Doctrina y Convenios Sección 82

Doctrina y Convenios
Sección 82


Contexto Histórico

En abril de 1832, en el tranquilo pueblo de Independence, en el condado de Jackson, Misuri, un grupo de líderes de la Iglesia se reunió en un concilio solemne. Estos hombres, sumos sacerdotes y élderes, buscaban la dirección del Señor en una época crucial para la joven Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. En el centro de este concilio estaba José Smith, quien había sido ordenado como Presidente del Sumo Sacerdocio unos meses antes, en enero, durante una conferencia en Amherst, Ohio. Sin embargo, este día, los líderes lo sostendrían formalmente en este sagrado oficio, reafirmando su papel como el profeta y guía principal de la Iglesia.

La reunión tenía un propósito claro: fortalecer la unidad entre los líderes, establecer principios de administración justa y prepararse para el cumplimiento de la visión de Sion. El Señor ya había designado a Independence como el centro de Sion, un lugar donde los santos vivirían en rectitud, compartiendo sus bienes y ayudándose mutuamente para construir un lugar santo. Sin embargo, este sueño enfrentaba desafíos, tanto internos como externos. Había tensiones crecientes con los colonos locales, y dentro de la Iglesia, los líderes necesitaban mayor unidad y compromiso.

Fue en este contexto que el Señor reveló Su voluntad a José Smith. En Su mensaje, el Salvador habló directamente a los líderes reunidos. Primero, los felicitó por haberse perdonado mutuamente sus faltas, mostrando así el espíritu de reconciliación y unidad necesario para avanzar. Sin embargo, también los llamó a la reflexión: “De aquel a quien mucho se da, mucho se requiere”. Este recordatorio solemne subrayaba que sus responsabilidades como líderes traían consigo una mayor obligación de fidelidad y obediencia.

El Señor les mandó establecer un convenio sagrado, unirse en una causa común para administrar los recursos de la Iglesia, incluyendo sus bienes materiales y las publicaciones. Bajo este convenio, conocido como la Firma Unida (más tarde llamada la Orden Unida), los líderes como Edward Partridge, Newel K. Whitney, Sidney Rigdon y otros, compartirían la carga de administrar las mayordomías para el beneficio de los pobres y el progreso de Sion. Este convenio no era solo un acuerdo humano; era un vínculo sagrado con el Señor, cuya violación traería graves consecuencias espirituales.

A lo largo de la revelación, el Señor reiteró principios esenciales para la edificación de Sion. Instó a los santos a procurar el bienestar de su prójimo y a administrar los recursos de manera equitativa, según las necesidades justas de cada individuo. También recordó la necesidad de evitar el pecado y buscar Su guía constantemente. Una promesa clave resonó en sus palabras: “Yo, el Señor, estoy obligado cuando hacéis lo que os digo; mas cuando no hacéis lo que os digo, ninguna promesa tenéis”. Estas palabras reflejaban la naturaleza condicional de las bendiciones del Señor, ligadas a la obediencia y el cumplimiento de Sus mandamientos.

Finalmente, el Señor pintó una visión gloriosa de Sion: un lugar de belleza y santidad, con fronteras ensanchadas y estacas fortalecidas, vestido con “ropas hermosas”. Pero esta visión solo se cumpliría si los santos trabajaban juntos en unidad, consagraban sus talentos y recursos, y mantenían sus corazones centrados en la gloria de Dios.

Ese día en Independence marcó un momento trascendental para la Iglesia. Los líderes salieron del concilio con una mayor comprensión de su papel en la obra del Señor y un renovado compromiso de construir Sion. Aunque los desafíos eran grandes, las palabras del Señor ofrecieron esperanza y dirección, un recordatorio de que, con fidelidad y unidad, todas las promesas de Sion podían cumplirse.

La Sección 82 ofrece principios clave para la edificación de Sion, basados en la obediencia, la unidad y la caridad. A través de estos versículos, el Señor nos recuerda nuestra responsabilidad de ser fieles a los convenios, buscar el bienestar mutuo y esforzarnos por establecer una comunidad que refleje Su santidad. Al hacerlo, no solo recibimos Sus bendiciones, sino que también contribuimos a la realización de Su obra en la tierra.


Versículo 1. “De cierto, de cierto os digo, mis siervos, que por cuanto os habéis perdonado el uno al otro vuestras transgresiones, así también yo, el Señor, os perdono.”
Este versículo resalta el principio de que el perdón mutuo entre los discípulos de Cristo es una condición para recibir el perdón del Señor. La capacidad de perdonar refleja el amor cristiano y la disposición de los santos para unirse y trabajar juntos en la obra del Señor.
El élder Dieter F. Uchtdorf enseñó: “El perdón no solo alivia el peso del que lo concede, sino que abre la puerta a la sanación espiritual y al amor verdadero.” (“El perdón: una necesidad divina”, Conferencia General, abril de 2011).

“De cierto, de cierto os digo, mis siervos…”
El Señor comienza con una declaración solemne, utilizando la frase “de cierto, de cierto” para enfatizar la importancia de Su mensaje. La designación “mis siervos” subraya el papel de estos líderes como instrumentos en Sus manos, responsables de seguir Su dirección y servir a Su pueblo.
Este prefacio muestra la relación cercana entre el Señor y Sus siervos, quienes tienen la responsabilidad de actuar con rectitud y obediencia. El uso de “de cierto, de cierto” refleja la certeza divina de las palabras que siguen.
El élder Jeffrey R. Holland enseñó: “Cuando el Señor dice ‘de cierto’, sabemos que Él está estableciendo algo de suprema importancia para nuestra salvación y felicidad.” (“Las palabras del Salvador”, Conferencia General, octubre de 2011).

