Doctrina y Convenios
Sección 76
Contexto Histórico
Era una tarde tranquila el 16 de febrero de 1832 en Hiram, Ohio. José Smith y Sidney Rigdon, sentados juntos en una habitación sencilla, trabajaban en la traducción inspirada de la Biblia. Estaban estudiando el Evangelio de Juan, particularmente el capítulo 5, versículo 29, que habla sobre la resurrección de los justos y los injustos. Mientras meditaban en el significado de estas palabras, sus mentes se llenaron de preguntas: ¿Cómo se aplica este principio a los destinos eternos de las almas? ¿Qué significa la justicia divina para quienes no han conocido plenamente el evangelio? ¿Es posible que haya más que solo un cielo y un infierno?
Con estas reflexiones, ambos buscaban fervientemente la guía de Dios. De repente, una luz gloriosa los envolvió. El Espíritu del Señor descendió sobre ellos, abriendo sus mentes y sus corazones. En ese instante, comenzaron a experimentar algo que cambiaría para siempre su comprensión del plan de salvación: una visión celestial.
La gloria de Dios se desplegó ante sus ojos. Vieron al Salvador, Jesucristo, sentado a la diestra del Padre, lleno de majestad y poder. Los santos ángeles y los espíritus justos adoraban a Dios y al Cordero, ofreciendo alabanzas eternas. José y Sidney no solo contemplaron estas escenas, sino que también escucharon la voz del Señor testificando que Jesús es el Hijo Unigénito, el Mediador de todos los mundos y el Creador de todo lo que existe.
A medida que la visión avanzaba, se les revelaron los destinos de la humanidad. Vieron los tres grados de gloria: celestial, terrestre y telestial. En el reino celestial, los fieles que habían guardado los mandamientos, aceptado a Cristo y recibido las ordenanzas salvadoras eran coronados con honor y gloria, morando eternamente en la presencia de Dios. En el reino terrestre, estaban los hombres honorables que habían sido cegados por las artimañas de los hombres, pero que finalmente aceptaron el evangelio en el mundo espiritual. Y en el reino telestial, se encontraban aquellos que no recibieron el evangelio en vida, pero que aún eran redimidos mediante la misericordia del Señor. Incluso la gloria más baja superaba cualquier comprensión humana.
Sin embargo, no toda la visión fue de luz y gloria. También contemplaron el destino de los hijos de perdición, aquellos que, tras conocer plenamente el poder de Dios, lo rechazaron deliberadamente y negaron al Salvador. La severidad de su castigo y la profundidad de su condenación eran indescriptibles. José y Sidney entendieron que estos serían los únicos que no heredarían un grado de gloria.
Cuando la visión terminó, José y Sidney estaban profundamente impactados. Con reverencia y gratitud, escribieron lo que habían visto y testificaron de su veracidad. Sabían que esta revelación era un testimonio del amor y la justicia de Dios, que ofrecía una nueva comprensión de Su plan eterno.
En un tiempo donde muchas creencias cristianas se limitaban a la idea de un cielo o un infierno, esta visión ampliaba la perspectiva celestial. Mostraba que la salvación de Dios era inclusiva, llena de misericordia, y que el destino de cada alma reflejaba su fidelidad, obras y decisiones.
La revelación de la Sección 76 no solo fortaleció a los primeros santos, sino que también dejó un legado eterno. Recordó a los creyentes que todos tienen la oportunidad de heredar una gloria preparada por Dios, y que Su amor abarca mucho más de lo que podemos imaginar. Este momento sagrado en Hiram, Ohio, marcó un antes y un después en la historia de la Iglesia, iluminando el camino hacia una comprensión más profunda del propósito divino para Sus hijos.
La Sección 76 es una revelación extraordinaria que amplía nuestra comprensión del plan de salvación y la amplitud del amor y la justicia de Dios. Cada tema y versículo destacado nos invita a reflexionar sobre nuestras metas eternas y a esforzarnos por vivir de manera que podamos heredar la gloria celestial. Estos pasajes nos inspiran a valorar el sacrificio de Cristo y a buscar la guía del Espíritu Santo en nuestro camino hacia la eternidad.
Versículo 1: , oh cielos, escucha, oh tierra, y regocijaos, vosotros los habitantes de ellos, porque el Señor es , y aparte de él hay !
En el silencio sagrado de una tarde de revelación, el Señor extiende su voz no solo a los oídos de los profetas, sino al universo entero. «¡Oíd, oh cielos, escucha, oh tierra!» —proclama con una majestad que traspasa los límites del tiempo y del espacio. No es una simple introducción; es una convocatoria cósmica, como si los astros, los mares, las montañas y todos los seres vivientes fueran convocados como testigos de lo que está a punto de revelarse.
Este versículo es el umbral de una de las visiones más sublimes jamás concedidas al hombre: la revelación de los grados de gloria, de la vida eterna, del plan de salvación en su plenitud. Pero antes de abrir las cortinas del cielo, el Señor establece la verdad más fundamental de todas: quién es Él.
“Regocijaos, vosotros los habitantes de ellos,” dice a los cielos y a la tierra. Es una invitación a celebrar, no por algo trivial o pasajero, sino porque en medio del caos, de la duda y de las muchas voces del mundo, se levanta una certeza: «el Señor es Dios, y aparte de Él no hay Salvador.»
Estas palabras resuenan como un eco de las Escrituras antiguas. Isaías lo proclamó con fuerza: “fuera de mí no hay Dios” (Isaías 44:6). Pedro testificó: “en ningún otro hay salvación” (Hechos 4:12). Y aquí, el Señor mismo reitera esta verdad eterna a José Smith y Sidney Rigdon, y a través de ellos, al mundo entero: Jesucristo es el Señor, y Él es el único Salvador.
No hay otro camino. No hay otra puerta. No hay otro nombre. En una época en que las voces del relativismo sugieren que todos los caminos llevan a Dios, esta declaración corta como una espada: solo en Cristo hay redención.
El versículo no es simplemente una declaración doctrinal; es un llamado al alma. Es como si el Señor nos tomara de los hombros y, con amor firme, nos dijera: “Mírame. Soy tu Dios. Soy tu Salvador. No busques en otro lado lo que solo puedes encontrar en mí.”
Y así, antes de revelar los misterios del más allá, el Señor establece el fundamento de todo: la fe en Cristo como Redentor del mundo. Solo cuando se reconoce esta verdad, uno está preparado para recibir luz, gloria, y la comprensión del propósito eterno de la vida.
Versículo 3: “Sus propósitos nunca fracasan, ni hay quien pueda detener su mano.”
Este versículo subraya la omnipotencia de Dios y la certeza de Su plan. A pesar de los desafíos y las pruebas, Su obra continúa y Su voluntad se cumplirá. Nos invita a confiar plenamente en que Dios tiene un propósito divino que abarca nuestras vidas y la eternidad.
“Sus propósitos nunca fracasan”
Esta frase reafirma la omnipotencia de Dios y Su capacidad para llevar a cabo Su obra y cumplir Su plan eterno, sin importar los desafíos o las oposiciones. La obra de Dios incluye la redención y exaltación de Sus hijos y el cumplimiento del plan de salvación.El presidente Russell M. Nelson dijo: “El plan de Dios es un plan de felicidad, diseñado para garantizar el éxito eterno de Sus hijos. Nada puede detener Su obra cuando cooperamos con Su voluntad.” (“Así se cumple la Escritura,” Conferencia General, abril de 2018).
Aunque en ocasiones los eventos de la vida puedan parecer caóticos o inciertos, este principio nos da la seguridad de que Dios está al mando. Sus propósitos son eternos y perfectos, y Él asegura que Su obra avance.
“Ni hay quien pueda detener su mano”
Dios es el ser supremo, y Su poder no tiene límites. Ninguna fuerza humana o sobrenatural puede frustrar Sus planes. Este principio resalta la soberanía de Dios y Su control absoluto sobre la creación.
El presidente Boyd K. Packer enseñó: “La obra del Señor está destinada a triunfar. Aunque haya oposición, nada ni nadie puede detener el avance de Su reino en la tierra.” (“La fuerza del sacerdocio,” Conferencia General, abril de 2010).
Este fragmento nos recuerda que, aunque enfrentemos dificultades o resistencia, podemos confiar en que el plan de Dios prevalecerá. Esta certeza nos da esperanza y fortaleza para seguir adelante en nuestra fe y servicio.
El versículo “Sus propósitos nunca fracasan, ni hay quien pueda detener su mano” es una poderosa afirmación de la soberanía de Dios y Su capacidad de cumplir Su plan de salvación. Nos enseña que Dios no solo tiene un propósito eterno para Sus hijos, sino que también posee el poder para realizarlo sin obstáculos.
Para los seguidores de Cristo, esta verdad ofrece consuelo y motivación. Saber que servimos a un Dios cuyo plan no puede fallar nos ayuda a enfrentar los desafíos de la vida con fe y confianza. También nos inspira a participar activamente en Su obra, sabiendo que cada esfuerzo, por pequeño que parezca, contribuye al cumplimiento de Sus propósitos eternos.
Versículo 4: “De eternidad en eternidad él es el mismo, y sus años nunca se acaban.”
Dios es inmutable y eterno, una fuente constante de fortaleza y guía para Sus hijos. Este conocimiento nos da confianza en Su amor y en las promesas que ha hecho.
“De eternidad en eternidad él es el mismo”
Esta frase enseña la inmutabilidad de Dios. Él es constante en Su naturaleza, Sus atributos y Su propósito. Su carácter perfecto garantiza que Sus hijos puedan confiar plenamente en Su amor, justicia y misericordia.
El élder Neal A. Maxwell dijo: “La inmutabilidad de Dios es una fuente de seguridad para Sus hijos. Lo que Él ha sido, es y será siempre. No hay sombras de cambio en Su carácter divino.” (“Yet Thou Art There,” Ensign, noviembre de 1987).
Saber que Dios no cambia nos da confianza en que Sus promesas permanecen firmes y Sus mandamientos son eternos. Esto nos ayuda a construir nuestra fe sobre una base sólida y estable, sabiendo que Él siempre es confiable.
“Y sus años nunca se acaban”
Este pasaje resalta la naturaleza eterna de Dios. Él no está limitado por el tiempo ni sujeto a la mortalidad como lo estamos nosotros. Su existencia es infinita, lo que asegura Su capacidad para cumplir Su plan eterno de salvación.
El presidente Gordon B. Hinckley declaró: “Nuestro Padre Celestial vive eternamente, y Su amor por nosotros es infinito y eterno. Él vela por nosotros en cada etapa de nuestra existencia.” (“El Dios viviente y verdadero,” Conferencia General, abril de 2007).
