CAPÍTULO DIEZ.
LA EXPIACIÓN.
El hecho central, el cimiento crucial, la doctrina principal y la más grande expresión de amor divino del plan de salvación—verdaderamente un “plan de felicidad”, como lo llamó Alma—es la expiación del Señor Jesucristo. Hay mucho antes y después de ella, mas sin este hecho fundamental, ese momento de triunfo mediante el cual somos hechos libres del cautiverio espiritual del pecado y de las cadenas físicas de la tumba, las cuales son dos muertes innegables, no habría sentido para el plan de vida, y ciertamente no habría felicidad en él ni después de él.
La expiación de Jesucristo, con sus muchas ramificaciones doctrinales, constituye el tema principal del Libro de Mormón. No es de extrañar que el profeta José Smith, que tradujo el Libro de Mormón y declaró que era la clave de nuestra religión, dijera que “todas las otras cosas que pertenecen a nuestra religión son únicamente dependencias de” la expiación de Jesucristo.
El significado literal de la palabra expiación implica el acto de unificar o reunir lo que ha sido separado o distanciado. La expiación de Cristo era indispensable debido a la separación que causó la trasgresión, o caída, de Adán, la cual trajo la muerte al mundo. En las palabras de Moroni: “Por Adán vino la caída del hombre. Y por causa de la caída del hombre, vino Jesucristo… y a causa de Jesucristo vino la redención del hombre. Y a causa de la redención del hombre… son llevados de vuelta a la presencia del Señor”.
Casi al comienzo del Libro de Mormón, Lehi se refirió a la vida difícil de su hijo Jacob (su primer hijo nacido durante la “tribulación en el desierto”) como una metáfora del sufrimiento y la aflicción de la humanidad (la Caída, la consecuencia del pecado, la mortalidad), algo previo a la redención y la salvación (la Expiación, la Resurrección, la inmortalidad y la vida eterna). Este viaje es el tema básico que recorre este testamento de Jesucristo en cuanto a los retos temporales de la vida y el significado que emana de ellos. Lehi aseguró a su hijo: “la vía está preparada desde la caída del hombre, y la salvación es gratuita”, lo cual rememora la preciosa doctrina que anteriormente Lehi comunicara a Nefi tras su gran visión de la futura venida de Cristo. Lo que sigue a continuación es “la vía” que fue preparada.
EL PLAN PREMORTAL.
La afirmación de las Escrituras respecto a que la secuencia de la Caída y la Expiación ya era conocida y estaba preparada desde antes de la fundación de este mundo, refuerza la inseparable relación doctrinal que existe entre el papel de Adán y el del Señor Jesucristo.
En el gran concilio premortal del cielo, Dios el Padre presidió y presentó Su plan para la mortalidad y la futura inmortalidad de Sus hijos, y Sus dos principales asociados fueron el Jesús premortal (entonces conocido como Jehová) y el Adán premortal (entonces conocido como Miguel). Los papeles de ambos estuvieron relacionados desde el principio y cada uno tenía una parte crucial que representar para proporcionar la vida a todos los hijos de Dios: la vida temporal por medio de Adán y la vida eterna por medio de Cristo.
El hecho de que los papeles de ambos estuvieran tan entrelazados, condujo al apóstol Pablo a verlos como homólogos el uno del otro, llamándolos a ambos por el mismo nombre:
“Fue hecho el primer hombre Adán alma viviente; el postrer Adán, espíritu vivificante”; un eco de su enseñanza a los romanos de que Adán era “figura del [Cristo] que había de venir”.
El que la caída del hombre fuera entendida y acordada, conduciría a la igualmente entendida y acordada expiación de Cristo, lo cual es una de las mayores contribuciones que hace el Libro de Mormón a nuestra comprensión del plan de salvación. Algunos restos que permanecen en la Biblia muestran cuán claramente se entendía esto en los tiempos antiguos. Pedro se refirió a Cristo como “destinado desde antes de la fundación del mundo”, y Juan lo describió como “el Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo”. Sin embargo, mucha de esta doctrina se ha perdido o ha sido quitada del registro bíblico, por tanto el que los profetas del Libro de Mormón la enseñaran en detalle y con claridad tiene una gran trascendencia.
Por ejemplo, el rey Benjamín, en su majestuoso discurso sobre el Salvador, destacó que los beneficios de la Expiación estaban “[preparados] desde la fundación del mundo para todo el género humano que ha existido desde la caída de Adán, o que existe, o que existirá jamás hasta el fin del mundo”.
Posteriormente, Alma mencionó: “Si no hubiese sido por el plan de redención, que fue establecido desde la fundación del mundo, no habría habido resurrección de los muertos; mas se instituyó un plan de redención”. Aarón, al enseñar al padre del rey Lamoni, “le explicó las Escrituras, desde la creación de Adán, exponiéndole la caída del hombre… Y también el plan de redención que fue preparado desde la fundación del mundo, por medio de Cristo, para cuantos quisieran creer en su nombre”.
Naturalmente, la declaración definitiva sobre los comienzos eternos del plan de redención fue dada por Cristo mismo quien, cuando se apareció al hermano de Jared, dijo: “He aquí, yo soy el que fue preparado desde la fundación del mundo para redimir al pueblo”.
Todo esto proporciona el trasfondo doctrinal y el contexto para una de las frases más importantes y más citadas de la doctrina del Libro de Mormón, pronunciada por Lehi, y que resume de forma sucinta la relación de Adán con Cristo, o de la Caída con la Expiación;
“Adán cayó para que los hombres existiesen; y existen los hombres para que tengan gozo. Y el Mesías vendrá en la plenitud de los tiempos, a fin de redimir a los hijos de los hombres de la caída”.
EL ALBEDRIO MORTAL.
Un elemento básico del gran plan eterno relativo a cómo podríamos venir a un mundo mortal marcado por la muerte y todavía salir “vivos” de él, por así decir, era la búsqueda de la divinidad, la investigación de una posibilidad, promesa y paz eternas. Los hijos premortales de Dios no podían llegar a ser como Él y disfrutar de Sus amplias bendiciones a menos que obtuvieran tanto un cuerpo físico como una experiencia temporal en un escenario donde estuvieran presentes el bien y el mal. Lehi recalcó que para que esto fuera posible, dicha experiencia temporal debería basarse en el albedrío moral, el cual incluye la habilidad moral e intelectual para distinguir el bien del mal y la consiguiente libertad para tomar decisiones basadas en ese conocimiento.
Algo sumamente importante para un ejercicio pleno y eficaí: de este albedrío moral en un mundo tan complejo de bondad maldad, es el tener un conocimiento básico del plan de salvación y de las verdades del Evangelio de Jesucristo, las cuales son parte fundamental y esencial de él. Este conocimiento proporciona, al menos, dos cosas: una norma—o si lo prefiere, verdades eternas—para determinar qué es bueno y qué es malo, y una comprensión de las consecuencias de nuestros actos, incluidas las consecuencias eternas, cuando tomamos tales decisiones. Por ello, Lehi dijo que para que el albedrío moral fuera plenamente eficaz, los hombres, mujeres y niños responsables deben ser “suficientemente instruidos para discernir el bien del mal”. Dado que este conocimiento del camino a la divinidad es tan fundamental para el plan de salvación, Lehi suplicó a todos los que conozcan la verdad que respondan al llamado infinito de enseñar y den testimonio de los principios del Evangelio, que reciban el gozo que emana de tomar decisiones sabias y compatibles con éstos, y evitar el pesar que con certeza aguarda al que actúa en contra de ellos:
“Cuán grande es la importancia de dar conocer estas cosas a los habitantes de la tierra, para que sepan que ninguna carne puede morar en la presencia de Dios, sino por medio de los méritos, y misericordia, y gracia del Santo Mesías, quien da su vida, según la carne, y la vuelve a tomar por el poder del Espíritu, para efectuar la resurrección de los muertos, siendo el primero que ha de resucitar.
“De manera que él es las primicias para Dios, pues él intercederá por todos los hijos de los hombres; y los que crean en él serán salvos.
“Y por motivo de la intercesión hecha por todos, todos los hombres vienen a Dios; de modo que comparecen ante su presencia para que él los juzgue de acuerdo con la verdad y santidad que hay en él”.
Este albedrío, que fue preservado para la humanidad en la guerra premortal de los cielos, contribuyó a que el “hombre… obrara por sí mismo… Los hijos de los hombres… han llegado a quedar libres para siempre, discerniendo el bien del mal, para actuar por sí mismos, y no para que se actúe sobre ellos… Son libres para escoger la libertad y la vida eterna… o escoger la cautividad y la muerte”. Es evidente que esta libertad no se puede ejercer de forma plena y hacerse efectiva sin la instrucción suficiente sobre las consecuencias de tales elecciones y un conocimiento de la redentora e indulgente expiación de Cristo. La Expiación paga el rescate de todos los que, al tomar tales decisiones, yerran y no alcanzan la gloria de Dios, pero se arrepienten de sus errores e imploran la misericordia del Santo Mesías sobre ellos. Cuán grande es la importancia de dar a conocer estas cosas a los habitantes de la tierra.
UNA OPOSICION EN TODA LAS COSAS.
Relacionado con éste, Lehi introdujo otro principio que sirve como telón de fondo al drama eterno de la Caída y la Expiación, y que es el de la oposición, el de los principios en contienda, un concepto estrechamente relacionado con la elección y el albedrío. Si tiene que haber elección y el albedrío precisa tener sentido alguno, deben presentarse alternativas. Tal y como dijo Lehi: “Es preciso que haya una oposición en todas las cosas”.
Su razonamiento y vocabulario son claros y directos. La rectitud carece de sentido sin la posibilidad de que exista la maldad. La santidad no tendría deleite alguno si no fuéramos conscientes del dolor y la miseria. El bien carecería de sentido moral si no existiera nada que se pudiera considerar malo. Incluso la vida— cuya naturaleza y posibilidades eternas son el tema central del plan de salvación y del discurso que Lehi pronunció al respecto—no tendría sentido si no supiéramos nada del carácter y las limitaciones de la muerte.
En resumen, sin oposición ni alternativas “no habría habido ningún objeto en [la] creación [de la vida humana]”. Todas las experiencias de la mortalidad y la eternidad habrían sido
idénticas, inertes e indistinguibles, “un solo cuerpo”. Al final de esta cadena se encuentra la comprensión más terrible de todas: no podría haber felicidad porque no existiría el pesar, y no podría haber rectitud porque no existiría el pecado. Pero afortunadamente, hay felicidad, rectitud, vida eterna y Dios, aun cuando Lehi destaca que esas bendiciones sólo se reciben a riesgo de enfrentar la miseria, la iniquidad, la muerte y el diablo.
LA CAIDA.
Los terribles riesgos del pesar y la muerte fueron hechos que Adán y Eva estaban dispuestos a enfrentar “para que los hombres existiesen”. Pero ellos, al igual que nosotros, fueron capaces y estuvieron dispuestos a aventurarse a ello sólo con el conocimiento de que estarían a salvo, que habría seguridad al final de la jornada para aquellos que lo desearan y vivieran para ese propósito. Estuvieron dispuestos a transgredir a sabiendas y conscientemente (la única manera por la que podían “caer” en las consecuencias de la mortalidad, de la misma forma que Elohim no podía expulsar a personas inocentes del jardín y seguir siendo un Dios justo), sólo porque tenían un conocimiento pleno del plan de salvación, el cual les concedería una salida a su lucha con la muerte y el infierno. Más adelante Adán diría: “Bendito sea el nombre de Dios, pues a causa de mi trasgresión se han abierto mis ojos, y tendré gozo en esta vida, y en la carne de nuevo veré a Dios”.
En esa misma ocasión, Eva dijo de forma aún más conmovedora: “De no haber sido por nuestra trasgresión nunca… hubiéramos conocido… el bien y el mal, ni el gozo de nuestra redención, ni la vida eterna que Dios concede a todos los que son obedientes”.
