Cómo criar una Familia Celestial


Capítulo 6
Enseñe a su familia sobre el arrepentimiento y la disciplina


En una ocasión, cuando hace unos años llegaba a casa, me encontré con mi esposa, quien salía para una cita, y me dijo: «Cariño, tenemos un problema y tendrás que solucio­narlo. Tu hijo de seis años la ha hecho bien grande esta vez. Mató unos peces tropicales muy caros en casa del vecino. Yo tengo que salir ahora mismo así que, por favor, acláralo con él. Probablemente tenga que ir y pedir disculpas».

Este niño de seis años y yo tuvimos una conversación de padre a hijo. Me dijo que él y su amigo Tony, el hijo de un vecino, habían estado en el cuarto del hermano mayor de éste, jugando. Su hermano criaba peces tropicales, los cua­les su padre le había traído de diferentes lugares del mundo. Ambos niños pensaron que los peces probablemente tenían hambre, por lo que decidieron darles de comer. Sin mala intención, dieron a los peces toda la comida que querían; de hecho les dieron cuatro o cinco veces de lo que necesitaban, y éstos comenzaron a morirse. Además, tomaron algunos peces con las manos y los pasaron de un acuario a otro y, lógicamente, algunos de ellos se les cayeron de las manos al suelo. De lo que pude entender, había peces muertos por todas partes, unos diez en total.

Después de que mi hijo me explicase lo que había pasado, le dije: «Bueno, ¿qué crees que debemos hacer?».

Él me dio la típica respuesta de un niño de seis años: «No lo sé».

Hablamos un poco más al respecto, siendo yo el que llegó a la mayoría de las conclusiones de que él debía ir a casa del vecino, disculparse y hacer una restitución.

Durante varias semanas había logrado ahorrar siete dólares, parte de los cuales había recibido por su cumpleaños hacía tan sólo cuatro días. Ése era todo el dinero que tenía y yo le sugerí que sería mejor que lo llevase con él.

Se puso a llorar, pues no quería dar el dinero, pero final­mente le dije: «Ve a tu cuarto y ora, y dentro de unos minu­tos ven y dime lo que crees que tienes que hacer». Unos cinco minutos después vino con sus arrugados billetes en un montoncito, diciendo: «Creo que es mejor que vayamos. Tendré que darle el dinero».

Fuimos calle abajo, aunque mi hijo en realidad no que­ría ir. De hecho intentó convencerme de que sería mejor solucionar el problema de otra manera, pero yo insistí y fui­mos a casa del vecino.

Le pedí que llamara a la puerta, lo cual hizo muy suave­mente. Tengo la certeza de que él esperaba que nadie fuese a abrir. Llamó una vez más y la puerta se abrió, y allí estaba el hermano mayor. Podía verse que estaba muy enfadado y que probablemente estaba pensando: «¿Qué estás haciendo aquí?».

Mi hijo y yo nos quedamos allí, de pie. Intenté animarle, diciendo: «Vamos, hijo, dile porqué hemos venido».

Finalmente y en voz muy baja, le dijo: «Siento haber matado tus peces».

El vecino respondió un tanto severo: «Bueno, en realidad estoy enfadado y triste. Esos peces eran algo especial para mí; mi padre me los había dado y ahora están muertos».

Mi hijo volvió a decir: «Lo siento», y pareció ablandar el corazón del vecino, quien dijo: «Bueno, está bien. Pero no lo vuelvas a hacer».

El pequeño sacó los siete dólares arrugados y dijo: «Quiero pagarte los peces».

El muchacho respondió amablemente: «No, no es necesario».

Yo le guiñé un ojo, indicándole que debía aceptar algún dinero. Finalmente dijo: «Bueno, está bien. ¿Qué te parece si tomo dos dólares?». Una gran sonrisa se dibujó en el ros­tro de mi hijo.

«Bueno, quizás tres dólares. ¿Qué piensas, hijo?», dije yo. ^

Él contestó rápidamente: «Creo que es justo», y le entregó los tres dólares al dueño de los peces. Se sentía real­mente aliviado por no tener que entregar todo el dinero. Se disculpó una vez más y nos fuimos.

Mientras caminábamos calle arriba, tuve la impresión de que mi compañero parecía ser más alto que aquel joven-cito que me había acompañado a hablar con el vecino. Parecía complacido consigo mismo y muy agradecido por haberse arrepentido. Entonces me dijo: «Papá, estoy feliz por haber ido. Fue lo correcto, ¿verdad?». Me dio las gracias, me abrazó y se fue a jugar.

Habría sido muy fácil estar enfadado con nuestro hijo. En cierta forma, peligraba nuestra reputación como buenos vecinos y el hijo de nuestro vecino estaba enfadado con nosotros. Afortunadamente, gracias a que mi hijo supo den­tro de sí lo que debía hacer, y debido a que recibió ánimo por parte de su padre para obedecer las impresiones, aun cuando él no quisiera ir y confesar, todo terminó convir­tiéndose en una gran bendición para él. Aumentó el amor que había entre nosotros dos y se reforzó la enseñanza correcta de seguir siempre el Espíritu. Yo también estaba complacido porque:

  1. Reconoció su pecado.
  2. Nos lo confesó al Señor y a mí.
  3. Pidió perdón.
  4. Intentó poner las cosas en orden con la persona a quien había ofendido.
  5. Se comprometió a nunca más volver a hacer nada malo.

Una vez más creo que la razón por la que las cosas salie­ron tan bien fue porque dimos participación al Señor. De ese modo el corazón de mi hijo se ablandó, al igual que el mío, por lo que no estaba enfadado. En vez de eso, pude tratar la situación de manera espiritual para que se convir­tiera en una experiencia positiva para el pequeño.

EL PODER DEL AMOR AL DISCIPLINAR

El amor en todas sus formas, incluyendo la disciplina, puede ser una gran bendición para los hijos. Ellos deben aprender obediencia de su familia. Deben aprender los prin­cipios del corazón a través del ejemplo de los miembros de su familia. Si así lo hacen, asimilarán futuras lecciones del Señor y disfrutarán mucho más de la vida. Sí, el amor que emana de la disciplina administrada con cariño trae consigo el Espíritu del Señor.

¿Existe un poder mayor que el amor? ¿Hay algún man­damiento más grande? El Señor mandó que en primer lugar y por encima de todo, debemos amarle a Él, y en segundo lugar, debemos amarnos unos a otros. De esto depende toda la ley y los profetas (véase Mateo 22:35-40).

El amor es una motivación divina,- motiva al Señor y, por tanto, debe motivarnos a nosotros también. Esto se aplica de manera particular al trato entre los integrantes de nuestra familia. Joseph F. Smith dijo una vez:

Padres, si quieren que a sus hijos se les enseñen los principios del Evangelio, si desean que amen la verdad y la entiendan, si desean que les sean obe­dientes y estén unidos a ustedes, ¡ámenles! Y demuéstrenles que les aman mediante cada palabra y hecho. Por su propio beneficio, por el amor que debe existir entre ustedes y sus hijos, sin importar lo rebeldes que puedan ser, tanto ellos como uste­des, cuando hablen o conversen con ellos, no lo hagan con ira, no lo hagan ásperamente ni con un espíritu de condenación.

Háblenles con amabilidad; arrodíllense y oren con ellos si es necesario, y hagan que derramen sus lágrimas con ustedes de ser posible. Ablanden su corazón,- ayúdenles a tener buenos sentimientos hacia ustedes. No se valgan de la violencia… Acerqúense a ellos con la razón, la persuasión y el amor sincero. Si a través de estos medios no pueden ganarse a sus hijos… no habrá medio alguno en el mundo mediante el cual puedan hacerlo {Gospel Doctrine, 5a edición, [Salt Lake City: Deseret Book Co., 1939], pág. 316).