“Por cuanto os habéis perdonado el uno al otro vuestras transgresiones…”
El perdón mutuo es un requisito divino para recibir el perdón de Dios. Este principio se basa en el Sermón del Monte, donde el Salvador enseñó: “Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial” (Mateo 6:14). Perdonar a los demás no solo libera a quienes han cometido ofensas, sino que también purifica el corazón de quien concede el perdón.
El acto de perdonar no es opcional en el evangelio; es un mandato divino. Este principio fomenta la unidad entre los santos y refleja el carácter del Salvador, quien perdonó incluso en el Calvario.
El presidente Gordon B. Hinckley enseñó: “El perdón es una de las virtudes más grandes que podemos poseer. Debemos aprender a dejar atrás los agravios y extender nuestra mano en amor y reconciliación.” (“El milagro del perdón”, Conferencia General, octubre de 1990).

“Así también yo, el Señor, os perdono.”
El perdón divino está condicionado a nuestra disposición de perdonar a los demás. Esta frase refleja el principio de reciprocidad espiritual: nuestra disposición de ofrecer gracia y perdón a los demás abre la puerta para recibir el perdón del Señor.
El Señor asegura Su disposición a perdonar cuando seguimos Su ejemplo y cumplimos con Sus mandamientos. El perdón de Dios no solo nos limpia de pecado, sino que también restaura nuestra relación con Él y nos permite progresar espiritualmente.
El élder Dieter F. Uchtdorf declaró: “Cuando nos arrepentimos sinceramente y perdonamos a los demás, experimentamos el milagro del perdón del Señor, lo que trae paz y gozo a nuestra vida.” (“El milagro del arrepentimiento y el perdón”, Conferencia General, abril de 2007).

Este versículo resalta un principio fundamental del evangelio: el perdón como condición para recibir el perdón divino. En el contexto de la revelación, los líderes de la Iglesia habían mostrado humildad al reconciliarse entre ellos, un ejemplo que todos los discípulos de Cristo deben seguir. Al perdonar, reflejamos el carácter de Cristo y eliminamos las barreras que nos separan del Señor y de los demás.
El presidente Thomas S. Monson explicó: “El perdón es el bálsamo que cura las heridas del alma y la llave que abre las puertas del cielo.” (“El poder del perdón”, Conferencia General, abril de 2012).

El perdón no solo restaura la unidad entre los hijos de Dios, sino que también fortalece nuestra relación con Él. Este versículo nos invita a vivir en un estado de reconciliación y amor mutuo, preparándonos para recibir las bendiciones eternas del Señor.


Versículo 3. “Porque de aquel a quien mucho se da, mucho se requiere; y el que peque contra mayor luz, mayor condenación recibirá.”
Este versículo subraya la responsabilidad que recae sobre quienes reciben mayor conocimiento y bendiciones. Aquellos con mayor luz espiritual tienen el deber de actuar con mayor rectitud, ya que el Señor espera que magnifiquen sus talentos y privilegios.
El presidente Spencer W. Kimball explicó: “Con conocimiento espiritual viene la obligación de actuar, enseñar y vivir según esa luz. No hacerlo atrae consecuencias espirituales.” (“El milagro del perdón”, p. 74).

“Porque de aquel a quien mucho se da, mucho se requiere…”
Este principio enfatiza la responsabilidad espiritual que recae sobre aquellos que reciben mayor conocimiento, dones y bendiciones de Dios. Cuanto más entendimiento y recursos poseemos, mayor es la expectativa divina de que utilicemos estos dones para bendecir a los demás y edificar el reino de Dios.
Este principio está en línea con la parábola de los talentos (Mateo 25:14–30), donde se espera que quienes reciben más talentos los multipliquen. Recibir conocimiento y bendiciones no es solo un privilegio, sino una responsabilidad que exige dedicación, obediencia y servicio.
El presidente Russell M. Nelson declaró: “El Señor espera que utilicemos lo que hemos recibido —ya sean conocimientos, habilidades, tiempo o recursos materiales— para cumplir con Su propósito eterno de traer a Sus hijos de regreso a Él.” (“El amor y las leyes de Dios”, Conferencia General, octubre de 2019).

“…y el que peque contra mayor luz…”
Pecar contra mayor luz implica actuar en contra de la verdad y los principios que conocemos con claridad. Este tipo de pecado refleja una mayor gravedad porque demuestra un rechazo consciente de lo que es justo y verdadero.
El conocimiento espiritual trae consigo una mayor responsabilidad. Cuando alguien que comprende plenamente el evangelio elige pecar, el acto no es simplemente una transgresión, sino una violación de la luz que ha recibido. Esto subraya la importancia de vivir de acuerdo con el conocimiento que poseemos.
El élder D. Todd Christofferson explicó: “El pecado es particularmente grave cuando contradice la luz y el conocimiento que hemos recibido, porque muestra una falta de aprecio por las bendiciones divinas y el sacrificio expiatorio de Cristo.” (“El camino de la verdad y la luz”, Conferencia General, abril de 2015).

“…mayor condenación recibirá.”
La condenación es proporcional al grado de luz y conocimiento que hemos recibido y rechazado. Este principio se basa en la justicia divina, que juzga a cada persona según su comprensión y las oportunidades que tuvo para actuar correctamente.
Dios es justo y amoroso. La condenación no es un castigo arbitrario, sino el resultado natural de rechazar la luz y las oportunidades que nos fueron dadas. Este principio nos recuerda que debemos valorar las bendiciones y el conocimiento que hemos recibido para evitar las consecuencias espirituales de ignorarlas o desobedecerlas.
El presidente Spencer W. Kimball enseñó: “Cuanto mayor sea nuestra luz, mayor será nuestra obligación de vivir rectamente, y si fallamos, mayor será el costo espiritual.” (“El milagro del perdón”, p. 94).