Así que Adán y Eva estuvieron dispuestos a tomar la decisión, escogiendo de este modo el camino que conduce al crecimiento y a la divinidad inherentes al fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal por encima del potencialmente carente de sentido árbol de la vida (al menos en ese punto de desarrollo en el que se hallaban). Con el señuelo de Lucifer, “aquella antigua serpiente que engañó a nuestros primeros padres, que fue la causa de su caída”, tal y como dijo Abinadí, decidieron conscientemente salir del Jardín de Edén, un mundo paradisíaco, terrestre y magnífico, para entrar en uno caído, telestial, lleno de espinos y abrojos nada paradisíacos, de pesar y pecado, de enfermedad y muerte.
Al hacerlo, Adán y Eva respondieron para siempre a la lastimera pregunta que se escucha con frecuencia: “Si hay un Dios, ¿por qué hay tanto sufrimiento en el mundo?”. La respuesta es que ahora vivimos en un mundo caído, lleno de elementos opuestos, un mundo en el que Dios es la influencia espiritual más poderosa, aunque no la única. Como parte de la doctrina de la oposición, Satanás también obra en el mundo, y sabíamos antes de venir que traería pesar y angustia consigo. No obstante, nosotros (por medio de Adán y Eva) tomamos de forma consciente la decisión de vivir y perseverar en esta esfera mortal de oposición en todas las cosas, pues sólo a través de una experiencia tal sería posible el progreso divino. Adán y Eva—y nosotros—, de forma consciente y amorosa, absolvieron a Dios de la responsabilidad por los “espinos y cardos” de un mundo caído, escogido personalmente por nosotros y no impuesto de forma caprichosa por Él. Queríamos tener la oportunidad de llegar a ser como nuestros padres celestiales, enfrentar al sufrimiento y vencerlo, soportar el pesar y todavía vivir con gozo, confrontar el bien y el mal y ser lo bastante fuertes como para escoger el bien. En este mundo telestial y mortal, lleno de voces, señuelos y experiencias competitivas, necesitamos toda una vida para refinar y fortalecer estas virtudes.
Conocedor de esta doctrina, Lehi señaló que si Adán y Eva hubieran permanecido en el Jardín de Edén, habrían hecho que todas las cosas “[hubieran] permanecido en el mismo estado en que se hallaban después de ser creadas”, una situación en la que ellos habrían permanecido “en un estado de inocencia, sin sentir gozo, porque no conocían la miseria; sin hacer lo bueno, porque no conocían el pecado”.
Pero Adán y Eva tomaron esta decisión por un motivo todavía más generoso que los del conocimiento divino y el progreso personal. Lo hicieron por una razón preponderante y vital para todo el plan de salvación y todas las conversaciones mantenidas en todos los concilios del cielo. Lo hicieron “para que los hombres existiesen”. Si Adán y Eva no hubieran salido del jardín, indicó Lehi, “nunca [habrían] tenido posteridad”.
Por supuesto que habría otros beneficios derivados de la Caída, los cuales son esenciales y eternos, pero no habrían sido más que frivolos privilegios si sólo los hubieran recibido Adán y Eva. No, hasta las significativas bendiciones de un cuerpo físico y el refinamiento de las experiencias que nos ayudan a madurar y nos conducen a la divinidad serían penosas promesas si no se ofrecieran también a todos los hijos espirituales de Dios. El privilegio de la mortalidad que se concedió a todos es el don principal recibido por la caída de Adán y Eva.
Así, y sólo con este conocimiento, puede un estudioso del Evangelio de Jesucristo apreciar la plena importancia de la frase anteriormente citada: “Adán cayó para que los hombres existiesen”. Cuando esta doctrina se entiende por completo y se enseña con detenimiento, tal y como sucede en el Evangelio restaurado, es tan importante como cualquier otra de las que se enseñan en el Libro de Mormón. Sin ella el mundo desconocería la verdadera naturaleza de la caída de Adán y Eva, de su decisión dadora de vida, e ignoraría el indescriptible amor que demostraron hacia todos los hijos e hijas de Dios.
En resumen, Lehi dijo: “Y después que Adán y Eva hubieron comido del fruto prohibido, fueron echados del jardín de Edén, para cultivar la tierra.
“Y tuvieron hijos, sí, la familia de toda la tierra”.
EL HOMBRE NATURAL.
Ocurrieron muchas cosas en el proceso de la Caída, incluyendo los cambios que se sucedieron en los cuerpos físicos de Adán y Eva. Por un lado, cayeron en la “naturaleza”, palabra que se convierte casi en una especie de sinónimo del proceso adámico. El rey Benjamín diría de los niños pequeños: “Así como en Adán, o -por naturaleza, ellos caen, así también la sangre de Cristo expía sus pecados”.
Parte del mundo natural al que accedieron Adán y Eva incluía el que sus cuerpos tuvieran sangre—un elemento corruptible—en lo que hasta ese punto habían sido cuerpos incorruptos de carne y hueso, y carentes de sangre. Pero todavía más importante que estos cambios físicos fueron las tentaciones y amenazas al espíritu. La separación de Dios, tanto espiritual como física, fue consecuencia de la Caída. La humanidad fue cortada del compañerismo inmediato y personal con Dios del que habían disfrutado Adán y Eva en el Jardín de Edén. A consecuencia de ello se distanciaron del Santo Espíritu y se convirtieron en menos sensibles a muchas de las cosas de rectitud. El rey Benjamín hizo de este tema una de las tareas principales del hombre y la mujer durante su estado caído o natural.
“El hombre natural es enemigo de Dios”, enseñó, “y lo ha sido desde la caída de Adán, y lo será para siempre jamás, a menos que se someta al influjo del Santo Espíritu, y se despoje del hombre natural, y se haga santo por la expiación de Cristo el Señor, y se vuelva como un niño: sumiso, manso, humilde paciente, lleno de amor y dispuesto a someterse a cuanto le Señor juzgue conveniente imponer sobre él, tal como un niño se somete a su padre”.
Un lenguaje más extremo que el de “hombre natural” o incluso el de “enemigo de Dios”, es la afirmación de que, como resultado de la Caída y el consiguiente aumento de la influencia de Satanás en el mundo caído, “toda la humanidad [llegó a ser] carnal, sensual y diabólica, discerniendo el mal del bien, y sujetándose al diablo.
“De modo que toda la humanidad estaba perdida; y he aquí, se habría perdido eternamente si Dios no hubiese rescatado a su pueblo de su estado caído y perdido.
“Pero recordad que quien persiste en su propia naturaleza carnal, y sigue las sendas del pecado y la rebelión contra Dios, permanece en su estado caído, y el diablo tiene todo poder sobre él. Por tanto, queda como si no se hubiera hecho ninguna redención, siendo enemigo de Dios; y también el diablo es enemigo de Dios”.
El hermano de Jared hizo referencia a ese distanciamiento mortal entre el hombre y Dios cuando suplicó al Señor: “Oh Señor, no te enojes con tu siervo a causa de su debilidad delante de ti; porque sabemos que tú eres santo y habitas en los cielos, y que somos indignos delante de ti; por causa de la caída nuestra naturaleza se ha tornado mala continuamente”.
Debido a que esta doctrina es tan básica para el plan de salvación, y también a que es tan susceptible de ser mal interpretada, debemos destacar que éstas referencias a esta maldad “natural” no se refieren a que los hombres y mujeres sean “intrínsecamente” malos. Hay una gran diferencia. Como hijos e hijas espirituales de Dios, todos los hombres y mujeres mortales son divinos en origen y en su destino potencial. Tal y como enseña Doctrina y Convenios 93:38-39, el espíritu de cada hombre, mujer y niño “[era] inocente en el principio”; si bien es cierto que como consecuencia de la Caída ahora se halla en un mundo “natural” (caído) donde el diablo “despoja a los hijos de los hombres de la luz”, y donde ciertos elementos de la naturaleza—incluyendo la naturaleza temporal humana— requieren disciplina, compostura y refinamiento. Es como si todos los seres humanos recibieran, como parte de su próximo paso en el sendero que conduce a la divinidad, materias primas de carácter físico y espiritual—o recursos “naturales”, si así lo prefiere.
Estos recursos no se reciben para dejarlos a sus anchas sino para enjaezarlos y dirigirlos, de modo que se puedan encauzar su poder y potencial (como en ocasiones se hace con un río o una cascada “natural”) y, por consiguiente, sean mucho más productivos y beneficiosos.
El hombre natural, con todo su potencial nuevo y maravilloso, pero a la vez desbocado y falto de regeneración, debe ser hecho “sumiso” al Santo Espíritu, un espíritu que todavía nos atrae y nos impulsa hacía arriba. El hermano de Jared reconoció la bondad inherente del alma cuando dijo que nuestras transgresiones mortales y nuestra naturaleza temporal pueden ser vencidas cuando invocamos a Dios y recibimos de Él “según nuestros deseos”.
Nuestros más profundos deseos, nuestros anhelos premortales, todavía son divinos en sus orígenes, y se hallan profundamente enraizados en nuestra alma. Todavía reverberan los ecos de nuestra anterior inocencia, y la luz que aleja el mal todavía brilla. Nuestro corazón puede—y así lo hace en su pureza—desear aquello que es espiritual y santo más que lo que es “carnal, sensual y diabólico”. De no ser así, nos hallaríamos en una condición desesperanzadora, y la idea de una elección verdadera estaría para siempre en peligro.
Alabamos a Dios nuestro Padre por el hecho de que nuestra verdadera herencia proceda de Él y que al ceñirnos y someternos a Su influencia eterna podamos vencer la enemistad que nos separa de Él, y así poder tornar los dones de la naturaleza para nuestra bendición más que para nuestra maldición.
UN ESTADO DE PROBACION.
La justicia de Dios demandaba que la muerte acompañara a la violación por parte de Adán y Eva de Su mandamiento de no comer del fruto del árbol del conocimiento del bien y el mal. Pero Su misericordia (y ciertamente Su conocimiento del plan, pues todas las cosas fueron hechas “según la sabiduría de aquel que todo lo sabe”) dictó que se retrasara la imposición de esa pena y que se pusiera a Adán y Eva en un período de prueba. El hacerlo les permitió disponer de un tiempo en la mortalidad para recibir el Evangelio de Jesucristo, aceptarlo, arrepentirse de su trasgresión y clamar a la prometida expiación de Jesús por la remisión de sus pecados antes de que llegara la hora establecida de Su muerte. Lehi enseñó: “Los días de los hijos de los hombres fueron prolongados, según la voluntad de Dios, para que se arrepintiesen mientras se hallaban en la carne; por lo tanto, su estado llegó a ser un estado de probación, y su tiempo fue prolongado, conforme a los mandamientos que el Señor Dios dio a los hijos de los hombres”.
La palabra probación procede del vocablo latino, probare que significa “demostrar” o “comprobar”. Así que el Juez Eterno estaba dispuesto a proporcionar un período de prueba, un tiempo de probación que permitiera la demostración de un “buen comportamiento” antes de imponer la pena final a Adán, Eva y a cada uno de sus descendientes. Claro que lo que en última instancia nos salva a todos de esta escena del juicio es el buen comportamiento de Cristo—y una abogacía resuelta en nuestro favor—aunque nuestro propio comportamiento también es importante. Nuestro deseo, disposición y esfuerzos por obedecer los mandamientos de Dios, que son los términos de nuestra aprobación, son esenciales para la disposición de Cristo de aceptar nuestro caso y para el misericordioso juicio final del Padre.
