúl, David tomaba el arpa y tocaba con su mano,- y Saúl tenía alivio y estaba mejor, y el espíritu malo se apartaba de él» (TJS 1 Samuel 16:23).

También Pablo entendía el poder de la buena música: «La palabra de Cristo more en abundancia en vosotros, enseñándoos y exhortándoos unos a otros en toda sabiduría, cantando con gracia en vuestros corazones al Señor con salmos e himnos y cánticos espirituales» (Colosenses 3:16). En verdad podemos enseñar y amonestar por medio de los himnos y las canciones espirituales, si lo hacemos con el espíritu correcto.

Hagamos, entonces, que la música suene en nuestro hogar, música buena y sana que levante el ánimo de todos y eleve nuestro corazón al Señor. De este modo invitaremos al Espíritu a estar con nosotros. 

5. EXPRESE AMOR Y GRATITUD POR DIOS Y POR LOS HOMBRES

Exprese abiertamente su amor por Dios y por Sus hijos, y sentirá profundamente el Espíritu (véase Juan 13:34-35; 1 Nefi 11:21-23; Moroni 7:47-48). Resulta imposible estar de pie y expresar amor por el Señor, y no tener el Espíritu con­sigo. Si quiere llevar el Espíritu del Señor a su hogar, debe aprender usted mismo y luego enseñar a sus hijos cómo expresar regularmente amor y gratitud por Dios y los unos por los otros. Es imposible contar humildemente sus bendi­ciones y que el Espíritu del Señor no venga sobre uno. Es imposible expresar amor de manera sincera a uno de los miembros de su familia o a su cónyuge sin sentir el Espíritu del Señor.

El amor tiene un poder tremendo, y no debe extrañarnos que las Escrituras digan que Dios es amor (véase 1 Juan 4:8). No conozco nada más poderoso que el abrazar cada día a nuestros hijos. Al final de la oración familiar, mi esposa y yo abrazábamos fuertemente a cada uno de nuestros hijos y les susurrábamos: «Te quiero». A veces las palabras duras y muchos problemas pueden desaparecer con un abrazo, eclipsando cualquier cosa que podamos decir. Asegúrese de expresar su amor ampliamente a su familia y al Señor, y el Espíritu estará con usted en ese mismo instante.

Permítame ilustrar este principio con un hecho ocurrido entre mi hija y yo cuando me disponía a dirigirme a una conferencia de estaca. Una noche estaba hablando con ella y, después de que hubiera dicho sus oraciones, le pregunté sobre qué había orado.

—¿Qué quieres decir, papá?—, dijo ella.

—¿Sobre qué oraste?—, le respondí. —Ahora que eres mayor dices tus oraciones en silencio y ya no puedo escu­charlas.

—Bueno, siempre le digo a nuestro Padre Celestial lo mucho que lo amo. No sólo a veces, siempre se lo digo. Él me ha dado muchas bendiciones y estoy muy agradecida por todas ellas.

Entonces añadió: —Papá, ¿tienes que volver a la confe­rencia mañana?

Le dije que sí.

—Se me parte el corazón cada vez que te vas. Me resulta duro ver cómo te vas cada semana. ¿Tienes que marchar otra vez?

Le dije que sí y le expliqué el porqué. Ella arrojó sus bra­zos alrededor de mi cuello y me expresó su amor, dicién-dome lo mucho que me echaba de menos. Me resultó difícil hacerle entender por qué tenía que irme.

Finalmente decidí que la mejor manera de ayudarla a entender era orar con ella. Le pedí que orara para que yo fuese protegido durante el viaje, y lo hizo, expresando su amor por mí, así como su fe en el Señor de que yo sería pro­tegido. Entonces yo ofrecí una oración de gratitud por esta hija tan maravillosa. Sentimos fuertemente el Espíritu del Señor y nuestro amor aumentó notablemente como resul­tado de esa pequeña experiencia que tuvimos juntos.

Al día siguiente, mientras volaba hacia San Francisco, pensaba: «Qué poder es el amor, especialmente el amor entre un padre y una hija». El Espíritu parecía grabar en mí cuánto amaba yo a mi hija y cuán buena era ella. Su cora­zón era siempre sensible a las cosas espirituales, siempre estaba dispuesta a ayudar a los demás. Pensé en la esposa y madre maravillosa que sería algún día.