En verdad, el amor es un gran poder para bien. El presi­dente Smith estaba enseñando sobre la importancia de ablandar el corazón de los hijos, haciéndonos sentir amor los unos por los otros. El presidente David O. McKay lo expresó de esta manera:

Insto con gran seriedad a los padres a reunir a sus familias a su alrededor para instruirlas en la verdad y la rectitud, en el amor a la familia y en la lealtad. El hogar es la base de una vida recta, y nin­gún otro instrumento puede tomar su lugar ni cumplir con sus funciones esenciales. Los proble­mas de esta época difícil no pueden solucionarse en ningún otro lugar u organización, ni a través de medio alguno, excepto por el amor y la rectitud, el precepto y el ejemplo, así como por la devoción al deber en el hogar [Family Home Evening Manual, 1965, pág. 111).

Este libro ha intentado centrarse en la importancia de enseñar a nuestros hijos el amor de Dios y amarse unos a otros. No podemos pasar esto por alto. Sin embargo, a veces vemos el amor con una mira algo estrecha, llegando de este modo a no lograr entender cómo es que nuestros hijos pudieron hacer algo malo cuando les hemos demostrado tanto amor.

Cuando usted piensa en Jesucristo, ¿qué imagen tiene de Él? La mayoría de las personas lo imaginan sanando al enfermo, perdonando a la mujer adúltera y amando a los niños pequeños. Piensan en Él como en un Dios amoroso, amable y tierno.

Todo esto es verdad, mas debemos recordar que el amor genuino está motivado por aquello que va a ser mejor para la otra persona. En ocasiones, la suavidad, la ternura y el cuidado amoroso del momento puede que no sean lo mejor para la persona a la que amamos. Debemos recordar que fue el mismo Jesús el que expulsó a los inicuos del templo, el que reprendió a Pedro, Santiago y Juan, a José Smith y a todos los santos en Misurí.

¿Cómo pudo hacer esto alguien que amaba tanto a Su pueblo? Tenemos que entender que el Señor hará siempre lo mejor para Su pueblo, aun cuando ello implique llevárse­los de la tierra, para que no se hundan más y más en el pecado. En verdad, el castigo es realmente un acto de mise­ricordia por parte del Señor, motivado por Su amor divino.

El Señor explica este principio de manera hermosa en Doctrina y Convenios 95:1-2: «De cierto, así dice el Señor a vosotros a quienes amo, y a los que amo también disciplino para que les sean perdonados sus pecados, porque con el castigo preparo un medio para librarlos de la tentación en todas las cosas, y yo os he amado. Es necesario, pues, que seáis disciplinados y quedéis reprendidos delante de mi faz».

Resulta interesante que el Señor diga que castiga a los que ama. Ya que Él ama a todos Sus hijos, podemos dar por entendido que recibiremos una porción de ese castigo, cuyo propósito verdadero es que nuestros pecados sean perdona­dos. También me impresiona el hecho de que diga que preparará un medio para librarnos de la tentación, si lo segui­mos como discípulos Suyos. Entonces, tras haber hablado del castigo, vuelve a afirmar: «Yo os he amado».

¿No es ése el mismo espíritu con el que debemos disci­plinar a nuestros hijos? No mal interpretemos el «castigo» como palabras ásperas, respuestas poco amables o una agresión física y severa. El Señor no actuó de esa manera, ni tampoco debemos hacerlo nosotros. Debemos amar a nues­tros hijos con todo nuestro corazón, con amabilidad, ternura y cálido afecto. En ocasiones, y si lo necesitan, también debemos castigarles. Recuerde que estamos demostrando amor cuando disciplinamos a nuestros hijos del mismo modo que si les diésemos un abrazo. Los hijos que reciben la disciplina amarán mucho más a sus padres si éstos lo hacen con un espíritu de amor.

EL PODER DEL ARREPENTIMIENTO

Recordemos que nuestro motivo para disciplinar a los hijos es ayudarles a tener un corazón humilde y arrepentirse de sus pecados. En otras palabras, si han endurecido el cora­zón y están haciendo algo malo, necesitan que, a veces, se les ayude por medio del castigo para hacerles humildes y que de este modo reciban el Espíritu del Señor. Si ése es nuestro objetivo, no cometeremos demasiados errores al disciplinar a nuestros hijos. Si verdaderamente los amamos, estaremos deseosos de hacer cualquier cosa buena y correcta para ayudarles a volver su corazón al Señor.

Aunque la palabra disciplina tiene cierto significado negativo, procede de la palabra discípulo. El Señor nos disci­plina, y si estamos dispuestos a recibir Su disciplina con el espíritu correcto, llegaremos a ser Sus discípulos.

La palabra arrepentimiento denota un cambio de cora­zón o de mente, o, en otras palabras, una conversión. Puede que se trate del «potente cambio» del que se habla en el Libro de Mormón (véase Mosíah 5:2; Alma 5:14).

La palabra hebrea para arrepentirse significa «volverse o regresar a Dios». Así que, cuando hablamos del arrepentímiento, estamos hablando de un aspecto muy positivo del Evangelio. Cuando me arrepiento, estoy volviendo mi cora­zón a Dios. Estoy procurando pasar por ese cambio potente. De igual modo, cuando administro disciplina a mis hijos, mi deseo es que vuelvan el corazón a Dios.

Cuando el Señor castiga a alguien, siempre lo hace con un propósito bueno. Nunca se trata de castigar por el mero placer de hacerlo, sino que consiste en hacer que las perso­nas se vuelvan al Señor, hacer que su corazón sea humilde y que, de este modo, crezcan y aprendan de los errores que han cometido. Si ése es nuestro propósito al disciplinar a nuestros hijos, sabremos que estamos en el camino correcto.

Si comenzamos con la premisa espiritual correcta sobre la disciplina, tendremos muy pocos problemas para discipli­nar a las personas o para recibir nosotros mismos la disci­plina del Señor. Es esencial que, a medida que vayan creciendo, enseñemos a nuestros hijos a decir: «Hágase Tu voluntad, oh Señor, y no la mía».

Todos somos egoístas, especialmente los niños, al que­rer hacer siempre nuestra voluntad. A veces los niños quie­ren meterse con sus hermanos y hermanas, intentan competir unos con nosotros. Todos estos tipos de activida­des generan contención en el hogar. En muchas ocasiones los niños hacen cosas por motivos equivocados —para com­placer a sus padres o para evitar el castigo— y no tanto por el hecho de que esas cosas sean correctas.

Aquellos que buscan complacerse únicamente a sí mis­mos son muy egoístas. Pero la voluntad del Señor debe estar por encima de todas las cosas. Debemos aprender a hacer aquello que no nos apetece simplemente porque debemos hacerlo. La clave reside en fomentar en nuestros hijos el deseo de responder al sentimiento de «tienes que hacerlo». Si su motivación es algo meramente externo, nunca estarán bien disciplinados ni serán sumisos ante el Señor.

Por ejemplo, cuando comenzamos a leer las Escrituras como familia, teníamos la norma de que los niños debían estar levantados a las seis en punto. Si no lo hacían, ten­drían que irse a cama una hora antes la noche siguiente, con la idea de que necesitaban dormir más si no eran capaces de levantarse para el estudio de las Escrituras. Entonces, uno de mis hijos dijo algo que realmente me llamó la atención: «Papá, la única razón por la que vengo a la lectura de las Escrituras es para no tener que irme temprano a cama». Nos dimos cuenta de que estábamos presionando injusta­mente a nuestros hijos para que obedeciesen, así que pres­cindimos de esa norma. Nuestros hijos responderán externamente a ese tipo disciplina, mas no aprenderán a obedecer por los motivos correctos: el deseo interior de seguir al Señor.

Puede que la descripción más importante sobre lo que significa ser humilde ante el Señor se encuentre en Mosíah 3:19:

Porque el hombre natural es enemigo de Dios, y lo ha sido desde la caída de Adán, y lo será para siempre jamás, a menos que se someta al influjo del Santo Espíritu, y se despoje del hombre natu­ral, y se haga santo por la expiación de Cristo el Señor, y se vuelva como un niño: sumiso, manso, humilde, paciente, lleno de amor y dispuesto a someterse a cuanto el Señor juzgue conveniente imponer sobre él, tal como un niño se somete a su padre.