La eternidad de Dios nos da la seguridad de que Su obra y Su gloria no tienen fin. Su amor, cuidado y propósito abarcan no solo esta vida, sino también las eternidades, lo que brinda esperanza y paz a Sus hijos.
El versículo “De eternidad en eternidad él es el mismo, y sus años nunca se acaban” encapsula dos verdades fundamentales sobre Dios: Su inmutabilidad y Su eternidad. Estos atributos nos dan confianza y esperanza en Su plan divino, sabiendo que Él es constante y eterno.
Esta enseñanza nos invita a alinear nuestras vidas con los principios eternos de Dios, confiando en que Sus promesas y propósitos nunca cambiarán. Al contemplar Su naturaleza eterna e inmutable, encontramos una fuente de fortaleza y paz para enfrentar los desafíos de la vida mortal, con la seguridad de que Su amor y guía estarán con nosotros para siempre.
Versículo 7: “Y a ellos les revelaré todos los misterios, sí, todos los misterios ocultos de mi reino desde los días antiguos.”
Dios promete revelar verdades eternas a aquellos que son fieles. Este versículo nos recuerda que la búsqueda de la verdad y la revelación personal son principios fundamentales del evangelio de Jesucristo.
“Y a ellos les revelaré todos los misterios”
Dios promete revelar “misterios” a aquellos que son dignos y buscan Su guía. En el contexto de las Escrituras, los misterios son verdades espirituales que no pueden ser comprendidas plenamente por el intelecto humano sin la ayuda del Espíritu Santo. Esto incluye aspectos del plan de salvación, la naturaleza de Dios y la eternidad.
El presidente Russell M. Nelson dijo: “El Señor no nos dejará en la oscuridad. A medida que buscamos con humildad y fe, Él nos revelará lo que necesitamos saber para nuestra salvación y nuestra misión en esta vida.” (“Revelación para la Iglesia, revelación para nuestras vidas,” Conferencia General, abril de 2018).
Dios no retiene Su conocimiento de manera arbitraria. Él está dispuesto a compartir Su sabiduría con aquellos que viven de manera digna y buscan activamente Su dirección a través de la oración, el estudio y la obediencia.
“Sí, todos los misterios ocultos de mi reino”
Esta frase enfatiza que Dios desea revelar no solo algunos aspectos de Su reino, sino “todos los misterios”. Esto incluye verdades acerca de Su obra, Sus hijos y Su plan eterno. Sin embargo, estas revelaciones se dan gradualmente, según nuestra preparación y capacidad para recibirlas.
El élder Neal A. Maxwell enseñó: “El Señor revela Sus misterios gradualmente, línea por línea, precepto por precepto, conforme a nuestra fe y disposición para obedecer.” (“Mente fija en el Reino,” Ensign, mayo de 1983).
El conocimiento del reino de Dios se obtiene de manera continua. Este proceso nos invita a crecer en fe y obediencia para estar listos para recibir mayores verdades espirituales.
“Desde los días antiguos”
Dios no cambia, y Sus misterios han sido revelados a Sus profetas y siervos desde los tiempos antiguos. Este patrón de revelación demuestra la consistencia de Su obra y Su deseo de instruir a Sus hijos en cada dispensación.
El élder Jeffrey R. Holland declaró: “Desde los días de Adán hasta ahora, el Señor ha revelado verdades eternas a Sus siervos los profetas para guiar a Su pueblo.” (“Una fe inquebrantable,” Conferencia General, octubre de 2003).
La revelación divina no es nueva ni limitada a una época en particular. Dios ha estado enseñando a Sus hijos desde el principio de los tiempos, y Sus verdades son consistentes a través de todas las generaciones.
El versículo “Y a ellos les revelaré todos los misterios, sí, todos los misterios ocultos de mi reino desde los días antiguos” resalta el compromiso de Dios de iluminar a Sus hijos mediante la revelación. Nos enseña que el conocimiento de las cosas de Dios está disponible para aquellos que viven de manera digna y buscan activamente Su guía.
La promesa de recibir todos los misterios del reino es tanto una invitación como una responsabilidad. Requiere humildad, obediencia y fe constante para recibir y aplicar estas verdades en nuestra vida. Este versículo nos anima a ser receptivos al Espíritu y a confiar en que Dios revelará todo lo necesario para nuestra salvación y nuestro progreso eterno.
Versículo 10: “Porque por mi Espíritu los iluminaré, y por mi poder les revelaré los secretos de mi voluntad.”
El Espíritu Santo es el medio por el cual Dios comunica Sus verdades y guía a Sus hijos. Este versículo destaca la importancia de vivir dignos de la influencia del Espíritu para comprender los misterios de Su reino.
“Porque por mi Espíritu los iluminaré”
El Espíritu Santo es el medio principal por el cual Dios ilumina a Sus hijos. Esta iluminación incluye no solo el conocimiento intelectual, sino también el entendimiento espiritual que guía y fortalece a los seguidores de Cristo. La luz del Espíritu permite discernir entre el bien y el mal, comprender las Escrituras y recibir dirección divina.
El presidente Boyd K. Packer dijo: “El Espíritu Santo es el maestro supremo. Cuando estudiamos, oramos y vivimos rectamente, Él nos ilumina, trayendo claridad a nuestra mente y paz a nuestro corazón.” (“El don del Espíritu Santo: Lo que todo miembro debe saber,” Ensign, agosto de 2006).
La iluminación del Espíritu Santo no es solo para los profetas; está disponible para todos los hijos de Dios que buscan Su guía con sinceridad. Este principio nos recuerda la importancia de vivir dignos para recibir la luz espiritual.
“Y por mi poder”
El poder de Dios, manifestado a través del Espíritu Santo, es esencial para recibir revelación. Este poder incluye la capacidad de abrir nuestros corazones y mentes para comprender Su voluntad y cumplirla. El poder divino nos fortalece para hacer cosas más allá de nuestra capacidad natural.
El presidente Russell M. Nelson enseñó: “El poder de Dios está disponible para todos los que buscan Su ayuda con fe. A través de este poder, podemos lograr cosas que parecen imposibles por nosotros mismos.” (“La fortaleza espiritual requiere esfuerzo,” Conferencia General, octubre de 2019).
El poder de Dios es una fuerza transformadora en nuestra vida. Nos capacita para recibir revelación, superar pruebas y actuar conforme a Su voluntad con confianza y fe.
“Les revelaré los secretos de mi voluntad”
Dios desea que Sus hijos comprendan Su voluntad, tanto para sus vidas individuales como para Su obra en general. Estos “secretos” son verdades profundas que solo pueden ser entendidas a través del Espíritu. La revelación de Su voluntad es un proceso continuo y personalizado.
El presidente Henry B. Eyring dijo: “El Señor nos revela Su voluntad de maneras que son personales y específicas. Él conoce nuestras necesidades y nos guiará si lo buscamos con un corazón dispuesto.” (“Una obra maravillosa y un prodigio,” Conferencia General, abril de 2012).
Conocer la voluntad de Dios nos ayuda a alinear nuestras acciones con Su plan eterno. Este versículo subraya que la revelación personal es clave para comprender nuestra misión individual y contribuir al progreso del reino de Dios.
El versículo “Porque por mi Espíritu los iluminaré, y por mi poder les revelaré los secretos de mi voluntad” resalta cómo Dios comunica Su voluntad y Su verdad a Sus hijos. Nos enseña que la revelación viene a través del Espíritu Santo, quien ilumina nuestras mentes y corazones, y por el poder divino que abre puertas espirituales que no podemos abrir por nosotros mismos.
Este pasaje nos invita a vivir de manera digna y buscar la guía del Espíritu Santo en nuestra vida diaria. Es un recordatorio de que el Señor está dispuesto a compartir Su sabiduría y dirección, pero requiere que confiemos en Él, seamos humildes y estemos dispuestos a actuar según lo que recibimos. La iluminación espiritual y el entendimiento de Su voluntad son esenciales para nuestro progreso en el camino del evangelio.
Versículo 12: fueron abiertos nuestros e iluminados nuestros entendimientos por el poder del , al grado de poder ver y comprender las cosas de Dios,
En una habitación tranquila de la casa de John Johnson, en Hiram, Ohio, dos siervos del Señor se sentaron para meditar en la palabra de Dios. Estaban leyendo el Evangelio de Juan, capítulo 5, cuando de pronto, el velo que separa el cielo de la tierra comenzó a elevarse. No fue por sabiduría humana, ni por la fuerza del intelecto, ni por los méritos de un estudio prolongado, sino por algo más sublime: el poder del Espíritu.
Así comienza la visión gloriosa registrada en Doctrina y Convenios 76. Y este versículo nos revela la clave de todo entendimiento espiritual verdadero: la revelación no es obra de los ojos mortales, sino del Espíritu Santo. Fue el Espíritu de Dios quien abrió sus ojos, no solo los físicos, sino aquellos ojos interiores —los del alma— que permiten ver más allá del velo, más allá de la carne, más allá de lo visible.
Cuando el Espíritu actúa, la mente se ilumina. El entendimiento se transforma. No es simplemente acumular conocimiento, sino comprender las cosas de Dios, esas que el mundo no puede discernir con lógica humana. Este tipo de comprensión es un don, una dádiva celestial que solo se recibe cuando el corazón está dispuesto y el Espíritu decide derramar luz.
El élder Neal A. Maxwell alguna vez enseñó que la revelación no consiste en “información”, sino en iluminación. Es como si el alma misma se encendiera con una antorcha divina. José Smith y Sidney Rigdon no simplemente vieron una visión; fueron transformados por ella. Pudieron ver y entender, no por lo que eran, sino por lo que el Espíritu los capacitó a ser.
¿No anhelamos todos lo mismo? ¿No deseamos, en medio de un mundo de confusión, tener nuestros ojos abiertos y nuestra mente iluminada? Este versículo nos enseña que el camino hacia la comprensión profunda de las cosas de Dios no es el razonamiento humano, sino la compañía del Espíritu Santo.
Cuando oramos, estudiamos las Escrituras, servimos con fe, y nos purificamos, creamos las condiciones para que el Espíritu obre en nosotros. Y cuando ese momento llega —cuando el Espíritu toca nuestra mente y corazón— lo que antes era borroso se vuelve claro, lo que antes era distante se vuelve cercano, y lo que antes era incomprensible se vuelve gloriosamente verdadero.
Versículo 14: de quien damos testimonio, y el testimonio que damos es la plenitud del evangelio de Jesucristo, que es el Hijo, a quien vimos y con el cual conversamos en la visión celestial.