Este versículo establece un principio central del evangelio: la responsabilidad proporcional al conocimiento y las bendiciones recibidas. Nos recuerda que Dios confía a Sus hijos luz, dones y oportunidades para que los utilicen en Su servicio y para bendecir a otros. Sin embargo, este conocimiento y privilegio trae consigo una mayor responsabilidad de vivir rectamente.
El élder Jeffrey R. Holland expresó: “A medida que recibimos más luz y conocimiento, se espera más de nosotros, no como una carga, sino como una invitación para crecer y cumplir con nuestro propósito divino.” (“Tomad sobre vosotros mi yugo”, Conferencia General, abril de 2009).

El élder Neil L. Andersen, del Cuórum de los Doce Apóstoles, explicó: “Como miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, al tener un testimonio de Su realidad (no solo proveniente de la Biblia sino también del Libro de Mormón), al saber que Su sacerdocio se ha restaurado sobre la tierra, al haber efectuado convenios sagrados de seguirlo y haber recibido el don del Espíritu Santo, al haber sido investidos con poder en Su santo templo y al ser parte de la preparación para Su glorioso regreso a la tierra, no podemos comparar lo que debemos ser con aquellos que aún no han recibido estas verdades. ‘Porque de aquel a quien mucho se da, mucho se requiere’ [D. y C. 82:3]” (véase “Nunca lo dejen a Él”Liahona, noviembre de 2010, pág. 41).

Este versículo nos inspira a valorar la luz que hemos recibido y a actuar con diligencia y gratitud. Al hacerlo, no solo evitamos la condenación, sino que también demostramos nuestro amor y devoción a Dios, quien nos ha dado todo lo que tenemos.


Doctrina y Convenios 82:3

Aunque existe un único estándar divino que debe ser siempre presentado a toda la humanidad —las leyes y mandamientos del Dios Todopoderoso, leyes y mandamientos por los cuales todas las personas serán finalmente juzgadas—, nuestro Padre Celestial es tan misericordioso como justo.
Nadie será condenado por no vivir una ley u obedecer una ordenanza que no le fue disponible. Nadie estará eternamente en desventaja por no comprender una verdad o no captar un principio del cual fue ignorante.

Por otro lado, Dios tiene mayores expectativas para aquellos que han recibido el testimonio revelado y que han sido bendecidos y prosperados mediante una comprensión superior.
Como enseñó el Salvador, sería mejor nunca haber conocido una verdad que haberla ignorado o despreciado.
Se espera —más aún, se exige— que cada uno de nosotros sea fiel a la luz que posee, que viva una vida acorde con lo que nuestro Señor infinitamente amoroso nos ha concedido.

Esta enseñanza expone un principio profundo y justo del Evangelio: Dios juzga con equidad y misericordia, pero también con claridad y responsabilidad. Doctrina y Convenios 82:3 declara solemnemente: “Porque de todo hombre se requiere mucho de quien mucho se da.”

Este principio nos enseña que la luz y el conocimiento traen consigo una responsabilidad sagrada. Cuanto más sabemos, más se espera de nosotros. Esta no es una carga injusta, sino una invitación divina a crecer en rectitud y fidelidad.

Por un lado, vemos la misericordia del Padre Celestial: Él no condena por ignorancia involuntaria. Nadie será juzgado por no haber recibido una ley que jamás estuvo a su alcance.
Pero por otro lado, la justicia divina requiere que quienes han recibido más verdad, vivan conforme a ella. Ignorar la luz que se nos ha dado es rechazar el don mismo del cielo.

Cristo enseñó este principio en Lucas 12:48: “A todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará.”

Esta verdad nos invita a vivir con integridad espiritual, reconociendo que nuestras bendiciones nos hacen responsables: de testificar, de servir, de obedecer, de perseverar. No basta con saber; debemos actuar conforme a lo que sabemos.

¿Valoramos la luz que hemos recibido? ¿Vemos el conocimiento del Evangelio no solo como un privilegio, sino como una obligación sagrada?
Cada verdad revelada, cada principio entendido, cada mandamiento conocido es una oportunidad para acercarnos más a Dios y reflejar Su gloria en nuestra vida.

Que nunca lleguemos a ser indiferentes a la luz. Que vivamos dignos de la confianza del Señor. Que seamos fieles a lo que sabemos, humildes ante lo que no sabemos, y diligentes en buscar aún más luz.

Así honramos a Aquel que, en Su justicia perfecta y Su misericordia infinita, nos ha llamado a caminar en mayor luz.


Doctrina y Convenios 82:7

Dado que nadie recorre los caminos de la vida sin transgresión, es inevitable que algunos pecados —particularmente los más pequeños— se repitan. Difícilmente sería apropiado sugerir que un hombre que perdió los estribos en 1969, que luchó, oró y trabajó durante años para superar esa debilidad, y luego volvió a perder los estribos en 1985, ahora tenga el doble de pecado y culpa sobre sus hombros.

Más bien, el pecado no ha sido completamente abandonado (D. y C. 58:42–43). El sufrimiento y el dolor, la culpa y el remordimiento, el alivio y el consuelo no son factores cuantificables.
Dios no lleva un registro de cada acto solamente para pesar lo bueno contra lo malo en nuestra vida.
El Evangelio de Jesucristo está destinado a hacer más que equilibrar la balanza. Su propósito es renovarnos y rehabilitarnos, limpiar nuestras almas, purificar nuestros deseos y empoderarnos para convertirnos en un pueblo que ha perdido la inclinación de pecar de nuevo.

Esta enseñanza ilumina con profundidad el verdadero propósito del Evangelio: no simplemente juzgar el comportamiento humano, sino transformar el alma humana.

En Doctrina y Convenios 82:7, el Señor advierte: “Y ahora, en verdad os digo que si el hombre peca, mayor será su castigo.”

Esto no significa que cada reincidencia en un pecado acumula automáticamente culpa doble, sino que el rechazo consciente de la luz y el entendimiento recibido agrava la responsabilidad moral. No se trata de una contabilidad rígida de acciones buenas y malas, sino de una medición del corazón y de la transformación interna.

