Doctrina y Convenios
Sección 88
Contexto Histórico
En diciembre de 1832 y enero de 1833, José Smith recibió esta revelación en Kirtland, Ohio, en respuesta a las oraciones fervientes de ciertos sumos sacerdotes y líderes de la Iglesia. Estos líderes buscaban orientación sobre cómo edificar Sión, un concepto central en las creencias de los Santos de los Últimos Días que se refería no solo a un lugar físico, sino también a un pueblo purificado y preparado para recibir al Salvador en Su segunda venida.
Esta revelación, designada por el Profeta como la “hoja de olivo” y descrita como un mensaje de paz, llegó en un periodo de notable crecimiento y desafíos para la Iglesia. Kirtland se estaba convirtiendo en un centro de actividad espiritual y organizativa. Sin embargo, también enfrentaban oposición externa y conflictos internos, mientras trabajaban para establecer comunidades centradas en los principios del evangelio.
La revelación introduce instrucciones para establecer un ambiente de aprendizaje espiritual conocido como la Escuela de los Profetas. Este era un lugar donde los líderes de la Iglesia se reunirían para estudiar doctrina, compartir conocimientos y fortalecer su espiritualidad. Era parte de un esfuerzo mayor para elevar el nivel espiritual y educativo de los líderes de la Iglesia.
La revelación profundiza en la comprensión de la Luz de Cristo como la fuerza que vivifica y gobierna toda la creación. Este concepto ofrecía una visión más amplia del alcance de la influencia divina en todas las cosas.
Los líderes y miembros de la Iglesia fueron llamados a purificarse y prepararse para recibir las bendiciones y responsabilidades asociadas con la edificación de Sión. La santificación incluía tanto el arrepentimiento individual como la dedicación a los principios de fe, caridad y servicio.
La revelación expone la doctrina de los diferentes grados de gloria (celestial, terrestre y telestial) y la necesidad de vivir de acuerdo con la ley correspondiente para heredar cada uno de ellos. Esta enseñanza reflejaba una visión amplia de la justicia y misericordia de Dios.
Los acontecimientos apocalípticos descritos en esta revelación subrayaron la urgencia de que los santos se prepararan para la venida del Señor. Las señales de los tiempos, las trompetas angelicales y la purificación de la tierra eran recordatorios de que el tiempo era limitado.
La revelación destaca la importancia de buscar conocimiento tanto por el estudio como por la fe, no solo sobre temas espirituales, sino también sobre el mundo físico y social. Este mandato reflejaba un enfoque integral de la educación en la doctrina de los Santos de los Últimos Días.
Se da el mandato de construir un templo, una “casa de oración, de ayuno, de fe, de instrucción y de gloria”. Este sería el primer templo de los Santos de los Últimos Días, que más tarde se construiría en Kirtland.
En medio del frío invierno de Kirtland, los líderes de la Iglesia se reunieron en oración y consejo, buscando fervientemente la guía del Señor. Con el ánimo elevado por una profunda fe y la esperanza de establecer Sión, escucharon las palabras de la revelación que respondían a sus inquietudes. Esta “hoja de olivo” ofreció consuelo, dirección y una visión trascendente del propósito de sus esfuerzos.
La revelación no solo fortaleció su resolución para enfrentar las pruebas, sino que también los llevó a centrarse en su preparación espiritual y en la importancia de la unidad como cuerpo de santos. Les recordó que su trabajo en esta vida tenía implicaciones eternas y que, al buscar la voluntad del Señor y santificarse, podrían ser instrumentos en Sus manos para traer luz y verdad al mundo.
Estos versículos abarcan temas centrales como la santificación, la búsqueda de Dios, la caridad, el orden y la preparación para los últimos días. La Sección 88 invita a los santos a vivir con un propósito elevado, guiados por la luz de Cristo, mientras trabajan por su salvación y la edificación de Sión.
Doctrina y Convenios 88:1–2.
¿Qué es “el libro de los nombres de los santificados”?
Estos versículos abren la Sección 88 con palabras de consuelo, afirmación y promesa. El Señor se dirige a aquellos que se han reunido con sincero deseo de conocer y hacer Su voluntad —en este caso, los primeros líderes de la Iglesia que se preparaban para recibir más instrucciones respecto a la educación y edificación espiritual de los santos.
La expresión “el libro de los nombres de los santificados” es profundamente significativa. Esta frase hace eco de pasajes bíblicos como Apocalipsis 20:12 y Filipenses 4:3, que hablan del “libro de la vida”, donde están escritos los nombres de aquellos que heredan la vida eterna. En este contexto, el “libro” simboliza el reconocimiento divino de aquellos que han vivido de acuerdo con la revelación, han sido purificados por el Espíritu y han sido hechos santos (santificados) mediante la gracia de Cristo. Estos son los que, como dice el versículo, “han vencido por la fe”.
El texto destaca tres cualidades de estos “santificados”: (1) Han recibido revelación y profecía, lo que implica una vida guiada por el Espíritu. (2) Han vencido por la fe, es decir, han resistido las pruebas y perseverado en la obediencia a Dios. (3) Son poseedores de todas las cosas, lo cual apunta a la herencia celestial prometida a los fieles.
La expresión también refuerza la idea de una comunidad celestial registrada, donde Dios conoce individualmente a los Suyos y les reserva un lugar en Su reino. No es solo una lista simbólica, sino una garantía del convenio personal con Dios.
Así como los antiguos discípulos se regocijaban no tanto porque “los espíritus se les sujetaban”, sino porque sus nombres estaban escritos en los cielos (véase Lucas 10:20), nosotros también podemos hallar consuelo en saber que, al vivir fielmente, el Señor nos reconoce, nos llama por nombre y nos incluye en el “libro de los nombres de los santificados”. No es un registro frío, sino una declaración de pertenencia y amor divino. Que vivamos de tal forma que nuestro nombre no solo sea recordado entre los hombres, sino que esté escrito donde más importa: en el libro del Cordero, como testimonio de que hemos sido santificados por Su gracia.
Versículo 3: “Por tanto, ahora os envío a vosotros, mis amigos, otro Consolador, el Santo Espíritu de la promesa, para que permanezca en vuestros corazones.”
Este versículo reafirma el papel del Espíritu Santo como guía constante y garante de las promesas eternas. Destaca la cercanía de Dios hacia los santos, tratándolos como amigos y compañeros en Su obra.
“Por tanto, ahora os envío a vosotros, mis amigos”
Cristo se dirige a los santos como “mis amigos”, un término cargado de cercanía, amor y confianza. Este lenguaje resalta la relación personal y profunda que el Salvador desea establecer con los fieles. En Juan 15:15, Cristo declara: “Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos”. Aquí se enfatiza que los santos son compañeros en Su obra y objeto de Su amor.