José Smith resumió la Visión así:
“No podría haber nada más agradable para los Santos en cuanto al orden del reino del Señor, que la luz que irrumpió sobre el mundo por medio de la visión anterior. Cada ley, cada mandamiento, cada promesa, cada verdad y cada punto tocante al destino del hombre, desde Génesis hasta Apocalipsis, donde la pureza de las escrituras permanece sin mancha por la necedad de los hombres, muestran la perfección de la teoría [de los diferentes grados de gloria en la vida futura] y testifican el hecho de que ese documento es una transcripción de los registros del mundo eterno. Todo hombre honesto se ve obligado a exclamar: ‘Proviene de Dios’” (Historia de la Iglesia, 1:252–53).
Por el poder del Espíritu, se abrieron los ojos de José Smith y Sidney Rigdon; como videntes contemplaron las glorias de la eternidad, y vieron y hablaron con el Salvador, tal como lo habían hecho Adán, Enoc, Noé, Abraham y Moisés antes que ellos.
La Visión de la que se habla en Doctrina y Convenios 76 no es solo una manifestación extraordinaria del poder revelador de Dios, sino también una reafirmación gloriosa del amor divino, la justicia perfecta y la amplitud del plan de salvación. José Smith y Sidney Rigdon no solo recibieron conocimiento intelectual; se les permitió ver, escuchar y conversar con el Salvador mismo. Tal experiencia pone de manifiesto la función real de los profetas como videntes, es decir, aquellos a quienes Dios concede ver cosas que trascienden esta vida mortal.
El testimonio que dan (“quien es el Hijo, a quien vimos y con quien conversamos”) no es simbólico ni figurado, sino literal. En la tradición de Adán, Enoc, Noé, Abraham y Moisés, José y Sidney se unen a la larga línea de testigos oculares del Mesías, lo que fortalece la posición de la Iglesia restaurada como continuidad del evangelio eterno que se ha revelado desde el principio del mundo.
La declaración del profeta José sobre esta visión es profundamente poderosa. Él afirma que esta revelación encaja perfectamente con el resto de las Escrituras, desde Génesis hasta Apocalipsis, siempre y cuando se las lea en su pureza, sin distorsiones humanas. Esa afirmación reivindica que la doctrina de los grados de gloria (celestial, terrestre y telestial) no es una novedad mormona, sino una restauración de verdades antiguas, coherentes con el carácter misericordioso y justo de Dios.
La visión responde preguntas profundas que la humanidad ha hecho por siglos: ¿Qué pasa después de la muerte? ¿Son justos los juicios de Dios? ¿Hay esperanza para todos los hijos de Dios, incluso para quienes no han recibido el evangelio en esta vida?
En un mundo marcado por el temor al juicio y la incertidumbre sobre el más allá, esta visión brinda esperanza. Nos recuerda que el plan de Dios es inclusivo, abarcador, lleno de luz y basado en el albedrío y en la justicia eterna. La plenitud del evangelio no solo es verdadera, sino también hermosa. Y como dijo el profeta, “todo hombre honesto se ve obligado a exclamar: ¡Proviene de Dios!”.
Versículo 22 – 23: Y ahora, después de los muchos testimonios que se han dado de él, este es el , el último de todos, que nosotros damos de él: ¡Que !
Porque lo , sí, a la diestra de ; y oímos la voz testificar que él es el del Padre;
José Smith y Sidney Rigdon fueron testigos de la realidad viviente del Padre y del Hijo. Con una fe firme y conocimiento perfecto, vieron a Dios sentado en su trono celestial y a Jesucristo a su diestra, rodeado por los habitantes celestiales que adoraban a Dios y al Cordero (DyC 76:20–21). Su conocimiento y fe se unieron al dar un testimonio seguro y firme al mundo.
Un testimonio es un don precioso de verdad celestial destilado sobre las almas de los humildes buscadores mediante el poder del Espíritu Santo. Es un testimonio de que Jesús es el Cristo, quien vino a la tierra para proveer una expiación infinita para todos los que acuden a Él. Llega como resultado de la obediencia y la humildad, del deseo sincero de conocer la verdad y vivir conforme a ella.
Las verdades salvadoras que resuenan en el corazón de todos los creyentes y verdaderos discípulos se fundamentan en esta verdad vital: ¡Él vive!
Este poderoso testimonio es el corazón palpitante de La Visión y, en realidad, de todo el evangelio restaurado: Jesucristo vive. José Smith y Sidney Rigdon no solo creyeron en Cristo; lo vieron. Lo contemplaron glorificado, vivo, y exaltado a la diestra del Padre, lo que representa el triunfo absoluto del Salvador sobre el pecado y la muerte.
Este tipo de testimonio no es el producto de una reflexión intelectual o de una filosofía religiosa, sino una declaración apostólica, ocular y revelada. Tal testimonio es el ancla de nuestra fe. Todo lo que creemos sobre la redención, la resurrección, la esperanza en esta vida y en la venidera, se sustenta en esa realidad: Él vive.
El Espíritu Santo, que testificó a sus profetas, también puede testificar a nosotros. Pero para recibir esa confirmación divina, debemos buscar con humildad, obedecer con sinceridad y desear profundamente conocer a Cristo y seguirlo.
En un mundo donde tantas voces claman por atención y tantas verdades parecen relativas, esta declaración corta y firme resuena con claridad eterna: ¡Que vive!
Quienes aceptan este testimonio y lo hacen parte de su vida, encuentran propósito, consuelo, dirección y esperanza — no solo en la doctrina, sino en una relación personal con un Salvador viviente.
Versículo 22: “¡Que vive!”
Este es uno de los testimonios más poderosos de las Escrituras: que Jesucristo vive y que Él es el Salvador. José Smith y Sidney Rigdon vieron al Salvador en gloria, confirmando Su divinidad y papel central en la redención de la humanidad.
Esta declaración corta pero poderosa es un testimonio central del evangelio de Jesucristo: que Él vive. No es solo un reconocimiento de Su resurrección, sino una afirmación de Su naturaleza eterna y continua como el Salvador, el Redentor y el Señor resucitado. Su vida es la garantía de la resurrección y la vida eterna para todos los hijos de Dios.
El presidente Gordon B. Hinckley dijo: “Nuestro mensaje al mundo es que Cristo vive. Él es el Salvador resucitado. Esta es la verdad más sublime y el fundamento de nuestra fe.” (“Mi testimonio,” Conferencia General, abril de 2000).
Este testimonio no solo confirma la realidad de la resurrección de Cristo, sino que también nos invita a reflexionar sobre lo que significa Su vida para nosotros. Porque Él vive, podemos enfrentarnos al futuro con esperanza, sabiendo que Su expiación y Su resurrección garantizan la posibilidad de vida eterna para todos los que lo sigan.
Este versículo es el “testimonio final” que José Smith y Sidney Rigdon dieron después de recibir una visión celestial en la que vieron al Salvador glorificado, sentado a la diestra del Padre. Es una declaración que culmina su experiencia espiritual y subraya el propósito central de la obra de Dios: la redención de la humanidad a través de un Cristo viviente.
El presidente Ezra Taft Benson expresó: “La verdad más gloriosa del evangelio es que Jesucristo vive hoy. Él dirige esta Iglesia, y a través de Su expiación y resurrección, podemos regresar a vivir con Él y con nuestro Padre Celestial.”
(“El poder del libro que Él nos dio,” Conferencia General, abril de 1986).
Versículo 24: “Que por él, por medio de él y de él los mundos son y fueron creados, y sus habitantes son engendrados hijos e hijas para Dios.”
Cristo es el Creador de todos los mundos y el Mediador por el cual todos los hijos de Dios pueden regresar a Su presencia. Este versículo expande nuestra comprensión de Su obra infinita.
“Que por él”
Esta frase subraya que Jesucristo es el agente directo en la creación de todas las cosas. El Padre delegó a Su Hijo la obra de la creación, y por Su poder divino, el universo llegó a existir. Cristo es el medio por el cual se cumplen los propósitos de Dios.
El presidente Russell M. Nelson enseñó: “El Señor Jesucristo fue el Creador de este mundo y de muchos otros. Por Su poder, se establecieron las leyes físicas y espirituales que gobiernan el universo.” (“La Creación,” Conferencia General, abril de 2000).
Jesucristo no solo es el Salvador, sino también el Creador. Esta comprensión amplía nuestra apreciación de Su papel en el plan de salvación, destacando Su poder y autoridad en todas las cosas.
“Por medio de él”
Cristo es el Mediador entre Dios y los hombres. Todo lo que se realiza en la obra de Dios, ya sea la creación, la redención o la exaltación, pasa a través de Jesucristo. Él es el camino, la verdad y la vida (Juan 14:6).
El presidente Boyd K. Packer dijo: “Todo lo que recibimos del Padre lo obtenemos por medio del Hijo, quien es nuestro Mediador y Redentor.” (“El don de la expiación,” Ensign, noviembre de 1988).
Esta frase enfatiza que la relación entre Dios y Sus hijos se realiza a través de Cristo. Él es el puente que conecta la perfección de Dios con nuestra humanidad, permitiéndonos regresar a la presencia del Padre.
“Y de él los mundos son y fueron creados”
Esta afirmación revela que Jesucristo no solo creó la tierra, sino también innumerables mundos. Este conocimiento expande nuestra perspectiva de Su obra infinita y Su capacidad divina para dirigir y redimir a todas Sus creaciones.
El élder Neal A. Maxwell enseñó: “La vastedad de la creación de Dios, con mundos sin número, da testimonio del poder, la majestad y el amor infinito de Su Hijo, Jesucristo.” (“El Señor de la cosecha,” Conferencia General, abril de 1998).
Cristo es el Señor de la creación, y Su obra abarca más allá de esta tierra. Este conocimiento nos recuerda que somos parte de un plan eterno y grandioso que refleja la gloria de Dios y Su amor por todos Sus hijos.
“Y sus habitantes son engendrados hijos e hijas para Dios”
Esta frase afirma que el propósito de la creación es traer a los hijos e hijas espirituales de Dios a un estado mortal, donde puedan progresar y prepararse para regresar a Su presencia. Somos literalmente hijos espirituales de Dios, y mediante Cristo, podemos ser exaltados y recibir Su plenitud.
El presidente Dallin H. Oaks dijo: “El propósito de la creación es dar a los hijos de Dios la oportunidad de venir a la mortalidad, recibir un cuerpo físico y progresar hacia la vida eterna.” (“El gran plan de felicidad,” Conferencia General, octubre de 1993).
La creación no fue un fin en sí misma, sino un medio para que los hijos de Dios experimentaran el plan de salvación. A través de Cristo, podemos no solo ser redimidos, sino también convertidos en herederos de la gloria celestial.