El arrepentimiento verdadero no es una fórmula matemática, sino un proceso espiritual profundo que implica confesión, humildad, cambio de corazón, y perseverancia. Como bien enseña Doctrina y Convenios 58:42-43, “a quien se arrepienta de sus pecados, el Señor los perdonará; y ya no los recordará más.” Pero añade: “Por esto sabréis si un hombre se arrepiente de sus pecados: he aquí, los confesará y los abandonará.”

El Evangelio no busca solo perdonar nuestros errores, sino reformar nuestra naturaleza caída. No se nos invita únicamente a dejar de pecar, sino a llegar a aborrecer el pecado, a cambiar nuestros deseos, y a desear la santidad más que la satisfacción momentánea.

¿Estamos simplemente tratando de equilibrar nuestras acciones para ser “lo suficientemente buenos”, o estamos permitiendo que el Evangelio nos purifique desde adentro?

La expiación de Cristo no es un mecanismo de contabilidad celestial; es un poder de renovación espiritual. Nos limpia, nos cambia, y nos vuelve capaces de vencer incluso aquellas debilidades que persisten por años.

Cada paso en la lucha contra el pecado, cada oración con sinceridad, cada intento de volver al camino, es parte de una transformación divina que nos conduce no solo al perdón, sino a la pureza.


Versículo 10. “Yo, el Señor, estoy obligado cuando hacéis lo que os digo; mas cuando no hacéis lo que os digo, ninguna promesa tenéis.”
Este principio enseña que las bendiciones del Señor están ligadas a nuestra obediencia. Aunque Su amor es incondicional, las promesas específicas dependen de nuestro cumplimiento de Sus mandamientos. Esto establece una relación de confianza y compromiso entre Dios y Sus hijos.
El presidente Russell M. Nelson declaró: “El Señor siempre cumple Su parte de las promesas. Depende de nosotros asegurarnos de cumplir la nuestra a través de la fe y la obediencia.” (“El pacto eterno”, Conferencia General, abril de 2020).

“Yo, el Señor, estoy obligado…”
Esta frase subraya el carácter perfecto y justo de Dios. El Señor se compromete a cumplir Sus promesas cuando Sus hijos obedecen Sus mandamientos. Aunque Dios no está subordinado a nadie, Él voluntariamente se “obliga” mediante convenios y principios eternos que reflejan Su amor y justicia.
Este principio enseña que Dios siempre es fiel a Sus promesas. Cuando actuamos con fe y obediencia, podemos confiar en que el Señor cumplirá lo que ha prometido. Es un recordatorio de que las leyes y mandamientos de Dios no son arbitrarios, sino parte de un plan eterno.
El presidente Russell M. Nelson explicó: “Cuando obedecemos con exactitud, el Señor cumple con Sus promesas. No es un acto de sumisión de Su parte, sino una manifestación de Su carácter perfecto y divino.” (“Obediencia trae bendiciones”, Conferencia General, abril de 2011).

“…cuando hacéis lo que os digo…”
La obediencia a los mandamientos de Dios es la condición para recibir Sus bendiciones. Este principio está fundamentado en el convenio eterno que exige acción por parte del hombre para acceder a las bendiciones divinas.
La obediencia activa demuestra nuestra fe y confianza en Dios. No se trata de un cumplimiento mecánico, sino de una decisión consciente de alinear nuestra voluntad con la Suya. Este versículo recalca que las promesas de Dios no son automáticas; requieren nuestra participación.
El presidente Thomas S. Monson declaró: “La obediencia es el principio fundamental sobre el cual se basan las bendiciones de Dios. La obediencia refleja nuestra fe y determina nuestro destino eterno.” (“El sendero de la obediencia”, Conferencia General, abril de 2013).

“…mas cuando no hacéis lo que os digo, ninguna promesa tenéis.”
Dios no está obligado a bendecirnos cuando no cumplimos con las condiciones establecidas por Sus leyes. La desobediencia nos aleja de las bendiciones prometidas, no porque Dios retire Su amor, sino porque nosotros elegimos no cumplir con los requisitos establecidos.
Este principio es una manifestación de la justicia divina: las bendiciones están disponibles para todos, pero debemos cumplir con las condiciones de los convenios para recibirlas. Es un recordatorio de que nuestras acciones tienen consecuencias.
El presidente Spencer W. Kimball enseñó: “Las bendiciones prometidas por Dios son condicionales. Cuando no hacemos lo que se requiere, no podemos esperar recibir Sus bendiciones, pero el camino para regresar siempre está abierto mediante el arrepentimiento.” (“El milagro del perdón”, p. 145).

Este versículo establece un principio fundamental: la obediencia condicional a los mandamientos como requisito para las bendiciones de Dios. Este versículo nos enseña que Dios, en Su amor y justicia, ha establecido leyes eternas que rigen la relación entre nuestras acciones y Sus promesas.
El élder David A. Bednar resumió este principio: “Dios no nos bendice porque lo merezcamos, sino porque hemos actuado en fe y hemos cumplido con las condiciones que Él ha establecido.” (“La fe en acción”, Conferencia General, octubre de 2014).

El presidente Joseph Fielding Smith (1876–1972) enseñó: “Cuando nos apartamos de los mandamientos que el Señor nos ha dado para nuestra guía, no tenemos derecho a Sus bendiciones…  “Guarden los mandamientos; anden en la luz; perseveren hasta el fin; sean fieles a cada convenio y obligación, y el Señor los bendecirá más allá de sus sueños más preciados” (Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia: Joseph Fielding Smith, 2013).

Este versículo nos invita a reflexionar sobre nuestra responsabilidad de actuar con fidelidad y obediencia. Nos recuerda que el cumplimiento de los mandamientos no solo trae bendiciones temporales, sino que también fortalece nuestra relación con Dios y nos prepara para recibir Sus promesas eternas.