El presidente Russell M. Nelson comentó: “El Salvador considera amigos a aquellos que guardan Sus mandamientos y se esfuerzan por seguirlo fielmente” (Conferencia General, abril de 2021). Este pasaje nos invita a cultivar una relación con Cristo basada en confianza y obediencia, viéndolo no solo como nuestro Redentor, sino también como un amigo divino.
“Otro Consolador”
La expresión “otro Consolador” se refiere al Espíritu Santo, quien actúa como guía, maestro y testigo de la verdad. Este término también sugiere que Cristo fue el primer Consolador y que el Espíritu es enviado como un compañero constante después de Su ascensión.
El élder Bruce R. McConkie explicó: “El Espíritu Santo es un Consolador para los santos, guiándolos, instruyéndolos y brindándoles paz en medio de la adversidad” (Doctrina Mormona, pág. 80). Esta frase subraya la continuidad del cuidado divino. Aunque Cristo no está físicamente presente, el Espíritu Santo actúa como una manifestación constante de Su amor y dirección.
“El Santo Espíritu de la promesa”
Este título del Espíritu Santo destaca Su papel como garante de las bendiciones eternas para quienes son fieles. Él sella las ordenanzas y convenios, asegurando que, al ser guardados, estas promesas se cumplirán. En Efesios 1:13-14, Pablo describe al Espíritu Santo como “las arras de nuestra herencia”.
El presidente Joseph Fielding Smith enseñó: “El Espíritu Santo de la promesa es el poder por el cual se sellan nuestras ordenanzas y convenios, y esto se realiza en base a nuestra fidelidad” (Doctrina de Salvación, vol. 2, pág. 94). Este título refuerza la seguridad que los santos pueden tener al vivir en rectitud. Es un recordatorio de que Dios cumple Sus promesas y que estas están selladas por el Espíritu Santo.
“Para que permanezca en vuestros corazones”
La permanencia del Espíritu en los corazones de los fieles depende de su pureza y su disposición a seguirlo. Esto requiere arrepentimiento continuo, obediencia a los mandamientos y búsqueda de la guía divina.
El élder David A. Bednar enseñó: “La compañía constante del Espíritu Santo es el mayor don que podemos recibir en esta vida. Es una señal del favor divino y un indicativo de nuestra preparación para regresar a Dios” (Conferencia General, abril de 2006). La presencia del Espíritu Santo en el corazón simboliza la conexión constante con Dios. Es un recordatorio de Su amor y de Su deseo de que experimentemos paz, consuelo y guía divina.
El versículo 3 encapsula la relación íntima que Cristo desea tener con los fieles y el papel fundamental del Espíritu Santo en esa relación. El Salvador no solo nos llama amigos, sino que también nos envía un Consolador divino que actúa como guía, sello y testigo de las promesas eternas. Este pasaje invita a los santos a vivir de tal manera que el Espíritu pueda permanecer en sus corazones, asegurando que las bendiciones del Evangelio se cumplan plenamente.
Al meditar en este versículo, podemos preguntarnos: ¿Estamos cultivando una relación de amistad con Cristo? ¿Estamos viviendo de manera que el Santo Espíritu de la promesa pueda habitar constantemente en nuestros corazones? Al hacerlo, experimentaremos una mayor paz y confianza en las promesas de nuestro Redentor.
Doctrina y Convenios 88:3
Durante tres años, Jesús había enseñado a sus discípulos como su Maestro y su Consolador. Les enseñó: “Si me amáis, guardad mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad” (Juan 14:15–17; énfasis añadido).
La palabra otro significa “alguien del mismo tipo”, es decir, alguien como Jesús mismo, que ocuparía su lugar y haría su obra.
Otras traducciones de la Biblia expresan este pasaje de Juan 14 como “otro Ayudador” (Versión Reina Valera Contemporánea), “otro Consejero” (Nueva Versión Internacional) e incluso “otro Abogado” (Nueva Versión Estándar Revisada).
Aunque en última instancia Cristo es nuestro Abogado ante el Padre (D. y C. 45:3–5), el Salvador ha enviado a Su Espíritu Santo para convencernos de pecado, confirmarnos en la verdad y guiarnos hacia la justicia (Juan 16:8–11).
El Espíritu Santo, Aquel que ha sido llamado para ayudar, es el miembro de la Trinidad que consuela y exhorta a los santos.
Esta enseñanza profundiza en la identidad y misión del Espíritu Santo como el “otro Consolador” prometido por Jesucristo. Según Doctrina y Convenios 88:3, el Espíritu es enviado como una prenda o garantía divina, manifestando que los santos son aceptados por Dios y acompañados por Su poder santificador.
En Juan 14, Cristo habla de “otro Consolador” (en griego, parakletos), una palabra que puede traducirse como Ayudador, Consejero, Defensor o Abogado. Esto indica que el Espíritu Santo no solo consuela en momentos de dolor, sino que también defiende, guía, enseña, exhorta y da testimonio de la verdad. Es alguien de la misma naturaleza divina que el Salvador, enviado para continuar Su obra en nosotros.
Así, aunque Cristo ha ascendido al cielo, no nos ha dejado solos. El Espíritu Santo actúa como Su representante constante, iluminando nuestra mente, fortaleciendo nuestro corazón, y santificando nuestras acciones. Su obra es profundamente personal, íntima y transformadora.
Esta doctrina nos recuerda que no estamos solos en nuestra jornada terrenal. El Espíritu Santo es el regalo de Dios para los fieles, un acompañante divino que nos consuela, corrige y capacita. Él es el vínculo entre el cielo y la tierra, entre el corazón del discípulo y la voluntad del Padre.
Su presencia requiere preparación: corazones puros, obediencia constante y sensibilidad espiritual. Cuando vivimos dignamente, el Espíritu no solo nos visita, sino que mora con nosotros, haciendo de nuestra vida un testimonio viviente de la verdad.
El llamado de Doctrina y Convenios 88 es claro: recibir al “otro Consolador” y permitir que su influencia transforme nuestra mente y carácter, para que estemos preparados para el día en que Cristo vuelva y seamos hallados limpios ante Él.
Doctrina y Convenios 88:3–5:
“… el Santo Espíritu de la Promesa”
En estos versículos, el Señor amplía la comprensión de Su obra redentora al presentar una doctrina profunda relacionada con la confirmación divina de la salvación y el Santo Espíritu de la Promesa:
El Consolador como promesa de vida eterna (v. 3)
Aquí se describe al Consolador no solamente como una manifestación del Espíritu Santo, sino como una promesa concreta de parte del Padre: la vida eterna. Esto trasciende la influencia común del Espíritu, ya que habla de la confirmación final de que una persona ha sido aceptada por Dios y será exaltada. Esta promesa se da por revelación, generalmente después de un prolongado esfuerzo de fidelidad, y en algunos casos, por visión o testimonio espiritual indudable.
