Capítulo 4
Los Frutos de la Paz
por Patricia T. Holland
El amor por Dios y por nuestro prójimo es la única puerta de escape de la prisión del yo. La región de la vida de una mujer es una región espiritual. Dios, el prójimo de la mujer, su familia y amigos son el amplio mundo en que el espíritu de ella puede encontrar el único espacio en el que crecer.
El Señor ha dicho: “Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer” (Juan 15:5). También dijo por medio de Pablo: “Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz” (Gálatas 5:22). Deseo hablar del fruto de nuestro esfuerzo, del fruto del amor y del gozo, que es en última instancia el fruto de la paz. Se trata de una cosecha que únicamente viene a la manera del Señor, pues sus raíces están inmersas en el Evangelio de Jesucristo.
Me resulta trágico que las mujeres sean las peores enemigas de ellas mismas cuando deberían ser sus mejores aliadas, nutriéndose y edificándose mutuamente. Todas sabemos lo importante que puede ser para nosotras la opinión de un hombre, pero creo que nuestro valor propio como mujeres se nos refleja con frecuencia en los ojos de otras mujeres. Cuando ellas nos respetan, nos respetamos a nosotras mismas, y sólo cuando resultamos agradables y respetables para las demás, somos agradables y respetables para nosotras. Si producimos este efecto las unas en las otras, ¿por qué no somos más generosas y amorosas entre nosotras?
He pensado largo y tendido al respecto, y finalmente he llegado a la sospecha de que parte del problema reside en el corazón. Tenemos miedo, miedo a tender una mano amiga, a destacar, a confiar y a que confíen en nosotras, especialmente a confiar en otras mujeres y a que otras mujeres confíen en nosotras. En resumen, no tenemos suficiente amor, no ejercemos al máximo de su capacidad el mayor don y poder que Dios concedió a la mujer.
El doctor Gerald G. Jampolsky, psiquiatra en la Universidad de California, dice que el amor es una característica innata, que ya está en nosotras, pero que con demasiada frecuencia se ve oscurecida por el temor, al cual hemos evocado nosotras mismas a través de las experiencias de nuestra vida. Él añade: “Cuando ustedes sienten amor por todos, no sólo por las personas a las que deciden amar, sino por todas [con] las que entran en contacto, experimentan paz. Cuando sienten temor con cualquier persona con la que se relacionan, quieren defenderse y atacar a los demás, y ahí surge el conflicto” (Love Is Letting Go of Fear [Nueva York: Bantam Books, 1981], pág. 2).
De forma clara, la elección es nuestra. Si el doctor Jampolsky tiene razón, podemos escoger amar y experimentar la paz, o podemos escoger el temor y experimentar el conflicto. Volviendo a citar al profesional: “Para poder experimentar paz en vez de conflicto es necesario cambiar nuestra percepción. En vez de ver a los demás como si nos estuvieran atacando, podemos verles como si se sintieran temerosos. Siempre experimentamos amor o temor. El temor es verdaderamente un grito de ayuda y, por tanto, una petición de amor. Resulta entonces evidente que para experimentar paz está en nuestras manos el decidir la manera de percibir las cosas”.
En su epístola a su hijo Moroni, Mormón hizo esa misma observación. Él defendía que era capaz de vencer el temor porque estaba lleno de caridad, que es amor eterno: “He aquí, hablo con valentía, porque tengo autoridad de Dios; y no temo lo que el hombre haga, porque el amor perfecto desecha todo temor” (Moroni 8:16).
Si el temor a otras mujeres o a los hombres es la causa de nuestro conflicto, y si el amor incondicional por ellos nos da la valiosa paz que deseamos, ¿no debiera ser entonces todo el propósito de nuestra vida hacer llegar ese amor a todas partes y a todo el mundo? ¿No les hace desear poner en práctica todo gramo de la energía que tienen y perseguir ese amor perfecto?