Doctrina y Convenios 82:10

El Señor es “el camino, la verdad y la vida” (Juan 14:6). En Él no hay falsedad. No puede mentir ni engañar, o dejaría de ser Dios (Alma 42:22–25). Podemos tener plena confianza en que lo que Él dice es verdad.

Las últimas palabras de Josué al antiguo Israel reafirman que las promesas de Dios son seguras: “No ha faltado ni una sola cosa de todas las buenas que Jehová vuestro Dios había dicho que os haría” (Josué 23:14).

Cuando hacemos lo que el Señor dice, cuando guardamos fielmente nuestros convenios y permanecemos firmes y verdaderos, el Señor nos promete paz en esta vida y vida eterna en la venidera. Aunque aún experimentamos nuestra parte de adversidad y dolor, estamos ligados a Él mediante una promesa eterna.
Sin embargo, si no somos fieles al Señor, no tenemos tal promesa.
Nuestros convenios, cuando se guardan, nos sellan al Señor con una promesa reconfortante que no puede—que no será—quebrantada.

Doctrina y Convenios 82:10 declara una de las verdades más poderosas del Evangelio restaurado: “Yo, el Señor, estoy obligado cuando hacéis lo que os digo; mas cuando no hacéis lo que os digo, ninguna promesa tenéis.”

Este principio nos recuerda que Dios es un Dios de pactos. Él no cambia, no miente, no olvida. Si guardamos nuestra parte del convenio, Él está obligado por Su propia palabra a cumplir la Suya. Es una promesa inquebrantable, una roca sobre la cual construir nuestra vida.

No se trata de un intercambio contractual frío, sino de una relación sagrada basada en confianza, fidelidad y amor eterno. Como Josué testificó ante el pueblo de Israel, Dios nunca ha fallado ni fallará en Sus promesas. Y como enseñó el Salvador, Él es la verdad misma (Juan 14:6). Podemos confiar en Sus palabras más que en cualquier cosa en este mundo.

Esta doctrina también revela la seriedad de nuestros convenios. Si no guardamos nuestras promesas con Dios, no podemos esperar que Él esté obligado a bendecirnos. No porque Él no quiera, sino porque las bendiciones están ligadas a la obediencia.

Los convenios no son solo declaraciones religiosas, sino compromisos eternos que nos sellan al Señor. Cuando los honramos, caminamos bajo Su protección, Su guía, y Su promesa de paz presente y gloria futura.

¿Estoy viviendo de tal manera que Dios esté obligado a bendecirme según Su palabra?
¿Estoy guardando mis convenios con la misma fidelidad con la que espero que Él guarde los suyos?

Recordemos que Dios nunca falla, nunca olvida, nunca retracta una promesa hecha a los fieles.
El poder del convenio no está solo en lo que prometemos, sino en quién nos lo ha prometido.

Cuando permanecemos fieles, incluso en medio del dolor, el Señor se mantiene fiel también. Y esa fidelidad divina es nuestra mayor seguridad y esperanza.


Versículo 14. “Porque Sion debe aumentar en belleza y santidad; sus fronteras se han de ensanchar; deben fortalecerse sus estacas; sí, de cierto os digo, Sion se ha de levantar y vestirse con sus ropas hermosas.”
Este versículo presenta una visión gloriosa de Sion como un lugar físico y espiritual de santidad, belleza y fortaleza. Para que esta visión se cumpla, los santos deben trabajar en unidad, consagrar sus recursos y esforzarse por ser un pueblo santo.
El élder D. Todd Christofferson dijo: “El establecimiento de Sion comienza con corazones consagrados y vidas dedicadas a Dios. Solo entonces podremos construir una comunidad que refleje Su gloria.” (“Sion en el corazón y en la comunidad”, Conferencia General, octubre de 2008).

“Porque Sion debe aumentar en belleza y santidad…”
Este principio resalta que Sion, tanto como un lugar físico como un pueblo santo, debe progresar espiritualmente y reflejar la gloria de Dios. La “belleza” no se refiere solo a aspectos externos, sino también a la pureza interna y a la santidad de quienes habitan en Sion.
El progreso de Sion es un proceso continuo que requiere la dedicación de los santos a los principios del evangelio. Este versículo nos recuerda que la santidad personal y colectiva es esencial para el establecimiento de Sion.
El élder David A. Bednar enseñó: “La santidad personal es la clave para que Sion aumente en belleza. Cuando los santos viven en rectitud, Sion se convierte en un reflejo de la gloria de Dios.” (“Santidad en Sion”, Conferencia General, abril de 2008).

“…sus fronteras se han de ensanchar…”
El ensanchamiento de las fronteras de Sion se refiere a la expansión de la obra del Señor, tanto en términos de la construcción de templos y centros de adoración como en el crecimiento del evangelio en todo el mundo. Esto está vinculado con el mandato de llevar el evangelio a todas las naciones.
Este mandato resalta la necesidad de participar en la obra misional y en el fortalecimiento de la Iglesia en todo el mundo. Cada vez que un nuevo lugar se dedica al Señor o un alma acepta el evangelio, las fronteras de Sion se ensanchan.
El presidente Spencer W. Kimball declaró: “El evangelio no tiene fronteras. La obra de Sion debe avanzar hasta cubrir la tierra entera con verdad, luz y rectitud.” (“Haced ensanchar las fronteras de Sion”, Conferencia General, octubre de 1974).