La gloria de la Iglesia del Primogénito (v. 4)
El texto vincula esta promesa con la gloria más elevada, la del reino celestial. La Iglesia del Primogénito hace referencia a los que han sido fieles, que han vencido el mundo por medio de Jesucristo, y que están registrados en los cielos (véase D. y C. 76:54, 67, 71). Esta Iglesia no es una institución terrenal, sino una designación celestial para quienes han sido sellados por el Santo Espíritu de la Promesa.
Justificación y exaltación (v. 5)
El versículo concluye señalando que así como Cristo ascendió a lo alto, también lo harán todos aquellos que sean justificados por Él. Esta justificación incluye la remisión de los pecados, pero también la ratificación divina de que nuestras obras, convenios y fe han sido aceptados —un proceso que culmina en la exaltación.
¿Qué es el “Santo Espíritu de la Promesa”?
Es un título del Espíritu Santo cuando actúa como el sello divino de aprobación. Cuando una persona guarda fielmente los convenios hechos con Dios, y cumple los requisitos del arrepentimiento, el Espíritu Santo no solo testifica de la verdad, sino que sella esos convenios y bendiciones, asegurando que las promesas de Dios serán cumplidas —si la persona continúa fiel hasta el fin.
El presidente Joseph Fielding Smith explicó: “El Segundo Consolador no es el Santo Espíritu de la Promesa. El Santo Espíritu de la Promesa es el Espíritu Santo, el cual pone el sello de aprobación sobre toda ordenanza que es efectuada en justicia; y cuando los convenios son quebrantados, él quita el sello” (Doctrina de Salvación, compilación de Bruce R. McConkie, tomo I).
El élder David A. Bednar, del Cuórum de los Doce Apóstoles, explicó esta función del Espíritu Santo: “El Santo Espíritu de la Promesa es el poder ratificador del Espíritu Santo. Cuando el Santo Espíritu de la Promesa sella una ordenanza, una promesa o un convenio, estos se ligan en la tierra y en los cielos (véase D. y C. 132:7). Recibir ese ‘sello de aprobación’ del Espíritu Santo es el resultado de honrar los convenios del Evangelio con fidelidad, integridad y firmeza ‘con el transcurso del tiempo’ (Moisés 7:21). Sin embargo, el sellamiento puede anularse por la falta de rectitud y por la transgresión.
“La purificación y el sellamiento por medio del Santo Espíritu de la Promesa son los pasos culminantes en el proceso de nacer de nuevo” (“Os es necesario nacer de nuevo”, Liahona, mayo de 2007).
Doctrina y Convenios 88:3–5 nos revela que la vida eterna no es solo una esperanza, sino una promesa firme para quienes han sido justificados en Cristo y sellados por el Santo Espíritu de la Promesa. Esta es la bendición más gloriosa, la exaltación en el reino celestial junto a Cristo y a todos los que han sido fieles.
Estos versículos nos invitan a vivir de tal manera que el Espíritu Santo no solo nos acompañe, sino que selle nuestras acciones y convenios con una garantía eterna. Es una promesa de esperanza para quienes caminan en santidad, y un recordatorio solemne de que la fidelidad constante es la senda hacia la gloria del cielo.
Versículo 7: “Esta es la luz de Cristo. Como también él está en el sol, y es la luz del sol, y el poder por el cual fue hecho.”
Este pasaje explica que la Luz de Cristo vivifica y sostiene toda la creación. Es una manifestación omnipresente del amor y el poder divino, conectando a todas las criaturas con Su fuente eterna.
“Esta es la luz de Cristo”
La luz de Cristo es una influencia divina que vivifica y guía a toda la humanidad. Es distinta del Espíritu Santo y está presente en todos los aspectos de la creación. La luz de Cristo actúa como una conciencia universal que permite a las personas discernir el bien del mal, aun antes de recibir el Evangelio.
El élder David A. Bednar enseñó: “La Luz de Cristo es la influencia que permite a todos los hijos de Dios discernir entre lo bueno y lo malo. Es el poder espiritual que llena la inmensidad del espacio” (Conferencia General, abril de 2006). Este concepto subraya que la luz de Cristo es universal y accesible a todos. Sirve como una base espiritual que invita a todos a acercarse al Salvador.
“Como también él está en el sol”
Esta frase resalta que Cristo no solo es el Creador, sino que Su poder y presencia sustentan y gobiernan todas las cosas, incluyendo el sol, que es una fuente de luz y vida para la tierra. Cristo es la fuente última de toda luz, tanto física como espiritual.
El presidente Brigham Young declaró: “El poder de Dios está en el sol y en todas las cosas vivientes. Esa luz proviene de Él y refleja Su gloria” (Discursos de Brigham Young, pág. 51). Cristo, como el Hijo de Dios, no solo redime espiritualmente, sino que también actúa como el poder que sostiene la creación física.
“Y es la luz del sol”
Cristo no solo está en el sol, sino que Su luz es lo que lo ilumina y lo hace funcional. Este simbolismo refuerza la idea de que toda vida y energía proceden del Salvador. La luz del sol, que da vida a la tierra, se convierte en un recordatorio diario de Su poder vivificador.
El élder Bruce R. McConkie explicó: “La luz que emana del sol y da vida a la tierra es una manifestación física de la luz espiritual que proviene de Cristo” (Doctrina Mormona, pág. 257). Este pasaje conecta la vida terrenal con la vida espiritual, mostrando que ambas dependen de la influencia del Salvador.
“Y el poder por el cual fue hecho”
Aquí se reafirma que Cristo es el Creador de todas las cosas bajo la dirección del Padre. Su poder no solo creó el sol, sino que también lo mantiene funcionando. Esto pone de relieve la relación continua entre Cristo y Su creación.
En Doctrina y Convenios 93:9, se declara: “La luz y la vida del mundo; una luz que resplandece en las tinieblas y las tinieblas no la comprenden.” Esto complementa la idea de que Cristo es el poder detrás de toda luz y vida. Esta frase enfatiza la omnipotencia de Cristo, recordándonos que Su poder abarca desde la creación del cosmos hasta la influencia íntima en nuestras vidas.
El versículo 7 ofrece una perspectiva profunda sobre la relación entre Cristo y la creación. Nos enseña que la luz que experimentamos diariamente, tanto física como espiritual, emana directamente de Él. Cristo no solo nos redime, sino que también nos da vida y sostiene el universo entero con Su poder.