El presidente Russell M. Nelson, del Cuórum de los Doce Apóstoles, describió los efectos del amplio alcance de la expiación de Jesucristo: “Su expiación es infinita: no tiene fin [véanse 2 Nefi 9:7; 25:16; Alma 34:10, 12, 14]. También es infinita en el sentido de que todo el género humano se salvará de la muerte sin fin, y es infinita en el sentido de Su intenso sufrimiento. Es infinita en el tiempo, dando fin al prototipo anterior del sacrificio de animales. Es infinita en lo que abarca: se hizo una sola vez por todos [véase Hebreos 10:10]. Y la misericordia de la Expiación [del Salvador] se extiende no solo a una cantidad infinita de personas, sino también a un número infinito de mundos creados por Él [véanse D. y C. 76:24; Moisés 1:33]. Es infinita más allá de cualquier escala de dimensión humana y de comprensión mortal” (véase “La Expiación”, Liahona, enero de 1997, págs. 38–39).
El versículo “Que por él, por medio de él y de él los mundos son y fueron creados, y sus habitantes son engendrados hijos e hijas para Dios” es una declaración majestuosa que resalta el papel central de Jesucristo en el plan de salvación. Él es el Creador de los mundos, el Mediador de todas las bendiciones y el Redentor que permite que los hijos de Dios alcancen su destino eterno.
Este pasaje nos invita a reflexionar sobre la inmensidad de la obra de Cristo y la importancia de nuestro lugar dentro de ella. Al reconocer Su papel como Creador y Salvador, nos sentimos motivados a vivir de acuerdo con nuestro potencial divino y a buscar acercarnos a Dios mediante el ejemplo y el poder redentor de Su Hijo.
Doctrina y Convenios 76:24 se refiere a nuestro llegar a ser hijos e hijas de Dios mediante la regeneración, la redención y el renacimiento espiritual. En verdad, “a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:12).
La ofrenda sustitutiva de Cristo es una expiación infinita porque se extiende más allá de esta tierra. Lo que nuestro Señor crea, Él lo redime. Por tanto, Él es tanto el Creador como el Redentor de mundos sin número (Moisés 1:30–33).
En una versión poética de La Visión, el Profeta habló de la obra redentora del Señor:
“Él es el Salvador, el Unigénito de Dios;
por Él, de Él, y mediante Él, fueron creados todos los mundos,
aun todos los que giran en los amplios cielos,
cuyos habitantes también, desde el primero hasta el último,
son salvados por este mismo Salvador nuestro;
y, por supuesto, son engendrados como hijas e hijos de Dios,
mediante las mismas verdades y los mismos poderes.”
(“The Vision”, Times and Seasons 4, no. 6 [1 de febrero de 1843]: 82–83, sin los saltos de línea originales)
Doctrina y Convenios 76:24 expone con sublime claridad una doctrina central del evangelio: el propósito eterno de Dios de hacernos Sus hijos e hijas por medio de Cristo. Esta filiación divina no es simplemente un título simbólico, sino una transformación espiritual real que ocurre mediante la regeneración, la redención y el nacimiento espiritual. Estos son procesos profundos que implican una conversión del corazón, una recepción consciente de la gracia de Cristo, y una renovación total del alma.
La frase de Juan 1:12 –“les dio potestad de ser hechos hijos de Dios”– revela que la filiación divina es un don que se recibe por elección: es para “tantos como le recibieron”. Es decir, Dios extiende Su poder, pero es el individuo quien debe responder con fe, arrepentimiento y obediencia.
La visión revelada a José Smith no se limitó a este mundo. Mostró que Cristo es el Creador y Redentor no solo de esta tierra, sino de mundos sin número. Lo que Él crea, Él redime. Esta afirmación poética y doctrinal amplía nuestra comprensión del alcance infinito de la Expiación: no es una solución local ni temporal, sino un principio eterno que rige la salvación de todas las creaciones divinas.
El poema del Profeta José subraya esta verdad con belleza: todos los mundos y todos sus habitantes son salvados por el mismo Salvador, mediante las mismas verdades y los mismos poderes. Esto no solo exalta la universalidad de Cristo, sino que también reafirma la unidad doctrinal del plan de salvación en todo el cosmos.
Esta enseñanza revela un Dios amoroso y justo, que no solo crea, sino que también rescata. Su objetivo no es simplemente formar mundos, sino poblarlos con hijos e hijas que, a través de Jesucristo, puedan regresar a Su presencia como seres redimidos, transformados y exaltados.
Comprender que somos engendrados como hijos e hijas de Dios por medio de Cristo no solo eleva nuestra identidad, sino que también fortalece nuestro compromiso. Nos impulsa a vivir con propósito, con humildad y con gratitud por la obra redentora del Salvador, que es tan vasta como el universo y tan personal como el alma individual.
Somos hijos de Dios por elección, por gracia y por verdad. Y ese conocimiento debería cambiar para siempre la manera en que nos vemos a nosotros mismos y a los demás.
Versículo 31: “Así dice el Señor concerniente a todos los que conocen mi poder… y niegan la verdad y se rebelan contra mi poder.”
Los hijos de perdición son aquellos que, tras recibir un conocimiento pleno de Dios, eligen rechazarlo deliberadamente. Este versículo advierte sobre la gravedad de negar al Salvador después de haber recibido Su luz.
“Así dice el Señor”
La introducción subraya que estas palabras provienen directamente del Señor, lo que les otorga autoridad divina y relevancia eterna. Cuando el Señor habla, lo hace con propósito, revelando verdades importantes que guían a Sus hijos hacia la salvación o advierten de las consecuencias de la desobediencia.
El presidente Thomas S. Monson enseñó: “Cuando el Señor habla, debemos escuchar con el deseo de comprender y obedecer. Sus palabras son eternas y aplican a cada generación.” (“Mantente a la Derecha,” Conferencia General, abril de 2011).
Esta declaración inicial invita a los lectores a prestar atención especial, reconociendo que lo que sigue tiene un impacto eterno en la comprensión del plan de salvación.
“Concerniente a todos los que conocen mi poder”
Este pasaje se refiere a personas que han recibido un conocimiento pleno del evangelio, han experimentado el poder de Dios y han comprendido Sus verdades eternas. Es una referencia directa a aquellos que han estado en la luz, han sido partícipes del Espíritu Santo y tienen un entendimiento claro de Su plan.
El presidente Spencer W. Kimball declaró: “El conocimiento de la verdad trae consigo una responsabilidad. Cuanto más sabemos, mayor es nuestra obligación de vivir de acuerdo con esa luz.” (“El milagro del perdón,” capítulo 10).
Este principio enfatiza la conexión entre el conocimiento espiritual y la responsabilidad personal. Aquellos que han recibido la luz tienen la obligación de permanecer fieles, ya que negar esa luz tiene consecuencias graves.
“Y niegan la verdad”
Negar la verdad no solo implica rechazar las enseñanzas del evangelio, sino hacerlo después de haberlas recibido y aceptado plenamente. Este acto refleja una deliberada rebeldía contra Dios y un rechazo consciente de Su plan de salvación.
El élder Bruce R. McConkie enseñó: “Negar la verdad, después de haberla conocido plenamente, es el acto más grave que un ser humano puede cometer contra Dios.” (Mormon Doctrine, “Blasphemy Against the Holy Ghost”).
Negar la verdad después de haberla recibido muestra ingratitud y rebelión hacia Dios. Este acto no solo afecta al individuo, sino que también implica una resistencia directa al Espíritu Santo y a la obra divina.
“Y se rebelan contra mi poder”
La rebelión contra el poder de Dios implica una actitud de oposición activa y deliberada. Esto no es simplemente un error o debilidad humana; es una elección consciente de resistir el plan de salvación y la autoridad divina.
El presidente Joseph Fielding Smith dijo: “Rebelarse contra Dios es rechazar la autoridad divina y alinear nuestras voluntades con las del adversario. Este tipo de rebelión tiene consecuencias eternas.” (Doctrina de Salvación, vol. 1, pág. 49).
Rebelarse contra el poder de Dios es una manifestación de orgullo extremo y resistencia espiritual. Este acto no solo separa al individuo de Dios, sino que también lo pone en alineación con el adversario, alejándolo de la luz y la verdad.
El versículo “Así dice el Señor concerniente a todos los que conocen mi poder… y niegan la verdad y se rebelan contra mi poder” aborda las serias consecuencias de rechazar conscientemente el evangelio después de haber recibido un conocimiento pleno de él. Este pasaje se refiere a los hijos de perdición, quienes, a pesar de haber experimentado el poder y la verdad de Dios, eligen oponerse activamente a Su voluntad.
Este mensaje es una advertencia solemne sobre el peligro de la apostasía consciente y deliberada. Nos recuerda la importancia de valorar la luz y el conocimiento que hemos recibido, permanecer fieles a nuestros convenios y evitar cualquier forma de rebeldía contra Dios. Al vivir con humildad y obediencia, aseguramos nuestra conexión con Su poder y Sus promesas eternas.
Doctrina y Convenios 76:37: “la segunda muerte”
En una de las visiones más grandiosas jamás reveladas, José Smith y Sidney Rigdon contemplaron los vastos destinos de las almas humanas, desde los que heredarían gloria celestial hasta los que serían apartados para siempre de la presencia de Dios. Al llegar a la porción sobre los hijos de perdición, el lenguaje cambia. Ya no se habla de gloria, sino de pérdida definitiva. Allí aparece una expresión solemne y terrible: “la segunda muerte”.
Esta muerte no es como la que todos conocemos, cuando el espíritu se separa del cuerpo. Esa, la primera muerte, fue introducida por la caída, y será vencida universalmente por la resurrección gracias al sacrificio de Jesucristo. Pero la segunda muerte… es distinta. No afecta el cuerpo, sino el alma en su relación con Dios. Es la separación eterna y definitiva de Su presencia, un estado de alejamiento total que marca la culminación de la rebelión deliberada contra la luz.
Quienes llegan a ese punto no lo hacen por ignorancia o por error común. No son simplemente los inicuos del mundo, ni aquellos que nunca conocieron la plenitud del Evangelio. Son los hijos de perdición: aquellos que, después de recibir una manifestación perfecta de la verdad, eligen voluntariamente negarla. Han recibido una porción tan grande del conocimiento divino que su rechazo no puede justificarse. Ellos han “crucificado de nuevo al Hijo de Dios”, como dicen las escrituras, y han pecado contra el Espíritu Santo con plena conciencia de lo que hacen.