Verdaderamente, todos nosotros debemos someternos a nuestro Padre Celestial. Especialmente nuestros hijos, cuando son jóvenes, se someterán a sus padres terrenales porque querrán hacerlo, si dichos padres los han discipli­nado correctamente.

Echemos un vistazo a algunas declaraciones del Señor mismo, de las cuales podemos aprender algunos principios para manifestar este tipo de amor por nuestros hijos. Aquellos padres que son un poco indolentes, sienten que no deben intervenir en los problemas de sus hijos o cuando éstos se están peleando. Sin embargo, el Señor ha dicho cla­ramente: «Ni permitiréis que vuestros hijos anden hambrientos ni desnudos, ni consentiréis que quebranten las leyes de Dios, ni que contiendan y riñan unos con otros y sirvan al diablo, que es el maestro del pecado, o sea, el espí­ritu malo de quien nuestros padres han hablado, ya que él es el enemigo de toda rectitud» (Mosíah 4:14).

Está muy claro que no debemos permitir que nuestros hijos peleen unos con otros ni que transgredan las leyes de Dios. Además, el Señor dice que el obispo debe ser un hom­bre «que gobierne bien su casa, que tenga a sus hijos en sujeción con toda honestidad» (1 Timoteo 3:4). Esto mismo se aplica a cualquier familia buena.

En el libro de Proverbios encontramos muchos consejos sobre la disciplina:

No rehuses corregir al muchacho,- porque si lo castigas con vara, no morirá. ¡Proverbios 23:13).

Castiga a tu hijo en tanto queda esperanza; mas no se apresure tu alma para destruirlo (Proverbios 19:18).

Corrige a tu hijo, y te dará descanso, y dará ale­gría a tu alma (Proverbios 29:17).

El Nuevo Testamento nos enseña también a no provo­car a nuestros hijos a la ira:

Padres, no exasperéis a vuestros hijos, para que no se desalienten (Colosenses 3:21).

Y vosotros, padres, no provoquéis a ira a vues­tros hijos, sino criadlos en disciplina y amonesta­ción del Señor (Efesios 6:4).

Siempre me impresiona el que, cuando damos tiempo a nuestros hijos para que acudan al Espíritu y lo sigan, el Señor les dice qué hacer y ellos escogen lo correcto. A veces necesitan que sus padres les ayuden a tener el valor sufi­ciente para hacer frente a sus propios errores, pero a medida que les hacen frente una vez tras otra, aprenden por sí mis­mos a hacer lo correcto.

A comienzos de curso, uno de nuestros hijos y su amigo fueron descubiertos cuando intentaban subir por una valla metálica del campo de béisbol durante la hora del almuerzo. No sabían que eso iba contra las reglas; sin embargo, los maestros les mandaron entrar y les hicieron trabajar sin descanso durante varios días. Probablemente fueron un poco más duros con ellos de lo que deberían haber sido.

Nuestro hijo volvió a casa muy enfadado con los maes­tros; se sentía muy rebelde, con la actitud de «Ya les ense­ñaré yo» y «Que esperen nomás hasta que sepamos cómo devolvérsela». En otras palabras, él y su amigo no recibieron el castigo con humildad sino con un corazón endurecido.

Mi esposa y yo comenzamos a hablar con este hijo para convencerle de que debía disculparse ante el maestro aun­que el castigo hubiese sido un tanto duro. Él se resistió, pre­ocupado por lo que sus amigos pudieran decir. En vez de tomar la decisión por él, finalmente le dije que fuese a su cuarto y orase, y que si el Señor le decía que no tenía que disculparse, yo estaría de acuerdo. Pero que si el Señor le decía que tenía que hacerlo, entonces él debía ser lo sufi­cientemente hombre como para hacerlo. Tras estar a solas por más o menos unos veinte minutos, volvió con un corazón humilde y con la determinación de que, sin importar lo que costase, se disculparía con el maestro, lo cual hizo al día siguiente.

Estoy convencido de que si damos a nuestros hijos una oportunidad de escoger, tras haberles enseñado principios correctos, el Espíritu Santo les guiará a decidir por ellos mismos lo que deben hacer, sin que nadie les dirija ni con­trole su vida. Ellos deben decidir por sí mismos.

PRINCIPIOS QUE GOBIERNAN LA DISCIPLINA

Con el transcurso de los años he aprendido varios prin­cipios sobre la disciplina que han hecho mucho más fácil el volver a nuestros hijos al Señor:

  1. No discipline cuando esté enfadado o fuera de con­trol. Espere hasta un poco más tarde.
  2. Después de disciplinar, asegúrese de mostrar un mayor amor (véase D&C 121:43).
  3. Ame, ame y ame a todos, pero especialmente a aqué­llos que parecen merecerlo menos.
  4. Al disciplinar, aplique consecuencias lógicas (conse­cuencias que tengan alguna relación con el pecado come­tido). En muchas ocasiones, el dejar que los hijos hagan frente a las consecuencias naturales de sus propios actos es la mejor disciplina posible, siempre y cuando no les vaya a ocasionar daño alguno.
  5. Cuando discipline, asegúrese de no apresurarse a apaciguar las cosas. A veces, después de que los padres han aplicado la disciplina, intentan acercarse cariñosamente y mostrar amor por sus hijos demasiado pronto. Existe un tiempo determinado para mostrar mayor amor. Si se hace demasiado pronto y los padres intentan arreglar la situa­ción en vez de permitir que el hijo acuda a ellos, éste puede mal interpretar este afecto como una debilidad de la deci­sión de los padres. No intente enmendar una relación tem­poralmente exasperada hasta que sea el momento apropiado.
  6. No sea demasiado misericordioso con el transgresor cuando haya quebrantado una ley. Su amor debe ser mayor que eso. No debemos permitir que el Señor se ofenda por nuestra falta de resolución para ayudar a nuestros hijos a seguir un principio correcto.
  7. Ame a sus hijos lo suficiente como para hacer que hagan frente a las consecuencias de su propio comporta­miento. No les proteja de los resultados.
  8. Planee con antelación, antes del acaloramiento del momento, las consecuencias que tendrán que pagar por romper las reglas familiares. Asegúrese de que se entienden con claridad, y entonces los hijos tenderán a disciplinarse a sí mismos.
  9. Cuando administre disciplina, no dé justificaciones ni explicaciones para la misma. Si lo hace, terminará mer­mando su eficacia.
  10. Aprecie y ame físicamente a sus hijos. El contacto físico rompe numerosas barreras. Béselos y abrácelos.
  11. Reconozca, alabe y felicite toda buena actuación. Felicite a sus hijos por el valor intrínseco de lo que hayan hecho y no porque usted persiga alguna razón manipuladora por su parte («Me complace lo que has hecho»).

Al observar cómo los padres disciplinan a sus hijos, con frecuencia suelen seguir dos pautas diferentes. A mi juicio, uno es correcto y el otro no.

PRINCIPIOS INCORRECTOS DE DISCIPLINA

  1. A veces las conversaciones de los padres con sus hijos se centran únicamente en el problema y no en cómo se sienten los hijos con respecto al problema. Los padres dan consejo, crítica, condenación, etcétera, y los hijos tienden a rebelarse, a contraatacar y a negarse a hablar, por lo que no se soluciona nada.
  2. Después de una conversación, los padres imponen la disciplina a sus hijos. Debido a que esta disciplina es externa para los hijos, éstos vuelven a rebelarse, sienten rencor y ter­minan por rechazarla. Aunque aparentemente aceptan los deseos de sus padres, conservan estas tendencias internas que con el tiempo acaban por salir a la superficie.
  3. Los padres se sienten mejor porque han descargado sus sentimientos, pero los hijos continuarán haciendo lo malo más adelante ya que no han aprendido nada, excepto a evitar a los padres que les disciplinan. Además, ya no se llevan tan bien con sus padres, por lo que la relación decrece o se destruye. Quizás lo más importante es que el problema que tenía que corregirse continúa igual y se vol­verá a repetir.
  4. A causa de la naturaleza de la disciplina, las cosas no permanecen en un estado neutral. O bien los hijos aceptan el consejo, cambian, se humillan y se arrepienten, o bien rechazan el consejo, por lo que la disciplina administrada les perjudica a ellos mismos y a su relación con los demás.