Este versículo nos invita a reflexionar sobre cómo la luz física del sol es un símbolo de la luz espiritual que Cristo ofrece. Así como dependemos del sol para la vida física, dependemos del Salvador para nuestra vida espiritual y eterna. Como enseñó el presidente Dieter F. Uchtdorf, “Así como el sol no se apaga cuando las nubes lo cubren, la luz de Cristo nunca se extingue, aunque a veces la perdamos de vista” (Conferencia General, abril de 2011). Al reconocer esta luz en nuestra vida, podemos sentirnos fortalecidos y guiados hacia Su presencia.
Doctrina y Convenios 88:7–9
La verdad brilla. Esta es la luz de Cristo. Así como Él está en el sol, y es la luz del sol, y el poder por el cual fue hecho. Así como Él… es la luz de la luna, y también la luz de las estrellas.
La luz de Cristo, o el Espíritu de Cristo, es ley, luz y vida. Tiene funciones tanto naturales como redentoras.
Al igual que nuestro Padre Celestial, el Espíritu Santo solo puede estar en un lugar a la vez, por lo que se vale de la luz de Cristo para comunicar verdades sagradas y otorgar dones espirituales a miríadas de seres separados por el tiempo y el espacio (Moroni 10:17; McConkie, The New Witness for the Articles of Faith, pp. 70, 258).
Así, el mismo poder que nos permite ver con nuestros ojos físicos también nos permite ver con ojos espirituales (DyC 88:6–13).
El discernimiento —la capacidad innata para distinguir el bien del mal, lo relevante de lo irrelevante— también proviene de este Espíritu (Moroni 7:12–19).
Además, aquellos que sean fieles a esta luz interior serán guiados, ya sea en esta vida o en la venidera, hacia la luz mayor del Espíritu Santo que se recibe mediante el evangelio del convenio (DyC 84:44–53).
Esta sección nos introduce a una de las doctrinas más profundas y extensas de la Restauración: la omnipresencia espiritual de Cristo a través de Su luz. A diferencia del Espíritu Santo, que como persona de espíritu solo puede estar en un lugar a la vez, la luz de Cristo se extiende a toda la creación. Es el poder vivificante, la ley organizadora y la fuente de conocimiento espiritual.
La luz de Cristo:
- Ilumina el sol, la luna y las estrellas (DyC 88:7–9), lo cual implica una relación directa entre Cristo y las leyes naturales.
- Es la fuente de toda vida física y espiritual (véase DyC 88:13).
- Permite el discernimiento espiritual, aun en aquellos que no han recibido aún el don del Espíritu Santo, y puede llevarles a una mayor luz (Moroni 7; DyC 84).
Esto conecta con el principio revelado de que todo ser humano nace con la luz de Cristo (véase DyC 93:2), lo cual les permite conocer el bien, buscar la verdad y, si son fieles a esa luz, avanzar hacia mayores bendiciones espirituales, hasta recibir la plenitud del evangelio por medio del convenio.
Esta doctrina amplía nuestra comprensión de la justicia y la misericordia de Dios. Todos los hijos de Dios tienen acceso a Su luz, sin importar dónde nacieron o qué han recibido formalmente en cuanto a convenios. Esa luz guía, consuela, advierte, invita. Es una manifestación continua del amor de Cristo por toda Su creación.
Saber que la misma luz que enciende el sol es la que nos susurra la verdad al corazón, debería inspirarnos a vivir con más reverencia, gratitud y obediencia. La luz de Cristo no solo revela lo físico, sino también el camino hacia la redención, y nos prepara para recibir el Espíritu Santo, los convenios salvadores y la exaltación.
Nuestra responsabilidad es simple pero profunda: seguir la luz que ya tenemos, y ella nos conducirá a mayor luz, mayor verdad y mayor gloria.
Versículo 13: “La luz que existe en todas las cosas, que da vida a todas las cosas, que es la ley por la cual se gobiernan todas las cosas.”
Este versículo subraya que la Luz de Cristo es también la ley divina que rige el universo, una fuerza fundamental que unifica lo físico y lo espiritual.
“La luz que existe en todas las cosas”
Este principio enseña que la Luz de Cristo está presente en todo lo creado. Es una influencia universal que llena el universo y conecta a toda la creación con su Creador. La omnipresencia de esta luz significa que Dios no está ausente de ningún lugar ni de ningún ser.
El élder Parley P. Pratt explicó: “La luz de Cristo impregna el universo y es el medio por el cual Dios se manifiesta a la humanidad” (Key to the Science of Theology, pág. 33). La omnipresencia de la Luz de Cristo asegura que todos los hijos de Dios tienen acceso a Su influencia, guiándolos hacia el bien incluso en los lugares más oscuros o situaciones más desafiantes.
“Que da vida a todas las cosas”
Cristo no solo es la fuente de luz espiritual, sino también de la vida física. La Luz de Cristo actúa como el poder vivificante que sostiene a toda la creación. Todo lo que vive y respira lo hace gracias a esta luz divina que fluye desde el Salvador.
El presidente Boyd K. Packer enseñó: “La luz de Cristo da vida a todo lo viviente. No solo ilumina nuestra mente, sino que también da vida a nuestro cuerpo” (Ensign, abril de 2005). Este pasaje recalca que nuestra vida, tanto física como espiritual, es un don continuo de Cristo. Reconocer esta dependencia nos invita a vivir con gratitud y humildad.
“Que es la ley por la cual se gobiernan todas las cosas”
Aquí se enseña que la Luz de Cristo es también la ley fundamental que rige el universo. Es la fuerza organizadora detrás de todas las leyes naturales y espirituales. Esta luz no solo da vida, sino que también establece el orden en la creación.
El presidente John Taylor declaró: “La Luz de Cristo es el principio que no solo organiza el universo, sino que guía a los hombres a la comprensión de la verdad y los lleva a Dios” (The Gospel Kingdom, pág. 58). Este principio muestra la interconexión entre lo físico y lo espiritual. Al observar las leyes del universo, podemos reconocer la mano divina que organiza y dirige todas las cosas con propósito.
Este versículo describe tres funciones esenciales de la Luz de Cristo: su omnipresencia, su capacidad de vivificar y su papel como la ley que organiza el universo. La doctrina nos invita a ver esta luz no solo como una influencia abstracta, sino como una manifestación constante del amor y el poder de Cristo en nuestras vidas.
La luz que “da vida a todas las cosas” nos recuerda nuestra total dependencia de Cristo para cada aspecto de nuestra existencia. Como enseñó el presidente Russell M. Nelson: “La luz de Cristo guía nuestro camino, ilumina nuestras mentes y nos invita a vivir según las leyes eternas que nos llevan a la felicidad eterna” (Conferencia General, octubre de 2019).
