Capítulo 12
Oh, Señor, Manten
Firme Mi Timón
por Jeffrey R. Holland
Una persona desleal puede no tener verdadera malicia; puede estar incluso convencida de que se logra algo bueno por medio de tales acciones. En estos casos está bien que se nos recuerde que ciertos tipos de traición pueden llegar a generar consecuencias que están más allá de nuestro control. Puede que sólo quisiéramos bajarle los humos a alguien, pero quizás vivamos para ver que, por equivocación, hemos hecho añicos la vida de esa persona.
Hace muchos años tuvo lugar un acontecimiento en la Universidad Brigham Young que fue ampliamente cubierto por la prensa. El 16 de noviembre de 1985 la Universidad Brigham Young hizo historia. La televisión lo cubrió, los medios impresos lo publicaron y, a la mejor manera de Clint Eastwood, fue el mejor día de Beano Cook, el relator deportivo nacional. La Universidad Brigham Young abucheó a uno de sus propios jugadores de fútbol americano.
Uno de los filósofos más distinguidos de los Estados Unidos, Josiah Royce, escribió: “La lealtad es para el hombre leal no sólo algo bueno, sino la principal de entre todas las cosas buenas y morales de su vida, pues le proporciona… una solución personal [al] más difícil de [todos] los problemas… humanos, el problema de: ‘¿Para qué vivo?’ “ (The Phüosophy of Loyalty [Nueva York: Macmillan, 1908], pág. 57).
Es esa lealtad, la lealtad a principios verdaderos, a la gente fiel, a instituciones honorables y a ideales dignos, la que unifica nuestro propósito en la vida y define nuestra moralidad. Si carecemos de tales lealtades o convicciones, de normas mediante las cuales medir nuestros actos y sus consecuencias, estamos sin ancla y vamos a la deriva, “[arrastrados] por el viento y [echados] de una parte a otra”, dice la escritura (Santiago 1:6), hasta que una tormenta, un problema o una pasión nos lleva en otra dirección por un igualmente breve e inestable período de tiempo. Cuanto mayor soy, más creo que el profesor Royce tiene razón. “¿Para qué vivo?” es, en un sentido, la pregunta que todo misionero Santo de los Últimos Días invita a hacerse a su investigador. Si existe una consideración sincera de tal pregunta, entonces la verdad eterna tiene una posibilidad de bendecir a los hijos de Dios. Estos asuntos de lealtad y honor son importantes en la Universidad Brigham Young, pues “hacer [a los jóvenes] dignos de la honradez”, dijo John Ruskin, “es el comienzo de la educación”. Samuel Johnson lo dijo todavía mejor: “La integridad sin conocimiento es débil e inútil, y el conocimiento sin integridad es peligroso y temible”.
Hay muchas razones por las cuales aquel incidente del abucheo me molesta. Ante todo, me molesta que cualquier seguidor del equipo de fútbol de la Universidad Brigham Young abuchee a nadie por motivo alguno. Si alguien puede explicarme lo cristiano que hay en ello, le invito rápidamente a hacerlo. Obviamente, me molesta que tal experiencia fuese grabada por el señor Cook en la memoria de toda la nación como el momento más deleznable de toda la temporada futbolística universitaria. Me molesta que podamos hacerle esto a un compañero de estudios, a un vecino, a un amigo y a un converso a la Iglesia, como ocurrió en este caso. No hace falta ni mencionar que ese jugador nos condujo a dos de nuestros mejores años en la historia del fútbol americano de la Universidad Brigham Young, incluyendo dos campeonatos, dos finales de postemporada, una victoria en el famoso clásico “Kick-Off”, a una temporada sin derrotas y a un campeonato nacional.
Me molesta que un puñado de individuos pudiera desmerecer un partido tan bueno (el cual, a propósito, la Universidad Brigham Young ganó contra un equipo que acabaría siendo el número cinco de todo el país), que desmerecieran toda la temporada y, por lo menos para mí, desmereciesen al equipo de fútbol de la universidad. Al mismo tiempo, confío en que este pequeño puñado de seguidores fanáticos sean unas personas muy decentes durante el resto de la semana, que ni pensarían en hablar de manera tan vergonzosa delante de nadie, pero que de algún modo se ven atrapados —o bloqueados, como puede ser el caso— en el fervor de un partido, y ven cómo aumenta su comportamiento tan grosero en proporción directa al anonimato de la muchedumbre y a la seguridad de la distancia que les separa de un defensa fornido. Alguien dijo una vez que ningún copo de nieve se siente responsable por la avalancha, lo cual puede ser también cierto respecto a los seguidores del fútbol americano.