La impresión continuó, y yo me preguntaba: «Si alguna vez mi hija se inactiva cuando sea mayor, ¿cuán lejos iría yo para reclamarla?» A lo que contesté en mi corazón: «Sabiendo lo mucho que la amo, daría todo lo que tengo. Oraría y ayunaría por ella, y la amaría. Haría todo lo que estuviese a mi alcance para influir en su regreso al Señor. Nunca me rendiría. No importaría lo mucho que tardase ni cuánto tuviese que dedicarle, nunca me rendiría hasta que volviese a estar con el Señor». ¡Cuán fuerte sentí el Espíritu aquella mañana! Sí, cuando uno está lleno de amor, el Espíritu se siente abundantemente.

Justo al volver de mi misión, mi obispo me llamó a ser secretario auxiliar en el barrio. Al asistir a diversas reunio­nes de liderazgo, de vez en cuando los líderes hablaban de una tal hermana Smith que vivía en nuestro barrio. Oí comentarios del tipo: «Bueno, ya saben cómo es la hermana Smith», o «visitar a la hermana Smith no es un camino de rosas,- de hecho, sus maestros orientadores no la han visitado en los dos últimos años», o «la hermana Smith es la peor ama de casa del barrio», o «la hermana Smith no hace nada excepto barrer su casa y coleccionar periódicos. Si vas a su casa podrás ver periódicos a la entrada y apilados hasta el techo de la sala de estar». Yo pensaba: «Espero que nunca me asignen para ser maestro orientador de la hermana Smith».

Un día, mi hermano menor y yo estábamos en el mer­cado comprando algunas cosas para mi madre y al ir cami­nando me sobrevino el pensamiento: «¿Por qué no regresas por detrás de esta tienda y visitas a la hermana Smith?». Me sorprendió el pensamiento y, debido probablemente a la curiosidad más que a otra cosa, le dije a mi hermano: «¿Por qué no regresamos y vemos dónde vive la hermana Smith?». Supongo que la idea era: «Vayamos a ver si todo lo que dice la gente sobre su casa es verdad».

Al ir por detrás de la tienda y ver la casa a la distancia, pudimos constatar que algunas de las historias que se con­taban eran verdad. La casa estaba derruida. La valla estaba rota y con la pintura descascarada, y el patio estaba lleno de basura. Al estar allí, recibí la impresión: «Vé y visita a la hermana Smith». Reaccioné y pensé: «No soy su maestro orientador»; mas la impresión continuó: «Vé y visita a la hermana Smith».

Le dije a mi hermano: «Vamos a visitarla». Él se quedó sorprendido, pero aún así nos dirigimos a su puerta. Recuerdo que oré con mucha intención: «¿Qué diré? ¿Qué haremos? ¿Por qué vamos allá?». Al acercarnos a la entrada de la casa, vimos los periódicos. Por cierto que estaban api­lados por toda la entrada,- hasta podía ver a través de la ven­tana que los periódicos también estaban apilados en el interior.

Llamamos a la puerta, ella abrió y un tanto malhumo­rada, dijo: «Sí, ¿qué quieren?». No sabía qué decirle, mas finalmente pude dejar escapar: «Somos miembros de su barrio». En cuanto mencioné la palabra barrio, ella dijo: «¿Quiere decir que ustedes son mormones? Le he dicho diez veces al obispo que no envíe a nadie a mi casa. No quiero tener nada que ver con la iglesia mormona, así que vayanse». Al orar en mi corazón para saber qué decir, salie­ron las siguientes palabras: «Bueno, hermana Smith, éste es mi hermano menor, y él y yo sólo pasábamos para decirle que la amamos. Aun cuando no le importemos a usted, nosotros la amamos. Tan sólo queríamos preguntarle si había algo en lo que pudiéramos ayudarle».

Ella se quedó allí de pie, mirándonos, y finalmente dijo: —¿Qué ha dicho?

Repetí mis palabras, con el anhelo de que ella pudiera sentir nuestro amor.

—¿Han venido para preguntarme si pueden ayu­darme?—. Las lágrimas acudieron a sus ojos, montones de lágrimas. Nos invitó a pasar y estuvimos casi dos horas escuchando mientras nos hablaba de sus problemas.

Se disculpó por la situación de su casa y de la entrada. Nos habló de la filtración en el tejado. Dijo que no contaba con ayuda de nadie, pues no tenía familiar alguno. Nos habló de sus problemas a la muerte de su esposo, pocos años antes, cuando se había sentido ofendida por algunos miembros de la Iglesia. Derramó sus lágrimas; lo echó todo afuera. Nosotros nos regocijamos, quizás más que ella, al ver cómo finalmente nos confesaba toda esa amargura.

Puede imaginarse la dicha que sentimos mi hermano y yo cuando la acompañamos a la iglesia el domingo siguiente, y cuando asistió muchos otros domingos antes de fallecer seis meses después.