Al reflexionar sobre este versículo, podemos preguntarnos: ¿Cómo permitimos que esta luz divina influya en nuestras decisiones y en nuestra percepción del mundo? Al alinearnos con esta luz y con las leyes de Dios, no solo encontramos orden y propósito, sino también vida eterna en Su presencia.
Doctrina y Convenios 88:5–13
“Esta es la luz de Cristo”
Imagina por un momento que estás al borde del universo, observando cómo giran los planetas, cómo brilla el sol, cómo late la vida en la tierra y cómo una suave chispa ilumina el alma del ser humano. ¿Qué poder sostiene todo esto? ¿Qué ley rige este orden majestuoso y perfecto? La respuesta que nos ofrece el Señor en esta revelación es profunda y hermosa: es la luz de Cristo.
Todo comienza con Jesucristo glorificado. Él, que fue obediente hasta la muerte y venció al mundo, ascendió a lo alto. Y no solo lo hizo por sí mismo: Él abrió el camino para que todos los que sean justificados por Su gracia también lo sigan. Este es el destino de los fieles: elevarse junto a Él. Pero, ¿cómo? ¿Por qué medio? Aquí se revela: por la luz que procede de Cristo.
Esa luz no es solo algo simbólico o reservado para momentos de inspiración espiritual. El Señor declara que Él está en el sol, y es la luz del sol. Es decir, es Su poder el que hace que el sol arda, alumbre y sostenga la vida en la tierra. Y no solo en el sol: también es la luz de la luna, la de las estrellas, y la fuerza que las pone en movimiento. Cristo no solo camina con nosotros en lo espiritual, también gobierna los cielos y la creación física.
Pero Él no se detiene ahí. Cristo está en la tierra. No solo la formó en el principio; Él es quien le da vida constantemente, quien sustenta todo lo que respira, crece y se mueve. Cada partícula de existencia responde a Su luz, y esa luz no solo da vida: también es la ley que gobierna todas las cosas.
Entonces, el Señor lleva esta verdad a lo más íntimo: esa misma luz que organiza las estrellas y da calor al mundo también vivifica el entendimiento humano. Es gracias a la luz de Cristo que podemos pensar, aprender, sentir, decidir y discernir el bien del mal. Es una influencia divina constante, que toca la mente y el corazón de toda alma que nace en la tierra.
Esa luz, nos dice el Señor, procede directamente de Su presencia. No está limitada a un solo lugar ni a un solo tiempo. Llena la inmensidad del espacio, está en todo, y a través de todo. Une todas las cosas a Dios y nos lleva de regreso a Él. Es como un río de inteligencia, de energía divina, que fluye desde la fuente de toda vida y nos envuelve, aun sin que lo sepamos.
El élder Richard G. Scott, del Cuórum de los Doce Apóstoles, explicó: “La luz de Cristo es el poder o influencia divinos que proceden de Dios por medio de Jesucristo y es lo que da vida y luz a todas las cosas. Induce a todos los seres racionales de la tierra a discernir la verdad del error, lo correcto de lo incorrecto. Activa la conciencia [véase Moroni 7:16]. Su influencia se debilita a causa de la transgresión y la adicción, y se restablece mediante un arrepentimiento adecuado. La luz de Cristo no es una persona, sino un poder y una influencia que provienen de Dios y, cuando se sigue, guía a la persona y la prepara para recibir la guía y la inspiración del Espíritu Santo [véanse Juan 1:9; D. y C. 84:46–47]” (véase “Paz de conciencia y paz mental”, Liahona, noviembre de 2004).
Entender que la luz de Cristo es también “la ley por la cual se gobiernan todas las cosas” (D. y C. 88:13) aumenta nuestra gratitud por el poder de Dios y por el hecho de que ese poder hace posible la vida para todos. El presidente Joseph Fielding Smith dio esta explicación: “Esta luz de Cristo no es un personaje. No tiene cuerpo. Yo no sé qué es en cuanto a su substancia; pero ella llena la inmensidad del espacio y procede de Dios…
“Si el hombre no tuviese las bendiciones que vienen de este Espíritu, su mente no sería avivada; no crecería la vegetación; los mundos no se mantendrían en sus órbitas, ya que es por medio de este Espíritu de Verdad, esta Luz de Verdad, de acuerdo con esta revelación [en D. y C. 88], que todas estas cosas se llevan a efecto” (véase Doctrina de Salvación, tomo I).
Esta luz de Cristo no es ajena ni distante. Está en los cielos que contemplamos, en la tierra que pisamos, en los pensamientos que elevamos y en las decisiones que tomamos. Nos guía, nos vivifica y nos invita a caminar hacia Aquel de quien procede toda verdad. Entender que Cristo está en todo es abrir los ojos a la realidad divina que nos rodea. Y elegir vivir conforme a Su luz es permitir que esa verdad transforme nuestra vida desde lo más profundo del alma.
Así, cada vez que veamos una estrella brillar, sintamos el calor del sol, o tengamos un pensamiento justo, podremos reconocer la mano invisible pero constante del Salvador. Porque verdaderamente, esta es la luz de Cristo.
Doctrina y Convenios 88:14–16.
“… el espíritu y el cuerpo son el alma del hombre”
En esta revelación, el Señor nos lleva a reflexionar sobre la naturaleza del ser humano desde una perspectiva eterna. Mientras el mundo debate qué es el alma —algunos la ven como algo inmaterial, otros como una energía, otros más la separan del cuerpo como si fuesen opuestos irreconciliables—, el Señor declara con claridad divina: “el espíritu y el cuerpo son el alma del hombre”.
Esta declaración es profundamente reveladora. No estamos hechos para existir eternamente como espíritus sin cuerpo, ni como cuerpos vacíos sin vida. En la visión de Dios, el alma no está completa hasta que el espíritu y el cuerpo estén inseparablemente unidos. Esto nos enseña que el cuerpo no es una prisión ni un castigo, sino una parte esencial de nuestra identidad eterna.
El versículo 14 nos dice que el espíritu y el cuerpo, unidos, constituyen el alma del hombre. En otras palabras, nuestro ser completo no es solo espiritual ni solo físico: es la unión gloriosa de ambos. Esto da un valor sagrado al cuerpo y a su cuidado. Lo que hacemos con él, cómo lo usamos, cómo lo tratamos, importa eternamente.
Luego, en el versículo 15, el Señor añade algo poderoso: la redención del alma incluye tanto la redención del cuerpo como del espíritu. Cuando Cristo venció la muerte y el pecado, lo hizo no solo para salvar nuestro espíritu, sino también para resucitar y glorificar nuestros cuerpos. Su expiación tiene un alcance total: redime nuestra totalidad, no solo una parte de nosotros.