El Señor revela que sobre estas personas, la segunda muerte tiene poder. Ya no hay redención para ellos. No heredarán ninguno de los tres grados de gloria. Mientras que incluso los más pecadores —aquellos que en esta vida rechazaron el Evangelio pero no alcanzaron ese nivel de rebelión— recibirán alguna porción de gloria, los hijos de perdición serán los únicos que quedarán sin ninguna. Su destino es el de un exilio eterno, fuera de la luz, fuera del amor de Dios, fuera de toda esperanza de redención.
Y sin embargo, al considerar esta doctrina, no debemos temer de manera innecesaria. El Señor ha revelado que muy pocos son capaces de llegar a este grado de condenación. Es una senda rara, reservada para aquellos que tuvieron toda la luz, y aun así, escogieron las tinieblas.
Este principio, aunque solemne, también es una afirmación del respeto que Dios tiene por el albedrío humano. Él no fuerza la salvación. Y al mismo tiempo, muestra cuán amplio es el alcance de Su misericordia: todos, menos unos pocos, serán redimidos por medio de Jesucristo. Hasta el más perdido puede hallar consuelo, si se arrepiente.
La doctrina de la segunda muerte no es solo una advertencia, sino también un recordatorio de lo sagrado que es conocer a Dios. Recibir Su luz es un privilegio, pero también una responsabilidad. Esta enseñanza nos invita a caminar con reverencia, a valorar la revelación que hemos recibido y a no tomar a la ligera el conocimiento divino. Pues mientras estemos en este camino de mortalidad, siempre hay esperanza, siempre hay redención. Solo nos separaremos de Dios si así lo elegimos plenamente, con total conciencia… y eso, para la mayoría, nunca será el caso.
Así, con temor reverente pero también con confianza, podemos avanzar en el Evangelio, sabiendo que Cristo nos rescata de la primera muerte, y nos guarda de la segunda, si tan solo elegimos seguirle.
El presidente Joseph Fielding Smith (1876–1972) explicó que la segunda muerte “acarrea erradicación espiritual… por la cual a aquellos que participan de ella se les niega la presencia de Dios y son condenados a morar con el diablo y sus ángeles a través de la eternidad” (Doctrina de Salvación, compilado por Bruce R. McConkie, 1978, tomo I, pág. 46).
El élder Bruce R. McConkie dio las siguientes descripciones de la segunda muerte, la cual solo sobreviene a los hijos de perdición:
“La muerte espiritual es ser expulsado de la presencia del Señor, morir en cuanto a la justicia, morir en relación a las impresiones y susurros del Espíritu” (Mormon Doctrine, pág. 761).
“Finalmente, todos son redimidos de la muerte espiritual excepto los que han ‘pecado de muerte’ (D. y C. 64:7), esto es, aquellos que están destinados a ser hijos de perdición. Para enseñar esto, Juan dice que después de que la muerte y el infierno hayan entregado a sus muertos, la muerte y el infierno serán ‘lanzados al lago de fuego. Esta es la muerte segunda’ (Apocalipsis 20:12–15). De ahí que el Señor dijo en nuestra época que los hijos de perdición son ‘los únicos sobre quienes tendrá poder alguno la segunda muerte’ (D. y C. 76:37), refiriéndose a tener poder después de la resurrección” (Mormon Doctrine, pág. 758).
Versículo 38: “Porque todos los demás saldrán en la resurrección de los muertos, mediante el triunfo y la gloria del Cordero.”
Este versículo contrasta la condenación de los hijos de perdición con la promesa de redención para todos los demás. Destaca la amplitud de la gracia de Cristo.
“Porque todos los demás saldrán en la resurrección de los muertos”
Este pasaje enseña que todos los seres humanos, excepto los hijos de perdición, serán resucitados. Esto es posible gracias a la expiación y resurrección de Jesucristo, quien venció la muerte para que todos puedan recibir la inmortalidad. La resurrección universal es una manifestación del amor y la justicia de Dios.
El presidente Gordon B. Hinckley declaró: “El milagro de la resurrección es el regalo divino que asegura que todos volverán a vivir. Es la victoria de Cristo sobre la muerte física y una promesa para toda la humanidad.” (“El triunfo de la resurrección,” Conferencia General, abril de 1992).
La resurrección universal subraya que la victoria de Cristo sobre la muerte es inclusiva, ofreciendo a cada persona un cuerpo glorificado, aunque el grado de gloria dependerá de su fidelidad y obediencia.
“Mediante el triunfo”
El “triunfo” se refiere a la victoria de Jesucristo sobre el pecado y la muerte a través de Su expiación infinita y resurrección gloriosa. Este triunfo asegura que la muerte física y la separación espiritual no tengan la última palabra.
El élder Jeffrey R. Holland enseñó: “El triunfo de Cristo fue completo y eterno. Él venció todas las formas de pecado, tristeza y muerte, asegurando para nosotros una resurrección universal.” (“No hay muerte definitiva,” Conferencia General, abril de 2000).
El triunfo de Cristo no solo restaura la vida física, sino que también abre la puerta a la posibilidad de reconciliarnos con Dios. Este acto glorioso asegura que la humanidad no quede perdida en la muerte ni en el pecado.
“Y la gloria del Cordero”
La “gloria del Cordero” es la manifestación plena del poder redentor de Jesucristo. Él es el Cordero inmolado que llevó sobre Sí los pecados del mundo, y por Su gloria, todos son resucitados y pueden recibir un grado de salvación.
El presidente Russell M. Nelson declaró: “La gloria del Cordero radica en Su capacidad para redimir, sanar y elevar a toda la humanidad. Su sacrificio lo hizo posible, y Su resurrección lo garantiza.”(“Jesucristo es nuestro Redentor,” Conferencia General, abril de 2018). La gloria del Cordero resalta la centralidad de Jesucristo en el plan de salvación. Todo lo que recibimos en la eternidad, incluido nuestro cuerpo resucitado, es un reflejo de Su poder, Su sacrificio y Su victoria.
El versículo “Porque todos los demás saldrán en la resurrección de los muertos, mediante el triunfo y la gloria del Cordero” encapsula la verdad central de que Jesucristo asegura la inmortalidad para todos los hijos de Dios. Su triunfo sobre la muerte física y Su gloria como el Redentor universal hacen posible la resurrección universal, un regalo ofrecido sin condiciones a toda la humanidad.
Este pasaje nos invita a reflexionar sobre la magnitud del sacrificio de Cristo y Su victoria final. La resurrección es una promesa segura para todos, pero el grado de gloria que recibamos dependerá de nuestras elecciones y nuestra fidelidad a Su evangelio. En última instancia, el triunfo y la gloria del Cordero son recordatorios del amor infinito de Dios y Su deseo de redimir a toda Su creación.
Versículo 43: …y él glorifica al Padre y salva todas las obras de sus manos, menos a esos hijos de perdición que niegan al Hijo después que el Padre lo ha revelado.
En las Escrituras, la palabra salvación casi siempre significa “exaltación” o “vida eterna”. A veces hacemos una distinción entre salvación y exaltación para enfatizar nuestra necesidad de obedecer los mandamientos, incluyendo recibir los convenios y ordenanzas de la casa del Señor, pero en general los términos pueden usarse como sinónimos.
Doctrina y Convenios 76:43 es uno de los pocos lugares en las Escrituras donde salvación transmite algo diferente del más alto grado de recompensa eterna, ya que enseña que todos los hijos de Dios (excepto solo aquellos que se apartan hacia la perdición) alcanzarán algún nivel de salvación en la vida venidera (ver también DyC 76:88; 132:17). En ese sentido, salvación implica una especie de salvación universal, aunque debemos entender que solo aquellos que hereden el reino celestial vivirán en la presencia de Dios el Padre.
El Dios y Padre de todos nosotros ama a todos Sus hijos y, de igual manera, Sus profetas anhelan que todos sean salvos con una salvación eterna.
Este pasaje aclara una verdad profundamente consoladora pero a menudo mal entendida: la amplitud del amor de Dios y el alcance de Su plan de salvación. Si bien la exaltación (vivir en la presencia del Padre Celestial) es el objetivo supremo y requiere fidelidad a los convenios y ordenanzas, el plan de Dios no condena a todos los que no alcancen ese grado a un estado de castigo eterno.
Doctrina y Convenios 76 muestra con claridad que hay múltiples reinos de gloria, y que todos los hijos de Dios, excepto los hijos de perdición, recibirán un grado de salvación y gloria. Esto contrasta radicalmente con las ideas tradicionales del cielo y el infierno como destinos absolutos y binarios. El evangelio restaurado revela un plan más justo, más misericordioso y más personalizado.
Esta “salvación universal”, como se menciona, no significa igualdad de gloria, sino que todos serán resucitados y redimidos de la muerte física, y recibirán una gloria acorde con su fe, obras, arrepentimiento y deseos del corazón. Aun aquellos que no aceptaron el evangelio en vida —si no lo rechazaron conscientemente y con pleno conocimiento— podrán heredar reinos de gloria.
Este enfoque revelado de la salvación y la exaltación resalta el equilibrio perfecto entre justicia y misericordia en el plan del Padre Celestial. A través de Cristo, todos serán salvados en un grado. Sin embargo, solo quienes acepten plenamente el Evangelio, hagan convenios sagrados y los guarden con fidelidad, serán exaltados y vivirán eternamente en la presencia del Padre.
Saber esto debería inspirarnos no al conformismo, sino a la gratitud y al compromiso, sabiendo que no estamos compitiendo por la misericordia de Dios, sino trabajando con Él para ser lo que fuimos destinados a ser: herederos de la vida eterna.
Como enseñó Nefi: “Dios invita a todos a venir a Él y participar de su bondad… y todos son iguales ante Dios” (2 Nefi 26:33). Ese amor incluyente y esa esperanza eterna son el corazón del Evangelio restaurado.
Versículo 50: “Se describen la gloria y el galardón de los seres exaltados en el reino celestial.”
Este pasaje detalla las bendiciones reservadas para aquellos que guardan los mandamientos y son fieles hasta el fin, incluyendo la exaltación en el reino celestial.
“Se describen la gloria”
La gloria celestial es la mayor de todas las glorias, simbolizada por la luz del sol en Doctrina y Convenios 76:70. Esta gloria representa la perfección divina y la presencia plena de Dios. Aquellos que heredan el reino celestial se convierten en herederos de Su plenitud y reciben Su luz, poder y exaltación.
El presidente Russell M. Nelson enseñó: “La gloria celestial es vivir con Dios en Su presencia, recibiendo de Su plenitud y perfección, y experimentando una alegría que supera todo entendimiento mortal.” (“La exaltación requiere esfuerzo,” Conferencia General, abril de 2022).