A menudo he pensado: «¿Qué habría sucedido si no hubiésemos respondido a las impresiones del Espíritu? ¿Qué habría pasado si no se nos hubiera inspirado qué decirle?». Ciertamente, las cosas no habrían resultado del mismo modo. Es impresionante entender que cuando expre­samos amor o gratitud con sinceridad, el Espíritu del Señor se manifiesta abundantemente. Colmemos de amor a a nuestra familia y seamos llenos del Espíritu del Señor.

6. COMPARTA EXPERIENCIAS ESPIRITUALES

Cuando así lo sienta, comparta una experiencia espiri­tual con su familia. No se limite a tener un repertorio de experiencias que relatar de manera tradicional (aunque es bueno tenerlo), sino ore para que el Señor extraiga de usted aquéllas que debe compartir. Si lo hace, ¿quién sabe el bien que ello pueda ocasionar? Es posible que a veces no demos lo mejor de nosotros al enseñar porque, después de todo, ¿quién nos escucha? «Sólo nuestra familia». Pero ¿quién es más importante?

Realmente debemos esforzarnos por tener el Espíritu del Señor cuando enseñamos a nuestra familia. ¿Alguna vez ha intentado compartir una experiencia espiritual cuando no era el momento adecuado? ¿O ha contado una experiencia que no debería haber mencionado? ¿Cómo se siente al con­tar una experiencia que no está siendo bien recibida? Mucha gente siente un espíritu de rechazo por parte de aquéllos a quienes enseñan. Uno de mis mayores temores al enseñar, y en la vida, es sentir que el Espíritu se retira, sentir que quedo solo. A veces me he sentido así y no me gusta, en cierto modo es un rechazo, una afrenta para el Señor. Y también uno misma acaba sintiendo esa afrenta. Al compartir una experiencia espiritual, asegúrese de hacer únicamente lo que sienta. Alma dio algunos consejos estric­tos sobre cuándo es apropiado compartir cosas espirituales: «A muchos les es concedido conocer los misterios de Dios; sin embargo, se les impone un mandamiento estricto de que no han de darlos a conocer sino de acuerdo con aquella porción de su palabra que él concede a los hijos de los hom­bres, conforme a la atención y la diligencia que le rinden» (Alma 12:9). Algunas cosas sólo pueden ser dadas por el Espíritu. Algunas cosas sólo deben ser dadas cuando aque­llos que las escuchan las reciban con «atención y diligen­cia».

En vez de simplemente enseñar principios o de incluso decirles a nuestros hijos lo que deben hacer, podemos con­tarles una experiencia espiritual y ayudarles a relacionarla con la dificultad que se estén enfrentando. Esto tendrá un impacto mucho mayor en el cambio de sus corazones. Si hacemos esto, influiremos en ellos para bien, porque el Espíritu del Señor estará con nosotros.

He aprendido también que muchas de las experiencias que ha tenido mi familia han sido de gran beneficio para otras personas, y creo firmemente en anotar con cierto deta­lle, semana tras semana, las experiencias más importantes. He aprendido, al igual que muchos otros, que si no las escribimos cuando suceden, el impacto y los sentimientos de dichas experiencias se pierden pronto. Sin embargo, si las anoto y las recuerdo, puedo utilizarlas para ayudar a otras personas.

Durante una conferencia de estaca celebrada en el oeste medio de los Estados Unidos, me enteré que el presidente de misión y su esposa iban a traer una investigadora a la reunión, la cual había recibido las charlas misionales en varias ocasiones y había leído mucho sobre la Iglesia pero no se atrevía a tomar la decisión de ser bautizada. Dado que era una psicóloga profesional, tenía ciertos problemas con la decisión intelectual de si la Iglesia era verdadera. El presi­dente y su esposa me preguntaron si yo podría hablar con ella.

Antes de la reunión del domingo, me encontraba dando la mano a la congregación y hablé con aquella mujer por unos breves minutos. Me dio la impresión de que era una de esas personas que tiene un testimonio pero que no se ha dado cuenta de ello. Le pedí que prestase suma atención durante la conferencia, indicándole que el Señor le diría a su corazón y a su mente lo que debía hacer, y que ella entonces tendría que tener el valor suficiente para seguir tales impresiones.

Durante mi discurso, me referí a la necesidad de confiar en los sentimientos que tenemos, y conté la historia de un científico a quien yo había conocido y que quería evaluarlo todo en un tubo de ensayo, hablando en sentido figurado, antes de aceptarlo como verdadero. Sin embargo, amaba profundamente a su esposa e hijos, y finalmente se dio cuenta de que esta verdad de su corazón era mucho mayor que cualquier cosa que él pudiera aprender a través del método científico.