Los padres no pueden seguir dando este tipo de disci­plina sin que tenga resultados perjudiciales, los cuales terminarán ocasionando la destrucción de sus hijos o de su relación con ellos.

PRINCIPIOS CORRECTOS DE DISCIPLINA

Hay una manera más inteligente de disciplinar:

  1. Los padres orarán (en su corazón) antes y durante la conversación con sus hijos. Orarán para poder ablandar sus propios corazones y ser un instrumento en las manos del Señor para hacer que se humille el corazón de sus hijos. Los padres serán, además, receptivos a las impresiones que reci­ban.
  2. Los padres centrarán la conversación en los senti­mientos que tengan sus hijos con respecto al problema, y no tan sólo en el problema en sí. Intentarán entender por qué sus hijos hicieron lo que hicieron, permitiéndoles des­cribir el problema desde su propio punto de vista; ello cre­ará una atmósfera abierta en la que se pueden expresar los verdaderos sentimientos sinceros. Esto es especialmente importante porque, a menos que los hijos expresen tales sentimientos, no se efectuará ningún cambio duradero. Los padres podrían decir cosas como: «¿Qué sentías cuando estabas haciendo eso?», o «percibo que realmente tienes sentimientos profundos al respecto. Ayúdame a entender por qué te sientes así». Si los padres omiten este paso, los hijos puede que intenten ocultar lo que ocurrió en realidad y no admitan sus errores. Es de vital importancia que se anime a los hijos a compartir sus sentimientos sobre lo que ha sucedido.
  3. Los padres crearán un ambiente en el que los hijos puedan humillarse y pedir consejo. La meta de los padres debiera ser preparar una atmósfera tal que los hijos estén dispuestos a aprender. Si no están dispuestos a aprender, cualquier cosa que se les diga será destructiva. Acabarán por perder el respeto a los padres, ya que la disciplina ha sido «injusta», o acabarán perdiendo el respeto por sí mismos porque los padres creen que ellos «no son buenos». Aun si los padres tienen razón, si les aconsejan en el momento equivocado, todo terminará siendo ofensivo.

La relación entre padres e hijos debe estar en orden. No basta con que los padres se sientan bien con sus hijos,- los hijos deben también sentirse bien con sus padres. Sólo entonces la disciplina será eficaz.

  1. Una vez que los hijos han hablado de lo acontecido y han expresado sus sentimientos, los padres pueden hacerles algunas preguntas a modo de aclaración y darles consejo inspirado para que puedan aprender.
  2. Cuando los hijos entienden por qué estuvo mal lo que hicieron, ellos se disciplinarán a sí mismos. La disciplina procede del interior.
  3. Debido a que la disciplina viene del interior, el cam­bio es permanente y contribuye al crecimiento y desarrollo de nuestros hijos. Ellos ven que es para su propio beneficio el no volver a hacer lo que han hecho.
  4. Debido a la forma en que se ha disciplinado, la rela­ción entre padres e hijos se ve fortalecida y el amor de ambos ha enraizado. Además, los hijos serán más dados a escuchar a sus padres en el futuro. Finalmente, nuestros hijos tendrán una mayor inclinación a volverse a su Padre Celestial y a arrepentirse de sus pecados porque su corazón se habrá ablandado.

Hay muchos otros principios de disciplina eficaz que se podrían abordar. Por ejemplo, los padres deben tratar con mucho cuidado de no resolver un problema serio en el momento mismo en que ocurra. Harían mejor en esperar hasta un poco más tarde, unas horas después o al día siguiente, antes de intervenir, especialmente si están sin­tiendo la emoción del momento. A veces esta misma apariencia de dejadez por parte del Señor, es utilizada por los no creyentes como evidencia para «probar» la «no existen­cia» de Dios.

El mundo critica al Señor por permitir que pasen cosas malas. Se preguntan por qué permite que los niños pequeños mueran, que las mujeres sean violadas, que haya muertes violentas, etc. Aun cuando estas cosas son difíciles de enten­der, debemos tener fe en que el Señor sabe lo que está haciendo. Tal como dijo Isaías: «Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová. Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos» (Isaías 55:8-9; véase también Alma 14:8-11). Verdaderamente, el que el Señor lo sepa todo, el que tenga todas las respuestas en Su mano pero aun así no intervenga, aun cuando el mundo lo haría, puede ser una de Sus más grandes características.

Muchos padres no están lo suficientemente disciplina­dos como para refrenarse y permitir que sus hijos aprendan a su propio ritmo, que experimenten las cosas por sí mis­mos. En vez de eso, arden en deseos de inmiscuirse y decir­les a sus hijos lo que tienen que hacer, porque, después de todo, los padres «son los que saben». Intentarán manipular a sus hijos para que vayan en esa dirección.

Parece que el Señor trabaja en sentido contrario. Si se lo pedimos, Él nos ayudará. Mas no parece tener un control total o directo sobre las cosas. Parece estar en «reposo», per­mitiendo así que la persona tenga un crecimiento y un des­arrollo máximos. Cuando a veces los padres ven claramente lo que hay que hacer, les resulta difícil refrenarse y no inter­venir o dar esta información que les ayudará a solucionar­los problemas de sus hijos. Pero el retraerse puede ser una mayor manifestación de amor, nos da una nueva compren­sión sobre la majestuosidad del amor de Dios, y hace que reconozcamos que sabemos muy poco sobre el Señor.

Podríamos hacer todo por nuestros hijos, pero la única seguridad real para ellos reside en sí mismos. Podemos fijar restricciones para guiarles y poner toda protección a su alre­dedor. Pero al fin y al cabo, la prueba final depende de ellos. Deben ser capaces de ser ellos mismos y de seguir las impresiones del Espíritu.

Cuando discipline a sus hijos, recuerde que las personas generalmente hacen las cosas de la mejor manera posible. Puede que tengan motivos incorrectos y que cometan erro­res, pero generalmente tienen una razón para hacer lo que hacen.

Si los padres y los hijos saben que no se ofenderán unos con otros de manera intencional sino que buscan la com­prensión mutua, con el tiempo esa confianza nos otorgará sus muchos dividendos.

LA CONFIANZA ENTRE PADRES E HIJOS

Una de nuestras hijas estaba muy inquieta por la llegada de su undécimo cumpleaños. Quería que le prometiésemos que podría invitar a una de sus amigas al cumpleaños para que durmiera en casa el viernes por la noche. No le dijimos que sí ni que no, pero a medida que se acercaba la fecha, supimos que sus amigas estaban planeando darle una fiesta sorpresa.

Al saberlo, le dijimos que no iba a ser posible que nadie se quedase a dormir el viernes por la noche. Ella estaba real­mente decepcionada,- lloró e insistió constantemente sobre el asunto durante algún tiempo. Nosotros continuamos diciéndole: «Cariño, todo va a estar bien. No te preocupes». A ella le costaba mucho entender el porqué.

Finalmente le dije: «Mira, ¿crees en tu padre?».

«Sí».

«¿Crees que yo haría algo que te hiriese o que te perju­dicase?»

«No».

«Entonces confía en mí y todas las cosas se soluciona­rán por sí mismas para el viernes por la noche, ¿de acuerdo?»

Finalmente creyó y nuestra conversación la tranquilizó un poco. Cuando llegó el viernes, encontramos una excusa para ir a la casa de su amiga, y al entrar en la sala todas sus amigas estaban allí con un cartel enorme y gritando: «¡Feliz cumpleaños!»

Nuestra hija estaba muy emocionada y sorprendida. Estaba muy entusiasmada por el amor de sus amigas al cele­brarle su cumpleaños. También estaba muy contenta por la confianza que había puesto en sus padres, la cual se había visto recompensada. Se quedó allí toda la tarde y disfrutó de un cumpleaños maravilloso.