La gloria celestial no solo refleja el estado eterno de los exaltados, sino también su perfección espiritual y su proximidad al Padre y al Hijo. Es el destino más elevado del plan de salvación, reservado para aquellos que son fieles a los convenios sagrados.
“Y el galardón”
El galardón celestial incluye bendiciones específicas como la vida eterna, la exaltación, la deidad y la unión eterna con la familia. Los seres exaltados reciben un lugar en la Iglesia del Primogénito y se convierten en reyes y sacerdotes ante Dios (D. y C. 76:54-56).
El presidente Spencer W. Kimball dijo: “El galardón de la exaltación incluye la plenitud de las bendiciones del Padre. Este es el don supremo: ser como Él y vivir con Él para siempre.” (“Las bendiciones de la exaltación,” Ensign, julio de 1976).
El galardón celestial es el cumplimiento de la promesa de Dios a Sus hijos. A través de la fe, la obediencia y las ordenanzas salvadoras, los exaltados se convierten en partícipes de Su gloria eterna y disfrutan de la plenitud de Su amor y poder.
“De los seres exaltados”
Los seres exaltados son aquellos que han aceptado el testimonio de Jesucristo, han recibido las ordenanzas salvadoras del evangelio y han sido fieles a los convenios hechos con Dios. Han vencido al mundo mediante la fe (D. y C. 76:51-53).
El élder Dieter F. Uchtdorf expresó: “La exaltación es el resultado de una vida dedicada a Cristo, construida sobre la fe, la obediencia y el sacrificio. Es el destino divino de todos los que perseveran hasta el fin.” (“Las bendiciones de la perseverancia,” Conferencia General, abril de 2014).
La exaltación no es automática; requiere esfuerzo consciente y fe continua. Este principio enfatiza la necesidad de vivir una vida de rectitud y dedicación al evangelio.
“En el reino celestial”
El reino celestial es el grado más alto de gloria en la eternidad, donde Dios, el Padre, y Jesucristo habitan. Aquellos que heredan este reino reciben la plenitud de la alegría y viven en la presencia directa de Dios para siempre (D. y C. 76:62-63).
El élder Jeffrey R. Holland enseñó: “El reino celestial es la promesa del evangelio cumplida: vivir en la presencia de Dios con nuestras familias eternas, llenos de amor y luz eterna.” (“El gozo del Evangelio,” Conferencia General, abril de 2015).
El reino celestial no solo representa el destino final de los fieles, sino también la culminación del plan de salvación. Es el lugar donde la plenitud de la deidad y la perfección eterna se experimentan completamente.
El resumen “Se describen la gloria y el galardón de los seres exaltados en el reino celestial” encapsula la promesa más grande del evangelio: heredar la vida eterna y la exaltación. Esta descripción no solo destaca el destino glorioso de los fieles, sino también los requisitos para alcanzarlo: aceptar a Cristo, participar en las ordenanzas salvadoras y perseverar hasta el fin.
El testimonio de esta gloria celestial inspira esperanza y propósito, recordándonos que nuestra vida terrenal es una preparación para algo mucho más grande. Es un recordatorio de que, a través de Jesucristo, podemos superar las pruebas y alcanzar el destino divino que Dios ha preparado para Sus hijos.
Versículo 53: …y son quienes vencen por la fe, y son por el , que el Padre derrama sobre todos los que son justos y fieles.
Aquellos que heredan la gloria más alta son los que han “vencido por la fe” (DyC 76:53). Es decir, mediante su confianza en los méritos, la misericordia y las promesas de Jesucristo, han vencido al mundo (Juan 16:33), como lo hizo su Maestro, y así se han preparado para el glorioso mundo venidero. Alma instruyó a su hijo Helamán para que enseñara al pueblo a resistir toda tentación del diablo, teniendo su fe en el Señor Jesucristo (Alma 37:33).
Vencer al mundo significa haber llegado al punto en que la corrupción, la mediocridad y la vulgaridad ya no nos atraen. Vencer al mundo es llegar al punto en que hemos escogido la rectitud, escogido el camino del discípulo, escogido hacer las cosas a la manera del Señor. Habiendo cultivado así, con los años, el don del Espíritu Santo, finalmente disfrutaremos del sello ratificador de aprobación del Espíritu Santo prometido a los Santos del Altísimo.
Doctrina y Convenios 76:53 enseña que aquellos que heredan la gloria más alta son los que han «vencido por la fe» y han sido «sellados por el Santo Espíritu de la promesa». Esta expresión encierra profundas verdades sobre la redención y la exaltación. Vencer por la fe implica más que simplemente creer: significa confiar plenamente en los méritos, la misericordia y las promesas del Salvador Jesucristo, al grado de que esa fe transforme la vida entera del discípulo. Es por esa fe viva que uno resiste la tentación, el egoísmo, el orgullo y todo aquello que pertenece al “mundo”, tal como enseñó Alma a su hijo Helamán (Alma 37:33).
Este vencer no es un acto aislado, sino un proceso constante, una consagración progresiva de la voluntad personal a la voluntad de Dios. El Santo Espíritu de la promesa actúa aquí como testigo y sello divino de que la persona ha sido aprobada por Dios. Este sello del Espíritu no solo es una bendición futura, sino un testimonio presente de que alguien está en el camino del convenio, cumpliendo fielmente sus promesas con el Señor. Así, la justicia y la verdad, como condiciones del corazón, son recompensadas con esta confirmación divina.
Vencer al mundo no significa retirarse del mundo, sino superarlo espiritualmente. Significa que nuestros deseos, decisiones y prioridades ya no están gobernados por lo superficial, lo inmediato o lo egoísta. Es haber llegado a amar lo que Dios ama y rechazar lo que Él rechaza. Este tipo de fe no es pasiva ni cómoda; es una fe que actúa, que transforma, que resiste y que persevera.
La promesa del sello del Espíritu nos recuerda que Dios no solo observa nuestros esfuerzos con agrado, sino que también nos brinda Su aprobación y Su compañía constante mientras avanzamos por el camino de la rectitud. Que podamos ser encontrados fieles, justos y verdaderos, y así, heredar la gloria celestial prometida a los que realmente vencen por medio de Cristo.
Versículo 54: Estos son los que constituyen la Iglesia del .
Ingresamos a la iglesia externa —la Iglesia de Jesucristo— al recibir los primeros principios y ordenanzas del evangelio, convirtiéndonos así en hijos o hijas del Señor Jesucristo por adopción (Mosíah 5:7). Si luego recibimos los convenios y las ordenanzas de la casa del Señor y les somos fieles, calificamos eventualmente para ser miembros de la Iglesia del Primogénito, la iglesia interior o iglesia dentro del velo.
Mediante la Expiación y las ordenanzas de exaltación, podemos ser elevados para heredar en igualdad con Cristo todo lo que el Padre posee. Nos convertimos en coherederos con Cristo, como si nosotros mismos hubiéramos sido el primogénito y tuviéramos derecho a la primogenitura (Romanos 8:16–17). Así, llegamos a ser hijos e hijas de Dios, incluso del Padre. “Por tanto, como está escrito: dioses son, incluso hijos de Dios” (DyC 76:58; véase también Salmos 82:6; Juan 10:34–36; DyC 132:19–20).
Esta enseñanza profundiza el significado de la exaltación. Ingresar a la Iglesia del Primogénito representa alcanzar un nivel de consagración y fidelidad que va más allá de la mera membresía en la Iglesia terrenal. Se trata de formar parte de una comunidad celestial, de aquellos que han hecho y guardado convenios eternos y han sido fieles hasta el fin.
El concepto de coherederos con Cristo (Romanos 8:17) nos habla de una igualdad en la herencia celestial, no porque hayamos hecho obras suficientes para merecerla, sino porque hemos sido adoptados como hijos e hijas del Padre mediante la gracia y la expiación del Hijo. Este derecho de primogenitura espiritual —normalmente reservado al hijo mayor en las antiguas tradiciones— nos es conferido a todos los fieles por medio de Cristo, el Primogénito real.
Así, pertenecer a la Iglesia del Primogénito no es solo una designación simbólica: es el reconocimiento divino de que, por medio de la fidelidad a los convenios del templo, participamos plenamente en la obra redentora de Cristo y en su herencia eterna.
Esta doctrina nos eleva y nos compromete. Saber que podemos ser parte de la Iglesia del Primogénito —una comunidad eterna de fieles exaltados— debería motivarnos a vivir con propósito, dignidad y santidad. Cada ordenanza, cada convenio, cada decisión justa nos acerca más a ese estado divino.
No estamos destinados simplemente a sobrevivir esta vida, sino a prepararnos para ser reyes y reinas, sacerdotes y sacerdotisas, coherederos con Cristo. En un mundo que ofrece recompensas pasajeras, el Señor nos invita a buscar una gloria eterna, a heredar todo lo que el Padre tiene. Que vivamos, entonces, como verdaderos hijos e hijas de Dios, con la mira puesta en el templo, en Cristo, y en la exaltación prometida a los fieles.
Versículo 70: “Estos son aquellos cuyos cuerpos son celestiales, cuya gloria es la del sol, sí, la gloria de Dios.”
La gloria celestial, comparada con la del sol, simboliza la luz y perfección que reciben los exaltados en la presencia de Dios. Este versículo motiva a vivir de manera digna de alcanzar este reino.
“Estos son aquellos cuyos cuerpos son celestiales”
Los cuerpos celestiales son aquellos que han sido resucitados en gloria, perfección e inmortalidad, y están destinados a morar en la presencia de Dios. Estas personas han sido purificadas a través de la expiación de Jesucristo y han guardado los convenios hechos con Él, recibiendo así la exaltación.
El presidente Russell M. Nelson enseñó: “El cuerpo celestial es el resultado de vivir de acuerdo con las leyes celestiales. Por medio de Cristo, nuestros cuerpos mortales serán perfeccionados y preparados para recibir la gloria que Dios desea otorgarnos.” (“La perfección es un proceso eterno,” Conferencia General, abril de 1995).
Este estado celestial no solo es físico, sino también espiritual. Representa la unión completa del cuerpo y el espíritu en la perfección eterna, que solo es posible a través de Jesucristo y la obediencia a Su evangelio.
“Cuya gloria es la del sol”
La gloria celestial es comparada con la del sol, el astro más brillante del cielo, para simbolizar su supremacía y magnificencia. Este nivel de gloria refleja la plenitud de la luz, la verdad y el poder de Dios, que es compartido con aquellos que son exaltados.
El élder D. Todd Christofferson dijo: “El reino celestial es el destino preparado para aquellos que han recibido la plenitud del evangelio y han sido fieles en su discipulado. Su gloria sobrepasa cualquier cosa que podamos imaginar en esta vida.” (“Mantengamos la meta en mente,” Conferencia General, octubre de 2014).