Seis semanas más tarde recibí una carta de aquella mujer, en la que me decía: «Mi mayor piedra de tropiezo a la hora de acercarme a la Iglesia es mi temor a confiar en mis sentimientos como una base válida para tomar una decisión. Respeto demasiado el compromiso del bautismo como para unirme a la Iglesia careciendo de una convicción y confirmación sobre la cual edificar los cimientos de un testimonio y una vida sólida como miembro. Sinceramente, deseo creer. He ayunado, orado y leído las Escrituras. Asisto a las reuniones, guardo los mandamientos, observo la Palabra de Sabiduría y pago mi diezmo. Me siento cansada y frustrada, y sé que es culpa mía. Aunque ésta no es una de esas decisiones que uno puede intelectualizar por completo ni dejarse llevar por los buenos sentimientos, los programas o la amistad de la gente, me resulta difícil saber cómo dis­cernir entre la devoción apropiada y la causa para actuar. Ésta es la decisión más importante que jamás vaya a tomar y me siento enormemente responsable e inadecuada. Esta circunstancia me hace sentir muy humilde y buscar la ayuda de Dios, lo cual probablemente sea bueno.

«Sin importar la decisión que acabe tomando, me siento agradecida por lo que he aprendido. Tanto si me uno o no a La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, siempre me sentiré bien hacia ella pues me ha dado mucho. Gracias».

Mientras leía la carta, pensaba: «La llamaré esta semana en algún momento, o puede que le escriba unas líneas». Pero al trabajar en casa esa mañana, tuve la impresión un par de veces de que debía llamarla, y que tenía que hacerlo enseguida. Llamé al presidente de misión, obtuve el número de teléfono de la mujer y la llamé, sólo para escu­char el contestador automático, por lo que pensé: «Bueno, quizás esté trabajando, así que le dejaré mi número de teléfono». ¿Por qué entonces había sentido esas impresiones urgentes?

Mas para mi sorpresa, justo dos minutos más tarde, ella me llamó y dijo: «Entraba en la casa justo cuando usted ter­minaba su mensaje».

Le di las gracias por la carta y le dije que había sentido que debía llamar y hablar con ella sobre sus sentimientos.

Me dijo que yo no había llamado por casualidad, y que le había impresionado el hecho de mi llamada. «Le diré algo que usted no sabe,» me dijo. «En las últimas dos semanas he estado un tanto desanimada con todo esto y le he dado la espalda, decidiendo casi que no debía continuar con el proceso de llegar a ser miembro de la Iglesia. Me he sentido desanimada y casi había decidido olvidarme de todo. Había estado pensando en esto durante la mañana y resulta interesante el que usted llamase justo cuando lo necesitaba».

Su mayor preocupación parecía estar centrada en su incapacidad para confiar en sus sentimientos como una base válida para tomar una decisión. Era evidente, mientras la entrevistaba por teléfono, que ella era moralmente lim­pia, pues obedecía la Palabra de Sabiduría y hasta pagaba el diezmo. Era obediente a los mandamientos; simplemente no estaba segura de si todo era verdad o, al menos, no sabía cómo obtener una confirmación para poder saber que lo que conocía era verdad.

Hablé con ella sobre las ocasiones en las que había sen­tido el Espíritu como si se le hinchase el pecho (véase Alma 32:28), como un calor en el pecho (véase D¿kC 9:8), y como un sentimiento de paz (véase D&C 6:22-23), y sobre la necesidad de confiar en el Espíritu y, por tanto, de recibir sus frutos y el testimonio del que carecía (véase D&C 11:12-14).

Previamente había comentado con mi esposa un par de relatos que podría compartir para ayudar a aquella mujer a entender cómo confiar en sus sentimientos con fe, y decidí hablarle acerca de uno de mis hijos.

Este hijo mío había decidido ir a la universidad, pero no tenía un trabajo para mantenerse mientras estuviera allí. Sin embargo fue, lleno de fe en que encontraría empleo, confiando en que el Señor le daría algo. Los días pasaban y no aparecía nada. Finalmente, al no tener dinero, nos llamó para decirnos que iba a volver a casa. Nuestra familia ayunó y oró por él, y dentro de las veinticuatro horas antes de emprender el regreso, recibió tres ofertas de empleo y ahora estaba trabajando en dos de ellos. Le dije a la mujer que tales cosas acontecen por medio de la fe, después de que ésta haya sido probada.