Alma hizo un sucinto resumen de este período de probación concedido a hombres y mujeres en la mortalidad: “Y vemos que la muerte viene sobre el género humano… que es la muerte temporal; no obstante, se le concedió un tiempo al hombre en el cual pudiera arrepentirse; así que esta vida llegó a ser un estado de probación; un tiempo de preparación para presentarse ante Dios…
“Y después que Dios hubo dispuesto que estas cosas sobrevinieran a los hombres, he aquí, vio entonces que era necesario que éstos supieran acerca de las cosas que él había dispuesto para ellos;
“Por tanto, envió ángeles para conversar con ellos, los cuales hicieron que los hombres contemplaran la gloria de Dios.
“Y de allí en adelante empezaron los hombres a invocar su nombre; por tanto, Dios conversó con ellos y les hizo saber del plan de redención que se había preparado desde la fundación del mundo; y esto él les manifestó según su fe y arrepentimiento y sus obras santas…
“Por tanto, después de haberles dado a conocer el plan de redención, Dios les dio mandamientos de no cometer iniquidad…
“[Y así] Dios llamó a los hombres, en el nombre de su hijo (pues éste era el plan de redención que se estableció), diciendo: Si os arrepentís y no endurecéis vuestros corazones, entonces tendré misericordia de vosotros por medio de mi Hijo Unigénito”.
La palabra probación se encuentra sólo en diez ocasiones en los libros canónicos, y nueve de esas referencias proceden del Libro de Mormón. Qué doctrina tan esencial para la comprensión de la Caída y la Expiación, la doctrina de una oportunidad prolongada para que hombres y mujeres puedan recibir y aceptar el Evangelio, una doctrina tomada casi en forma exclusiva del Libro de Mormón.
Al ofrecérseles la elección mediante el albedrío moral e instrucción suficiente sobre los elementos del plan de redención, Adán, Eva y todos sus hijos sobre esta tierra fueron libres “para actuar por sí mismos y no para que se actúe sobre ellos… Y les son dadas todas las cosas [necesarias para este ejercicio]”. En este tiempo de probación terrenal (cualquiera que sea el período después de cumplir ocho años de edad hasta el día de la muerte), tenemos las enseñanzas del Evangelio y los mandamientos de Dios para guiar nuestro período de probación, en el cual somos “libres para escoger la libertad y la vida eterna, por medio del gran Mediador de todos los hombres, o escoger la cautividad y la muerte, según la cautividad y el poder del diablo”.
En resumen, toda persona responsable ha cometido una transgresión contra la ley eterna y se ha emitido el consiguiente juicio. Nosotros, al igual que nuestros padres, hemos “[pecado], y [estamos] destituidos de la gloria de Dios”. Mas tenemos un juez misericordioso y un mediador compasivo y dispuesto a sacrificarse. Ellos nos han dado tiempo para arrepentimos y, por tanto, alterar nuestra sentencia. Nuestro juez y nuestro abogado están haciendo todo lo posible, dentro de los límites permitidos por la justicia, para proporcionarnos una salida a nuestra difícil situación. Si verdaderamente deseamos hacer a un lado la pena de la muerte espiritual, podemos hacerlo. En el sermón pronunciado días antes de su muerte, Lehi suplicó a su propia familia—y a todos nosotros—que hiciéramos exactamente eso: “Quisiera que confiaseis en el gran Mediador y que escuchaseis sus grandes mandamientos; y sed fieles a sus palabras y escoged la vida eterna, según la voluntad de su Santo Espíritu;
“Y no escojáis la muerte eterna según el deseo de la carne y la iniquidad que hay en ella, que da al espíritu del diablo el poder de cautivar, de hundiros en el infierno, a fin de poder reinar sobre vosotros en su propio reino…
“Pues él busca que todos los hombres sean miserables como el».
Entonces, con una pasión que sólo conocen los que se dan cuenta de que van a morir, Lehi enlazó su propio momento con la sentencia de Adán en la corte divina. “Os he hablado estas pocas palabras a todos vosotros”, dijo, “en los últimos días de mi probación; y he escogido la buena parte, según las palabras del profeta. Y no tengo ninguna otra intención sino el eterno bienestar de vuestras almas”.
UNA EXPIACION INFINITA.
Este conmovedor testimonio—y de hecho todo el sermón de Lehi—se hace más inmediato cuando nos damos cuenta de que una doctrina general de probación para toda la humanidad se reduce a un período probatorio específico e individual para cada uno. Con destreza, Lehi resumió la que podía ser una doctrina bastante abstracta a los “setenta años” (o cualquiera que sea el tiempo que se nos conceda) de un breve período en el que debemos aprender el Evangelio, ejercer nuestro albedrío para reclamar Sus promesas y por consiguiente beneficiarnos de “los méritos, y misericordia, y gracia del Santo Mesías”.
Lo que constituye la “buena parte” de Lehi, y lo que enseñaron “las palabras de los profetas”, es que Cristo nacería “con salvación en sus alas” para vencer los efectos de la Caída y ofrecer a toda alma humana el privilegio de la exaltación. Esto que Lehi enseñó también a su familia se hace quizás más evidente en el discurso que su hijo Jacob dio a los nefitas a petición de su otro hijo, Nefi. Continuando con las mismas reflexiones doctrinales enseñadas por su padre sobre la relación entre la Caída y la Expiación, Jacob dijo de la venida de Cristo: “Yo sé que sabéis que él se manifestará en la carne a los de Jerusalén, de donde vinimos, porque es propio que sea entre ellos; pues conviene que el gran Creador se deje someter al hombre en la carne y muera por todos los hombres, a fin de que todos los hombres queden sujetos a él.
“Porque así como la muerte ha pasado sobre todos los hombres, para cumplir el misericordioso designio del gran Creador, también es menester que haya un poder de resurrección, y la resurrección debe venir al hombre por motivo de la caída; y la caída vino a causa de la trasgresión; y por haber caído el hombre, fue desterrado de la presencia del Señor.
“Por tanto, es preciso que sea una expiación infinita, pues a menos que fuera una expiación infinita, esta corrupción no podría revestirse de incorrupción. De modo que el primer juicio que vino sobre el hombre habría tenido que permanecer infinitamente. Y siendo así, esta carne tendría que descender para pudrirse y desmenuzarse en su madre tierra, para no levantarse jamás”.
Al enseñar con claridad que Cristo moriría por “todos los hombres”, Jacob fue el primero del Libro de Mormón en emplear la expresión expiación infinita, una de las características verdaderamente esenciales de la doctrina de la Expiación tal y como se enseña en este volumen de Escrituras. Amulek reforzó esta doctrina posteriormente con su propio testimonio de la amplitud y extensión del sacrificio de Cristo. Debido a que los pecados, las transgresiones y los pesares de la humanidad son tan universales, dijo: “Sé que Cristo vendrá entre los hijos de los hombres para tomar sobre sí las transgresiones de su pueblo, y que expiará los pecados del mundo, porque el Señor Dios lo ha dicho.
“Porque es necesario que se realice una expiación; pues según el gran plan del Dios Eterno, debe efectuarse una expiación, o de lo contrario, todo el género humano inevitablemente debe perecer; sí, todos se han endurecido; sí, todos han caído y están perdidos, y, de no ser por la expiación que es necesario que se haga, deben perecer.
“Porque es preciso que haya un gran y postrer sacrificio; sí, no un sacrificio de hombre, ni de bestia, ni de ningún género de ave; pues no será un sacrificio humano, sino debe ser un sacrificio infinito y eterno…
“No hay nada, a no ser una expiación infinita, que responda por los pecados del mundo».
Dado que la Caída fue universal y que tanto la muerte espiritual como la física descendieron sobre todos los hijos de Dios, también la Expiación debe ser universal. Jacob enseñó que los aspectos incondicionales de ésta abarcarían a toda la humanidad—tanto a los no cristianos como a los que sí lo son, a los que viven sin Dios como a los que le temen, al niño que no ha sido enseñado como al adulto plenamente convertido e instruido:
“Y viene al mundo para salvar a todos los hombres, si éstos escuchan su voz; porque he aquí, él sufre los dolores de toda criatura viviente, tanto hombres como mujeres y niños, que pertenecen a la familia de Adán.
“Y sufre esto a fin de que la resurrección llegue a todos los hombres, para que todos comparezcan ante él en el gran día del juicio”.
LOS DONES INCONDICIONALES.
Los aspectos universales, infinitos e incondicionales de la expiación de Jesucristo son varios, entre los que se incluye Su rescate por la trasgresión original de Adán para que ningún miembro de la familia humana sea responsable de ello. Otro don universal e incondicional es la resurrección de los muertos para todo hombre, mujer y niño que vive, haya vivido o viva jamás sobre la tierra. De este modo, la Expiación es universal en el sentido de que salva a toda la familia humana del cautiverio de la muerte física. También es infinita en su impacto y eficacia al hacer que la redención sea posible para todos, desde el comienzo de los tiempos y por toda la eternidad.
En el gran sermón pronunciado al respecto, Jacob hace un comentario contundente sobre lo que serían algunas de las consecuencias espirituales universales que van unidas a una muerte física también universal:
“¡Oh, la sabiduría de Dios, su misericordia y gracia! Porque he aquí, si la carne no se levantara más, nuestros espíritus tendrían que estar sujetos a ese ángel que cayó de la presencia del Dios Eterno, y se convirtió en el diablo, para no levantarse más.
“Y nuestros espíritus habrían llegado a ser como él, y nosotros seríamos diablos, ángeles de un diablo, para ser separados de la presencia de nuestro Dios y permanecer con el padre de las mentiras, en la miseria como él; sí, iguales a ese ser que engañó a nuestros primeros padres, quien se transforma casi en un ángel de luz, que incita a los hijos de los hombres a combinaciones secretas de asesinato y a toda especie de obras secretas de tinieblas.
“¡Oh cuan grande es la bondad de nuestro Dios, que prepara un medio para que escapemos de las garras de este terrible monstruo; sí, ese monstruo, muerte e infierno, que llamo la muerte del cuerpo, y también la muerte del espíritu”.
Del mismo modo que Lucifer sufrirá de un futuro infeliz, falto de esperanza y desincorporado, también nosotros seríamos seres desincorporados, faltos de esperanza e infelices sin la Resurrección, dando así la victoria al diablo, el cual busca que todos los hombres y mujeres “sean miserables como él”. Es más, existiría cierta forma terrible de sometimiento, aparte del dolor y el pesar personales, que nos habría convertido en “diablos, ángeles de un diablo”.
Jacob prosiguió con sus exclamaciones características (como evidencia de un estilo literario diferente, fíjese en la frecuencia con que sus declaraciones comienzan con “oh”) sobre las bendiciones incondicionales de la Expiación:
“¡Oh cuán grande es el plan de nuestro Dios!… [pues mediante la Expiación] todos los hombres se tornan incorruptibles en inmortales; y son almas vivientes, teniendo un conocimiento perfecto semejante a nosotros en la carne… “¡Oh, la grandeza de la misericordia de nuestro Dios, el Santo de Israel! Pues él libra a sus Santos de ese terrible monstruo, el diablo y muerte e infierno, y de ese lago de fuego y azufre, que es tormento sin fin.
“¡Oh, cuán grande es la santidad de nuestro Dios! Pues él sabe todas las cosas, y no existe nada sin que él lo sepa.
“Y viene al mundo para salvar a todos los hombres, si éstos escuchan su voz; porque he aquí, él sufre los dolores de todos los hombres, sí, los dolores de toda criatura viviente, tanto hombres como mujeres y niños, que pertenecen a la familia de Adán”.
En el amplio alcance de la Expiación se ha tenido en cuenta de forma generosa a los que mueren sin un conocimiento del Evangelio ni la oportunidad de abrazarlo, incluyendo aquí a los niños que no tienen la edad de responsabilidad, las personas discapacitadas mentalmente o los que nunca entraron en contacto con el Evangelio. Jacob declaró respecto a estas personas:
“Donde no se ha dado ninguna ley, no hay castigo; y donde no hay castigo, no hay condenación; y donde no hay condenación, las misericordias del Santo de Israel tienen derecho a reclamarlos por motivo de la expiación; porque son librados por el poder de él.