Debiéramos ser el tipo de persona que permanece fiel a los principios, a las personas y a las instituciones a las que hemos declarado nuestra fidelidad, y que probablemente nos han dado gran parte de las bendiciones que tenemos. En este sentido, lo que digo aquí tiene muy poco que ver con los fanáticos, con el fútbol o con Beano Cook, quienquiera que éste sea. El abuchear a un ser humano puede ser algo que se olvide pronto, excepto por el abucheado, por lo que nos disculpamos ante él y ante todos los demás que hayan recibido un trato nada cristiano de nuestras manos, y damos un paso hacia adelante para realizar la gran pregunta: Si toda persona tuviera exactamente el mismo sentido de lealtad que tengo yo, ¿qué tipo de vecindario, de iglesia, de nación o de mundo sería el nuestro? ¿Cuánta presión es demasiada para seguir fiel? ¿Cuánta decepción es demasiada para permanecer firme? ¿Cuánta distancia es demasiada para caminar con un amigo desanimado, con un cónyuge en dificultades o un hijo con problemas? Cuando la oposición se enciende y la marcha se hace difícil ¿cuánto de lo que pensábamos que era importante para nosotros vamos a defender y, en ese inevitable tire y afloje de la vida, cuánto vamos a hallar conveniente para ceder?
Al igual que ocurre con tantas abstracciones que necesitan ser concretadas, nuestros hogares y familias son lugares muy buenos para una aplicación inicial. Por ejemplo, ¿estaríamos al lado de un hermano joven o de una hermana mayor en momentos de dolor y desesperación? ¿Defenderíamos a nuestros padres hasta la muerte si realmente necesitasen nuestra ayuda? Aun si nuestras oraciones son vergonzosamente cortas, ¿no oramos al menos por los miembros de nuestra familia? Entiendo que estas preguntas no son fáciles de contestar, porque solemos decir algo como: “Bueno, les amo”, “se lo debo a ellos”, o “ellos harían lo mismo por mí”.
Pero lo que comúnmente no solemos recordar es que debiéramos sentirnos así para con todo el mundo, que “familia” es el verdadero nombre de toda la raza humana. ¿Hemos llegado al punto en que nuestro saludo dominical al “hermano Jones y la hermana Brown” es demasiado corriente como para recordar por qué lo decimos? ¿Ha llegado nuestra rápida alusión a nuestro “Padre Celestial” a convertirse en algo caduco e insignificante? ¿Alguna vez ampliaremos nuestro círculo de influencia más allá de aquél que reclamaban los fariseos, quienes, aún en su estado ignorante, no abucheaban a otros fariseos? “¿Qué recompensa tendréis?… Y si saludáis a vuestros amigos solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen también lo mismo los publicanos?” (Mateo 5:46-47). En cuanto a la lealtad, todos tenemos un largo camino que recorrer.
El difunto Alvin R. Dyer se enfrentó a un desafío semejante cuando era obispo hace muchos años. Un miembro de su barrio dijo que fumar era el mayor de los placeres de la vida, y le dijo al obispo Dyer: “Por la noche pongo el despertador cada hora en punto para despertarme y fumarme un cigarrillo. Obispo, el fumar me gusta demasiado como para dejar de hacerlo”.
Unas pocas noches más tarde, sonó el timbre de la puerta de este hombre a las diez en punto. En la entrada estaba el obispo Dyer.
“Hola obispo, ¿qué diablos está haciendo aquí a esta hora? Iba a irme a la cama”.
“Lo sé”, dijo el obispo Dyer. “Quiero verle poner la alarma, despertarse y fumar”.
“Cielo santo, no puedo hacer eso delante de usted”, dijo el hombre.