La desafié a no hacer lo que le dijesen los demás; no queríamos que se sintiese presionada por ser bautizada, pero tenía que acudir al Señor y volver a orar con humildad en busca de dirección para saber qué quería Él que hiciera ella. Le prometí en el nombre del Señor que si lo hacía, recibiría la impresión en su corazón y en su mente de lo que tenía que hacer, y que debía entonces ser lo suficientemente madura espiritualmente como para actuar de acuerdo con las impresiones del Espíritu.

Al día siguiente llegó a mi despacho un mensaje del pre­sidente de la misión, diciendo que aquella mujer le había pedido ser bautizada el sábado siguiente.

Durante nuestra conversación telefónica, esa buena her­mana y yo abordamos muchos de los principios sobre cómo obtener un testimonio, pero creo que fue el relato de mi hijo en la universidad —relato que había escrito en mi dia­rio para no olvidarlo— el que realmente le ayudó a enten­der lo que tenía que hacer.

Procure las experiencias espirituales y luego regístrelas; ore durante sus momentos de necesidad para que las expe­riencias más apropiadas vuelvan a su mente cuando deba ayudar a las personas que lo necesitan. Las experiencias espirituales tienen un gran impacto en el alma. Compártalas según se lo indique el Espíritu (véase D¿kC 50:21-22; Lucas 10:25-37; Hechos 26:1-32).

7. EMPLEE LAS ORDENANZAS DEL SACERDOCIO

Qué gran bendición es tener el sacerdocio en el hogar, tanto en un padre como en un hijo dignos. Aquellas fami­lias que no tienen ninguno de los dos, todavía pueden acu­dir a un pariente o a un amigo que sea un líder del sacerdocio, maestro orientador, líder de quórum o un vecino. El empleo del sacerdocio y sus ordenanzas en el hogar es otra manera de invitar al Espíritu del Señor para ayudarle a criar a su familia.

Sin duda alguna, el Espíritu se puede sentir en ordenan­zas como el bautismo, la Santa Cena y en las del templo. Las Escrituras enseñan que «en sus ordenanzas se mani­fiesta el poder de la divinidad» (D&C 84:20). Además, el Señor bendecirá grandemente a aquellos que procuren recibir una bendición patriarcal. Los padres debieran animar siempre a sus hijos a obtener tal bendición en el momento apropiado y de un patriarca de la Iglesia. Les será de gran guía y, si la leen con humildad, el Espíritu del Señor acudirá a ellos cada vez que mediten en esas palabras que el Señor les dice.

Una bendición del sacerdocio es una ordenanza que puede ayudar enormemente a las personas y a las familias. No conozco ninguna otra cosa que pueda traer el Espíritu con mayor rapidez que cuando un hijo pide una bendición. Tristemente, sin embargo, la mayoría de los miembros de la Iglesia probablemente no se benefician lo suficiente de las bendiciones del sacerdocio. ¿Cuánto tiempo hace que usted ha recibido una? No se nos dice con qué frecuencia debemos hacerlo, pero, ¿no sería apropiado recibir una ben­dición en los momentos de pruebas, dificultades o cuando tenemos que tomar una decisión? Algunos miembros de la Iglesia, incluyendo a madres y padres, dejan pasar muchos años sin pedir una bendición, o esperamos hasta estar pasando por una crisis antes de pedir una. A veces es bene­ficioso pedir i:na bendición para ver si el Señor tiene alguna instrucción adicional que darnos.

Seamos prestos en enseñar a nuestra familia la necesidad de recibir una bendición. Los padres que crían hijos sin la ayuda de un cónyuge y las familias en las que no todos son miembros de la Iglesia enfrentan desafíos especiales en este sentido, pero, del mismo modo, necesitan procurar fielmente una bendición de los dignos líderes del sacerdocio. Los abuelos suelen ser una gran ayuda en este aspecto.

A veces algunas personas han preguntado: «¿Es apro­piado dar una bendición si no se ha pedido?» Con frecuen­cia suelen citar el pasaje que dice: «No exijáis milagros, a no ser que os lo mande, sino para echar fuera demonios, sanar enfermos, y para resistir serpientes ponzoñosas y venenos mortíferos. Y no haréis estas cosas a menos que os lo pidan aquellos que lo deseen, a fin de que se cumplan las Escrituras,- porque obraréis conforme a lo que está escrito» (D&C 24:13-14).

Algunas personas han interpretado mal estos versículos, creo yo, dando a entender que no deberían dar una bendi­ción a menos que se les pida. Permítame ponerle un ejem­plo. Ocurrió un fuerte terremoto en un país de América Central donde yo estaba sirviendo como Presidente de Área. Murieron cerca de diez mil personas, incluyendo varios miembros de la Iglesia.