¡Cuánto tienen que confiar los hijos en sus padres! Los padres conocen el fin desde el principio en cuanto a algunas cosas, y si tan sólo sus hijos creen y confían, todo saldrá bien para ellos, normalmente incluso mejor de lo que espe­raban. La confianza no se edifica en un instante, sino a tra­vés de muchas semanas y meses de experiencias de padres e hijos que ven cómo responden mutuamente con amor ver­dadero. Vuelvo a decir que si los padres enseñan a sus hijos a orar, a leer las Escrituras y a obedecer la voz del Señor, las responsabilidades serán tratadas entre el Señor y los hijos, y los padres no tendrán que ser los «guardianes» que dirijan la vida de sus hijos.

LA AUTODISCIPLINA

Un día, un chico estaba molestando a uno de mis hijos en la escuela; le había molestado porque él y otros jóvenes Santos de los Últimos Días estaban vestidos con sus hermo­sas ropas de domingo. Habían planeado ir al templo justo después de la escuela para hacer bautismos por los muertos y estaban pasando por un momento bastante difícil a causa de que los otros estudiantes se metían con ellos por motivo de la ropa.

Un chico que era más bajito que mi hijo siguió metién­dose con él. Mi hijo era muy fuerte para su edad y tenía la tendencia a no quedarse cruzado de brazos con nadie. Podría haber hecho fácilmente que el otro muchacho dejase de molestarle, pero evitó hacerle daño aun cuando este chico le hiciese pasar por un mal momento. Un par de jovencitas Santos de los Últimos Días se quedaron muy impresionadas con la actitud de mi hijo y le dijeron que admiraban su disciplina para evitar irse a las manos. Mi hijo contestó: «No podía pegarle porque voy a ir al templo».

Me quedé impresionado por el hecho de que supiese en su interior que estaba mal «ir repartiendo bofetadas a la gente», especialmente cuando iba a ir al templo. De algún modo, este mensaje se había arraigado en su corazón y le ayudaba a disciplinarse y a controlarse. Encontré intere­sante el que, aun después de pasar por esta experiencia, este hijo mío siguiese ejerciendo un mejor control de sí mismo y evitara irse a las manos con los demás.

Los adultos pueden ejercer este mismo tipo de autodisci­plina cuando hablen de algo que saben que está mal. En una ocasión, mi esposa asistió a un almuerzo con otras mujeres. Algunas eran Santos de los Últimos Días activas, otras eran menos activas, y también asistieron unas cuantas que no eran miembros de la Iglesia. El tema de conversación se vol­vió hacia el aborto y la pildora anticonceptiva. Durante varios minutos una de las mujeres expresó categóricamente que no había nada malo en el aborto y que no debería haber restricción alguna sobre el control de la natalidad.

Mi esposa tuvo que hacer frente a la difícil decisión de hablar accerca del tiempo o hablar en favor de la verdad. Escogió hacer esto último, explicando que en la mayoría de los casos el aborto es un pecado serio, con las únicas excep­ciones de cuando es resultado de una violación o del incesto. Aun entonces, el asunto debía ser decidido tras aconsejarse cuidadosamente con los líderes del sacerdocio y bajo la dirección del Espíritu del Señor, y terminó dando su testimonio sobre el tema. Tal como cabe esperar, el almuerzo concluyó de manera bastante brusca. Sin embargo, más tarde, una de las mujeres inactivas se acercó a mi esposa para decirle que nunca antes había entendido el punto de vista del Señor en cuanto a estos asuntos, pero que había sentido que mi esposa había dicho la verdad.

Hace pocos años, una de mis hijas se encontró en una circunstancia parecida. Se dirigía a una clase cuando una de sus amigas le dijo: «Faltemos a esta clase». La chica hizo sonar su comentario muy tentador, mas nuestra hija lo pensó y sintió que el Espíritu le decía que no debía hacerlo. Entonces le dijo a su amiga: «No, no estaría bien. Tengo que ir a clase». Y lo hizo.

Más tarde le pregunté qué había pasado con su amiga. Ella se quedó pensando por un instante y me dijo: «Bueno, en ese momento no me di cuenta, pero ella también fue a clase».

Cuán agradecido estoy de que oyera la voz del Espíritu y tuviera la autodisciplina de seguirla. Esta experiencia me hizo saber que mi hija estaba ciertamente progresando espi-ritualmente y que merecía una mayor confianza por parte de sus padres.

Todos nosotros, tanto hijos como padres, necesitamos el valor para seguir la voz del Espíritu, pues en realidad el Señor mismo es el que disciplina. No conozco un dolor mayor que el de decepcionar al Señor. Cuando actuamos así, con frecuencia necesitamos de un arrepentimiento intenso para recuperar el privilegio de volver a tener el Espíritu con nosotros para darnos instrucción.

EL REQUISITO DE LA RESPONSABILIDAD

Algunos padres tienen dificultades para hacer que sus hijos se responsabilicen de cosas tales como la hora en que estarán en casa, dónde han estado, qué han estado haciendo o, especialmente, si han cumplido una asignación. Más importante que planear y hacer el trabajo es el hacer a uno responsable por lo que ha hecho, principio que se enseña con claridad en las Escrituras.

Los padres pueden ayudar a sus hijos a ser más respon­sables si siguen ciertos principios. Por favor, considere los siguientes:

  1. Si a los hijos no se les requiere dar un informe de mayordomía a sus padres, terminarán por no tenerles respeto.
  2. Si los hijos no tienen respeto por sus padres, no les obedecerán, aun cuando éstos esperen que lo hagan.
  3. Si no hay un informe de mayordomía, no habrá pro­greso, ya que no hay corrección, ni guía, ni dirección.
  4. El Señor hace responsables a los padres por el informe de mayordomía y la disciplina de sus hijos.
  5. Para requerir un informe apropiado por la tarea a rea­lizar, los padres deben asegurarse de que la asignación sea clara y específica, y que los hijos sepan de antemano lo que se espera de ellos.
  6. Cuando los padres dan asignaciones, deben verificar que sus hijos les mantengan informados de las mismas.

Si los hijos tienen dificultades con una asignación razo­nable, los padres no deben tener demasiada prisa para meterse en el medio. Algunos de nosotros cometemos el error de intentar tomar cartas en el asunto y solucionar todos los problemas de nuestros hijos. Una cosa que he aprendido del Señor es que Él no parece excesivamente des­eoso de inmiscuirse. Él me permite tener dificultades, sen­tirme frustrado, humillarme, intentar solucionar el problema y finalmente ver los frutos de mis esfuerzos y el crecimiento personal subsiguiente. Los padres necesitan seguir el ejemplo del Señor en este aspecto. Deben estar cerca de sus hijos, preocupándose por lo que pasa en su vida y en su corazón, mas no deben estar demasiado dispuestos a ayudarles a solucionar cada problema a través de su «gran sabiduría», su «gran resolución» o su «gran disciplina». De otro modo, ¿cómo aprenderán los hijos a desarrollar sus pro­pias fuerzas y a acudir al Señor en busca de ayuda?

Los padres deben ser responsables de que se cumplan las reglas de la familia. Si los padres pasan por alto el cumpli­miento de una regla durante un período de tiempo, no debieran sorprenderse cuando sus hijos rompan dicha regla con frecuencia. No es apropiado que los padres castiguen a los hijos por su propia negligencia en el cumplimiento de las reglas. En tales casos, el problema reside en una falta de liderazgo por parte de los padres y no en la desobediencia del hijo.

UNA LECCIÓN DE RESPONSABILIDAD

Una mañana me di cuenta de que uno de mis hijos estaba muy triste por algo. Me lo llevé a solas y comenza­mos a hablar de lo que le preocupaba. Tras vacilar un poco, me dijo: «Papá, yo fui el que dejó salir a Patches». Supe entonces que estaba hablando del conejo mascota de los vecinos, al cual llevaban intentando encontrar más de un mes. Pensé: «Estos amigos van a tener un poco de resenti­miento hacia nosotros».