“Seguro que puede. No se preocupe por mí. Me sentaré en una esquina y estaré en silencio”.
El hombre le invitó a pasar y se pusieron a hablar de todo a lo que el obispo Dyer pudo echar mano para mantener despierto el interés de este hermano. “Perseguí toda idea y conversación en la que pudiera pensar para mantenerle hablando”, recuerda. “Creí que me iba a echar de su casa en muchas ocasiones, pero poco después de las tres de la mañana le dije: ‘¡Bueno, por todos los cielos! Se ha perdido ya cinco alarmas. Perdóneme, por favor. He echado a perder el placer de su noche. Esta noche se ha convertido en una decepción tal, que bien podría irse a la cama y olvidar el resto de las alarmas por esta vez’ “.
Fíjense en el siguiente comentario: “En ese momento percibí [en él] un sentimiento de honor y dignidad… Me miró con una sonrisa muy particular… y dijo: ‘De acuerdo, lo haré’. [Y] nunca más volvió a tocar otro cigarrillo [durante el resto de su vida]” (véase Alvin R. Dyer, Conference Report, 5 de abril de 1965, pág. 85).
¿Cómo describirían la lealtad del hermano Dyer? ¿Fue la lealtad a ese hombre inactivo, a los miembros de su barrio en general, a su oficio como obispo, a la Palabra de Sabiduría, al principio de la revelación, a la Iglesia, o a Dios?; bueno, ya me entienden.
Nuestro Padre Celestial le preguntó a Caín: “¿Dónde está Abel tu hermano?”. Y Caín respondió airado: “No sé. ¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” (Génesis 4:9). Quizás la respuesta a esa pregunta sea, como me dijo una vez el profesor Chauncey
Riddle: “No, Caín, no se espera que seas el guarda de tu hermano, pero sí que seas el hermano de tu hermano”.
Consideren ahora por un momento el tipo de traición que Caín introdujo en el mundo: la traición a la familia, a los amigos y a los conciudadanos. Su legado es sumamente escalofriante, y sus seguidores son legión. “Dante reservó el círculo central del infierno para [este tipo de personas], para aquéllos que [se vuelven contra los suyos]. Allí puso a Judas, a Bruto y a Casio, los traidores más notables de todos, así como a las tres bocas de Satanás mismo. Es revelador que el poeta no confíe en la imagen del fuego para describir la situación lamentable de estas personas. Las almas de los traidores permanecen aprisionadas en un lago de hielo. Se ve claramente que los peores pecados contra el hermano [o la hermana] de uno mismo proceden del corazón frío. Los que son desleales a los demás han escogido una vida aislada e inmóvil, una vida, en efecto, hostil a la vida misma, para la cual la única imagen adecuada es la de un sombrío residuo de hielo” (William F. May, A Catalogue ofSins, [Nueva York: Holt, Rinehart y de Winston, 1967], págs. 111-112).
Si no somos llamados a defender a un miembro de la familia de manera tan abierta como lo fue Caín, quizás tengamos la oportunidad de defender a la Iglesia.
Tras cuatro años de servicio misional en las islas hawaianas (que, por cierto, comenzó cuando tenía quince años), el joven Joseph R Smith regresó al continente y empezó el viaje de regreso al valle de Salt Lake. Aquéllos eran días difíciles. Los sentimientos contra los Santos de los Últimos Días estaban muy encendidos. La terrible experiencia de Mountain Meadows todavía estaba fresca en el recuerdo de mucha gente. La poligamia se había convertido en un asunto de política nacional, y en ese mismo momento, el ejército de Albert Sidney Johnston se dirigía hacia el territorio de Utah bajo las órdenes del presidente de los Estados Unidos. Menos disciplinados que el ejército americano eran muchos hombres desperdigados a lo largo y ancho del territorio, los cuales juraban abiertamente que matarían a cualquier mormón que pudieran encontrar.