“Porque la expiación satisface lo que su justicia demanda de todos aquellos a quienes no se ha dado la ley”.
Una de las enseñanzas más impactantes del Libro de Mormón es que entre los niños que no tienen la edad de responsabilidad—ocho años, según se reveló con posterioridad—se incluyen aquellos que no son susceptibles de ser tentados y que son universal e incondicionalmente redimidos por la expiación de Cristo. De hecho, cuando hacia el final del libro hubo tanto comportamiento depravado entre los nefitas, Mormón se indignó de que tal conducta incluyera también el abuso teológico de esta doctrina de la Expiación. Tras oír que los niños pequeños estaban siendo bautizados, Mormón manifestó esta instrucción a su hijo Moroni, para censurar el comportamiento apóstata del pueblo. El fervor y la pasión con que habló Mormón, justifican el que se mencione su declaración por completo.
Mormón escribió, citando la revelación que recibió del Salvador sobre este asunto:
“Escucha las palabras de Cristo, tu redentor, tu Señor y tu Dios: He aquí, vine al mundo no para llamar a los justos al arrepentimiento, sino a los pecadores; los sanos no necesitan de médico sino los que están enfermos; por tanto, los niños pequeños son sanos, porque son incapaces de cometer pecado; por tanto, la maldición de Adán les es quitada en mí, de modo que no tiene poder sobre ellos; y la ley de la circuncisión se ha abrogado en mí”.
Entonces, Mormón aconsejó a su pueblo por medio de Moroni: “Amado hijo mío, sé que es una solemne burla ante Dios que bauticéis a los niños pequeños.
“He aquí, te digo que esto enseñarás: El arrepentimiento y el bautismo a los que son responsables y capaces de cometer pecado; sí, enseña a los padres que deben arrepentirse y ser bautizados, y humillarse como sus niños pequeños, y se salvarán todos ellos con sus pequeñitos.
“Y sus niños pequeños no necesitan el arrepentimiento, ni tampoco el bautismo. He aquí, el bautismo es para arrepentimiento a fin de cumplir los mandamientos para la remisión de pecados.
“Mas los niños pequeños viven en Cristo, aun desde la fundación del mundo; de no ser así, Dios es un Dios parcial, y también un Dios variable que hace acepción de personas; porque ¡cuántos son los pequeñitos que ha muerto sin el bautismo!…
“He aquí, te digo que el que supone que los niños pequeños tienen necesidad del bautismo se halla en la hiél de la amargura y en las cadenas de la iniquidad, porque no tiene fe, ni esperanza, ni caridad…
“Los niños pequeños no pueden arrepentirse; por consiguiente, es una terrible iniquidad negarles las misericordias puras de Dios, porque todos viven en él por motivo de su misericordia…
“Porque he aquí, todos los niños pequeñitos viven en Cristo, y también todos aquellos que están sin ley. Porque el poder de la redención surte efecto en todos aquellos que no tienen ley; por tanto, el que no ha sido condenado, o sea, el que no está bajo condenación alguna, no puede arrepentirse; y para tal el bautismo de nada sirve;
“antes bien, es una burla ante Dios, el negar las misericordias de Cristo y el poder de su Santo Espíritu, y el poner la confianza en obras muertas”.
La doctrina de la salvación de los niños pequeños que son salvos en Cristo ya se había enseñado con anterioridad en el Libro de Mormón, y volvería a serlo al final del mismo. El rey Benjamín enseñó en su gran sermón: “Y aun si fuese posible que los niños pequeños pecasen, no podrían salvarse; mas te digo que son benditos; pues he aquí, así como en Adán, o por naturaleza, ellos caen, así también la sangre de Cristo expía sus pecados…
“Y el niño que muere en su infancia no perece; mas los hombres beben condenación para sus propias almas, a menos que se humillen y se vuelvan como niños pequeños, y crean que la salvación fue, y es, y ha de venir en la sangre expiatoria de Cristo, el Señor Omnipotente, y por medio de ella…
“Y he aquí, cuando llegue ese día, nadie, salvo los niños pequeños, serán hallados sin culpa ante Dios, sino por el arrepentimiento y la fe en el nombre del Señor Dios Omnipotente”.
Según el modelo establecido por las enseñanzas del Salvador, resulta elocuente que ambas declaraciones inviten a los adultos—Mormón se refirió específicamente a los “padres”— para que fueran más como niños pequeños, y no al revés. La inocencia de un niño, su sentido del asombro, su disposición para creer, su confianza inherente en un padre y una madre, su habilidad para casi instantáneamente perdonarle y olvidar, volver a reír y ver lo mejor del mundo, son algunas de las formas en que los adultos deben ser más como niños, pues verdaderamente “de los tales es el reino de los cielos”.
DONES CONDICIONALES.
Aun cuando existen estas bendiciones ilimitadas que proceden del sacrificio de Cristo, las líneas finales del rey Benjamín expresadas más arriba indican que otros elementos de la Expiación son condicionales, requieren de un esfuerzo, o el “arrepentimiento y la fe en el nombre del Señor Dios Omnipotente”. Las bendiciones condicionales del Evangelio, tanto en el tiempo como en la eternidad, están sujetas al albedrío moral y la disciplina personal del individuo antes de que puedan ser plenamente eficaces. Por ejemplo, aun cuando toda la familia humana es libre y ha recibido un indulto universal por la trasgresión de Adán sin ningún esfuerzo de su parte, no lo reciben por sus propios pecados a menos que sigan los mandamientos de Cristo. De hecho, los profetas del Libro de Mormón amonestan con frecuencia a los que, a diferencia de los niños pequeños, son responsables ante la ley y para quienes no son automáticas las plenas bendiciones de la Expiación. Jacob advirtió:
“Él manda a todos los hombres que se arrepientan y se bauticen en su nombre, teniendo perfecta fe en el Santo de Israel, o no pueden ser salvos en el reino de Dios.
“Y si no se arrepienten, ni creen en su nombre, ni se bautizan en su nombre, ni perseveran hasta el fin, deben ser condenados; pues el Señor Dios, el Santo de Israel, lo ha dicho…
“¡Pero hay de aquel a quien la ley es dada; sí, que tiene todos los mandamientos de Dios, como nosotros, y que los quebranta, y malgasta los días de su probación, porque su estado es terrible!”.
Hay principios del Evangelio que las personas responsables deben obedecer, así como ordenanzas que deben recibir. Mormón hace hincapié en este compromiso con los requisitos fundamentales: “Y las primicias del arrepentimiento es el bautismo; y el bautismo viene por la fe para cumplir los mandamientos; y el cumplimiento de los mandamientos trae la remisión de los pecados;
“Y la remisión de los pecados trae la mansedumbre y la humildad de corazón, y por motivo de la mansedumbre y la humildad de corazón viene la visitación del Espíritu Santo, el cual Consolador llena de esperanza y de amor perfecto, amor que perdura por la diligencia y la oración, hasta que venga el fin, cuando todos los santos morarán con Dios”.
NACIDOS ESPIRITUALMENTE DE DIOS.
El rey Benjamín ya desarrollara el significado de estos pasos simbólicos, de estos primeros principios y ordenanzas del Evangelio aquí resaltados, en su consejo de que uno debe despojarse “del hombre natural, y [hacerse] santo por la expiación de Cristo el Señor”.
Puesto que el hombre caído, muerto e impenitente es “enemigo de Dios”, se vence esta enemistad al nacer de nuevo, un renacer que traspasa la muerte espiritual. Este renacer espiritual se simboliza mediante la fe en el Señor Jesucristo, el arrepentimiento, el bautismo por inmersión para la remisión de pecados y la imposición de manos para la recepción del don del Espíritu Santo, todo ello seguido de una vida fiel a los demás requisitos del Evangelio. Los elementos de la muerte, la tumba y la resurrección representado simbólicamente por la inmersión y la salida de las aguas del bautismo, equivalen al nuevo nacimiento mediante el cual nos declaramos seguidores de Cristo y reclamamos el don de la vida eterna que procede de la Expiación.
Como se ha indicado anteriormente en este libro, cuando el rey Benjamín hubo concluido su magistral sermón sobre la vida y la misión del Salvador, su pueblo quedó profundamente conmovido por el mensaje y deseó reclamar las bendiciones del Evangelio.
Todavía se veían a sí mismos como “naturales” e impenitentes, “en su propio estado carnal, aun menos que el polvo de la tierra”. Y todos gritaron a una voz: “¡Oh, ten misericordia, y aplica la sangre expiatoria de Cristo para que recibamos el perdón de nuestros pecados, y sean purificados nuestros corazones; porque creemos en Jesucristo, el Hijo de Dios, que creó el cielo y la tierra y todas las cosas; el cual bajará entre los hijos de los hombres!”.
Inspirado por esta decisión, el rey y Benjamín contestó:
“Os digo que si habéis llegado al conocimiento de la bondad de Dios, y de su incomparable poder, y su sabiduría, su paciencia y su longanimidad para con los hijos de los hombres; y también la expiación que ha sido preparada desde la fundación del mundo, a fin de que por ese medio llegara la salvación a aquel que pusiera su confianza en el Señor y fuera diligente en guardar sus mandamientos, y perseverar en la fe hasta el fin de su vida, quiero decir la vida del cuerpo mortal—,
“digo que éste es el hombre que recibe la salvación, por medio de la expiación que fue preparada desde la fundación del mundo para todo el género humano que ha existido desde la caída de Adán, o que existe, o que existirá jamás hasta el fin del mundo.
“Y éste es el medio por el cual viene la salvación. Y no hay otra salvación aparte de ésta de que se ha hablado; ni hay tampoco otras condiciones según las cuales el hombre pueda ser salvo, sino por las que os he dicho”.
Tras una gran exclamación de las personas al expresar su deseo unánime de concertar un convenio que les permitiera escapar de los efectos de las muertes física y espiritual que les aguardaban, el rey Benjamín les enseñó las bendiciones del renacer—nacer a la vida eterna por medio de Cristo—entre las que se incluían el tomar Su nombre sobre sí mismos como evidencia de su nueva vida, su nuevo convenio y su nueva identidad:
“Ahora pues, a causa del convenio que habéis hecho, seréis llamados progenie de Cristo, hijos e hijas de él, porque he aquí, hoy él os ha engendrado espiritualmente; pues decís que vuestros corazones han cambiado por medio de la fe en su nombre; por tanto, habéis nacido de él y habéis llegado a ser sus hijos y sus hijas.
“Y bajo este título sois librados, y no hay otro título por medio del cual podáis ser librados.
No hay otro nombre dado por el cual venga la salvación; por tanto, quisiera que tomaseis sobre vosotros el nombre de Cristo, todos vosotros que habéis hecho convenio con Dios de ser obedientes hasta el fin de vuestras vidas.
»Y sucederá que quien hiciera esto, se hallará a la diestra de Dios, porque sabrá el nombre por el cual es llamado; pues será llamado por el nombre de Cristo”.
Posteriormente, cuando Alma estaba intentando despertar el corazón de los miembros de la Iglesia en Zarahemla, apeló a ese mismo convenio y declaración de nuevo nacimiento que todos debían haber experimentado. A los perezosos les recordó que habían sido “ceñidos [por] las ligaduras de la muerte y las cadenas del infierno” y que les aguardaba “una eterna destrucción”. Mas estas ligaduras de la muerte fueron desatadas y las cadenas del infierno quedaron disueltas mediante “la luz de la sempiterna palabra” de Cristo.