Cuando le pregunté por qué lo había hecho, me dijo: «No lo sé. Creo que estaba enfadado con mi amigo». Recordé entonces que nuestros hijos habían tenido una pre­ocupación adicional por encontrar el conejo de los vecinos y ahora entendía el porqué.

Hablamos por unos minutos sobre lo que todo ello implicaba. Le pregunté si tenía que hablar con su amigo pero él había estado orando y ya había decidido hacerlo.

Su mayor preocupación era que el otro chico dejara de ser amigo suyo. Seguramente le preguntaría por qué había dejado escapar al conejo y por qué no se lo había dicho semanas atrás. Los padres se habían sentido tan mal que lle­garon a comprarle otros dos conejos para reemplazar el que habían perdido. Mi hijo se preguntaba si estaría bien llamar a su amigo y tratar el problema por teléfono. Yo le dije que generalmente era mejor hablar con la gente cara a cara y que quizás podría invitar a su amigo a venir a casa. Le di la opción de que yo estuviera presente o de que él hablase a solas con su amigo, y a poco me dijo que lo haría a solas.

Le expliqué que, además de aclarar el asunto con su amigo, tendría que aclararlo con el Señor. El me dijo que ya había orado y que había pedido perdón. Ciertamente había seguido las impresiones recibidas del Espíritu en cuanto al asunto.

Mi hijo invitó a su amigo a venir a nuestra casa y se fue­ron juntos a ver un video. Yo bajé en dos ocasiones para ver lo que había pasado, sólo para descubrir que todavía no habían sacado la cuestión a relucir. Tuve la impresión de que él estaba atascado porque realmente le preocupaba la reacción de su amigo. Finalmente le pedí que se acercara a mí y le dije que necesitaba el valor para hacer lo que tenía que hacerse, y que tenía que hacerlo ya.

Al poco rato, este buen muchacho estaba de regreso con una gran sonrisa, diciendo que todo había quedado resuelto. Hablé con mi hijo y con su amigo por un minuto y le dije a este último cuán mal se había sentido mi hijo por lo que había sucedido, que tenía la esperanza de que todo esto no llegase a afectar la amistad entre ellos y que esperaba que le perdonase. El joven sonrió y dijo que no había ningún pro­blema. Mi hijo se ofreció para comprar otro conejo, pero él le dijo que realmente no quería otro porque ya tenía otros dos.

Yo estaba muy complacido al ver que mi hijo había sido lo suficientemente responsable como para hacer frente a la situación y aclarar las cosas con su amigo y con el Señor. Verdaderamente, casi todo lo hizo él solo, aunque alguien había estado allí para ayudarle a ser responsable y animarle a hacer lo que ya había decidido que era correcto,- algo muy diferente a decirle lo que tiene que hacer y hacer que lo haga.

TÉCNICAS DE DISCIPLINA

Cuando hacemos que nuestros hijos sean responsables de sus actos, ellos lo interpretan como una muestra de amor. Cuando somos demasiado liberales y les permitimos hacer lo que quieran, lo interpretarán como una falta de amor. Los hijos necesitan dirección, pautas y padres que les amen lo suficiente como para hacerles acatar la disciplina apropiada por el incumplimiento de las reglas. Recuerde que los ultimátums vacíos están condenados al fracaso y que la rebelión suele ser una consecuencia inmediata.

El presidente Kimball solía decir de alguien que no estaba haciendo lo correcto: «Tiene el derecho a ser disci­plinado, no como un castigo, sino como una ayuda para su crecimiento, debido al gran amor que le tenemos. Vayamos, por tanto, y disciplinémosle». Creo que éste es un gran principio.

Hay varias técnicas que han funcionado bastante bien con nosotros en la administración de disciplina, especial­mente las siguientes:

  1. Dé lo mejor de sí para que sus hijos se vuelvan al Señor.
  2. Ayude a sus hijos a tener un corazón humilde y arrepentido.

Entonces ellos:

  • Reconocerán sus pecados.
  • Confesarán sus pecados.
  • Pedirán perdón.
  • Desearán corregir aquello que hayan hecho mal.
  • Tendrán la determinación de no pecar más. Como puede ver, éstos son los cinco pasos del proceso

del arrepentimiento. Queremos que nuestros hijos se arre­pientan, porque ello favorece la manifestación de un cora­zón humilde.

  1. Después de la disciplina, y tras dejar pasar el tiempo apropiado, asegúrese de mostrar a sus hijos un mayor amor físico, verbal y emocional.
  2. Asegúrese de no sacar a colación el pecado nunca más. A veces los padres o las familias continúan sacando a relucir una y otra vez los errores del pasado, con intención de recordárselo a la persona para que no vuelva a caer en ese error. Pero, en esencia, esto muestra que verdaderamente no han perdonado ni olvidado en su propio corazón. Es mejor olvidarlo, tal como el Señor prometió que haría.
  3. Emplee las siete sugerencias mencionadas anterior­mente en este libro para invitar al Espíritu. Si lo hace, ten­drá un impacto mucho mayor para lograr la humildad de corazón de sus hijos.
  4. Haga un buen uso de la reunión de consejo familiar. Los problemas que afectan a más de un miembro de la fami­lia tienen que ser tratados abiertamente con los demás integrantes de la misma. Asegúrese de que los sentimientos de todos se expresen de forma honrada y que cada persona tenga la oportunidad de ser escuchada. Generalmente todos pondrán de su parte para comprometerse y llegar a un acuerdo. (Por supuesto que éste no debe ser el caso si se trata de adaptar o ajustar un mandamiento del Señor). Los consejos de familia deben comenzar siempre con una ora­ción, con un testimonio, con expresiones de amor y puede que hasta cantando; todo ello para invitar al Espíritu del Señor a la reunión antes de abordar temas delicados. Después de que el consejo tome las decisiones, las conclu­siones deben aclararse a todos para que no haya malenten­didos sobre lo que la familia ha decidido.
  5. Las entrevistas privadas y de carácter personal pueden ser muy valiosas a la hora de ayudar con los problemas de disciplina. Nosotros las hemos tenido de diferente manera con el transcurso de los años. A veces teníamos una cita fija para cada niño. Otras veces hemos tenido entrevistas estando sentados a la mesa o en un árbol, y otras veces mientras paseábamos. Últimamente hemos estado cele­brando entrevistas menos formales y sin estar programadas. Generalmente hacemos una oración juntos si estamos en un ambiente más formal, cuando se vaya a hacer una entre­vista sobre dignidad. Si no se trataba más que de una pequeña comprobación para ver cómo les iban las cosas, generalmente dábamos un paseo por la calle y mantenía­mos una conversación informal.

Al principio de nuestro matrimonio solía dirigir las entrevistas yo solo como el padre. Luego descubrimos que era mucho más productivo que mi esposa y yo las tuviése­mos juntos. Intentamos conocer los sentimientos de nuestros hijos hacia nosotros, saber de su progreso en la escuela, saber de sus amigos, de su progreso espiritual, etc. Esto parece tener un impacto mayor que cuando sólo uno de nosotros realiza la entrevista individualmente. No quiero decir con esto que no haya ocasiones en las que se necesite tener una entrevista con sólo uno de los padres, especial­mente al hablar sobre la dignidad.

El centrar la atención solamente en un único hijo nos ha ayudado mucho para mantenerlos a todos en el sendero recto y angosto. Con frecuencia hemos percibido necesida­des que, de otro modo, habrían pasado inadvertidas. A veces hemos podido hablar de cuestiones serias sobre aspectos espirituales o relacionados con el sexo. Estas entrevistas también han sido valiosas para profundizar en el amor que tenemos los unos por los otros. En muchas ocasiones, las entrevistas han finalizado con una bendición del sacerdocio y en todos los casos con una oración, la cual hace aumentar el amor que tenemos como familia.