El joven Joseph F. Smith de diecinueve años conducía su carromato de regreso a ese mundo. Una tarde, la pequeña compañía con la que viajaba acababa apenas de acampar cuando un grupo de hombres borrachos llegó a caballo maldiciendo y amenazando con matar. Algunos de los hombres mayores, al oír de la llegada de los jinetes, corrieron a esconderse en unos arbustos cercanos al arroyo, esperando la señal de que la banda pasase. Pero el joven Joseph F. había estado alejado del campamento recogiendo madera para hacer una hoguera, por lo que no era consciente del problema que se avecinaba. Con la franqueza característica de los jóvenes, regresó al campamento para darse cuenta, demasiado tarde, de la terrible circunstancia a la que se enfrentaba casi completamente solo.
Su primer pensamiento fue el de arrojar la madera al suelo y echarse a correr hacia el arroyo, para buscar refugio entre los árboles. Entonces tuvo otro pensamiento: “¿Por qué debo escapar [de mi fe]?”. Con ese fuerte sentimiento de lealtad asentado de manera firme en su mente, continuó llevando la madera hasta las proximidades de la hoguera. Cuando estaba a punto de dejar los leños, uno de los rufianes, pistola en mano y apuntándole directamente a la cabeza, maldijo como sólo un truhán borracho puede hacer y preguntó con voz altanera y enfadada: “Muchacho, soy un asesino de mormones. ¿Eres mormón?”.
Sin dudarlo ni un momento y mirando al bárbaro directamente a los ojos, Joseph F. Smith, apenas con la edad suficiente para entrar en el Centro de Capacitación Misional, respondió con osadía: “Sí, señor. De cabo a rabo; de pies a cabeza; de todo corazón”.
La respuesta fue tan osada y sin muestras aparentes de temor, que desarmó por completo al violento hombre. Estaba tan perplejo que bajó la pistola, tomó al joven misionero de la mano y le dijo: “Vaya, ¡eres el hombre más [juramento], [juramento] agradable que jamás he conocido! Choca esos cinco, compañero, me alegra ver a un hombre que defiende sus creencias”.
Años más tarde, mientras servía como presidente de la Iglesia, Joseph F. Smith dijo que esperaba recibir a bocajarro la descarga del cañón de la pistola del hombre. Pero dijo también que tras el deseo inicial de correr, nunca volvió a pasarle por la cabeza el hacer otra cosa que no fuese defender sus creencias y enfrentarse a la muerte, la cual parecía ser el resultado inevitable de tal convicción (Joseph Fielding Smith, Life of Joseph F. Smith [Salt Lake City: Deseret News Press, 1938], págs. 188-189).
El antiguo grito del marinero de Montaigne que era arrastrado por la tormenta vuelve a nuestra mente: “¡Oh, Dios! Tú puedes salvarme si quieres, y si lo deseas, puedes destruirme; pero tanto si lo haces como si no, yo mantendré firme mi timón”.
Por supuesto que no basta con ser leal a cualquier causa. Lo que hizo que el joven Joseph F. Smith se mantuviera valerosamente firme fue su respuesta a la pregunta: “¿Para qué vivo?”. Él estaba dispuesto a defender la verdad del Evangelio y a morir por ella.
Brigham Young tuvo ciertamente repetidas oportunidades de mantener un curso firme, particularmente en aquellos primeros y difíciles años al lado del profeta José Smith. Mientras la Primera Presidencia estaba fuera de Kirtland intentando estabilizar las difíciles circunstancias financieras a las que hacían frente en el invierno de 1836-1837, se reunió un consejo integrado por aquéllos que se oponían a que José Smith continuase en su oficio de profeta y presidente de la Iglesia.
“En esa ocasión [Brigham Young] se levantó… y en forma simple y firme les dijo que José era un profeta, que yo lo sabía muy bien, y que ellos podían oponerse a él y calumniarlo tanto como quisieran, pero que no lograrían destruir el llamamiento del profeta de Dios, sino la propia autoridad de ellos, cortar el lazo que los unía con el profeta y con Dios para hundirse a sí mismos en el infierno. Algunos de los presentes reaccionaron de manera violenta [hacia Brigham]. Jacob Bump… adoptó una pose de boxeador y mientras varias personas le agarraban, se retorcía y forcejeaba, gritando: ‘¿No me dejaréis poner las manos sobre ese hombre?’. ‘Póngalas’, respondió Brigham, ‘si eso le va a dar alivio alguno”.