La primera tarde tras el terremoto acudí a una capilla en donde estábamos alojando a algunos de los heridos. No había electricidad y el centro de reuniones estaba a oscuras. La gente sufría y no tenía ayuda médica. Las primeras tres personas a las que vi tenían heridas graves: una tenía rota la cadera, otro un brazo, y la tercera padecía de serias heridas internas. Le pregunté a cada uno: «¿Ha recibido una bendi­ción del sacerdocio?» Me respondieron que no.

Me quedé bastante sorprendido. Me llevé al obispo al recibidor y le pregunté: «Obispo, ¿por qué estas personas no han sido bendecidas?».

El respondió: «Ninguno lo pidió, élder Cook. No puedo darles una bendición a menos que me lo pidan, ¿no es cierto?». Bueno esto no fue muy sabio, ¿no creeusted?

Cuando las personas parecen necesitar una bendición pero no la han pedido, quizás podríamos repasar con ellas el consejo que se halla en Santiago 5:14—16: «¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la iglesia, y oren por él, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor. Y la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo levan­tará; y si hubiere cometido pecados, le serán perdonados. Confesaos vuestras ofensas unos a otros, y orad unos por otros para que seáis sanados. La oración eficaz del justo puede mucho».

Entonces podríamos dar testimonio del poder sanador del sacerdocio y decir algo así: «¿Sabe, hermana? Me pre­gunto si le gustaría recibir una bendición. No tiene que hacerlo si no quiere. Pero en caso de querer, estaría encan­tado de dársela». Siempre que he empleado este tipo de invitación, nadie jamás me ha dicho que no.

Éstos son asuntos muy delicados. El Señor quiere que la gente pida una bendición como medida de su fe, pero muchas personas ni siquiera saben que pueden recibirla. Otras no son lo bastante sensibles como para pedirla, o puede que hayan olvidado que existe tal posibilidad y nece­sitan que les sea recordada con cierta discreción. Al menos podemos dar pie a ello y tener la esperanza de que nos pidan la bendición.

Creo que los padres deben enseñar a sus hijos a pedir bendiciones del sacerdocio con bastante regularidad, siem­pre que lo necesiten. Probablemente necesitamos una ben­dición en más ocasiones de las que la pedimos. Puede que no queramos molestar a nadie o que no seamos lo bastante humildes para pedirla. Quizás hemos pensado: «Yo puedo arreglármelas solo,- no necesito al Señor en este problema».

Los niños aprenden a pedir bendiciones si ven a sus padres recibirlas. Aprenden a pedirlas si los padres, por medio de la fe, les enseñan la importancia de recibir una bendición. Entonces, el Señor les ayudará más por motivo de su fe. Si sus hijos pueden ver los resultados de una bendición del sacerdocio, usted no tendría que decirles que pidan una.

Cuando regresamos a los Estados Unidos después de haber vivido en México, una de mis hijas tenía algunas difi­cultades para adaptarse, pues le costaba hacer amigos. No se llevaba bien con nadie, especialmente en la escuela. Y para colmo, su mejor amiga acababa de ir a una misión con su familia justo el día antes de nuestro regreso. Ambas muchachas se escribían con frecuencia, hablando de cuánto echaban de menos el estar juntas.

Aún después de muchas semanas, las cosas seguíau siu mejorar. Animamos a nuestra hija a hacer más amigos y a participar más en las actividades de la escuela. Hablamos con ella sobre las diferentes jóvenes de su clase de semina­rio de nuestro barrio, pero sin éxito alguno. Tras algún tiempo, decidimos que lo que ella necesitaba en realidad era una bendición del sacerdocio. Se lo sugerimos y en pocos días se preparó para recibirla.

En la bendición se le dijo que no tendría sólo una amiga, sino muchas, lo cual pareció animarla considerablemente, y estoy seguro de que ella creyó lo que le se había dicho. Sin embargo, las siguientes semanas pasaron sin cambio alguno. No hubo nuevas amistades; ni siquiera una.

Le dijimos que no perdiera la esperanza y le explicamos que a veces el Señor nos prueba para ver si realmente cree­mos. Le recordamos estas palabras de Moroni: «Quisiera mostrar al mundo que la fe es las cosas que se esperan y no se ven; por tanto, no contendáis porque no veis, porque no recibís ningún testimonio sino hasta después de la prueba de vuestra fe» (Éter 12:6). Ella siguió adelante con fe y a las pocas semanas comenzó a salir con una de las jóvenes del barrio. Pronto se hicieron buenas amigas. Al poco apareció otra amiga y luego otra. Nuestra hija volvió a ser feliz y aprendió mucho al tener este nuevo grupo de amistades. Además, cuando tres años más tarde regresó su antigua amiga, al cabo de pocos minutos habían retomado su vieja amistad.