  1. Las bendiciones del sacerdocio pueden ser muy efica­ces para disciplinar a los hijos. Si usted puede ayudarles a que se humillen y que sean ellos los que soliciten la bendi­ción, no hará sino aumentar la fe de ellos y darles un poder adicional sobre sí mismos. También le proporcionará como padre una oportunidad de humillarse y de dar una bendi­ción que hará aumentar enormemente el amor que existe entre padres e hijos.

Tengamos cuidado de no dar bendiciones únicamente cuando haya problemas. Debemos animar a nuestros hijos a pedir bendiciones cuando van a estar lejos de casa, cuando salen para la universidad, cuando comienzan un empleo nuevo o en cualquier otro momento apropiado. A veces un padre puede sentir la impresión de dar a su hijo una bendi­ción de elogio. Si la familia quiere registrar este tipo de ben­diciones para el futuro beneficio del hijo, por seguro que puede hacerlo.

REGLAS

Parte del proporcionar disciplina a los hijos incluye el fijar buenas reglas, especialmente para los hijos más jóve­nes,- pero aun los hijos mayores necesitan ciertas reglas. Hemos intentado esforzarnos por no tener demasiadas reglas, aunque hay ciertas cosas que deben estar muy claras en la mente de los niños. Si las reglas se presentan con ama­bilidad, respeto y con el Espíritu del Señor, los hijos no las verán tanto como reglas sino como pautas para su propio beneficio.

Por ejemplo, hemos tenido reglas de modestia al vestir, maquillaje, joyas, etc. Nuestros hijos más jóvenes han tenido normas sobre la hora de irse a la cama, y hasta los adolescentes y los mayores suelen retirarse a descansar entre las 10:30 y las 11:00. Hemos acordado como familia tener diferentes horas para volver a casa, dependiendo de la edad de los niños. Cuando los hijos mayores salían en citas, no podían estar fuera más allá de la medianoche. No permi­tíamos a nuestros hijos ir a dormir a casa de otras personas ni tomar parte en fiestas nocturnas. Intentamos mantener cierto control sobre los amigos, la música, la televisión, la radio, los videos, el lenguaje y el uso del teléfono.

También hemos tenido las cosas claras sobre las tareas del colegio, de la casa, o las clases de música, para que todo ello se hiciese antes del tiempo de recreo. También había una clara premisa sobre el comer juntos como familia y, especialmente, el evitar la contención a toda costa.

Si los niños aprenden a disciplinarse ellos mismos, se ceñirán a las pautas de la familia como si vinieran del Señor. Cuanto más maduros sean los hijos, menor será su necesidad de tener reglas, a medida que se dejen guiar por el Espíritu. Si los hijos están activamente envueltos en pro­yectos constructivos, desarrollando sus talentos, trabajando, etc., no tendrán mucho tiempo para verse en problemas ni dificultades.

CASTIGOS

Creo que a veces los castigos son parte necesaria de la disciplina, pero antes de administrar cualquier tipo de cas­tigo, los padres deben considerar sus motivos para hacerlo. Deben hacerlo porque aman a sus hijos y porque tienen la intención de que el castigo les haga ser humildes y volverse al Señor. Si cumple con estas condiciones, el castigo debe administrarse. Si no, los padres deben buscar una forma diferente de disciplina.

Obviamente, los castigos variarán en gran medida, dependiendo principalmente de la edad de los niños y de lo que ellos necesiten. Siempre hemos intentado encontrar algo que el niño estime, algo que realmente fuese un sacri­ficio y que verdaderamente «captase su atención» si se veía privado de ello. Pero, lo que es un castigo apropiado para uno puede no serlo para otros, por lo que el castigo es algo muy individual.

Nunca hemos sido muy dados a castigar físicamente a nuestros hijos. Cuando eran más jóvenes y no lográbamos llamar su atención sobre algo, ocasionalmente les dábamos una palmada o utilizábamos una vieja raqueta de pimpón que los chicos me habían dado como regalo de Navidad y en la que escribieron «la azotadora» y otros comentarios diver­tidos. Acordamos utilizarla cuando fuese necesario llamar la atención de alguien. En esas ocasiones fue muy eficaz, especialmente con los más jóvenes. El temor y el respeto por «la azotadora», sin embargo, fueron siempre más efica­ces que el dolor que ella ocasionaba.

Cuando a veces los hijos se rebelan por algo, quieren ser el centro de atención. Lo peor que usted puede hacer es per­mitírselo. Entonces, una disciplina eficaz es mandarlos a su cuarto para que puedan meditar en sus cosas.

Con el paso de los años ha sido divertido recordar que teníamos un cuarto al que llamábamos «el refrigerador», un cuarto nada cómodo, adonde enviábamos a los niños a espe­rar a que estuvieran listos para humillar su corazón y hablar con nosotros. Uno de nuestros hijos solía llamarse a sí mismo «el rey del refrigerador», para recordarnos que le habíamos mandado a ese lugar más que a cualquier otro.

Con los niños pequeños suele bastar el hacer que se sienten en una silla mientras se calman y retoman el con­trol de sí mismos. Lo importante es hacer que consideren lo que ha ocurrido y que, cuando sean humildes, acudan a usted.

De vez en cuando, especialmente los más pequeños, venían y nos decían que eran humildes. A veces lo eran, pero otras veces no y tenían que volver a sentarse. Una vez que usted sienta que ellos verdaderamente se han arrepen­tido y humillado, entonces sabrá que la disciplina ha sido eficaz.

Otra técnica concreta que ha funcionado bien con noso­tros es hacer que nuestros hijos estén de cara a la pared durante veinte minutos. Ésta es también una forma de ais­lamiento. Es, además, una posición difícil y a nuestros hijos no les gustaba, aunque ciertamente produjo los resultados deseados.

Otro acercamiento tradicional que es bueno, depen­diendo de la edad del niño, es el rescindir todos aquellos privilegios que realmente le importan. Para que esto sea efi­caz, usted debe saber qué es lo que sus hijos tienen en estima y eso es lo que debe suprimirse. Requiere una verda­dera disciplina por parte de los padres el rescindir algo que realmente importa a nuestros hijos cuando ellos se ponen a llorar y nos suplican que se lo devolvamos. Pero usted debe mantenerse firme. Una o dos de esas experiencias enseña­rán más respeto y obediencia que cien intentos de hacerlo cuando usted ceda a las lágrimas de un hijo.

Emplee consecuencias lógicas o naturales con sus hijos. Si puede encontrar una manera de que ellos «hagan frente a la tormenta», será mucho más eficaz que simplemente sacarse un castigo de la manga. Un poco de creatividad en este aspecto redundará en castigos más eficaces.

Recuerde siempre que el castigo debe administrarse con temperamento calmo y completamente al margen de la situación. Cuando usted se vea implicado emocionalmente en algo, ése no es el momento para disciplinar. Quizás desee que su cónyuge se haga cargo de la situación o puede que quiera esperar hasta que logre disciplinar sin que le impulse la emoción del momento. Especialmente, recuerde ser siempre educado en sus palabras y en sus modales, así como evitar cualquier tipo de abuso.

Hay un momento crítico en la disciplina cuando los niños lloran, suplican y dicen: «¡Lo siento! Nunca más vol­veré a hacerlo». Ése es el momento de continuar con la dis­ciplina, de no prestar atención a explicaciones, promesas ni excusas (dando por entendido que usted conoce los hechos). La ocasión para hablar no es mientras se disciplina, sino una vez que ésta haya finalizado.

Cuando sus hijos sepan que usted aprecia el Evangelio, no les permita meter a éste ni al Señor de por medio. Un hijo podría decir: «Bueno, si así es como vas a ser, entonces no voy a orar nunca más», o «no voy a ir a la iglesia», o «voy a jugar al fútbol los domingos». Nuestra reacción ha sido: «Bueno, eso no tiene nada que ver con lo que estamos hablando. Si quieres hacerlo, depende de ti. Es asunto tuyo. Es algo entre tú y el Señor. Pero lo que estamos hablando es acerca de…», y luego reafirmamos cuál es el verdadero pro­blema. No permita, bajo ninguna circunstancia, que sus hijos mezclen el tema de la Iglesia con asuntos de disci­plina. Si lo hacen, terminará por convertirse en un chivo expiatorio, y con el tiempo puede que acabe destruyendo la fe y el testimonio de ellos, o hacer que dejen de asistir a la Iglesia.