Pero no le puso las manos encima. Pocos días más tarde, Brigham oyó a alguien que corría por las calles de Kirtland a media noche, gritando en voz alta y censurando al profeta José. A pesar de lo tarde que era, Brigham saltó de la cama, salió a la calle, “volteó [al hombre] y le aseguró que si no dejaba de hacer ruido y permitía que la gente disfrutase de su sueño”, le iba a arrancar la piel a tiras en ese mismo lugar, pues el profeta del Señor estaba en la ciudad y no quería que el emisario del diablo anduviese gritando calle arriba y calle abajo.
Aquéllos eran días de verdadera crisis, relató, “cuando la tierra y el infierno parecían estar unidos para derribar al profeta y a la Iglesia de Dios; y las rodillas de muchos de los hombres más fuertes de la Iglesia desfallecieron”. Brigham Young no desfalleció, pero antes de acabar ese año su propia vida estuvo en peligro por causa de su lealtad. El 22 de diciembre dijo: “Tuve que escapar para salvar la vida… Dejé Kirtland a consecuencia de la furia del populacho y del espíritu que prevalecía entre los apóstatas, quienes habían amenazado con destruirme porque estaba dispuesto a proclamar, públicamente y en privado, que sabía por el poder del Espíritu Santo que José Smith era un profeta del Más Alto Dios”. (Leonard J, Arrington, Brigham Young, American Moses [Nueva York: Alfred A. Knopf, 1985 ], págs. 56-61).
¿Qué era del propio José Smith? Cuando tuvo que alejarse una vez más de su esposa e hijos, dijo: “Estoy más expuesto al peligro mucho mayor de los traidores que hay entre nosotros que al de los enemigos… Todos los enemigos sobre la faz de la tierra pueden bramar y ejercer todo su poder para lograr mi muerte, pero no pueden conseguir nada a menos que algunos de los que están entre nosotros y disfrutan de nuestra compañía… ejecuten su esfuerzos conjuntos de venganza sobre nuestras cabezas” (HistoryoftheChurch 6:152).
Y llevaron a cabo sus esfuerzos conjuntos de venganza. ¿Merece un profeta de Dios eso de sus “amigos”? ¿Qué tiene uno el derecho a esperar de aquéllos que “disfrutan de nuestra compañía”? (Recuerden que el crimen de Macbeth contra su rey fue todavía más mezquino porque Duncan era un invitado en la casa de Macbeth). ¿Es posible que cada uno de nosotros que clamamos por los privilegios y beneficios del reino de Dios tenga que pasar por su propio horno ardiente en el cual su lealtad sea purificada de manera tan dramática como lo fue para Sadrac, Mesac y Abed-nego? ¿Hay algún tipo de campo de batalla ahí fuera, delante de nosotros, algún tipo de Kirtland moral o una Carthage metafísica que nos dé la oportunidad de levantarnos y ser contados entre sus defensores, como lo fueron los dos mil jóvenes guerreros de quienes se dijo: “Eran… fieles a cualquier cosa que les fuera confiada”? (Alma 53:20).
Karl G. Maeser, el primer Rector de la Universidad Brigham Young, escribió una vez: “Se me ha preguntado qué significado tiene para mí la palabra honor. Se lo diré. Pónganme tras los muros de una prisión, muros de piedra, altos, gruesos y profundamente afirmados en el suelo. Supongamos que existe una posibilidad de poder escapar de una manera u otra; pero pónganme en el suelo, dibujen con tiza un círculo a mi alrededor y hagan que les dé mi palabra de honor de que nunca la cruzaré. ¿Puedo salir del círculo? ¡No, nunca! ¡Antes la muerte!”.
De vez en cuando debemos ahondar en el alma, hábitos e inclinaciones, y medir nuestra lealtad a la norma divina de nuestro Salvador, Jesucristo. ¿Cuan preparados estamos para las dificultades a las que tengamos que hacer frente para adquirir una educación, servir una misión, criar una familia o defender nuestras creencias? A modo de preparación para el asalto que sufrirán nuestro carácter y convicciones, ¿es esperar demasiado vernos disfrutar de un lenguaje claro, de un entretenimiento limpio, de un trabajo duro pero honrado y de un comportamiento disciplinado? Si así fuera, en este mismo momento, en una trinchera situada en algún lugar contra un enemigo que pusiera en peligro nuestra vida eterna, ¿estaría yo a salvo en las manos de ustedes? ¿Estarían ustedes a salvo en las mías?