“…deben fortalecerse sus estacas…”
Las “estacas” de Sion representan congregaciones locales y comunidades de santos. Fortalecerlas implica edificar la fe, fortalecer los lazos familiares y mejorar el servicio en el evangelio. Cada estaca se convierte en un refugio espiritual para los santos.
La fortaleza de Sion depende de la fortaleza de sus estacas. Cada miembro tiene un papel vital al edificar su comunidad local a través del servicio y la obediencia a los mandamientos.
El presidente Ezra Taft Benson explicó: “Fortalecer nuestras estacas significa edificar la fe de cada miembro y asegurarnos de que nuestras comunidades sean lugares de santidad y seguridad espiritual.”
(“Fortalecer Sion desde nuestras estacas”, Conferencia General, abril de 1988).

“…sí, de cierto os digo, Sion se ha de levantar y vestirse con sus ropas hermosas.”
Las “ropas hermosas” de Sion representan la santidad, la pureza y la gloria que provienen de vivir el evangelio de Jesucristo. Sion se levantará cuando sus habitantes reflejen estos atributos y se preparen para la venida del Salvador.
Este lenguaje simbólico recuerda a los santos que Sion no solo debe ser un lugar físico, sino un estado espiritual elevado. “Levantarse” implica progreso y preparación activa para recibir las bendiciones del Señor.
El presidente Russell M. Nelson dijo: “Sion se levantará cuando sus habitantes vivan como ciudadanos del reino de Dios, con corazones puros, acciones justas y fe en Jesucristo.” (“El recogimiento de Israel: Una señal de los últimos días”, Conferencia General, octubre de 2018).

Este versículo presenta una visión inspiradora del propósito y el destino de Sion. Nos llama a trabajar colectivamente para edificar Sion como un lugar santo, expandir su alcance y fortalecer sus bases espirituales. Este esfuerzo requiere compromiso personal, unidad comunitaria y una devoción constante a los principios del evangelio.
El élder Jeffrey R. Holland expresó: “Sion no es solo un lugar, sino un ideal al que debemos aspirar. Es un pueblo puro y santo, preparado para recibir al Señor.” (“Venid a Sion”, Conferencia General, octubre de 2012).

Sion aumenta en belleza y santidad cuando sus habitantes son fieles, se ayudan mutuamente y reflejan la luz de Cristo. Este versículo nos invita a ser participantes activos en la edificación de Sion, trabajando para que el reino de Dios crezca en la tierra y en nuestros corazones.


Doctrina y Convenios 82:14

El evangelio de Jesucristo está destinado a ir a toda nación, tribu, lengua y pueblo antes de que el Salvador venga en gloria (José Smith—Mateo 1:31).
Finalmente, “la tierra estará llena del conocimiento del Señor, como las aguas cubren el mar” (Isaías 11:9).

Los estacas de Sion se convertirán en baluartes de fortaleza y columnas de protección a medida que la maldad se extienda y la malevolencia se multiplique.

El profeta José Smith enseñó: “Habrá aquí y allá una estaca [de Sion] para la recogida de los santos. Algunos tal vez clamen ‘paz’, pero los santos y el mundo tendrán poca paz de ahora en adelante. Que esto no nos impida acudir a las estacas.”

También enseñó: “Pronto llegará el tiempo en que nadie tendrá paz, sino en Sion y sus estacas” (Enseñanzas del Profeta José Smith, págs. 160–161).

Sion se reviste de fortaleza al reposar segura bajo el poder y la autoridad del santo sacerdocio (D. y C. 113:8).

Doctrina y Convenios 82:14 presenta una visión profética de los últimos días:
Sion debe fortalecerse, y sus estacas deben ser santas y firmes para que el Señor pueda establecer Su pueblo justo en medio de la creciente oscuridad del mundo.

El cumplimiento de esta profecía está en marcha. El evangelio está llegando a naciones y pueblos en todo el mundo, y las estacas —como centros espirituales organizados y dirigidos por autoridad del sacerdocio— se levantan como refugios en un mundo convulsionado. La promesa de Isaías se cumple: el conocimiento del Señor llenará la tierra (Isaías 11:9), y los fieles se reunirán, no solo físicamente, sino espiritualmente bajo la bandera de Sion.

El profeta José Smith declaró que llegaría el tiempo en que la única paz verdadera se hallaría en Sion y sus estacas. Esa advertencia resuena con más fuerza hoy. En una época donde la confusión, el conflicto y la incredulidad se intensifican, las estacas de Sion no solo brindan organización, sino refugio espiritual. Son santuarios de verdad, de convenios, de comunidad, de guía profética y de revelación continua.

La fortaleza de Sion, como se indica en D. y C. 113:8, no proviene de muros físicos, sino de estar anclada en el poder del sacerdocio, de vivir conforme a los principios del Evangelio, y de sostener al Señor como su Rey y Pastor.

¿Estamos aprovechando las bendiciones de la estaca a la que pertenecemos? ¿Somos parte activa del recogimiento espiritual de Sion?
Más que pertenecer a una organización geográfica, Sion es un estado de santidad colectiva, un pueblo consagrado que vive bajo la dirección de Dios.

En los días venideros, la diferencia entre el mundo y Sion será cada vez más marcada. Y la verdadera paz no será la ausencia de conflicto, sino la presencia del Señor entre Su pueblo convenido.

Que cada uno de nosotros escoja morar espiritualmente en Sion, santificando su hogar, su corazón y su compromiso con los convenios, y que ayudemos a otros a hacer lo mismo.


Versículo 17. “Y seréis iguales, o en otras palabras, tendréis el mismo derecho a los bienes, para el mejor manejo de los asuntos de vuestras mayordomías, cada hombre según sus carencias y necesidades si estas son justas.”
Este versículo aborda el principio de consagración y la importancia de la igualdad en el uso de los bienes. La igualdad no significa uniformidad, sino que cada uno debe recibir según sus necesidades justas, promoviendo así la unidad y la edificación mutua.
El presidente Marion G. Romney enseñó: “El principio de consagración es un reflejo del amor cristiano y del deseo de vivir como Cristo vivió, compartiendo lo que tenemos para el bienestar de todos.” (“La ley de consagración”, Conferencia General, abril de 1977).