A menudo los padres pueden tener éxito con recompen­sas tangibles como una manzana, una galleta, un paseo al zoológico, un día con un amigo, etc. Las recompensas tam­bién pueden ser de carácter social: abrazos, besos, etc. O, más importante aún, usted puede enseñar a sus hijos a reconocer los buenos sentimientos que emanan de modo natu­ral al hacer lo bueno y lo justo. Al grado en que usted pueda hacer esto, sus hijos no necesitarán ninguna recompensa adicional. En vez de eso, ellos se proveerán sus propias recompensas.

LOS PRINCIPIOS DE LA AUTOESTIMA

Al disciplinar a los hijos, los padres deben tener cuidado de mantener la autoestima de ellos. Nunca debemos despre­ciarlos ni destruir la imagen que tienen de sí mismos. Éstas son algunas formas en las que podemos fortalecer la auto­estima de nuestros hijos:

  1. Fortalecer los dones, habilidades y talentos de cada uno de ellos.
  2. Elogiarles con frecuencia, con una expresión sincera de amor y admiración por cómo magnifican algún talento o por cómo han hecho algo bien. Si usted presta atención, siempre podrá encontrar cosas que elogiar. Una buena regla es hacer un cumplido cuatro o cinco veces por cada correc­ción.

Si no puede pensar en nada bueno, ore para que el Señor le ayude a ver algunas cosas por las que usted podría elogiar a sus hijos. Esto siempre funciona. Recuerde la regla de elo­giar en público y corregir privado. Sea siempre cuidadoso al rechazar las malas acciones de sus hijos, mas no a ellos en sí.

  1. Recuerde que el valor de las almas es grande a la vista de Dios (véase D&C 18:10).
  2. Estime a sus hijos como a usted mismo (véase D&C 38:24; Mateo 22:39).
  3. Fíjese en el corazón más que en la apariencia externa (véase 1 Samuel 16:7). Ayude a su familia a apreciar la importancia de ambos aspectos.
  4. El respeto por uno mismo parece estar basado en sen­tirse amado y de valor. Asegúrese de no hacer nada que des­truya ninguno de estos sentimientos en sus hijos.
  5. Su creencia en la persona es lo más importante que puede transmitir.
  6. Recuerde que, en muchas ocasiones, la actitud, los gestos y la postura física expresan mucho más que las pala­bras.
  7. Todos los hijos tienen una enorme necesidad de amor, aceptación y aprobación. Trate de satisfacer dicha necesi­dad, especialmente cuando esté disciplinándolos. Asegúrese de dar a sus hijos no sólo atención sino una atención cen­trada. Los hijos necesitan especialmente una atención cen­trada cuando están bajo presión. No basta simplemente estar con sus hijos; éstos deben sentir que forman parte suya, que son importantes y que se les ama. En muchas familias los hijos se portan mal debido a la falta de aten­ción. Intentan llamar la atención haciendo cosas que saben que están mal para que sus padres se fijen en ellos. Si ver­daderamente escuchamos a nuestros hijos, en vez de sim­plemente limitarnos a saber que están a nuestro alrededor, centrándonos específicamente en sus necesidades, deseos y sentimientos, muchas cosas se solucionarán antes de con­vertirse en problemas.
  8. Asegúrese de hacer algo con sus hijos, no sólo de acuerdo con el horario o las «necesidades» de usted, sino también con los de ellos.
  9. Sea sincero en sus sentimientos sobre cada situa­ción. Comparta los sentimientos conflictivos. Si solamente comparte una porción de sus sentimientos, puede llegar a confundir a sus hijos y ellos pueden verlo como una falta de sinceridad.
  10. No basta tan sólo con amar a los hijos. Ellos tienen que ser apreciados por el hecho de existir, porque son hijos de nuestro Padre Celestial.
  11. Asegúrese de tratar a sus hijos individualmente, res­petando su derecho a tener sus propios sentimientos y acti­tudes.
  12. Véase a sí mismo como un «liberador de sentimien­tos», en vez de como un investigador de hechos o un juez de evidencias. Reprima su predicación hasta el último momento. Primero, averigüe cómo se sienten sus hijos. Recuerde que los sentimientos negativos siempre preceden a los hechos negativos.

Nunca olvidaré el efecto que cierto hombre tuvo en mí al dañar la imagen que yo tenía de mí mismo en atletismo. Me hallaba estudiando en séptimo grado, era un poco más alto que los demás chicos y bastante bueno para el balon­cesto y para correr. Sin embargo, a medida que avanzaba el año, el entrenador comenzó a decirme: «Gene, quédate en el banquillo. No sirves para el baloncesto. ¡Eres dmuy torpe! No puedes correr, no puedes tirar y no eres rápido». Este trato se prolongó por un buen número de meses.

Finalmente comencé a creer lo que el entrenador me decía y en años siguientes me esforcé por evitar cualquier tipo de deporte, excepto correr. Tomé la determinación de no jugar al baloncesto con los jóvenes en la iglesia ni en la escuela.

Este condicionamiento negativo permaneció conmigo hasta el primer año de universidad, donde era necesario que tomase parte en algunas actividades deportivas, pero reduje al mínimo mi participación.

Un año más tarde serví como misionero en un país lejano, un país en el que los autobuses no paraban para que los pasajeros pudiesen subir,- tan sólo aminoraban la mar­cha. Pronto aprendimos a subir al autobús mientras estaba en marcha. Una tarde, cuando mi compañero y yo vimos cómo el autobús iba calle abajo hacia la parada, comenza­mos a correr para tomarlo y no llegar tarde a la siguiente cita. Para mi sorpresa, llegué a la parada antes que mi com­pañero. Ese mismo día, corrí unas cuantas veces más tras el autobús, y en cada ocasión llegué antes que mi compañero. Yo estaba asombrado y sorprendido, especialmente porque mi compañero había recibido numerosos premios en la uni­versidad por ser uno de los corredores más rápidos del norte de Arizona. Fue entonces que me di cuenta de que había perdido todos aquellos años. Podría haberme destacado en los deportes, pero creí lo que otra persona había plantado en mi mente.

Esta experiencia me tomó completamente por sorpresa. Ese mismo día dediqué algún tiempo a considerar lo que me había pasado y si yo había creado esta imagen en mi propia mente o si lo había hecho el entrenador de manera inadver­tida. No importaba; el efecto era el mismo. Como resultado de la experiencia reexaminé mi vida en otras facetas, inten­tando determinar si por casualidad yo o alguien más había sido el causante del engaño para creer cosas de mí que no eran ciertas.

Algunas personas creen que no son buenas para la música, y entonces no lo son. Otros creen que no son bue­nos para las matemáticas, y entonces no lo son. Por supuesto que algunos tienen talentos en ciertas áreas, pero todos podemos mejorar lo que ya tenemos. Lo que sea que usted crea sinceramente de sí mismo es verdad, aun si es falso al principio. Todos haríamos bien en detenernos y exa­minar lo que creemos de nosotros mismos, porque muchas de estas creencias son verdaderas y probablemente otras tantas no lo sean.

Muchos de nosotros andamos por la vida haciéndonos creer que no podemos ser más de lo que somos. Tenga cui­dado al relacionarse con sus hijos para ayudarles a creer lo mejor de sí mismos y de los talentos que el Señor les haya dado. Tenga cuidado de no inhibir el gran crecimiento y el potencial que hay en ellos.

Debemos disciplinar a nuestros hijos con amor, teniendo en cuenta su bienestar eterno. Nuestro objetivo principal debe ser el volver su corazón al Señor. Si lo hace­mos, nuestra disciplina será siempre eficaz.