Creo que mi hija aprendió una gran lección sobre la importancia de recibir una bendición del sacerdocio cuando la oración por sí sola parece no ser suficiente. De seguro que ello proporcionó a la familia una oportunidad, tras la bendi­ción y con su permiso, de orar para que ella pudiera encon­trar amistades. Así que esta experiencia nos ayudó a todos a aumentar nuestra fe.

Su hogar también puede recibir una bendición del sacer­docio. Especialmente durante los momentos de contención o dificultad, ¿no sería sabio bendecir la casa y a todos los que viven en ella? El Señor nos ha dicho cómo hacerlo (véase D&C 75:18-22; Lucas 10:5-9).

Además, los líderes de la Iglesia nos han dicho que pode­mos dedicar nuestro hogar. El Manual de Instrucciones de la Iglesia dice:

Los miembros de la Iglesia pueden dedicar sus hogares, tanto si la casa está o no libre de deuda, como un edificio sagrado donde el Santo Espíritu pueda morar y donde los miembros de la familia adoren al Señor, encuentren refugio del mundo, progresen espiritualmente y se preparen para tener relaciones familiares eternas. A diferencia de lo que se hace con los edificios de la Iglesia, un hogar no se consagra al Señor (pág. 209).

El vivir en un hogar dedicado puede ser una gran bendi­ción para la familia. Esta bendición del sacerdocio puede ayudarle enormemente en su progreso para crear un hogar celestial.

Las siete sugerencias de este capítulo le ayudarán siem­pre a invitar al Espíritu del Señor tanto si trabaja con su familia como con otras personas. ¿No son éstos algunos de los dones espirituales que Cristo dio al preparar el camino para que el Espíritu Santo testificase y cambiase el corazón de las personas? Dé espiritualmente de usted mismo y podrá discernir las necesidades espirituales de los miembros de su familia y comprometerlos, con el Espíritu, para actuar. Ellos se arrepentirán y vendrán a Cristo.

Puede que usted tenga hijos que no respondan a la voz del Maestro en esta ocasión, repito, en esta ocasión. Jesús enseñó que podía traer a la gente hacia El sólo bajo la condición de que se arrepintiesen (véase D&C 18:12). Debemos seguir amando a los hijos y otras personas rebeldes, y con­tinuar intentándolo una y otra vez en diferentes ocasiones en las que puedan tener un corazón más arrepentido y res­pondan al Espíritu (véase 3 Nefi 18:32).

No nos desanimemos por ninguna de estas sugerencias. Algunos podrían pensar: «No puedo hacer todas estas cosas,- realmente no estoy en condiciones de hacerlas». Mi respuesta sería: «Cualquiera puede hacer estas cosas si tan sólo se humilla y cree». Algunos podrían preguntar: «¿Cómo se ora con humildad? ¿Cómo se humilla uno hasta el punto de hacer que estas cosas sucedan?»

Una pregunta excelente pero difícil. Echemos un vistazo a Alma 38:13-14 a modo de ejemplo: «No ores como lo hacen los zoramitas, pues has visto que ellos oran para ser oídos de los hombres y para ser alabados por su sabiduría. No digas: Oh Dios, te doy gracias porque somos mejores que nuestros hermanos, sino di más bien: Oh Señor, per­dona mi indignidad, y acuérdate de mis hermanos con misericordia. Sí, reconoce tu indignidad ante Dios en todo tiempo».

Esta es una gran clave. Con el paso de los años, mis ora­ciones se han llenado en gran manera con este pensa­miento: pedir perdón al Señor y tratar de no juzgar a los demás, ni estar preocupado por lo que ellos estén haciendo mal, sino reconocer mi propia debilidad ante Él. Estoy con­vencido, al igual que usted, que cuanto más se acerca uno al Señor, más se da cuenta de la distancia que nos separa de Él.

Brigham Young predicó una vez un sermón muy enér­gico sobre el arrepentimiento, tras el cual John Taylor y Wilford Woodruff fueron a hablar con el Profeta para que se les relevase como apóstoles, diciendo: «No nos sentimos dignos, presidente Young, de seguir siendo apóstoles del Señor», a lo que Brigham Young respondió: «No, hermanos míos, ustedes aprenderán que cuanto más nos acercamos al Señor, más nos damos cuenta de lo lejos que estamos de Él, lo cual nos trae una verdadera humildad». Si usted reconoce quién es el Señor y quién es usted, ello le brindará el espí­ritu de humildad. Me aventuraría a decir que no hay ninguno entre nosotros que no tenga mucho que pedir cada día en el espíritu de perdón. El recordar esto nos ayudará a ser más humildes.