Pero el simple hecho de desear amar no hace que necesariamente ocurra así. Aquéllos que lo intenten con más fuerza serán más conscientes de sus flaquezas. Les insto a que no se desanimen. A veces he orado para poder amar mejor a alguien sólo para descubrir que, momentáneamente, surge una mayor división entre nosotros, pero que, al final y tras mucho esfuerzo, crece un amor más profundo y más tierno. Erich Fromm ha escrito: “A causa de que no percibimos que el amor es una actividad, un poder del alma, creemos que lo único que hace falta es encontrar el objeto apropiado, y que todas las cosas encajarán en su sitio. Podemos comparar esta actitud a la del hombre que quiere pintar pero que, en vez de aprender ese arte, sostiene que tiene que aguardar al objeto apropiado y que cuando lo halle lo pintará de manera hermosa” (citado en Secrets to Share, selección de Lois Daniel [Nueva York: Hallmark, 1971], pág. 59). El amor es como cualquier otro talento, arte, habilidad o virtud. El deseo no implica su dominio, pero sí que tenemos el ánimo de intentarlo.
Cuando era más joven alimentaba los tiernos sueños de convertirme en una gran pianista. Alcanzar esa meta requiere ejercicios diarios, actuaciones, recitales, pruebas y errores, así como intentarlo una y otra vez durante muchos años. Del mismo modo podemos contemplar la búsqueda del amor duradero y de la paz perfecta, con la excepción de que el Señor nos dice que la caridad es el mayor de todos los talentos, dones y virtudes. Pero, tal y como enseñó Mormón: “Si no tenéis caridad, no sois nada” (Moroni 7:46). Este pasaje contiene una observación clásica y crucial sobre el valor propio, pues para ser alguien debemos amar a todos.
Volviendo a la “practica” del amor, me gustaría sugerir tres ejercicios básicos para desarrollar este don.
El ejercicio número uno es perdonar. El perdón es la clave para tener paz en las relaciones personales. Si de algún modo podemos borrar y empezar de nuevo y ver a los demás como carentes de culpa, comenzaremos también a vernos a nosotros de la misma manera. Recuerden la observación del doctor Jampolsky sobre el temor y el amor, pues puede ayudarnos a perdonar las ofensas y los ataques de los demás si vemos que estaban influenciados por el temor y no por la malicia.
Una vez trabajé con otra mujer en la presidencia de una organización de uno de los muchos barrios en los que hemos vivido. A menudo me menospreciaba, pero como lo hacía en tono de broma, ella creía que podía salir impune. Sin embargo, para mí se trataba de una fuente de gran daño e irritación. Mientras intentaba poner en práctica este concepto del perdón me di cuenta de que, cada vez que esta hermana me pinchaba con sus bromas, era a causa de la incapacidad que ella sentía hacia sí misma. Creo realmente que era una mujer con muchos temores. En la privacidad de su propia vida y fuera del alcance de mi oído y de mi vista, estaba tan ocupada cuidando de su dolor que no era capaz de tener en cuenta la pena de nadie más. Desgraciadamente, creo que sentía que tenía tan poco que dar, que cualquier cumplido o virtud que se extendiera a otra persona le haría empequeñecer a ella. Necesitaba de mi amor, y yo sería una insensata si me daba por ofendida.
El presidente Spencer W. Kimball aconsejó que al intentar pasar de largo lo que los demás nos hayan hecho comenzaremos a sentir cómo se aleja todo aquello que nos resultaba difícil perdonar en nosotros mismos. Sentiremos paz e integridad, y recordaremos que el Señor sufrió por nuestros pecados para que podamos experimentar unidad con Él, con nuestro prójimo y, muy importante, con nosotros mismos (véase La fe precede al milagro [Salt Lake City: Deseret Book, 1972].
El ejercicio número dos es aceptar incondicionalmente a los demás. Lo que más deseamos por encima de todo es la aprobación, la alabanza y el amor incondiciona! de los demás, ¿Podemos dar menos de lo que deseamos para nosotras mismas?
Un día, una persona cercana a mí hirió mis sentimientos. Al sentir que lo que necesitaba en ese momento era un poco de autocompasión, me fui a mi cuarto y derramé en oración mi corazón quebrantado. Recuerdo haber dicho concretamente: “Querido Padre Celestial, por favor, ayúdame a encontrar a alguien en quien poder confiar, alguien al que sabré que podré amar”. Él me bendijo y me dio, por un momento, la apacible impresión que sólo puede venir por medio del Espíritu. Me ayudó a ver que estaba orando en busca de una amistad perfecta, mientras que Él me había rodeado generosamente de amigos cuyas debilidades eran como las mías.
Una buena relación no es aquélla en la que reina la perfección, sino que es aquélla en la que una perspectiva saludable nos permite sencillamente pasar por alto los defectos de la otra persona.