La analogía del sol destaca la naturaleza incomparable de la gloria celestial. Este es un nivel de existencia donde la luz divina llena todo y refleja la perfección eterna del Padre y del Hijo.
“Sí, la gloria de Dios”
La gloria de Dios es Su perfección, Su luz y Su poder. Aquellos que heredan esta gloria son hechos partícipes de Su naturaleza divina, convirtiéndose en herederos de Su reino y compartiendo Su plenitud.
El presidente Gordon B. Hinckley declaró: “Dios desea que todos Sus hijos reciban Su gloria, que consiste en la inmortalidad y la vida eterna. Este es el propósito de Su plan y la culminación de Su obra.” (“El Dios viviente y verdadero,” Conferencia General, abril de 2007).
Recibir la gloria de Dios no solo significa morar en Su presencia, sino también ser transformados en seres semejantes a Él, disfrutando de Su amor, poder y conocimiento en plenitud.
El versículo “Estos son aquellos cuyos cuerpos son celestiales, cuya gloria es la del sol, sí, la gloria de Dios” describe el destino supremo de los fieles que heredan el reino celestial. Esta descripción enfatiza la exaltación como el estado de perfección y gloria máxima, donde los seres exaltados no solo viven con Dios, sino que comparten Su naturaleza divina.
Este pasaje nos inspira a esforzarnos por vivir dignamente, guardar nuestros convenios y permanecer fieles a Cristo. Es un recordatorio de que nuestro propósito eterno es llegar a ser como nuestro Padre Celestial y disfrutar de Su gloria por toda la eternidad. La promesa de cuerpos celestiales y gloria divina es la culminación del plan de salvación, hecha posible por la expiación de Jesucristo.
Versículo 71: “Vimos el mundo terrestre, y he aquí, estos son los de lo terrestre, cuya gloria se distingue… como la de la luna difiere del sol.”
El reino terrestre es para aquellos que aceptan el evangelio después de esta vida o no son completamente valientes en su testimonio de Cristo. Este versículo muestra que incluso aquellos que no alcanzan la exaltación reciben una gloria significativa.
“Vimos el mundo terrestre”
El mundo terrestre es el segundo grado de gloria en el plan de salvación, inferior al reino celestial pero superior al reino telestial. Este reino está reservado para aquellos que no alcanzaron la exaltación en el reino celestial, pero que todavía vivieron de manera honorable o aceptaron el evangelio en el mundo de los espíritus después de la mortalidad.
El presidente Joseph Fielding Smith explicó: “El reino terrestre es para los hombres honorables de la tierra que no fueron valientes en el testimonio de Jesús o que aceptaron el evangelio después de esta vida.” (Doctrina de Salvación, vol. 2, pág. 21).
Este reino demuestra la amplitud de la misericordia de Dios al ofrecer un grado significativo de gloria incluso para aquellos que no vivieron plenamente el evangelio en esta vida. También subraya la importancia de aceptar y actuar según el testimonio de Cristo mientras estamos en la mortalidad.
“Y he aquí, estos son los de lo terrestre”
Los habitantes del reino terrestre incluyen personas honorables que fueron cegadas por las artimañas del hombre, así como aquellos que no recibieron el evangelio en esta vida, pero lo aceptaron después de la muerte. También pueden incluir a aquellos que rechazaron el evangelio inicialmente pero luego se arrepintieron.
El presidente Russell M. Nelson dijo: “El plan de salvación es un plan de amor y justicia. Cada persona recibirá la gloria que haya elegido a través de sus decisiones y disposición para aceptar a Cristo.” (“La elección suprema,” Conferencia General, abril de 1993).
Este pasaje nos recuerda que el destino eterno de cada persona refleja su disposición a aceptar la verdad y vivir según los principios del evangelio. Incluso aquellos que no alcanzan el reino celestial todavía tienen un lugar preparado para ellos en el amor de Dios.
“Cuya gloria se distingue… como la de la luna difiere del sol”
La comparación de la gloria terrestre con la luz de la luna refleja que este reino, aunque glorioso, es inferior en brillo y plenitud al reino celestial. Sin embargo, esta analogía también resalta la dignidad y belleza de la gloria terrestre, que supera ampliamente cualquier experiencia terrenal.
El élder Dallin H. Oaks enseñó: “Las glorias de los reinos celestial, terrestre y telestial son todas expresiones del amor y la justicia de Dios, adecuadas a la capacidad de Sus hijos para recibir Su luz.” (“El gran plan de felicidad,” Conferencia General, octubre de 1993).
La distinción entre las glorias simboliza las diferentes recompensas preparadas por Dios según nuestras elecciones y nuestra disposición para aceptar y vivir Su evangelio. Aunque no es la plenitud celestial, el reino terrestre es una expresión del amor y la justicia de Dios.
El versículo “Vimos el mundo terrestre, y he aquí, estos son los de lo terrestre, cuya gloria se distingue… como la de la luna difiere del sol” revela una verdad central del plan de salvación: la misericordia y la justicia de Dios preparan un lugar de gloria para todos Sus hijos según sus obras y decisiones.
La gloria terrestre es un recordatorio de que incluso aquellos que no viven el evangelio plenamente en esta vida tienen la oportunidad de recibir bendiciones significativas en la eternidad. Sin embargo, también nos inspira a esforzarnos por alcanzar el reino celestial, donde mora la plenitud de Dios. Este versículo subraya que nuestras decisiones ahora tienen consecuencias eternas y que el evangelio nos invita a buscar lo más alto y lo mejor que nuestro Padre Celestial ha preparado para nosotros.
Versículo 81: “Vimos la gloria de lo telestial, la gloria de lo menor, así como la gloria de las estrellas difiere de la gloria de la luna.”
El reino telestial es para quienes no aceptan el evangelio en esta vida ni en el mundo de los espíritus, pero aún reciben misericordia y una medida de salvación. Este pasaje resalta la amplitud del amor y la justicia de Dios.
“Vimos la gloria de lo telestial”
El reino telestial es el grado más bajo de gloria dentro del plan de salvación, reservado para aquellos que no aceptaron el evangelio de Jesucristo ni en esta vida ni en el mundo de los espíritus hasta después del juicio final. A pesar de ser el menor de los reinos de gloria, sigue siendo un estado glorioso más allá de la comprensión terrenal.
El presidente Joseph Fielding Smith dijo: “El reino telestial está reservado para aquellos que, aunque no aceptaron el evangelio, no son hijos de perdición. Es una expresión del amor y la misericordia de Dios hacia todos Sus hijos.” (Doctrina de Salvación, vol. 2, pág. 21).
Este reino destaca la justicia y la misericordia de Dios, asegurando que incluso aquellos que rechazaron Su evangelio reciban un grado de gloria acorde a sus obras y disposición espiritual.
“La gloria de lo menor”
La frase “gloria de lo menor” describe la posición del reino telestial como el más bajo de los tres grados de gloria. Aunque es menor, este reino aún representa la misericordia de Dios al ofrecer un lugar glorioso para quienes no siguieron el camino del evangelio.
El élder D. Todd Christofferson enseñó: “El amor de Dios se manifiesta incluso en los grados más bajos de gloria, permitiendo a todos Sus hijos experimentar algún grado de Su luz y verdad.” (“Nuestra capacidad divina de progresar,” Conferencia General, abril de 2019).
La expresión “lo menor” no desmerece la gloria del reino telestial, sino que resalta su diferencia en comparación con los otros grados de gloria. Incluso el reino más bajo es una manifestación del amor divino.
“Así como la gloria de las estrellas difiere de la gloria de la luna”
La analogía de las estrellas destaca la diversidad y la individualidad dentro del reino telestial. Al igual que las estrellas varían en brillo y magnitud, los habitantes del reino telestial recibirán diferentes grados de gloria según sus obras y elecciones individuales.
El apóstol Pablo enseñó: “Una estrella es diferente de otra en gloria; así también es la resurrección de los muertos” (1 Corintios 15:41-42). Esta escritura, reafirmada en Doctrina y Convenios, enfatiza la justicia perfecta de Dios al recompensar a cada individuo según sus obras.
La comparación con las estrellas nos enseña que el reino telestial no es uniforme, sino que hay grados de gloria entre sus habitantes. Esto refleja la individualidad y las elecciones personales, incluso dentro de este reino.
El versículo “Vimos la gloria de lo telestial, la gloria de lo menor, así como la gloria de las estrellas difiere de la gloria de la luna” resalta que el reino telestial es una expresión de la misericordia de Dios hacia aquellos que no aceptaron el evangelio en esta vida ni en el mundo de los espíritus. Este reino ofrece un grado de gloria que supera cualquier experiencia terrenal, pero es menor en comparación con los reinos terrestre y celestial.
La analogía de las estrellas nos recuerda que Dios juzga a cada individuo de manera justa, otorgando gloria según sus obras y elecciones. Este versículo nos motiva a buscar una vida más cercana al evangelio, aspirando a la plenitud de la gloria celestial, mientras reconocemos la justicia y misericordia de Dios en cada aspecto de Su plan eterno.
Versículo 79: Estos son aquellos que no son en el testimonio de Jesús; así que, no obtienen la corona en el reino de nuestro Dios.
En este, nuestro segundo estado —nuestra estancia mortal— aquellos que son fieles a la luz que hay en ellos y procuran alinearse con principios de moralidad y decencia serán finalmente conducidos al evangelio del convenio, ya sea en esta vida o en la venidera (DyC 84:46–48).
Algunas personas pueden ser cristianas en esta vida, habiendo obtenido el testimonio de que Jesús es su Señor y Salvador, y habiéndose comprometido con una vida de discipulado cristiano. No obstante, ser valiente en ese testimonio implicaría aceptar la plenitud del evangelio de Jesucristo (DyC 35:12; 84:49–50).
Además, incluso los Santos de los Últimos Días cuya manera de vivir el evangelio es casual, y cuya obediencia a los estatutos y decretos de Dios es a lo mucho inconsistente, tampoco son valientes en el testimonio de Jesús.
El asunto no radica en dónde se encuentran los registros de membresía, sino en dónde se encuentra el corazón. A menos que las llamas de la fe en sus almas sean avivadas por un compromiso más profundo, su herencia eterna será una gloria terrestre.
Esta enseñanza clarifica que la exaltación no se logra simplemente por pertenecer a la Iglesia, sino por vivir el evangelio con un corazón valiente y comprometido. El “testimonio de Jesús” no es meramente una creencia intelectual o una emoción momentánea: es una convicción que motiva al discipulado fiel, que inspira obediencia, sacrificio, rectitud, y constancia en los convenios.