Tras recordar el “gran cambio” que había ocurrido en su padre, quien a su vez había provocado un “gran cambio” en generaciones anteriores en Zarahemla, Alma hizo la pregunta que todos debemos hacernos: “¿Habéis nacido espiritualmente de Dios? ¿Habéis recibido su imagen en vuestros rostros? ¿Habéis experimentado este gran cambio en vuestros corazones?…
“He aquí, os digo que el buen pastor os llama; sí, y os llama en su propio nombre, el cual es el nombre de Cristo; y si no queréis dar oídos a la voz del buen pastor, al nombre por el cual sois llamados, he aquí, no sois las ovejas del buen pastor…
“Sé que Jesucristo vendrá; sí, el Hijo, el Unigénito del Padre, lleno de gracia, de misericordia y de verdad. Y he aquí, él es el que viene a quitar los pecados del mundo, sí, los pecados de todo hombre que crea firmemente en su nombre”.
Ya hemos mencionado el más dramático de los ejemplos del Libro de Mormón sobre una persona que ha nacido de Cristo. Tras una juventud dedicada a destruir la Iglesia, Alma, hijo, fue golpeado por el poder de un ángel enviado por Dios en respuesta a las oraciones de los nefitas fieles. A consecuencia de dos días de ayuno y oración por parte de su padre y de otros creyentes reunidos a su alrededor, Alma se puso en pie y declaró:
“Me he arrepentido de mis pecados, y el Señor me ha redimido; he aquí, he nacido del Espíritu.
“Y el Señor me dijo: No te maravilles de que todo el género humano, sí, hombres y mujeres, toda nación, tribu, lengua y pueblo, deban nacer otra vez; sí, nacer de Dios, ser cambiados de su estado carnal y caído, a un estado de rectitud, siendo redimidos por Dios, convirtiéndose en sus hijos e hijas;
“y así llegan a ser nuevas criaturas; y a menos que hagan esto, de ningún modo pueden heredar el reino de Dios…
“Después de pasar mucha tribulación, arrepintiéndose casi hasta la muerte, el Señor en su misericordia ha tenido a bien arrebatarme de un fuego eterno, y he nacido de Dios”.
El que todo un nuevo mundo de saber surgiera ahora ante Alma (y ante todos los que reclaman las bendiciones de la Expiación y nacen de nuevo) se pone de manifiesto en su relato de esta experiencia a su hijo Helamán unos veinte años después de que ocurriera. Al enseñar a su hijo a confiar en Dios a través de todo tipo de pruebas, problemas y aficiones, Alma dijo:
“Si no hubiese nacido de Dios, no habría sabido estas cosas; pero por boca de su santo ángel, Dios me ha hecho saber estas cosas, no por dignidad alguna en mí”. Y entonces, como ocurre muy apropiadamente, el converso se convirtió en misionero: “Sí, y desde ese día, aun hasta ahora, he trabajado sin cesar para traer almas al arrepentimiento; para traerlas a probar el sumo gozo que yo probé; para que también nazcan de Dios y sean llenas del Espíritu Santo…
“Porque a causa de la palabra que él me ha comunicado, he aquí, muchos han nacido de Dios, y han probado como yo he probado, y han visto ojo a ojo, como yo he visto”.
Como resultado de esta experiencia personal, Alma fue capaz de subrayar que “el hijo de Dios padece según la carne, a fin de tomar sobre sí los pecados de su pueblo, para borrar sus transgresiones según el poder de su redención…
“Debéis arrepentiros y nacer de nuevo; pues el Espíritu dice que si no nacéis otra vez, no podéis heredar el reino de los cielos. Venid, pues, y sed bautizados para arrepentimiento, a fin de que seáis lavados de vuestros pecados, para que tengáis fe en el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo, que es poderoso para salvar y para limpiar de toda iniquidad”.
ALIVIO PARA LOS QUE NACEN DE NUEVO.
Prácticamente en todas las iglesias cristianas se enseña algún tipo de doctrina sobre la expiación de Cristo y el perdón de nuestros pecados gracias ella. Pero el Libro de Mormón enseña eso y mucho más. Nos enseña que Cristo también proporciona alivio de una forma más temporal, tomando sobre Sí nuestras enfermedades terrenales, nuestras pruebas y tribulaciones de esta vida, nuestros pesares, soledades y tristezas personales— además de tomar sobre Sí la carga de nuestros pecados.
Alma, que había experimentado el gozoso impacto de la redención de Cristo, enseñó que el Salvador “[saldría] sufriendo dolores, aflicciones y tentaciones de todas clases; y esto para que se cumpla la palabra que dice: Tomará sobre sí los dolores y las enfermedades de su pueblo.
“Y tomará sobre sí la muerte, para soltar las ligaduras de la muerte que sujetan a su pueblo; y sus enfermedades tomara él sobre sí, para que sus entrañas sean llenas de misericordia, según la carne, a fin de que según la carne sepa cómo socorrer a los de su pueblo, de acuerdo con las enfermedades de ellos”.
Cristo caminó por el sendero que todo ser mortal es llamado a caminar, para poder saber cómo socorrernos y fortalecernos en nuestros momentos más difíciles. Él conoce las cargas más profundas y personales que llevamos. Conoce los dolores más públicos y conmovedores que soportamos. Él descendió más abajo de tal pesar para poder elevarnos por encima de él. No existe angustia, pesar o tristeza de esta vida que Él no haya sufrido por nosotros y tomado sobre Sus hombros valientes y compasivos. Al hacerlo, “da esfuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas… [y] los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas; levantarán alas como las águilas; correrán, y no se cansarán; caminarán, y no se fatigarán”.
Este aspecto de la Expiación proporciona un tipo adicional de renacimiento, una especie de renovación, ayuda y esperanza inmediatas que nos permite elevarnos por encima de nuestros pesares y enfermedades, desgracias y errores de todo tipo. Con Su poderoso brazo a nuestro alrededor y elevándonos, hacemos frente a la vida con más gozo y hasta enfrentamos la muerte de forma más triunfante.
Sólo sobre los fuertes hombros del Maestro podemos desechar el temor; sólo en Su abrazo hay seguridad; sólo en un convenio con Él somos libres de la muerte “[y de] todo pecado que fácilmente [nos] envuelve”. Sólo en Él hay paz en este mundo y vida eterna en el venidero. Alguno de los consejos más tranquilizadores que han sido dados jamás a los hijos de los hombres incluyen las siguientes palabras del Maestro:
“Ascendió a lo alto, como también descendió debajo de todo, por lo que comprendió todas las cosas, a fin de que estuviese en todas las cosas, la luz de la verdad… que da vida a todas las cosas”.
“En todas las aflicciones de ellos, él fue afligido. Y el ángel de su presencia los salvó; y en su amor y en su clemencia los redimió, los sostuvo y los llevó todos los días de la antigüedad”.
“Por tanto, persevera en tu camino… Tus días son conocidos y tus años no serán acortados; no temas, pues, lo que pueda hacer el hombre, porque Dios estará contigo para siempre jamás”.
JUSTICIA Y MISERICORDIA.
La amorosa, caritativa y misericordiosa generosidad del Salvador hace surgir la inevitable pregunta del lugar que ocupa la justicia en la Expiación. El equilibrio entre estos principios aparentemente contradictorios se examina con gran habilidad en el Libro de Mormón y, dado que se trata de un padre que está hablando a su propio hijo que ha transgredido, Alma lo hace con mucha sensibilidad cuando instruye a su hijo Coriantón.
Es obvio que las demandas de la justicia requieren que se pague el precio por la violación de la ley. Adán transgredió al igual que todos nosotros, por lo que el juicio de la muerte (física) y las consecuencias del infierno (muerte espiritual) son un veredicto justo. Es más, una vez declarados culpables, ninguno de nosotros puede hacer nada para salir victorioso de este destino. No tenemos en nosotros la simiente de la inmortalidad que nos permita vencer la muerte física ni hemos sido perfectos en comportamiento, así que perdemos la pureza que nos permitiría regresar espiritualmente a la presencia de Dios. Además, Dios no puede simplemente volver la mirada hacia un lado y quebrantar la ley divina, pues de hacerlo deshonraría la justicia y “dejaría de ser Dios”, algo que nunca hará. La triste verdad para los hombres y mujeres era, entonces, que “no había medio de redimir al hombre de este estado caído, que él mismo se había ocasionado por motivo de su propia desobediencia.
“Y así vemos que toda la humanidad se hallaba caída, y que estaba en manos de la justicia; sí, la justicia de Dios que los sometía para siempre a estar separados de su presencia”.
Se deben satisfacer las demandas de la justicia. La ausencia de ley o la falta de cualquier castigo por romperla dejaría al mundo en una condición de caos amoral. Alma preguntó de forma retórica: “De no haberse dado una ley de que el hombre que asesina debe morir, tendría miedo de morir si matase? Y también, si no hubiese ninguna ley contra el pecado, los hombres no tendrían miedo de pecar”. Está claro que uno de los propósitos de la ley y las firmes exigencias de la justicia que hay tras ella es su impacto preventivo.
Pero, ¿qué ocurre cuando todos han pecado y están lejos de la gloria de Dios? ¿Cómo vencemos el impacto infinito de la trasgresión de Adán? ¿Qué precio hay que pagar por cada pecado, pesar y pensamiento egoísta que han tenido los hombres y las mujeres desde Adán hasta el fin del mundo? El número de transgresores es tan grande como inquietante es el castigo.
“¿Supones tú que la misericordia puede robar a la justicia?”, preguntó Alma. “Te digo que no, ni un ápice”.
El rey Benjamín había recordado a su pueblo con anterioridad: “Y ahora bien, os digo, hermanos míos, que después de haber sabido y de haber sido instruidos en todas estas cosas, si transgredís y obráis contra lo que se ha hablado, de modo que os separáis del Espíritu de Señor, para que no tenga cabida en vosotros para guiaros por las sendas de la sabiduría, a fin de que seáis bendecidos, prosperados y preservados,
“os digo que el hombre que esto hace, ése se declara en rebelión manifiesta contra Dios…
Si ese hombre no se arrepiente, y permanece y muere enemigo de Dios, las demandas de la divina justicia despiertan en su alma inmortal un vivo sentimiento de su propia culpa que lo hace retroceder de la presencia del Señor, y le llena el pecho de culpa, dolor y angustia, que es como un fuego inextinguible, cuya llama asciende para siempre jamás.
“Y ahora os digo que la misericordia no puede reclamar a ese hombre; por tanto, su destino final es padecer un tormento sin fin”.
Por lo general, cuando hablamos de la expiación de Cristo, hacemos hincapié (o depositamos la esperanza) en los misericordiosos aspectos de ese don. Pero también debemos recordar siempre que la Expiación lleva en sí misma los inquebrantables elementos de la justicia, que es el abismo que separa a los inicuos de los rectos, y “la justicia no puede ser negada”. Cristo hizo todo lo que hizo para que “descienda un justo juicio sobre los hijos de los hombres”. Es un juicio justo, pero es un juicio.
Amulek enseñó con poder a la contenciosa congregación de Ammoníah respecto a la justicia de la Resurrección: “Los malvados permanecen como si no se hubiese hecho ninguna redención, a menos que sea el rompimiento de las ligaduras de la muerte”, y serán “llevados a comparecer ante el tribunal de Cristo el Hijo, y Dios el padre, y el Santo Espíritu que son un Eterno Dios, para ser juzgados según sus obras, sean buenas o malas”. Tras oír esta doctrina, Zeezrom, el principal antagonista de aquella experiencia, “consciente de su culpabilidad, empezaba a temblar”. Cuando Alma confirmó las palabras de Amulek en cuanto a esta doctrina, Zeezrom “empezó a temblar sobremanera, porque más y más se convencía del poder [de la justicia] de Dios”.
Un profeta anterior también pensó que alguien de entre su público se alarmaría con la justicia de Dios. Abinadí preguntó al rey Noé (quien también mostraba muchas de las intenciones que Zeezrom había mostrado en un principio): “¿No deberíais temblar? Porque la salvación no viene a ninguno de éstos, por cuanto el Señor no ha redimido a ninguno de los tales; ni tampoco puede redimirlos; porque el Señor no puede contradecirse a sí mismo; pues no puede negar a la justicia cuando ésta reclama lo suyo”.