… La siguiente es una manera muy específica de poner en práctica este ejercicio. Durante todo un día tome nota de cada vez que evalúe críticamente a alguien. Esto no tiene que ver únicamente con la crítica hablada (aunque también se debe tener en cuenta), sino que es importante advertir toda ocasión en que juzgue a alguien de manera silenciosa, ya que podría emitir juicios en contra suya, de sus hijos, de su esposo, de un vecino o de un amigo. Al día siguiente vea si puede estar todo el tiempo sin ser crítica ni quisquillosa hacia nadie.
Este pequeño ejercicio puede llegar a sorprenderle. Mi esposo se encarga de verificar que me esfuerzo conscientemente por no hablar mal de nadie, la cual es una virtud que persigo con anhelo y a la que considero uno de los cimientos del verdadero cristianismo. Cuando llevé a cabo este pequeño ejercicio, me sorprendí a mí misma al darme cuenta de con cuánta frecuencia emitía juicios, aunque sólo fuera mentalmente. Me sorprendió mucho más notar lo increíblemente bien que me sentí conmigo misma cuando fui capaz de estar todo un día manteniendo esta tendencia bajo control. Recuerde que todo lo que salga de usted, mental o verbalmente, volverá de nuevo a usted de acuerdo con el plan de compensación de Dios: “Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os será medido” (Mateo 7:2). Un comentario crítico, sarcástico o malintencionado es sencillamente un ataque contra nuestra dignidad personal. Por otro lado, si nuestra mente está constantemente buscando lo bueno en los demás, también esto nos será devuelto, y nos sentiremos verdaderamente bien con nosotros mismos.
El ejercicio número tres consiste en dar sin esperar nada a cambio. No me refiero a que en modo alguno debamos convertirnos en mártires, pero para aceptar por completo a los demás debemos aceptar el hecho de que ellos no pueden satisfacer todos nuestros deseos. La gente sólo puede ser lo que es, por lo menos actualmente. Sólo pueden dar lo que tienen en el momento de dar. Quizás no hayan tenido tanto conocimiento ni tanta práctica en cuanto al amor como la hayamos tenido nosotros. Aún así, cuando queremos que nos den algo que no pueden dar, nos sentimos frustrados, enfadados, abatidos, enfermos, rechazados o atacados.
Durante un largo período de mi vida hubo una mujer a la que admiré mucho y cuyo amor incondicional yo habría apreciado. Intenté todo lo que estaba a mi alcance para ganarme su amor, pero nada parecía hacer efecto. Entonces, un día leí que el primer principio de la buena higiene mental consiste en aceptar aquello que no se puede cambiar, y finalmente comprendí que aquella mujer amaba tanto como podía. De pronto nuestra relación cambió. Era más formal y constreñida de lo que me hubiera gustado, pero era una relación al fin y al cabo. De haber seguido con mi exigencia de recibir más de lo que ella podía dar, la relación habría terminado por apagarse y desaparecer. En cierto sentido, yo había nutrido aquella planta concreta en una maceta demasiado pequeña, por lo que la trasplanté a un recipiente más apropiado para su tamaño, dándole más lugar para su crecimiento, y comenzando así a florecer. Pude ver que el fruto de esta relación bien valía la pena ser nutrido de esta manera única, y ahora estoy contenta por poder aguardar a que ella esté lista para dar de sí misma.
Quiero que sepan que cuando he puesto en práctica estos ejercicios de manera eficaz, se ha producido un milagro.
Yo solía ser muy tímida y me resultaba muy difícil mudarnos cada dos años para apoyar a mi esposo en su carrera. Cada nueva mudanza estaba llena de temor. ¿Iba yo a ser aceptada? ¿Viviríamos cerca de gente mejor preparada que yo? ¿Nos mudaríamos en un vecindario en el que la gente pudiera dar más oportunidades a sus hijos? En varias de nuestras primeras mudanzas llevábamos viviendo en la nueva comunidad tan sólo unos meses, cuando era llamada a servir como presidenta de la Sociedad de Socorro del barrio, en medio de mi lucha por establecer una nueva identidad. Dios debe haber sonreído al observar que hicieron falta más repeticiones de esta misma experiencia antes de que yo fuese capaz de ver que en el preciso momento en que comenzaba a poner en práctica mi amor hacia las hermanas y sus familias en dichos barrios, perdía de inmediato todo mi temor. Es mi testimonio personal que si, en vez de ver la vida con los lentes de recibir, cambiamos nuestro enfoque por el de dar sin restricción, nos olvidaremos del temor y del conflicto y comenzaremos a conocer la paz verdadera y duradera.