“Y seréis iguales…”
El principio de igualdad en el evangelio no significa uniformidad o la misma cantidad de bienes para todos, sino equidad basada en las necesidades individuales y en el contexto justo de las circunstancias. Este principio está relacionado con la ley de consagración, que promueve la igualdad al compartir recursos de manera justa entre los santos.
La igualdad en el evangelio refleja el carácter de Dios, quien no hace acepción de personas (Hechos 10:34). Promueve la unidad entre los miembros de la Iglesia al eliminar el egoísmo y alentar el servicio mutuo.
El élder D. Todd Christofferson explicó: “La igualdad en el reino de Dios significa que todos tengan acceso a las bendiciones del evangelio y que trabajemos juntos para ayudarnos mutuamente en nuestras necesidades temporales y espirituales.”
(“Consagración: Una ley de Dios”, Conferencia General, octubre de 2010).

“…o en otras palabras, tendréis el mismo derecho a los bienes…”
El derecho a los bienes no implica propiedad absoluta, sino una administración justa bajo el principio de mayordomía. Dios es el dueño de todas las cosas, y nosotros somos administradores temporales responsables de usar Sus recursos para bendecir a los demás y cumplir Su obra.
Este concepto refuerza la idea de que nuestros recursos, tiempo y talentos deben ser utilizados en armonía con la voluntad de Dios. Al compartir lo que tenemos, contribuimos a construir Sion y aseguramos que las necesidades básicas de todos sean satisfechas.
El presidente Marion G. Romney enseñó: “El Señor ha dado a cada hombre mayordomías como un medio para desarrollar caridad y aprender a administrar Sus bienes en rectitud.” (“La ley de consagración”, Conferencia General, abril de 1977).

“…para el mejor manejo de los asuntos de vuestras mayordomías…”
La administración de los bienes temporales es un aspecto clave de la ley de consagración. Cada persona es responsable de manejar su mayordomía de manera que beneficie a la comunidad y fomente la obra del Señor. Este enfoque no solo satisface necesidades inmediatas, sino que también ayuda a los individuos a desarrollar habilidades de administración y servicio.
El principio de mayordomía refuerza nuestra responsabilidad de actuar como custodios de las bendiciones de Dios, asegurándonos de que nuestros recursos se utilicen para el beneficio colectivo, no solo personal.
El presidente Gordon B. Hinckley declaró: “El Señor espera que administremos nuestros recursos con sabiduría, compartiéndolos generosamente con aquellos que tienen necesidades y empleándolos para edificar Su reino.” (“Lecciones de la vida”, Conferencia General, abril de 2000).

“…cada hombre según sus carencias y necesidades si estas son justas.”
El principio de necesidad justa asegura que los recursos sean distribuidos con equidad, según las verdaderas necesidades de cada individuo. Este enfoque promueve la justicia y evita el abuso del sistema, asegurando que nadie carezca de lo necesario para vivir.
Este principio enfatiza la importancia de la honestidad y la integridad en el uso de los recursos compartidos. También fomenta la empatía y el cuidado hacia los demás, al asegurar que las necesidades básicas de todos sean satisfechas.
El presidente Brigham Young enseñó: “La ley de consagración no busca igualdad absoluta en bienes, sino que asegura que nadie pase hambre o necesidad mientras haya recursos disponibles entre los santos.” (“Discursos de Brigham Young”, p. 52).

Este versículo  subraya los principios clave de la ley de consagración: igualdad, mayordomía y justicia en la distribución de bienes. Este enfoque fomenta la unidad y elimina el egoísmo, ayudando a los santos a trabajar juntos para construir Sion como una comunidad basada en el amor cristiano.
El élder Neal A. Maxwell explicó: “La consagración no solo es un principio financiero, sino un principio espiritual que nos lleva a poner nuestra voluntad en el altar del Señor y a vivir en un espíritu de servicio y amor mutuo.”
(“Consagración y discipulado”, Conferencia General, abril de 1992).

Al vivir este principio, no solo aseguramos que las necesidades físicas sean satisfechas, sino que también desarrollamos las cualidades espirituales de caridad, humildad y unidad, preparándonos para la vida eterna en la presencia de Dios.


Versículo 19. “Buscando cada cual el bienestar de su prójimo, y haciendo todas las cosas con la mira puesta únicamente en la gloria de Dios.”
Este versículo destaca el espíritu de caridad y altruismo que debe caracterizar a los santos. Buscar el bienestar del prójimo refleja el amor de Cristo y fortalece la comunidad, al tiempo que glorifica a Dios.
El presidente Thomas S. Monson expresó: “Cuando extendemos la mano para ayudar a los demás, mostramos nuestro amor por Dios y cumplimos nuestro propósito como Sus discípulos.” (“En el servicio de los demás”, Conferencia General, abril de 2009).

“Buscando cada cual el bienestar de su prójimo…”
Este principio resalta la importancia de la caridad, que es el amor puro de Cristo (Moroni 7:47). El bienestar de nuestro prójimo incluye sus necesidades físicas, emocionales y espirituales. Este enfoque elimina el egoísmo y nos invita a ser instrumentos en las manos del Señor para bendecir a otros.
Buscar el bienestar del prójimo refleja nuestra disposición a cumplir con el segundo gran mandamiento: amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos (Mateo 22:39). Este principio crea comunidades fuertes y unificadas, donde los miembros se preocupan por el bienestar mutuo.
El presidente Thomas S. Monson enseñó: “Al preocuparnos por los demás y buscar su bienestar, no solo los bendecimos, sino que fortalecemos nuestra relación con Dios.” (“En el servicio de los demás”, Conferencia General, abril de 2009).