Y en el versículo 16, esta doctrina se enlaza con la resurrección: “Y la resurrección de los muertos es la redención del alma.” En otras palabras, el momento en que el cuerpo y el espíritu se reúnen —ya purificados, glorificados y eternos—, es cuando el alma es completamente redimida. Esa es la victoria total del plan de salvación.
el presidente Russell M. Nelson explicó que comprender este principio debería influir en la manera en que cuidamos nuestro cuerpo y nuestro espíritu:
“Somos seres duales: cada alma está compuesta de cuerpo y de espíritu [véase D. y C. 88:15]; ambos emanan de Dios. Un entendimiento correcto del cuerpo y del espíritu ejercerá influencia en nuestros pensamientos y en nuestros actos para bien…
“El espíritu y el cuerpo, al juntarse, se convierten en un alma viviente de valor transcendental. En verdad, somos hijos de Dios física y espiritualmente.
“… el don de un cuerpo físico es invaluable, porque sin él no se puede recibir una plenitud de gozo [véase D. y C. 138:17]…
“¿De qué manera estas verdades ejercen influencia en nuestra conducta personal?…
“Consideraremos nuestro cuerpo como un templo que nos pertenece [véase 1 Corintios 3:16]… controlaremos nuestra dieta, además de hacer ejercicio para tener un buen estado físico.
“¿No debería prestarse la misma atención a la salud espiritual? [véanse 1 Corintios 9:24–27; Hebreos 12:9]. Así como la fortaleza espiritual requiere ejercitación, la fortaleza espiritual requiere esfuerzo…
“¿Quiénes somos? Somos hijos de Dios. Nuestro potencial no tiene límites; nuestra herencia es sagrada” (véase “Somos hijos de Dios”, Liahona, enero de 1999).
Estas verdades nos invitan a mirar nuestro cuerpo con reverencia, no con vergüenza; a cuidar de él como parte esencial de nuestra identidad eterna. También nos dan consuelo al pensar en nuestros seres queridos fallecidos: su separación actual de cuerpo y espíritu es solo temporal, porque Cristo ha hecho posible su reunión perfecta.
En un mundo que muchas veces desprecia el cuerpo o glorifica el espíritu a expensas de lo físico, el Evangelio enseña equilibrio y propósito eterno: el alma es la unión de ambos, cuerpo y espíritu, y su redención completa se alcanzará por medio de Jesucristo.
Así, cada paso que damos con este cuerpo, cada pensamiento justo que fluye desde nuestro espíritu, es parte de nuestra preparación para la gloriosa resurrección, cuando seremos restaurados en plenitud —como almas eternas, completas y santificadas ante Dios.
Doctrina y Convenios 88:15–17
El espíritu y el cuerpo son el alma del hombre. Y la resurrección de los muertos es la redención del alma. Y la redención del alma es por medio de aquel que vivifica todas las cosas, en cuyo seno está decretado que los pobres y los mansos de la tierra la heredarán.
Casi siempre, cuando los profetas usan la palabra alma, se están refiriendo al espíritu del hombre. Alma explicó que “el alma será restaurada al cuerpo, y el cuerpo al alma” (Alma 40:23). De manera similar, Jesús aconsejó a sus discípulos que no temieran a quienes pueden dañar el cuerpo, sino que temieran más bien “a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno” (Mateo 10:28; véase también Job 14:22; Salmo 16:10). Doctrina y Convenios 88:17 representa la definición más estricta de alma, a saber: el espíritu unido con el cuerpo. Como mortales, somos almas en el sentido de que poseemos espíritu y cuerpo, pero después de la resurrección experimentaremos la redención del alma, es decir, que el espíritu y el cuerpo estarán inseparablemente unidos, sin posibilidad de volver a separarse, y seremos revestidos de gloria y honra eternas. Entonces experimentaremos una plenitud de gozo (D. y C. 93:33).
Este pasaje y su explicación resaltan una enseñanza fundamental de la teología restaurada: el alma del ser humano es la combinación inseparable del espíritu y el cuerpo. Esta doctrina contrasta con muchas tradiciones cristianas que tienden a considerar el alma como sinónimo exclusivo del espíritu.
La resurrección es central en el plan de salvación. No solo es un evento futuro, sino un proceso redentor y glorificador que une lo espiritual con lo físico de manera perfecta y eterna. La “redención del alma” no se logra plenamente hasta que el espíritu y el cuerpo se reencuentran en un estado incorruptible y glorificado.
Esta doctrina también tiene implicaciones éticas y prácticas: si el cuerpo forma parte esencial del alma, entonces debe tratarse con respeto, santidad y cuidado, tanto en vida como en la muerte. Además, pone en valor la dignidad eterna del ser humano, incluso en su estado físico.
La declaración de que «el espíritu y el cuerpo son el alma del hombre» ofrece una visión profunda y revelada de nuestra identidad eterna. La resurrección no es solo un retorno a la vida, sino la culminación de la redención del alma humana, donde se logra una unión perfecta, gloriosa y eterna entre cuerpo y espíritu. Esta verdad nos llena de esperanza y nos invita a vivir de manera que honremos tanto nuestro espíritu como nuestro cuerpo, preparándonos para el día en que recibamos una plenitud de gozo en la presencia de Dios.
Doctrina y Convenios 88:19–20
Después que [la Tierra] de haber cumplido la medida de su creación, será coronada con gloria, aun con la presencia de Dios el Padre; para que los cuerpos que son del reino celestial puedan poseerla para siempre jamás; porque para este propósito fue hecha y creada, y para este propósito son ellos santificados.
Como un ente viviente, la tierra ha pasado por etapas de desarrollo. Cuando Adán y Eva fueron colocados en el Jardín de Edén, la tierra se hallaba en una condición terrestre, paradisíaca. Como resultado de la Caída, nuestro planeta descendió a un nivel telestial. Cuando el Hijo del Hombre regrese en gloria, ocurrirá el fin del mundo—es decir, el fin de la mundanalidad o la destrucción de los inicuos (José Smith—Mateo 1:4). La tierra y sus habitantes serán transfigurados, elevados a un plano superior (terrestre), y por mil años Satanás y sus huestes serán expulsados y atados fuera de esta tierra paradisíaca. Al término de los mil años, se librará una gran batalla final entre las fuerzas del bien y del mal, y Satanás con sus seguidores será echado para siempre. Entonces la tierra experimentará su cambio final: será hecha celestial y se convertirá en la morada permanente de sus habitantes, quienes heredarán el más alto grado de gloria.