Estos son mis tres ejercicios. Pero aún así, aunque les animo a practicarlos, deben saber que las demandas de la competición real pueden ser pasmosas. Las sugerencias que ofrezco para los conflictos, las heridas o las irritaciones menores pueden no ser de mucha ayuda si alguien toma la vida de su hijo, o le roba el afecto de su esposo o intencionalmente le hiere de alguna forma injusta.
A la luz de estas necesidades mayores, les testifico que en este mundo hay muchas cosas que sólo se pueden lograr con la ayuda de Dios. Si Él nos manda amar, nos dará el poder para hacerlo.
Quizás hayan leído el libro The Hiding Place, de Corrie Ten Boom. ¿Se nos ha pedido a alguno de nosotros que padezcamos la intensidad de las injusticias que ella describe? ¿Hemos experimentado el adormecedor temor a la guerra, a los campos de prisioneros o a la muerte de familiares y amigos? El siguiente es un pasaje de su libro, en el cual se relata una experiencia que tiene lugar hacia el final de la guerra. Ella acaba de ser liberada de un campo de prisioneros y su único deseo es enseñar a su pueblo que el camino de la reconstrucción pasa por medio del amor, y entonces se enfrenta a un desafío sobrecogedor e inesperado:
“Fue en un servicio religioso celebrado en Munich cuando vi a uno de los guardias que habían estado en la puerta del cuarto de las duchas en el centro de procesamiento de Ravensbruck. Era el primero de nuestros carceleros que veía desde aquella vez, y de repente todo volvió a estar allí: el cuarto lleno de hombres burlándose, nuestras ropas amontonadas y el rostro de Betsie empalidecido por el dolor.
“Se acercó hasta mí cuando la iglesia comenzaba a quedar vacía, sonriente y con la cabeza inclinada en señal de reverencia. ‘Cuan agradecido estoy por su mensaje, señora’, dijo. ‘¡Pensar, como usted dijo, que Él me limpió de mis pecados!’.
“Había extendido su mano para que se la estrechase y yo, que había predicado con tanta frecuencia a la gente de Bloemendaal la necesidad de perdonar, mantuve mi mano pegada al cuerpo.
“Aun cuando los pensamientos rencorosos y de venganza hervían en mi interior, pude ver el pecado de ello. Jesucristo había muerto por este hombre, ¿iba yo a pedir más? ‘Señor Jesucristo’, oré, ‘perdóname y ayúdame a perdonarle’.
“Intenté sonreír y me esforcé por extender la mano, pero no pude hacerlo. No sentí nada, ni la más pequeña chispa de calor o de caridad; por lo que una vez más hice una oración en mi corazón: ‘Jesús, no puedo perdonarle. Dame Tu perdón’.
“Al estrecharle la mano ocurrió la cosa más increíble. Desde el hombro, y a lo largo de todo el brazo y la mano, pasó una corriente de mí hacia él, mientas que en mi corazón manaba un amor casi abrumador por este extraño.
“Y de esta manera descubrí que la curación del mundo no depende de nuestro perdón ni de nuestra bondad, sino de la de Él. Cuando Él nos dice que amemos a nuestros enemigos, junto con el mandamiento nos da también el amor mismo” (The Hiding Place [Nueva York: Bantam Books, 1974] pág. 238).
Mormón enseñó el mismo principio: “Por consiguiente, amados hermanos míos, pedid al Padre con toda la energía de vuestros corazones, que seáis llenos de este amor que él ha otorgado a todos los que son verdaderos discípulos de su Hijo Jesucristo” (Moroni 7:48).
Este amor perfecto, el tipo de amor que nos da paz de verdad, es otorgado, es un don que recibimos de nuestro Padre Celestial como respuesta a la oración de fe. Con frecuencia no tenemos habilidad ni poder alguno más allá de nuestra capacidad para suplicar la ayuda de Dios.