“…y haciendo todas las cosas con la mira puesta únicamente en la gloria de Dios.”
Este principio nos recuerda que nuestras acciones deben estar motivadas por el deseo de glorificar a Dios y no por ambiciones personales o vanagloria. Vivir con esta intención asegura que nuestras obras sean aceptables ante Él.
Hacer las cosas con la mira puesta en la gloria de Dios significa priorizar Su voluntad por encima de la nuestra. Esto requiere humildad, gratitud y una disposición constante para servir en Su obra.
El élder Dieter F. Uchtdorf declaró: “Cuando ponemos a Dios en primer lugar en nuestras vidas, nuestras prioridades cambian, y nuestras acciones reflejan el deseo de glorificarlo a Él y no a nosotros mismos.” (“Levántate y resplandece”, Conferencia General, octubre de 2008).

Este versículo encapsula dos principios fundamentales del evangelio: amar a nuestro prójimo y glorificar a Dios. Nos enseña que nuestra vida debe estar centrada en el servicio desinteresado y en vivir de manera que honre al Señor. Este enfoque no solo fortalece nuestras comunidades, sino que también nos acerca a Dios y nos prepara para recibir Sus bendiciones eternas.
El presidente Russell M. Nelson expresó: “Cuando servimos a los demás y hacemos la obra de Dios, nos convertimos en Sus manos y llevamos Su amor al mundo.” (“Las decisiones que tomamos”, Conferencia General, octubre de 2018).

Este versículo nos invita a vivir de manera altruista, con la intención de bendecir la vida de los demás y honrar al Padre Celestial. Al hacerlo, no solo ayudamos a construir Sion, sino que también fortalecemos nuestra relación con Dios y encontramos gozo eterno en Su servicio.


Doctrina y Convenios 82:22
“… las riquezas de maldad”


En medio de instrucciones celestiales para establecer una administración unida entre los santos —la llamada firma unida— el Señor ofreció una advertencia poderosa, que resuena con fuerza hasta nuestros días. En Doctrina y Convenios 82:22, Él declara: “Ya que las riquezas de la tierra son mías; y he aquí, no las concederé a manos de iniquidad.”

Aunque la expresión exacta “las riquezas de maldad” no aparece literalmente en el versículo, este principio se desarrolla dentro del contexto más amplio de la revelación, y puede entenderse como una advertencia contra buscar o usar las riquezas con intenciones injustas o egoístas.

Dios, como Creador y Dueño de la tierra, afirma Su derecho divino sobre todas las cosas temporales. No solo es el autor de la vida espiritual, sino también el Señor de lo material. Sin embargo, el Señor no entrega Su poder temporal a manos impías, porque tales manos no edificarían Su Reino, sino que corromperían, esclavizarían y buscarían su propia gloria.

Aquí radica la doctrina central: las riquezas no son malas en sí mismas, pero pueden volverse “de maldad” cuando son obtenidas, conservadas o usadas sin rectitud. La codicia, el fraude, el orgullo, la explotación o la indiferencia al pobre —estas actitudes convierten un recurso neutral en un instrumento de maldad.

El Señor desea que Sus santos tengan acceso a recursos, pero no para engrandecerse, sino para servir, compartir, edificar, socorrer y establecer Sión. Cuando el corazón no es puro, las riquezas se convierten en un obstáculo espiritual. Como enseñó el Salvador en el Nuevo Testamento: “No podéis servir a Dios y a las riquezas” (Mateo 6:24).

Este versículo también nos recuerda un principio eterno de administración divina: el Señor confía Sus recursos solo a quienes demuestran que los usarán de acuerdo con Su voluntad. En otras palabras, las bendiciones temporales están condicionadas a la obediencia espiritual. Por eso, Él organiza Su obra de manera que aquellos que reciben bendiciones materiales sean probados en su mayordomía: ¿compartirán?, ¿servirán?, ¿consagrarán?

En contraposición, el mundo busca las riquezas para dominio, lujo o prestigio, y el Señor llama a eso “iniquidad”. Las “riquezas de maldad” son aquellas que han sido adquiridas o utilizadas fuera de los principios del Reino. El Señor se reserva el derecho de proteger Sus recursos y de no otorgarlos a quienes no han aprendido a usarlos con sabiduría celestial.

El presidente Joseph Fielding Smith explicó: “El mandamiento del Señor de que los santos debían ganarse ‘amigos por medio de las riquezas de maldad’ [D. y C. 82:22; véase también Lucas 16:9] puede resultar duro cuando no se entiende correctamente. No se indica que al ganarse ‘amigos por medio de las riquezas de maldad’, los hermanos tuvieran que participar en los pecados de otras personas… sino que debían vivir de tal manera que pudieran asegurarse la paz con sus enemigos; debían tratarlos bondadosamente, ser amistosos con ellos sin llegar a comprometer los principios correctos y virtuosos… Si los santos podían calmar sus prejuicios, mostrarse dispuestos a comerciar con ellos y demostrar un espíritu bondadoso, todo eso resultaría útil para mitigar su enojo y oposición. El juzgarlos debía quedar en manos del Señor” (Church History and Modern Revelation, 1953, tomo I, pág. 323).

Doctrina y Convenios 82:22 nos enseña que el Señor es el Dueño legítimo de todas las riquezas, y que solo las concede a quienes son espiritualmente dignos de administrarlas con rectitud. Nos advierte contra la tentación de buscar riquezas sin considerar el propósito eterno de esas bendiciones. En última instancia, todo lo que poseemos debe estar al servicio de Dios, y si nuestros corazones están consagrados, las riquezas pueden ser una herramienta poderosa para el bien. Pero si nuestras intenciones son egoístas, esas riquezas se convierten en “de maldad”, y perderemos tanto la prosperidad temporal como la herencia espiritual.

Ser verdaderos discípulos del Señor incluye aprender a usar las cosas del mundo sin ser poseídos por ellas, y demostrar que, al igual que nuestro Maestro, amamos más al prójimo que al oro, y al Reino de Dios más que a nuestras propias ambiciones.

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