No ser “valiente” en ese testimonio implica tibieza espiritual. Puede haber creencia sin acción, o incluso membresía sin consagración. La diferencia entre la gloria celestial y la terrestre no está en si uno alguna vez creyó, sino en cómo vivió esa creencia: si lo hizo con entrega, lealtad y constancia.
Esto también aplica a los miembros de la Iglesia que se conforman con una religión de apariencia, o que viven de manera intermitente sus compromisos. La gloria celestial no es para los indiferentes, sino para los consagrados.
El llamado del Salvador es a seguirlo con valor, no a medias. Vivir el evangelio con valentía significa declarar, defender y demostrar el testimonio de Cristo en pensamiento, palabra y obra.
En un mundo lleno de distracciones y compromisos superficiales, se requiere valor para ser un verdadero discípulo. Pero ese valor no nace del orgullo, sino del amor profundo a Dios y a Su Hijo. Si deseamos recibir la “corona” en el reino de Dios, debemos avivar la llama de nuestra fe y vivir con integridad, devoción y fidelidad real.
La pregunta que nos deja esta escritura es profunda: ¿dónde está mi corazón? Si está verdaderamente en Cristo, el compromiso se verá reflejado en una vida valiente, no en una fe acomodada.
Versículo 94: “Ven como son vistos, y conocen como son conocidos, habiendo recibido de su plenitud y de su gracia.”
Este versículo describe la gloria celestial y la perfección que los exaltados alcanzan en la presencia de Dios. Es un recordatorio de que la recompensa eterna es completa y gloriosa.
“Ven como son vistos”
Esta frase describe la capacidad de los exaltados de ver las cosas con claridad perfecta, reflejo de la luz y la verdad divina. En el reino celestial, los seres exaltados tienen acceso a la plenitud del conocimiento y la gloria de Dios, lo que les permite ver y entender plenamente tanto a Dios como a ellos mismos.
El presidente Russell M. Nelson enseñó: “En la exaltación, veremos la obra del Señor tal como es, sin el velo de la mortalidad. Seremos capaces de comprender nuestra relación eterna con Él.” (“Venid a Cristo: Un mensaje para todas las naciones,” Conferencia General, abril de 2020).
La frase enfatiza que, en la exaltación, la visión espiritual será completa. Los exaltados estarán libres de las limitaciones mortales y podrán percibir tanto la gloria de Dios como su propio potencial divino.
“Y conocen como son conocidos”
Este conocimiento pleno implica que los exaltados no solo comprenden a Dios, sino que también entienden quiénes son verdaderamente en relación con Él. Es un conocimiento profundo de su identidad divina como hijos de Dios y de Su plan eterno.
El presidente Dallin H. Oaks dijo: “Conocer a Dios y saber quiénes somos en relación con Él es la clave para entender nuestro propósito en la vida y nuestra gloria eterna.” (“El gran plan de felicidad,” Conferencia General, octubre de 1993).
El conocimiento que los exaltados reciben no es superficial ni limitado. Incluye una comprensión total de sus propios roles, responsabilidades y potenciales eternos, todo visto a través de la luz de la gracia divina.
“Habiendo recibido de su plenitud y de su gracia”
La plenitud y la gracia se refieren a las bendiciones completas y perfectas que Dios otorga a los exaltados. Han recibido todo lo que el Padre tiene, incluyendo Su gloria, poder y conocimiento. Esta plenitud es posible gracias a la expiación y la misericordia de Jesucristo.
El élder Jeffrey R. Holland enseñó: “La plenitud de Dios incluye todo lo que Él tiene: conocimiento, poder, amor y vida eterna. Su gracia es lo que nos permite recibir estas bendiciones.” (“Venid a mí,” Conferencia General, abril de 1997).
Este fragmento subraya que las bendiciones de la exaltación no se alcanzan por mérito propio, sino por medio de la gracia de Cristo. La plenitud que se recibe es el reflejo de un Dios amoroso que comparte todo con Sus hijos fieles.
El versículo “Ven como son vistos, y conocen como son conocidos, habiendo recibido de su plenitud y de su gracia” describe el estado glorioso de los seres exaltados en el reino celestial. Estos individuos han alcanzado la plenitud del conocimiento y la gloria divina, lo que les permite ver y entender todo con claridad perfecta, incluidos ellos mismos y su relación eterna con Dios.
Este versículo nos recuerda que la exaltación incluye una transformación completa que permite ver, conocer y recibir la plenitud divina. Estas bendiciones son posibles gracias a la gracia y expiación de Jesucristo. Nos invita a vivir dignamente, guardando nuestros convenios, para que podamos un día experimentar esta plenitud y gloria celestial.
Versículo 96: “Y la gloria de lo celestial es una, así como la gloria del sol es una.”
La gloria celestial es única y suprema, simbolizando la culminación del plan de salvación. Este versículo resalta la belleza y perfección del destino eterno de los justos.
“Y la gloria de lo celestial es una”
Esta frase subraya que la gloria del reino celestial es indivisible y perfecta. Es el estado más elevado que un ser humano puede alcanzar en el plan de salvación. La “unidad” de esta gloria refleja la plenitud del amor, la luz y el poder de Dios, que se comparte con aquellos que son exaltados.
El presidente Joseph Fielding Smith explicó: “El reino celestial es el lugar donde Dios mora, y aquellos que son dignos de entrar en este reino recibirán la plenitud de Su gloria, siendo hechos semejantes a Él.” (Doctrina de Salvación, vol. 2, pág. 22).
La gloria celestial no se fragmenta ni se limita; aquellos que la heredan comparten la plenitud del poder y la presencia de Dios, viviendo en completa armonía con Su voluntad.
“Así como la gloria del sol es una”
La comparación con el sol ilustra la magnitud y singularidad de la gloria celestial. Así como el sol es la fuente más brillante de luz en nuestro sistema, la gloria celestial es la más brillante y gloriosa de los tres grados de gloria. Es una luz que ilumina completamente, sin sombra ni variación.
El presidente Russell M. Nelson dijo: “La gloria del reino celestial, comparada con la del sol, refleja la luz y la perfección de Dios. Es la gloria que buscamos a través de la obediencia a Su evangelio.” (“Lograr el destino divino,” Conferencia General, octubre de 1995).
La analogía del sol no solo señala la intensidad de esta gloria, sino también su naturaleza constante y universal. Es una invitación a aspirar a esta luz y vivir de manera que podamos heredarla.
Este versículo resalta que el reino celestial es único en su naturaleza y su gloria, incomparable con los reinos terrestre y telestial. Quienes lo heredan reciben la plenitud de Dios, logrando la exaltación y un estado de perfección divina.
El élder D. Todd Christofferson enseñó: “Al igual que el sol brilla en todo su esplendor, aquellos que hereden el reino celestial reflejarán la gloria de Dios y vivirán en Su presencia para siempre.” (“La redención final,” Conferencia General, abril de 2014).
El versículo “Y la gloria de lo celestial es una, así como la gloria del sol es una” nos enseña que la gloria celestial es completa, única y perfecta. Representa la culminación del plan de salvación y el estado más alto de existencia que los hijos de Dios pueden alcanzar. Así como el sol ilumina todo lo que lo rodea, la gloria celestial llena completamente a los exaltados con la luz y el amor de Dios.
Este pasaje nos inspira a vivir con un propósito eterno, buscando la exaltación y la plenitud de la gloria celestial a través de la obediencia, la fidelidad y la gracia de Jesucristo. Nos recuerda que esta gloria no tiene comparación, y es el destino más glorioso que nuestro Padre Celestial ha preparado para Sus hijos fieles.
Versículo 107: … cuando entregue el reino y lo presente sin mancha al Padre, diciendo: He vencido y , yo solo, el , sí, el lagar del furor de la ira del Dios Omnipotente.
Los cristianos miran a la cruz como el símbolo de la Expiación (1 Nefi 11:33). Jesús vino al mundo para ser levantado sobre la cruz (3 Nefi 27:13–14). El sufrimiento y la agonía del Salvador en el jardín no fueron simplemente miedo al dolor horrible que experimentaría al día siguiente. Su sufrimiento en Getsemaní fue redentor.
Por primera vez en su vida, Jesús tuvo que caminar y actuar por sí mismo, sin el poder fortalecedor y sostenedor del Espíritu del Padre. Aquel que siempre había sido obediente, y por tanto, nunca había sido dejado solo (Juan 8:29), ahora agonizaba solo en el jardín del lagar.
El Siervo Doliente fue expuesto a la ira de Dios, a la terrible alienación que sigue al pecado no arrepentido, combinada con las enfermedades, el dolor, la soledad, la desesperación y los sentimientos de insuficiencia que los mortales conocen demasiado bien (Alma 7:11–13).
Lo que comenzó en Getsemaní fue completado en el Calvario.
Este pasaje resalta el carácter totalmente expiatorio y personalmente solitario del sufrimiento de Jesucristo. Muchos cristianos ven la cruz como el símbolo máximo del sacrificio de Cristo, y ciertamente lo es. Pero las enseñanzas del Libro de Mormón y la revelación moderna amplían esta perspectiva, al mostrar que la Expiación comenzó en Getsemaní, donde el Salvador tomó sobre sí los pecados, aflicciones y dolencias del mundo.
En ese lugar sagrado, el Redentor experimentó una separación espiritual del Padre que nunca antes había sentido. Ese abandono fue parte de Su sufrimiento expiatorio, necesario para que pudiera descender por debajo de todo (DyC 122:8) y comprender plenamente a todos los que se sienten abandonados, solos, o rotos. La agonía de Jesús no fue solo física, sino espiritual, emocional y eterna en su alcance.
La cruz, entonces, no fue un evento aislado, sino la culminación del sacrificio que comenzó en el huerto. El “Siervo Sufriente” (Isaías 53) lo dio todo —literalmente— para que nosotros no tuviéramos que enfrentar solos nuestros propios Getsemaníes.
La Expiación no es solo un evento histórico, sino una realidad espiritual que afecta cada aspecto de nuestras vidas. En Getsemaní y en el Calvario, el Salvador descendió a lo más profundo para elevarnos a lo más alto. Su soledad nos asegura compañía eterna. Su dolor nos ofrece consuelo. Su abandono nos garantiza redención.
Cuando recordamos la cruz, recordemos también el huerto. Ambos son inseparables en el plan divino. Ambos revelan el amor perfecto del Salvador. Y si alguna vez sentimos que estamos solos o abandonados, podemos recordar que Él ya estuvo allí, y por eso Él está con nosotros ahora.
