Este pasaje revela una profunda verdad escatológica dentro de la teología de los Santos de los Últimos Días: la Tierra misma participa del plan de redención y exaltación. No es solo un lugar temporal de prueba, sino que fue creada con un propósito eterno. El plan de Dios contempla su santificación, transfiguración y eventual glorificación como morada eterna para los justos que hereden el reino celestial.
El desarrollo de la Tierra en tres etapas—terrestre (en el Edén), telestial (tras la Caída), y celestial (después del Milenio y el Juicio Final)—refleja también el progreso espiritual del alma humana. Así como la Tierra será purificada por fuego y exaltada, nosotros también debemos pasar por un proceso de transformación espiritual que nos prepare para morar en una gloria celestial.
Además, el hecho de que la Tierra recibirá la presencia del Padre demuestra que su destino final no es simbólico sino literal. Aquellos que sean santificados y glorificados serán recompensados no con una existencia abstracta, sino con una vida corporal, gloriosa y eterna en una tierra celestializada, cumpliendo así el propósito eterno de Dios tanto para la creación como para sus hijos.
Esta enseñanza nos recuerda que el plan de salvación no solo busca redimir al ser humano, sino a toda la creación de Dios. La Tierra no es un escenario pasajero, sino una herencia eterna para los justos. Esta doctrina inspira esperanza y responsabilidad: esperanza en la gloriosa transformación futura, y responsabilidad de vivir santamente, sabiendo que estamos destinados a heredar una tierra celestial, coronada con la misma presencia del Padre. Prepararnos espiritualmente es, por tanto, prepararnos para una eternidad tangible y gloriosa con Dios.
Versículo 22: “Porque el que no es capaz de obedecer la ley de un reino celestial, no puede soportar una gloria celestial.”
Resalta que la obediencia a las leyes celestiales es esencial para alcanzar la gloria más elevada. Enseña que la preparación espiritual es un requisito para estar en la presencia de Dios.
“Porque el que no es capaz de obedecer la ley de un reino celestial”
Este principio establece que para habitar en un reino celestial, uno debe vivir de acuerdo con sus leyes. La obediencia es un requisito fundamental para recibir las bendiciones asociadas con esa ley. La ley celestial requiere un compromiso completo con los principios del Evangelio, como la fe, el arrepentimiento, los convenios, y la santificación mediante la Expiación de Cristo.
El élder D. Todd Christofferson explicó: “La obediencia a la ley de Dios no es solo un requisito, sino que transforma nuestra naturaleza, capacitándonos para recibir y disfrutar de las bendiciones eternas” (Conferencia General, octubre de 2011). Este pasaje subraya que la obediencia no solo prepara a una persona para vivir en un reino celestial, sino que también desarrolla el carácter necesario para disfrutar de esa gloria.
“No puede soportar una gloria celestial”
La incapacidad de “soportar” una gloria celestial implica que el individuo no está espiritualmente preparado para vivir en la presencia de Dios. Esto no es un castigo arbitrario, sino el resultado natural de no haberse adaptado a la ley celestial. En esencia, la gloria celestial sería incompatible con la naturaleza de aquellos que no han alcanzado ese nivel de pureza y santidad.
El presidente Brigham Young enseñó: “El hombre que no se ha preparado para la gloria celestial encontraría esa gloria como una tortura para su alma” (Discourses of Brigham Young, pág. 87). Este principio refuerza la idea de que la vida terrenal es un tiempo de preparación. Al vivir las leyes celestiales aquí y ahora, nos capacitamos para habitar en un reino donde esas leyes son naturales y agradables.
El versículo 22 enseña que la obediencia a las leyes de Dios no es solo un requisito para alcanzar el reino celestial, sino también un medio para desarrollar la capacidad de disfrutarlo plenamente. La gloria celestial no es simplemente un lugar, sino un estado de ser que requiere pureza, rectitud y un profundo amor por Dios y Sus leyes.
El presidente Russell M. Nelson explicó: “Nuestra disposición y capacidad de obedecer las leyes de Dios determinarán la gloria que heredaremos en la vida venidera” (Conferencia General, abril de 2019). Esta enseñanza nos invita a reflexionar sobre nuestra preparación espiritual y nuestra relación con las leyes del Evangelio.
Podemos usar este principio como una guía para evaluar nuestras vidas y preguntar: ¿Estamos viviendo de manera que nos prepare para la gloria celestial? Al esforzarnos por obedecer las leyes de Dios, no solo desarrollamos el carácter necesario, sino que también comenzamos a experimentar la paz y la alegría que son inherentes al reino celestial.
Doctrina y Convenios 88:21–24.
La ley de Cristo y los reinos de gloria
Imagina que al final de esta vida, cada alma se encuentra en un cruce de caminos, y delante de cada persona hay múltiples puertas: una lleva al Reino Celestial, otra al Terrestre, otra al Telestial. Ninguna de estas puertas está cerrada con llave por un ángel guardián. Más bien, la persona misma lleva consigo la llave —su deseo, su fe, su obediencia— y, sobre todo, la ley que ha escogido vivir.
En estos versículos, el Señor nos enseña una verdad fundamental: cada gloria eterna está vinculada a una ley divina específica. El Reino Celestial no es un premio arbitrario, sino el destino natural de aquellos que han recibido la ley de Cristo y han sido santificados mediante ella.
“Y el que no puede guardar la ley de un reino celestial no puede soportar una gloria celestial” (v. 22).
Esta declaración nos recuerda que Dios no excluye a nadie caprichosamente. Más bien, aquellos que han vivido conforme a la ley celestial serán preparados para recibir la gloria celestial. Solo quienes hayan sido santificados por la ley de Cristo podrán habitar eternamente en Su presencia, porque su alma ha sido moldeada por esa ley. No se trata solo de haber creído en Cristo, sino de haber sido transformados por Su evangelio.
El versículo 23 nos habla de aquellos que no pueden recibir esa gloria porque no han sido santificados. No es que se les prohíba entrar, sino que no podrían soportarla. Estar en la presencia de Dios, sin haber sido limpiados por Su gracia, sería doloroso, no glorioso. La luz celestial sería una carga insoportable para el alma que no se ha preparado para recibirla.
Y finalmente, el versículo 24 enseña que quienes no son capaces de vivir la ley de Cristo son apartados. No por castigo, sino porque el orden eterno de los cielos es así. Cada alma se dirige hacia el reino cuya ley ha abrazado. Así como la semilla determina el fruto que da, la ley que hemos seguido determina la gloria que recibiremos.