Permítanme concluir describiendo una relación entre hermanas, la cual puede ser la más sagrada de todas las Escrituras. Nunca antes, ni desde entonces, dos mujeres — amigas, vecinas y miembros del mismo círculo familiar — han sido escogidas para llevar tal tipo de responsabilidades. Sus raíces tenían que ser profundas, pues el fruto de sus lomos iba a ser el fruto de la paz para todo el mundo.
Siempre me ha emocionado que en el momento de mayor necesidad, un momento tan singular de confusión, admiración y asombro, María acudiese a otra mujer. Sabía que podía acudir a Elisabet. También me emociona que la edad no parece ser un factor a considerar, pues para el amor de Dios no existe distancia generacional alguna. María era muy joven, probablemente de dieciséis o diecisiete años, y Elisabet se hallaba más allá de la edad de tener hijos. La Escrituras dicen que era “de edad avanzada” {Lucas 1:7). Aun así, ambas mujeres se acercaron y se saludaron mutuamente con un vínculo que sólo las mujeres pueden conocer. Realmente, fue el hecho de que ambas fuesen mujeres lo que Dios utilizó para Sus más sagrados propósitos. Y en los papeles especiales que ambas estaban destinadas a representar, estas dos mujeres tan queridas, que representan a las mujeres de todas las edades, tanto personal como generacionalmente, se saludaron la una a la otra con cánticos, mientras el bebé de una de ellas saltaba en su vientre en reconocimiento de la divinidad del otro.
Elisabet no era mezquina, ni temerosa ni envidiosa. Su hijo no iba a tener la fama, el papel ni la divinidad que habían sido otorgados al hijo de María; sino que sus propios sentimientos eran de amor y devoción. A su joven pariente le dijo con sencillez: “Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre. ¿Por qué se me concede esto a mí, que la madre de mi Señor venga a mí?” (Lucas 1:42-43, cursiva agregada).
María sabía también que la humildad y el desinterés son las consignas; lo sabía cuando le dijo al ángel Gabriel: “Hágase conmigo conforme a tu palabra” (Lucas 1:38; cursiva agregada). Y a Elisabet le cantó: “Engrandece mi alma al Señor… Esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones” (Lucas 1:46, 51).
Este intercambio entre dos mujeres diferentes, aunque al mismo tiempo semejantes, me parece ser la esencia del amor, la paz y la pureza. Ciertamente el desafío para nuestra época es ser igual de puras en nuestra condición de mujeres. Cuando contaminamos el poderoso potencial del amor con nuestro rencor y nuestros temores, entonces la enfermedad reemplaza a la salud emocional, y el desaliento substituye a la paz.
Como mujeres tenemos la elección y el privilegio de relacionarnos con Dios de manera tal que hundamos nuestras raíces en Su rico amor. Tal paz y poder podrán entonces ser extendidos a los demás. Al igual que María, cuyo dulce gozo y terrible carga no podían caber en sí misma, cada uno de nosotros podría encontrar a una Elisabet a la que acudir si viviésemos por entero para esa relación.
Al igual que los ciclos de los árboles, de las raíces y de las ramas, el amor de una mujer puede ser un giro eterno. Cuando amamos al Señor nos amamos los unos a los otros, nos amamos a nosotras mismas, y la cosecha que recogemos es el fruto de la paz.
Con un único cambio en los pronombres, comparto este pensamiento final de George MacDonald:
“El amor por Dios y por nuestro prójimo es la única puerta de escape de la prisión del yo. Tenerse a ella misma, conocerse, disfrutar de sí misma, a esto le llama vida; y si se olvidara de sí misma, diez veces más sería su vida para con Dios y con su prójimo. La región de la vida de una mujer es una región espiritual. Dios, el prójimo de la mujer, su familia y amigos, los vecinos y todas las hermanas de ella son el amplio mundo en el que su espíritu puede encontrar el único espacio en el que crecer. Ella misma es su propia prisión.
“[Al dar a los demás] una mujer nunca perderá la consciencia de [su propio] bienestar. Dios y su prójimo le devolverán esa consciencia de manera mucho más profunda y completa, pura como la vida. Nunca más agonizará para generarla a la luz de su propia decadencia, pues ella conocerá la gloria de su propio ser en la luz de Dios y en la de sus hermanas” (George MacDonald, Creation in Christ [Wheaton, Ill.:Harold Shaw, 1976] pág. 304).
