Hace más de treinta años, cerca de quince soldados Santos de los Últimos Días se reunieron en un búnker situado en el frente de batalla, en Corea, para celebrar un servicio dominical. Utilizaron los tapones de las cantimploras y las galletas de los paquetes de comida para bendecir y participar de la Santa Cena, para luego celebrar una reunión de testimonios. Un joven se presentó simplemente como el sargento Stewart, de Idaho. Era un hombre bajo y delgado, de un metro sesenta y setenta kilos de peso. Su gran ambición había sido llegar a ser un buen deportista, pero los entrenadores lo consideraban demasiado pequeño para la mayoría de los deportes de equipo. Así fue que se concentró en la competición individual y obtuvo cierto éxito como luchador y corredor de fondo. El sargento Stewart relató a sus quince compañeros fatigados por la batalla, una experiencia que acababa de tener con el comandante de su compañía, un hombre gigante, un teniente de apellido Jackson, que medía cerca de dos metros, pesaba ciento diez kilos y era un destacado deportista universitario. El sargento habló de él en términos muy entusiastas como un oficial fantástico y un caballero cristiano, que inspiraba a aquéllos que tenían la fortuna de servir bajo su mando.
Poco antes de este servicio religioso en el que se hallaba ahora, al sargento Stewart se le había asignado actuar bajo la dirección del teniente Jackson. Al descender de una colina que acababan de tomar cerca de la base, fueron emboscados por el enemigo. El teniente, que iba delante, cayó “acribillado… por el fuego de pequeñas armas automáticas. Al caer se las arregló para arrastrarse hasta refugiarse detrás de una roca… mientras el resto de la patrulla se abría paso con dificultad colina arriba para reagruparse. Ya que era el segundo al mando, la responsabilidad recaía ahora en el sargento Stewart, así que envió al hombre más grande y aparentemente más fuerte… colina abajo para rescatar al teniente mientras los demás le cubrían.
“Hacía media hora que este hombre se había ido, sólo para regresar e informar que no podía cargar al oficial herido porque era demasiado pesado… Los hombres comenzaron a murmurar acerca de salir de allí antes de que alguien más resultase herido. Entonces una voz dijo: ‘Olvidemos al teniente, después de todo, ¡no es más que un negro!’. En ese momento el sargento Stewart se volvió a sus hombres e irguiéndose hasta su metro y medio de estatura les dijo con un tono firme: ‘No me importa si es negro, verde o de cualquier otro color. No nos marchamos sin él. Él no nos abandonaría a ninguno de nosotros en circunstancias semejantes. Además, es nuestro oficial al mando y yo le amo como si fuese mi propio hermano’ “.
Y a continuación él sólo bajó por la colina.
El sargento Stewart llegó finalmente hasta el oficial y descubrió que estaba muy débil a causa de la pérdida de sangre. El teniente le aseguró que aquélla era una causa sin esperanza y que no habría manera de llevarle a tiempo de regreso al puesto de socorro. “Fue entonces que la gran fe que el sargento Stewart tenía en su Padre Celestial vino en su ayuda. Se quitó el casco, se arrodilló al lado de su líder caído y le dijo: ‘Ore conmigo, teniente’…
“Señor’, suplicó, ‘necesito fuerzas, mucho más allá de la capacidad de mi cuerpo físico. Este gran hombre, Tu hijo, que está gravemente herido a mi lado, debe recibir atención médica pronto. Necesito el poder para llevarle hasta la colina, a una enfermería en la que pueda recibir el tratamiento que necesita para salvar su vida. Sé, Padre, que has prometido la fuerza de diez hombres a aquel cuyo corazón y cuyas manos estén limpios y puros. Siento que cumplo con los requisitos. Por favor, Dios nuestro, concédeme esta bendición’ “.