Forma parte de la doctrina del Libro de Mormón el que Dios debe ser justo. Es más, los culpables, aun con una vergüenza eterna, reconocerán que “todos sus juicios son rectos; que él es justo en todas sus obras”. Pero Dios también es un Dios misericordioso, y también lo es Su Hijo. Por tanto, Dios diseñó un “plan de la misericordia” que satisfaría las demandas de la justicia y liberaría a los que estuvieran presos del pecado. Haría falta que un dios mismo descendiera a la tierra para expiar por los pecados del mundo, aspecto que Abinadí destacó no una vez, sino en tres ocasiones, al hablar al rey Noé y sus inicuos sacerdotes sobre la Expiación.
Ningún ser mortal podría llevar a cabo semejante milagro ni soportar una carga tan pesada. Tal y como enseñó Amulek: “No hay hombre alguno que sacrifique su propia sangre, la cual expíe los pecados de otros”.
De esta forma tan terrenal, cualquier ser mortal, sin importar lo bueno que haya deseado ser, tendría que rendir cuenta de sus propios pecados, por lo que a duras penas podría estar en una posición tal que le permitiera hacerse cargo de los pecados de otra persona. Y en cuanto a la muerte, ningún mortal, sin importar lo fuerte que haya sido, lleva en sí la simiente de la vida mediante la cual pueda levantarse a sí mismo—y mucho menos a otras personas—de la tumba.
No, sólo un Dios (el Hijo) podía satisfacer estas demandas y por tanto ayudar a otro Dios (el Padre) a “que Dios sea un Dios perfecto, y justo y misericordioso también”. Sólo un Dios llevaría la simiente de la divinidad, de la vida eterna, que permitiría el triunfo sobre la muerte. Sólo una persona que reuniera los requisitos para ser un Dios podría vivir en un mundo de tentación y estar sujeto a todas las enfermedades de la carne sin jamás ceder a ellas.
Por eso Cristo vino a la tierra, vivió treinta y tres años y cumplió con el propósito primordial de Su nacimiento en la mortalidad. En una agonía espiritual que comenzó en Getsemaní y con un precio físico que se consumó en la cruz del Calvario, tomó sobre Sí todo pecado, pesar, tristeza, enfermedad, dolor, prueba y tribulación experimentada por los hijos de Dios desde Adán hasta el fin del mundo. Cómo lo hizo es un misterio asombroso, pero lo hizo. Rompió las ligaduras de la muerte física y obtuvo la victoria sobre el infierno espiritual. Un Dios descendió e intercedió de forma misericordiosa por todos los hijos de los hombres.
A través de su experiencia personal, Alma pudo apreciar que sólo con esta misericordia podía funcionar el gran plan de redención. Tal y como luego enseñó a su hijo Coriantón, “según la justicia, el plan de redención no podía realizarse sino de acuerdo con las condiciones del arrepentimiento del hombre en este estado probatorio, sí, este estado preparatorio; porque a menos que fuera por estas condiciones, la misericordia no podría surtir efecto, salvo que destruyese la obra de la justicia. Pero la obra de la justicia no podía ser destruida; de ser así, Dios dejaría de ser Dios. Y así vemos que toda la humanidad se hallaba caída, y que estaba en manos de la justicia; sí, la justicia de Dios que los sometía para siempre a estar separados de su presencia…
“Mas se ha dado una ley, y se ha fijado un castigo, y se ha concedido un arrepentimiento, el cual la misericordia reclama; de otro modo, la justicia reclama al ser humano y ejecuta la ley, y la ley impone el castigo; pues de no ser así, las obras de la justicia serían destruidas, y Dios dejaría de ser Dios.
“Mas Dios no cesa de ser Dios, y la misericordia reclama al que se arrepiente; y la misericordia viene a causa de la expiación; y la expiación lleva afecto la resurrección de los muertos; y la resurrección de los muertos lleva a los hombres de regreso a la presencia de Dios; y así son restaurados a su presencia, para ser juzgados según sus obras, de acuerdo con la ley y la justicia.
“Pues he aquí, la justicia ejerce todos sus derechos, y también la misericordia reclama cuanto le pertenece; y así, nadie se salva sino los que verdaderamente se arrepienten”.
Cuando ascendió al cielo, Cristo lo hizo “henchidas de misericordia sus entrañas, lleno de compasión por los hijos de los hombres; interponiéndose entre ellos y la justicia; habiendo quebrantado los lazos de la muerte, tomado sobre sí la iniquidad y las transgresiones de ellos, habiéndolos redimido y satisfecho las exigencias de la justicia”. Sobrepasa todo asombro el que el sacrificio voluntario y misericordioso de un único ser pudiera satisfacer las demandas infinitas y eternas de la justicia, expiar por cada trasgresión y falta humana jamás cometida en la historia del mundo, y lograr que toda la humanidad pudiera ser tomada entre los brazos de un Dios compasivo—y eso fue lo que sucedió.
El presidente John Taylor escribió: “De forma incomprensible y misteriosa, Jesús asumió la responsabilidad que por naturaleza debería haber recaído sobre Adán, pero que sólo podía ser llevada a cabo mediante Su mediación y al tomar sobre Sí los pesares, asumiendo las responsabilidades y soportando las transgresiones o pecados de los hombres. En una forma que nos resulta incomprensible e inexplicable, tomó el peso de los pecados de todo el mundo, no sólo de Adán, sino de su posteridad; y al hacerlo, abrió el reino del cielo no tanto a los creyentes que habían obedecido la ley de Dios, como a más de la mitad de la familia humana que murió antes de llegar a la edad de responsabilidad; y también a los paganos, quienes, habiendo muerto sin ley, por medio de Su mediación resucitarán sin ley y sin ésta serán juzgados, y de este modo participarán… de las bendiciones de Su expiación”.
Debido a que Cristo estaba dispuesto a mediar por nosotros en las cortes del cielo, a pagar todo el precio por cada trasgresión y, por tanto, satisfacer las demandas legales de la justicia, se convirtió por derecho en nuestro nuevo Señor y pudo, de forma misericordiosa, ofrecer libertad a todos los que acepten Sus condiciones. Y al permanecer siendo justo,
“Dios no cesa de ser Dios”, sino que “la misericordia reclama al que se arrepiente”, y esta misericordia “viene a causa de la expiación”. De forma maravillosa y bien planeada, “la justicia ejerce todos sus derechos, y también la misericordia reclama cuanto le pertenece; y así, nadie se salva sino los que verdaderamente se arrepienten”. Empleando una imagen convincente, Amulek explicó que por medio de Cristo, la misericordia “sobrepuja a la justicia… Y así la misericordia satisface las exigencias de la justicia, y ciñe [al que ese arrepiente] con brazos de seguridad; mientras que aquél que no ejerce la fe para arrepentimiento queda expuesto a las exigencias de toda la ley de la justicia”.
Abinadí se lamentó por los que no aceptan este generoso acto de misericordia y libertad, y dijo que éstos “han obrado según su propia voluntad y deseos carnales; nunca habiendo invocado al Señor mientras los brazos de la misericordia se extendían hacia ellos; porque los brazos de la misericordia se extendieron hacia ellos, y no quisieron; habiendo sido amonestados por sus iniquidades, y sin embargo, no las abandonaron; y se les mandó arrepentirse, y con todo, no quisieron arrepentirse”.
Ésos a quienes la “misericordia reclama” como suyos, son los seguidores de Cristo, los cuales entienden, al igual que Pablo, que fueron “comprados por precio” y deben algo a cambio de esa libertad. A consecuencia de la Expiación, no tenemos por qué estar sujetos al diablo, mas debemos estar dispuestos, tal y como enseñó Jacob, a someternos a Cristo.
Esta sujeción no implica ningún elemento de esclavitud o restricción, ni requiere tampoco pago alguno de dinero o presentes terrenales. Esta sujeción quiere decir que las personas que eligen ser redimidas le “deben” a Cristo, su nuevo amo, una vida de discipulado, comenzando con la fe, el arrepentimiento, el bautismo—el cual conduce a todas las demás ordenanzas y convenios del Evangelio—y una vida de amorosa amabilidad. Resulta claro que toda la humanidad todavía está en deuda aun después de pasado el pleno efecto de la Expiación; pero afortunadamente, Aquel con quien estamos en deuda es Cristo el Misericordioso en vez de Lucifer el miserable. Todavía tenemos obligaciones, aunque éstas sean de un cariz más elevado y feliz. Estamos en deuda, pero no en cautiverio.
Jacob exclamó: “Así pues, amados hermanos míos, venid al Señor, el Santo. Recordad que sus sendas son justas. He aquí, la vía para el hombre es angosta, mas se halla en línea recta ante él; y el guardián de la puerta es el Santo de Israel; y allí él no emplea ningún sirviente, y no hay otra entrada sino por la puerta; porque él no puede ser engañado, pues su nombre es el Señor Dios”.
Cristo es nuestro maestro, nuestro Señor divino (literalmente, el “guarda”), pero abre libremente la puerta de la salvación y el gozo a todos los que llaman con fe y humildad. De ahí el consejo de Jacob: “Por lo tanto, no gastéis dinero en lo que no tiene valor, ni vuestro trabajo en lo que no puede satisfacer. Escuchad diligentemente, y recordad las palabras que he hablado; y venid al Santo de Israel y saciaos de lo que no perece ni se puede corromper, y deleítese vuestra alma en la plenitud”.
Nefi llevó a su hogar este mismo sentimiento de una invitación abierta e ilimitada para que todos acepten a Cristo como su Maestro. Tras declarar que toda la vida del Salvador, toda Su existencia, está dedicada al bien y a la salvación de los hijos de Su Padre, Nefi dijo:
“Él no hace nada a menos que sea para el beneficio del mundo; porque él ama al mundo, al grado de dar su propia vida para traer a todos los hombres a él. Por tanto, a nadie manda él que no participe de su salvación.
“He aquí, ¿acaso exclama él a alguien, diciendo: apártate de mí? He aquí, os digo que no; antes bien, dice: Venid a mí, vosotros, todos los extremos de la tierra, comprad leche y miel sin dinero y sin precio…
“¿Ha mandado él a alguien que no participe de su salvación? He aquí, os digo que no, sino que la ha dado gratuitamente para todos los hombres; y ha mandado a su pueblo que persuada a todos los hombres a que se arrepientan.
“He aquí, ¿ha mandado el señor a alguien que no participe de su bondad? He aquí, os digo: No; sino que todo hombre tiene tanto privilegio como cualquier otro, y nadie es excluido…
“Porque ninguna de estas iniquidades viene del Señor, porque él hace lo que es bueno entre los hijos de los hombres; y nada hace que no sea claro para los hijos de los hombres; y él invita a todos ellos a que vengan a él y participen de su bondad; y a nadie de los que a él vienen desecha, sean negros o blancos, esclavos o libres, varones o mujeres; y se acuerda de los paganos; y todos son iguales ante Dios, tanto los judíos como los gentiles”.
Al igual que muchos otros grupos del Libro de Mormón que regresaron de las profundidades de la transgresión, los anti-nefi-lehítas dieron gracias a Dios por haber sido perdonados de sus muchos pecados y asesinatos, y porque la culpa había sido retirada de sus corazones mediante los méritos del Hijo de Dios.
“¡Oh cuán misericordioso es nuestro Dios!”, dijeron. “¡Y he aquí, ya que nos ha costado tanto lograr que nos sean quitadas nuestras manchas, y que nuestras espadas se vuelvan lustrosas, escondámoslas a fin de que conserven su brillo, como testimonio a nuestro Dios en el día final, el día en que seamos llevados para comparecer ante él para ser juzgados, de que no hemos manchado nuestras espadas en la sangre de nuestros hermanos, desde que él nos comunicó su palabra y nos limpió por ello”.