Cuando haya problemas o preguntas en nuestra familia, en vez de reaccionar demasiado deprisa o dar una respuesta fácil, como hacemos algunos, podemos volver nuestro cora­zón con humildad al Señor y encontrar una manera de hacer lo mismo con el corazón de nuestros hijos. Si lo hace­mos, tendremos mucho más éxito en nuestra familia.

No olvidemos estar alertas ante Satanás. Él hará todo lo que esté a su alcance para destruir nuestro entendimiento de estos principios. No disciplinemos cuando estamos enfa­dados; la verdadera enseñanza sólo puede tener lugar en un ambiente en el que esté presente el Espíritu del Señor. Sólo entonces el corazón quien escuche con atención recibirá la enseñanza de manera permanente. Lo único que hace un maestro es crear el ambiente en el cual las personas puedan tener una experiencia espiritual. ¿Cómo hace esto un maes­tro? Estas siete claves espirituales le ayudarán a proporcio­nar una experiencia de este tipo. Es mi oración que todos aprendamos cómo hacerlo mejor.

A medida que los padres aprendan a enseñar con el Espíritu, los hijos aprenderán a oír la voz del Señor por sí mismos. Conocerán el poder del Espíritu por medio del ejemplo de sus padres y sabrán cómo recibir respuestas a sus oraciones. Le testifico que si invitamos humildemente al Señor a una situación de este tipo, Él estará allí de inme­diato por medio del poder del Espíritu Santo. ¿No es ésta una gran evidencia de Su amor?

Si los padres y sus hijos son humildes de corazón, el Espíritu del Señor acudirá a ellos de inmediato. Percibirán cómo reciben instrucción de manera individual y única. Cada uno sabrá que el Señor ha hablado. Ésta es una gran verdad de la que no debemos hacer caso omiso ni pasar por alto.

CONCLUSIÓN

Que el Señor le bendiga, por sobre todo, para ser un gran maestro en su familia, en la Iglesia, o en cualquier lugar donde vaya. Creo que uno de los mayores tributos que se puede rendir a un maestro es: «A través de sus enseñanzas, magnifica al Señor ante los ojos del pueblo». Moisés no podía entrar en la tierra prometida porque no había magni­ficado al Señor ante los ojos del pueblo (véase Números 20:12). Si usted hace que su familia u otras personas se vuel­van a Dios, si les ayuda a ser humildes y a acudir al Señor en busca de fortaleza y de respuestas, le doy mi testimonio de que Él le magnificará a usted como maestro, tendrá el Espíritu del Señor con usted y lo utilizará como un instru­mento para cambiar el corazón, tanto de sus hijos como el de las demás personas que buscan a Dios con el fin de reci­bir las bendiciones que Él ha prometido a todos los que le siguen.

Le testifico que estas cosas son verdaderas. Pueden haber sido dichas con debilidad o tal vez no hayan sido comunica­das de manera clara, mas si usted ha escuchado por el Espíritu, el Señor habrá podido decirle algunas cosas a su corazón que pueden haberle ayudado a buscar la manera de aprender mejor cómo recibir el Espíritu y de ese modo ser una bendición en la vida de todas las personas a las que pueda enseñar. Que el Señor le bendiga para hacerlo. Dé par­ticipación al Señor y muchas vidas cambiarán.

Comparto con usted mi testimonio de que Dios vive y expreso mi amor a Aquel que no le ha fallado a Sus hijos y que no dudará en ayudarle tanto con Sus hijos, los cuales ahora también son de usted. Él siempre está listo para res­ponder por medio de Su hijo, lesucristo, con cualquier bendición que nuestros hijos deseen de Él. Testifico de Jesucristo, como discípulo especial que soy de Él, uno de los Setenta, que todo lo que nos ha enseñado es verdadero, que Él es el camino, el ejemplo. Si tiene alguna duda sobre cómo enseñar por el Espíritu, simplemente pregúntese: «¿Qué haría Él?» Si escudriña este pensamiento, comenzará a enseñar más como Él lo hizo y acabará siendo como Él es. Que el Señor les bendiga a usted y a su familia. Dejo sobre usted, con fe, una bendición para que, si ejercita sus deseos justos, piensa fervorosamente en ellos, medita y tra­baja con ellos, el Señor le conduzca paso a paso por el camino, hasta que obtenga las cosas que Él desea que ten­gan tanto usted como su familia.