Le dio gracias a su Padre Celestial por el poder de la oración y por el privilegio de tener el sacerdocio. Entonces se colocó el casco, se agachó, puso a su comandante sobre los hombros y lo llevó de regreso a la seguridad (Ben F. Mortensen, “Sergeant Stewart”, The Instructor, marzo de 1969, págs. 82-83).
Alguien más ascendió una vez una colina difícil, con nosotros cuidadosamente puestos sobre Sus hombros. Pero a medida que Cristo se acercaba más y más al Calvario, Sus defensores eran menos en número. Al incrementarse la presión y aumentar los problemas, dijo: “Hay algunos de vosotros que no creen. Porque Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían, y quién le había de entregar… Desde entonces muchos de sus discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con él” 0uan 6:64,66). Más tarde, cuando los soldados romanos y los principales sacerdotes, “mucha gente con espadas y palos”, dice Mateo, fueron a prenderle, “todos los discípulos, dejándole, huyeron” (Mateo 26:47,56.). Ahora entra en escena Judas, con su beso acordado para la traición.
No podemos saber con exactitud lo que estaba pensando Judas ni por qué escogió ese camino. Quizás nunca pensó que acabaría de esa manera. Como dijo William F May: Una persona desleal puede no tener verdadera malicia; “puede estar incluso convencida de que se logra algo bueno por medio de tales acciones. En estos casos está bien que se nos recuerde que ciertos tipos de traición pueden llegar a generar consecuencias que están más allá de nuestro… control, una secuencia más salvaje de lo que era [nuestra] intención. [Hago algo o digo ciertas palabras a otra persona] sólo porque quisiera bajarle los humos, pero quizás viva para ver que he hecho añicos su vida.
“Cuando Judas, el que traicionó a [Jesús], vio que se había condenado, se arrepintió y devolvió las treinta piezas de plata a los principales sacerdotes y ancianos, diciendo: ‘Yo he pecado entregando sangre inocente’. Ellos le contestaron: ‘¿Qué nos importa a nosotros? ¡Allá tú!’. Precisamente debido a que todo ha sido puesto más allá del alcance del traidor… el sentimiento de lo irreversible de todo resulta sobrecogedor. No queda más por conseguir. Judas se ahorca, [quizás] como un acto expiatorio… aunque [quizás también] porque ningún [acto] de expiación por su parte es [ya] posible de lograr” (Wiiliam F May, A Catalogue of Sins, págs. 118-119).
Es también en este mismo momento, en la más absoluta y completa soledad, que la lealtad a los principios y el amor por nuestros hermanos y hermanas alcanza su manifestación más gloriosa y eterna. Sudando grandes gotas de sangre por cada poro y suplicando que la copa pudiera pasar, todavía Jesús permanece fiel, sometiendo Su voluntad a la del Padre y resuelto a hacer la obra del reino. Momentos más tarde, con insultos, saliva, mofas, abucheos, y espinas atravesando Su carne perfecta, el principio triunfó tanto sobre la pasión como sobre el dolor, mientras el Salvador de todos nosotros ora por sus hermanos y hermanas: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).
Debemos dar nuestra más profunda lealtad a las causas más elevadas de la eternidad, aquéllas contenidas en la vida, la misión, el Evangelio y las enseñanzas del Hijo Unigénito de Dios. Si podemos permanecer fieles a ellas, con la mira puesta únicamente en ese valor, todas las demás lealtades encajarán en su lugar de forma natural. Consideren las siguientes estrofas de dos himnos bien conocidos. A todos los que desean que la determinación del cielo permanezca con ellos en los momentos de dificultad, les cantamos:
Al alma que anhele la paz que hay en mí,
no quiero, no puedo dejar en error;
yo lo sacaré de tinieblas a luz,
y siempre guardarlo, y siempre guardarlo,
y siempre guardarlo con grande amor
—Himnos, 1992, número 40.
Y para tener la fuerza personal para permanecer fieles, aún en tales momentos de dolor personal, nos cantamos a nosotros mismos de manera más privada:
Ha llamado ala carga y no retrocederá.
A los hombres que lo siguen Jesucristo probará.
¡Oh, sé presta, pues, mi alma a seguirle donde val
Pues Dios avanza ya.
—Himnos, 1992, número 28.
