La historia del Libro de Mormón es, al menos en parte, la historia de los muchos hombres y mujeres que imploraron y clamaron por la misericordiosa redención de Cristo. El rey Lamoni exclamó cuando recibió el Evangelio: “¡Oh Señor, ten misericordia! ¡Según tu abundante misericordia que has tenido para con el pueblo de Nefi, tenia para mí y mi pueblo!”.
Luego, cuando Lamoni fue redimido de forma milagrosa, su esposa, la reina, se despertó de su experiencia para exclamar en alta voz: ”¡Oh bendito Jesús, que me ha salvado de un terrible infierno! ¡Oh Dios bendito, ten misericordia de este pueblo!”.
Un personaje más grande, pero también menos conocido, es Zenós, cuya gratitud por la misericordia de Dios es ampliamente expresada por Alma. “Eres misericordioso, ¡oh Dios!, porque has oído mi oración”, dijo Zenós, “aun cuando me hallaba en el desierto; sí, fuiste misericordioso cuando oré concerniente a aquellos que eran mis enemigos, y tú los volviste a mí.
“Sí, ¡oh Dios!, y fuiste misericordioso conmigo cuando te invoqué en mi campo, cuando clamé a ti en mi oración, y tú me oiste.
“Y además, ¡oh Dios!, cuando volví a mi casa, me oíste en mi oración.
“Y cuando entré en mi aposento y oré a ti, ¡oh Señor!, tú me
“Sí, eres misericordioso con tus hijos, cuando te invocan para ser oídos de ti, y no de los hombres; y tú los oirás.
“Sí, ¡oh Dios!, tú has sido misericordioso conmigo y has oído mis súplicas en medio de tus congregaciones.
“Sí, y también me has escuchado cuando mis enemigos me han desechado y despreciado; sí, oíste mis lamentos, y se encendió tu enojo contra mis enemigos, y los visitaste en tu ira con acelerada destrucción.
“Y me oíste por motivo de mis aflicciones y mi sinceridad; y es a causa de tu Hijo que has sido tan misericordioso conmigo; por tanto, clamaré a ti en todas mis aflicciones, porque en ti está mi gozo; pues a causa de tu Hijo has apartado tus juicios de mí”.
Una de las más grandes apelaciones a la misericordia de Cristo registrada en el Libro de Mormón, es el ya mencionado relato de Alma repetido a su hijo Helamán dos décadas después de la conversión del primero. Al enseñar a Helamán sobre su angustia y dolor, habló de “[clamar] dentro de mi corazón”: “Mientras me atribulaba el recuerdo de mis muchos pecados, he aquí, también me acordé de haber oído a mi padre profetizar al pueblo concerniente a la venida de un Jesucristo, un Hijo de Dios, para expiar los pecados del mundo.
“Y al concentrarse mi mente en este pensamiento, clamé dentro de mi corazón: ¡Oh Jesús, Hijo de Dios, ten misericordia de mí que estoy en la hiél de amargura, y ceñido con las eternas cadenas de la muerte! “Y he aquí que cuando pensé esto, ya no me puede acordar más de mis dolores; sí, dejó de atormentarme el recuerdo de mis pecados.
“Y ¡oh qué gozo, y qué luz tan maravillosa fue la que vi! Sí, mi alma se llenó de un gozo tan profundo como lo había sido mi dolor.
“Sí, hijo mío, te digo que no podía haber cosa tan intensa ni tan amarga como mis dolores. Sí, hijo mío, y también te digo que por otra parte no puede haber cosa tan intensa y dulce como lo fue mi gozo”.
Más adelante, al enseñar la misma lección a Shiblón, Alma dijo que no obtuvo alivio—y en consecuencia nunca lo habría tenido—hasta que imploró misericordia al Señor Jesucristo:
“Durante tres días y tres noches me vi en el más amargo dolor y angustia de alma; y no fue sino hasta que imploré misericordia al Señor Jesucristo que recibí la remisión de mis pecados. Pero he aquí, clamé a él y hallé paz para mi alma”.
Esta misericordia concedida por el Salvador del mundo tiene la intención de invitarnos a vivir como Él vivió, amar como Él amó, servir como Él sirvió y perdonar como Él perdonó. El ofrecimiento de semejante recompensa eterna por tales esfuerzos estaba y está a disposición de todos.
“El que quiera venir, puede venir a beber libremente de las aguas de la vida”, aseguró Alma a Coriantón, pero añadió que “quien no quiera venir, no está obligado a venir”. Es evidente que Cristo no forzará las bendiciones de la exaltación sobre nadie. Con el sempiterno albedrío ante nosotros, la inevitable consecuencia de la elección personal, Alma expresó su deseo a Coriantón, reflejo del deseo de nuestro Padre Celestial para todos Sus hijos:
“¡Oh hijo mío, quisiera que no negaras más la justicia de Dios! No trates de excusarte en lo más mínimo a causa de tus pecados, negando la justicia de Dios. Deja, más bien, que la justicia de Dios, y su misericordia y su longanimidad dominen por completo tu corazón; y permite que esto te humille hasta el polvo…
“Ve, hijo mío; declara la palabra con verdad y con circunspección, para que lleves almas al arrepentimiento, a fin de que el gran plan de misericordia pueda reclamarlas”.
LA GRACIA.
Aun cuando hay algunos aspectos condicionales de la Expiación que requieren nuestra adhesión a los principios del Evangelio para la plena realización de las bendiciones eternas, el Libro de Mormón aclara que ninguna de las bendiciones condicionales ni incondicionales de la Expiación estaría al alcance de la humanidad sino por la gracia y la bondad de Cristo.
Obviamente, las bendiciones incondicionales de la Expiación son inmerecidas, y las condicionales no lo son plenamente. Al vivir de manera fiel y guardar los mandamientos de Dios podemos recibir una mayor medida de bendiciones de Cristo, pero aun estas bendiciones mayores proceden libremente de Él y, técnicamente, no las “merecemos”. En resumen, las buenas obras son necesarias para la salvación, pero no bastan. Y Dios no está obligado a paliar esa insuficiencia. Tal y como enseñó Jacob: “Recordad, después de haberos reconciliado con Dios, que tan sólo en la gracia de Dios, y por ella, sois salvos”.
El Libro de Mormón es rotundo en la enseñanza de que un hombre caído “no podía merecer nada de sí mismo”. Lehi enseñó esa misma doctrina con anterioridad cuando declaró: “Ninguna carne puede morar en la presencia de Dios, sino por medio de los méritos, y misericordia, y gracia del Santo Mesías”.
Entre los primeros sermones sobre Cristo comprendidos en el Libro de Mormón, uno que establece para las futuras generaciones nefitas la “doctrina de Cristo” fue el testimonio
final de Nefi a su pueblo poco antes de morir. En aquel mensaje de despedida, enseñó que por medio del bautismo entramos en el sendero estrecho y angosto que conduce a la vida eterna. Pero, aun con estas ordenanzas externas o por medio de tales “obras”, por así decirlo, ¿nos ganamos nuestra salvación? Definitivamente no, dijo Nefi:
“No; porque no habéis llegado hasta aquí sino por la palabra de Cristo, con fe inquebrantable en él, confiando íntegramente en los méritos de aquel que es poderoso para salvar”.
Ésta es una variación de lo que Abinadí enseñó luego sobre la relación de la ley de Moisés con el Evangelio, una especie de controversia entre las obras y la gracia que se observaba aun en días antiguos. Él dijo: “La salvación no viene sólo por la ley; y si no fuera por la expiación que Dios mismo efectuará por los pecados e iniquidades de los de su pueblo, éstos inevitablemente perecerían, a pesar de la ley de Moisés”.
Como se indicó anteriormente, hasta en ocasiones el severo Jacob fue iluminado por la comprensión de la gracia de Dios, y enseñó: “Anímense, pues, vuestros corazones, y recordad que sois libres para obrar por vosotros mismos, para escoger la vía de la muerte interminable, o la vía de la vida eterna. Por tanto, mis amados hermanos, reconciliaos con la voluntad de Dios, y no con la voluntad del diablo y la carne; y recordad, después de haberos reconciliado con Dios, que tan sólo en la gracia de Dios, y por ella, sois salvos. Así pues, Dios os levante de la muerte por el poder de la resurrección, y también de la muerte eterna por el poder de la expiación, a fin de que seáis recibidos en el reino eterno de Dios, para que lo alabéis por medio de la divina gracia”.
Moroni concluyó el Libro de Mormón con su afirmación final sobre la gracia de Dios, pero indicando que se trata de una gracia que requiere de nuestro esfuerzo más honrado para reclamarla y disfrutarla; y escribió a los que viviríamos en los últimos días:
“Y si os abstenéis de toda impiedad, y amáis a Dios con toda vuestra alma, mente y fuerza, entonces su gracia os es suficiente, para que por su gracia seáis perfectos en Cristo…
Entonces sois santificados en Cristo por la gracia de Dios, mediante el derramamiento de la sangre de Cristo”. En resumen, Nefi dio lo que ciertamente debe ser la resolución más sucinta y satisfactoria jamás registrada en la historia de la controversia entre la fe y las obras. Dijo clara y llanamente para que todos los que leyeran el Libro de Mormón le entendieran: “Sabemos que es por la gracia por la que nos salvamos, después de hacer cuanto podamos”.
LA RESURRECCION.
Del mismo modo que la resurrección física de Cristo es la manifestación externa y visible del triunfo espiritual, invisible e interno de la Expiación, constituye el hecho más grande y central de la esencia del mensaje cristiano. Es la sublime realidad que distancia al cristianismo de todos los demás credos. El mensaje dice que un hombre que estaba muerto, infundió, por su propio poder, la vida en su propio cuerpo, para nunca jamás volver a experimentar la separación de Su espíritu del cuerpo en esta vida ni en la eternidad. Al hacerlo, proporcionó de forma magnífica y magnánima a todo hombre, mujer y niño que viva jamás en este mundo—y por el mismo poder—una experiencia semejante. Al ser “otro testamento de Jesucristo”, el Libro de Mormón contiene dos veces más referencias a la Resurrección que el Nuevo Testamento. Se trata de una doctrina firme y omnipresente a lo largo del libro, evidencia clara de la uniformidad del mensaje cristiano en este testamento de los últimos días.
Lehi enseñó desde el principio mismo del libro que el Santo Mesías “[daría] su vida, según la carne, y la [volvería] a tomar por el poder del Espíritu, para efectuar la resurrección de los
muertos, siendo el primero que ha de resucitar”. Moroni, en su último y adecuado versículo del Libro de Mormón, dijo: “Pronto iré a descansar en el paraíso de Dios, hasta que mi espíritu y mi cuerpo de nuevo se reúnan, y sea llevado triunfante por el aire, para encontrarnos ante el agradable tribunal del gran Jehová, el Juez Eterno de vivos y muertos”.
Estas observaciones del primer y del último profeta del libro proporcionan una especie de paréntesis al relato del Libro de Mormón, sugiriendo lo extendido que estaba entre ellos esta crucial doctrina cristiana. Y aún así, tanto en nuestra época como en la suya, hubo una generación que “no creía en lo que se había dicho tocante a la resurrección de los muertos, ni tampoco creía lo concerniente a la venida de Cristo”. Tanto a ese público como al actual, las enseñanzas del Libro de Mormón recalcan la resurrección del Hijo de Dios.
Una de las voces más poderosas del Libro de Mormón sobre la doctrina de la resurrección es la de Abinadí, quien hizo mucho por mostrar que la ley de Moisés (y en general el mundo del Antiguo Testamento) carecían de esperanza alguna de salvación sin las verdades del Evangelio, incluyendo la certeza de la resurrección. Abinadí, “hablando de cosas futuras como si ya hubiesen acontecido” destacó que “si Cristo no hubiese resucitado de los muertos, o si no hubiese roto las ligaduras de la muerte, para que el sepulcro no tuviera victoria, ni la muerte aguijón, no habría habido resurrección”.
A Samuel el Lamanita se le concedió ver algunos de los acontecimientos reales del nacimiento, la vida, el ministerio y la muerte de Cristo, incluyendo el hecho de que durante Su crucifixión y consiguiente resurrección, “se abrirán muchos sepulcros, y entregarán un gran número de sus muertos; y muchos santos se aparecerán a muchos”. Este pasaje es particularmente famoso en la literatura nefita porque su cumplimiento no fue registrado por completo por los escribas nefitas en la época de la crucifixión y resurrección de Cristo, una omisión que notó el Salvador mismo, quien indicó que el cumplimiento de la profecía se reflejara en el registro. La resurrección en la época de Cristo, “una primera resurrección”, parafraseando a Abinadí, no tuvo aplicación para quienes “se han rebelado contra Dios, que han sabido los mandamientos de Dios, y no quisieron observarlos”, los cuales no tuvieron parte en la experiencia de la primera resurrección. Se aprecia que no todos los profetas nefitas conocían los detalles de la resurrección tal y como los conocemos en nuestra dispensación, aunque se sabía bastante para la época. Pues a pesar de lo mucho que fue revelado sobre esta primera resurrección y cualesquiera que fueran las implicaciones que tuviera en reiteraciones posteriores del acontecimiento, al menos a Alma —por mencionar a uno— no le fue concedido saber muchos de los detalles específicos de la resurrección, aun cuando había “preguntado diligentemente a Dios” para poder saberlos.
Se trató de una pregunta sobre la doctrina de la resurrección que el cada vez más humilde Zeezrom hizo a Alma, a la cual el profeta sólo pudo referirse como uno de “los misterios de Dios”. Años más tarde, al enseñar a su hijo Coriantón, Alma todavía lo llamaba un “misterio”, cuyos detalles sólo Dios mismo conoce. Ésta es, por supuesto, una respuesta perfectamente apropiada y exacta para la doctrina de la resurrección en su totalidad, aun con las revelaciones adicionales que hemos recibido en la dispensación del cumplimiento de los tiempos. Sólo la Deidad conoce el gran misterio de cómo se restaura la vida sempiterna al que ha muerto.
Alma sabía que “se ha señalado una época en que todos se levantarán de los muertos”, aunque confesó que desconocía cuántos momentos habría de esta resurrección. Le satisfacía que Dios supiera estas cronologías y que a él no le fuera necesario conocerlas.
Además, tuvo que aclararle a Coriantón la errónea enseñanza de algunas personas de la época en cuanto a algo que llamaban “resurrección” pero que en realidad no lo era. Hablaban incorrectamente de la resurrección como de un acontecimiento simbólico y no físico, una “transición del espíritu o el alma… a la felicidad o a la miseria”.
Por último, Alma no podía decir si los inicuos serían reunidos en ese mismo período que los justos, pero dio como su “opinión”—la cual probaría ser completamente acertada—que por lo menos el alma y el cuerpo de los justos serían resucitados en el tiempo de la resurrección y ascensión de Cristo al cielo. Se entiende que no estaba siendo presuntuoso como para decir que eso ocurriría precisamente durante la resurrección de Cristo o inmediatamente después, un asunto sobre el cual Dios nunca había hablado.
A pesar de estos pocos detalles desconocidos de la resurrección, lo que Alma había preguntado diligentemente al Señor, y se le había dicho, era que había un tiempo entre la muerte y la resurrección en el cual “los espíritus de todos los hombres, sean buenos o malos, son llevados de regreso a ese Dios que les dio la vida”. Aprendió que los espíritus están divididos en dos amplias categorías. Los justos acceden a un estado de felicidad, descanso y paz llamado paraíso, “donde descansarán de todas sus aflicciones, y de todo cuidado y pena”. Los inicuos, por otro lado, son echados a “las tinieblas de afuera”, una descripción bastante severa pero precisa de la prisión espiritual mencionada por Pedro. De hecho, la prisión espiritual era un lugar de tinieblas hasta que la redentora luz del Evangelio llegó a estas personas. Además, para aquellos que estaban en la prisión espiritual y que rechazaron el ofrecimiento de la doctrina salvadora y esclarecedora de Cristo, las tinieblas permanecerán hasta el día de su resurrección.
LA RESTAURACION.
Alma también sabía, al igual que los demás profetas del Libro de Mormón, que una doctrina de restauración acompañaba a la doctrina de la resurrección. Físicamente, esto significaba que “el alma será restaurada al cuerpo, y el cuerpo al alma; sí, y todo miembro y coyuntura serán restablecidos a su cuerpo; sí, ni un cabello de la cabeza se perderá, sino que todo será restablecido a su propia y perfecta forma”. Esta declaración se produjo casi con idénticas palabras y de seguro con la misma reflexión doctrinal empleada anteriormente por Amulek: “El espíritu y el cuerpo serán reunidos otra vez en su perfecta forma; los miembros así como las coyunturas serán restaurados a su propia forma, tal como nos hallamos ahora; y seremos llevados ante Dios, conociendo tal como ahora conocemos, y tendremos un vivo recuerdo de toda nuestra culpa.
“Pues bien, esta restauración vendrá sobre todos, tanto viejos, jóvenes, esclavos así como libres, varones así como mujeres, malvados así como justos; y no se perderá ni un solo pelo de su cabeza, sino que todo será restablecido a su perfecta forma, o en el cuerpo, cual se encuentra ahora, y serán llevados a comparecer ante el tribunal de Cristo el Hijo, y Dios el Padre, y el Santo Espíritu, que son un Eterno Dios, para ser juzgados según sus obras, sean buenas o malas”.
El impacto espiritual de la doctrina de la restauración es aleccionador para quienes hayan creído que la expiación de Cristo y la resurrección de ellos les traería algo más de lo que se merecían. Alma dejó bien en claro que si nuestras obras son buenas en esta vida, al igual que los deseos de nuestro corazón, en la resurrección seremos restaurados a lo que es bueno. Pero, por la misma regla, si nuestras obras son malas, entonces nuestra recompensa será la restauración de lo malo en la resurrección. Alma expresó firmemente a su hijo Coriantón, quien aparentemente se tomaba a la ligera algunos de estos “puntos de doctrina”, que nadie puede suponer en forma engañosa que los poderes restauradores de la resurrección podrán restaurar a alguien “del pecado a la felicidad”. Esto jamás podrá ser, pues “la maldad nunca fue felicidad.
“Y así, hijo mío, todos los hombres que se hallan en un estado natural, o más bien diría, en un estado carnal, están en la hiel de amargura y en las ligaduras de la iniquidad; se encuentran sin Dios en el mundo, y han obrado en contra de la naturaleza de Dios; por tanto, se hallan en un estado que es contrario a la naturaleza de la felicidad.
“Y he aquí, ¿significa la palabra restauración tomar una cosa de un estado natural y colocarla en un estado innatural, o sea, ponerla en una condición que se opone a su naturaleza?
“Oh, hijo mío, tal no es el caso; sino que el significado de la palabra restauración es volver de nuevo mal por mal, o carnal por carnal, o diabólico por diabólico; bueno por lo que es bueno, recto por lo que es recto, misericordioso por lo que es misericordioso”.
Apoyado en la fuerza de esta doctrina, Alma animó a Coriantón a hacer aquello que él mismo había hecho. En su relación con las demás personas debería actuar con misericordia, obrar de manera justa, juzgar con rectitud y “[hacer] lo bueno sin cesar”.
Según el principio divino de la restauración, a los que así obren les será restaurado en su recompensa eterna.
“Sí, la misericordia te será restablecida de nuevo; la justicia te será restaurada otra vez; se te restituirá un justo juicio nuevamente; y se te recompensará de nuevo con lo bueno.
“Porque lo que de ti salga, volverá otra vez a ti, y te será restituido; por tanto, la palabra restauración condena al pecador más plenamente, y en nada lo justifica”.
Por supuesto que la promesa definitiva de la resurrección es que no podemos “morir ya más”; pero es importante no confundir el milagro de la vida restaurada en la mortalidad, tal y como Cristo hizo con Lázaro (quien tiempo después moriría— una vez más—como el resto de los mortales), con la doctrina de la resurrección a la inmortalidad, tras la cual el espíritu nunca más vuelve a separarse del cuerpo. Amulek dejó bien en claro este punto:
“Ahora bien, he aquí, te he hablado concerniente a la muerte del cuerpo mortal y también acerca de la resurrección del cuerpo mortal. Te digo que este cuerpo terrenal se levanta como cuerpo inmortal, es decir, de la muerte, sí, de la primera muerte a vida, de modo que no pueden morir ya más; sus espíritus se unirán a sus cuerpos para no ser separados nunca más; por lo que esta unión se torna espiritual e inmortal, para no volver a ver Corrupción”.
Las limitaciones experimentadas por un espíritu desincorporado están bien documentadas en la doctrina del Evangelio restaurado, extraída en un principio de pasajes del Libro de Mormón. Más adelante, en 1833, el Señor diría al profeta José Smith: “El hombre es espíritu. Los elementos son eternos; y espíritu y elemento, inseparablemente unidos [definición de la resurrección], reciben una plenitud de gozo; y cuando están separados, el hombre no puede recibir una plenitud de gozo”. El Señor también enseñó: “El espíritu y el cuerpo son el alma del hombre. Y la resurrección de los muertos es la redención del alma”.
No debería sorprendernos esta definición de Alma, pues aparece en la gramática misma del Libro de Mormón. Por ejemplo, Jacob dijo: “El espíritu y el cuerpo es [singular] restaurado de nuevo a sí mismo [singular], y todos los hombres se tornan incorruptibles e inmortales; y son almas vivientes”. [Nota del traductor: Véase este pasaje en la edición de las Escrituras en inglés.]
VESTIDOS CON EL MANTO DE RECTITUD.
Dentro del simbolismo del Evangelio de Jesucristo, siempre es mejor estar vestido que desnudo, tener un manto que no tenerlo. Jacob enseñó que los inicuos tendrán un conocimiento de su culpa e impureza que conduce a que se sientan desnudos ante Dios, mientras que los justos tendrán un conocimiento perfecto de su dicha y rectitud, “hallándose vestidos de pureza, sí, con el manto de rectitud”.
Como un don universal que emana de la expiación de Cristo, la resurrección cubrirá con un cuerpo permanente, perfecto y restaurado a todo espíritu que haya nacido en la mortalidad.
Además, para toda persona que acepte los principios y las ordenanzas del Evangelio, el cuerpo de dicha persona será una especie de manto de rectitud. Ahí reside la redención del alma y una plenitud de gozo a la largo de toda la eternidad, incluso en su orden más alto, “una plenitud y continuación de las simientes por siempre jamás”.
El papel real y el poder sacerdotal de los reyes y reinas celestiales, incluyendo los cuerpos restaurados y perfectos, acordes con tal estado, se encuentran entre los dones más elevados y santos de la expiación de Jesucristo. Cuando consideramos que la alternativa era ver cómo nuestros cuerpos decaían y quedaban inertes en la tumba mientras nuestros espíritus se convertían en “diablos, ángeles de un diablo, para ser separados de la presencia de nuestro Dios y permanecer con el padre de las mentiras, en la miseria como él”, no es de extrañarse que digamos del Salvador del mundo: “¡Oh, la grandeza de la misericordia de nuestro Dios, el Santo de Israel! Pues él libra a sus santos de ese terrible monstruo, el diablo y muerte e infierno”. No es de extrañar que uno diga: “Asombro me da el amor que me da Jesús. Confuso estoy por Su gracia y por Su luz… Cuán asombroso es lo que dio por mí”.
