El élder D. Todd Christofferson, del Cuórum de los Doce Apóstoles, resumió la ley del Reino Celestial: “La ley del reino celestial es, por supuesto, la ley y los convenios del Evangelio, que incluyen el tener constantemente presente al Salvador y nuestro compromiso de obediencia, sacrificio, consagración y fidelidad” (“A Sion venid”, Liahona, noviembre de 2008).
El presidente Russell M. Nelson enseñó que podemos elegir vivir de acuerdo con los requerimientos del Reino Celestial: “Cada uno de nosotros será juzgado de acuerdo con sus obras y con los deseos de su corazón [véase D. y C. 137:9]… tampoco se dejará a la casualidad el hecho de que vayamos al Reino Celestial, al Terrestre o al Telestial. El Señor ha prescrito ciertos requisitos inalterables para cada reino. Podemos averiguar lo que enseñan al respecto las Escrituras y ajustar nuestra vida a ese modelo [véanse Juan 14:2; 1 Corintios 15:40–41; D. y C. 76:50–119; 98:18]” (“La constancia en medio del cambio”, Liahona, enero de 1994).
Dios no impone destinos eternos; Él revela leyes eternas y nos invita a vivir conforme a ellas. La ley de Cristo —el evangelio con todos sus convenios, mandamientos y principios— es la única que prepara el alma para la gloria celestial.
Estos versículos nos llaman a reflexionar: ¿Qué ley rige mi vida? ¿Estoy permitiendo que la gracia de Cristo me santifique? ¿Deseo vivir en la presencia de Dios, y estoy dispuesto a vivir según la ley que hace posible esa presencia?
El Señor ha preparado muchos lugares en Su Reino, pero solo nosotros decidimos en cuál podremos morar eternamente. La gloria que heredaremos será el reflejo de la ley que elegimos guardar.
Doctrina y Convenios 88:29–31
Los que son vivificados por una porción de la gloria celestial, recibirán entonces de la misma, es decir, una plenitud. Y los que son vivificados por una porción de la gloria terrestre, recibirán entonces de la misma. Y también los que son vivificados por una porción de la gloria telestial.
Alma enseñó la ley de la restauración: no podemos transformarnos de un estado de rebeldía en esta vida a una condición de espiritualidad en la vida venidera (Alma 41). Pablo enseñó algo similar a los santos de Galacia al declarar la ley de la cosecha: “No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gálatas 6:7). Aquellos que vivan conforme a la ley del reino celestial en esta vida, que perseveren fieles hasta el fin guardando sus convenios, y que sean vivificados por el Espíritu (una porción de gloria celestial), recibirán en la resurrección lo que las Escrituras llaman la plenitud de la gloria del Padre (D. y C. 76:56; 93:16, 19). Lo mismo sucede con quienes vivan conforme a la ley terrestre o telestial: serán vivificados por una porción de la gloria correspondiente a esos reinos y recibirán allí lo que se han acostumbrado a vivir aquí. En verdad, “esta vida es el tiempo para que los hombres se preparen para comparecer ante Dios” (Alma 34:32).
Esta enseñanza revela la justicia y la misericordia perfectas de Dios. Cada persona recibirá en la eternidad la gloria que ha aprendido a desear, aceptar y vivir aquí en la tierra. La ley de la restauración y la ley de la cosecha enseñan que no hay un cambio automático o mágico en la resurrección; más bien, lo que somos espiritualmente ahora, con nuestras decisiones y obras, será reflejado y restaurado en la eternidad.
Las glorias celestial, terrestre y telestial no son simplemente lugares, sino condiciones del alma. Ser “vivificado” por una porción de una de estas glorias significa estar en armonía con su ley y su luz. Por tanto, la resurrección no solo restaura nuestros cuerpos, sino que revela plenamente el carácter espiritual que hayamos desarrollado.
Esta perspectiva también subraya la importancia de la obediencia a los convenios. Vivir hoy conforme a la ley celestial—mediante la fe, el arrepentimiento, el bautismo, la recepción del Espíritu Santo, y la perseverancia—nos prepara para recibir la gloria y la plenitud del Padre.
Dios es un ser de orden y justicia eterna. Él no asigna destinos arbitrariamente, sino que respeta nuestra libertad de elegir. Cada uno heredará aquello para lo que se ha preparado, vivido y amado. El propósito de esta vida mortal es precisamente prepararnos para la gloria que deseamos heredar. No podremos fingir o improvisar fidelidad en el más allá. Por eso, ahora es el tiempo para desarrollar un corazón celestial si deseamos recibir una gloria celestial. Esta doctrina nos invita a vivir cada día con intención, obediencia y fe, con la vista puesta en la eternidad.
Versículo 63: “Allegaos a mí, y yo me allegaré a vosotros; buscadme diligentemente, y me hallaréis; pedid, y recibiréis; llamad, y se os abrirá.”
Este versículo refuerza la disposición del Señor a acercarse a quienes lo buscan con sinceridad y esfuerzo. Es una invitación a cultivar una relación personal y profunda con Dios.
“Allegaos a mí, y yo me allegaré a vosotros”
Este principio subraya la reciprocidad en la relación entre el Salvador y Sus discípulos. Cuando los santos se esfuerzan por acercarse a Cristo mediante la fe, la obediencia y el arrepentimiento, Él promete responder y acercarse a ellos. La iniciativa comienza con nosotros, pero el Señor siempre está dispuesto a corresponder con Su amor y guía.
El presidente Russell M. Nelson enseñó: “El Señor nos invita a acercarnos a Él y promete bendiciones incomparables a cambio de nuestro esfuerzo” (Conferencia General, abril de 2021). Este pasaje refuerza que el esfuerzo espiritual personal es crucial para desarrollar una relación cercana con Cristo. Al hacerlo, experimentamos Su influencia constante y Su paz.
“Buscadme diligentemente, y me hallaréis”
La diligencia implica un esfuerzo constante y enfocado para buscar al Señor. Este principio enfatiza que la búsqueda de Dios no debe ser esporádica ni superficial, sino persistente y sincera. Encontrar al Señor es más que una experiencia única; es un proceso continuo de acercarse a Él a través de la oración, el estudio de las Escrituras y la obediencia.
El presidente Dieter F. Uchtdorf explicó: “Buscar diligentemente significa hacer todo lo que esté a nuestro alcance para encontrarlo, y cuando lo hacemos, Él se da a conocer a nosotros” (Conferencia General, abril de 2014). Este principio nos invita a reflexionar sobre nuestra dedicación en la búsqueda del Señor. Al buscarlo con todo nuestro corazón, encontramos respuestas, dirección y Su presencia.
“Pedid, y recibiréis”
Pedir al Señor con fe y humildad es un principio clave del Evangelio. Cristo promete que nuestras peticiones serán escuchadas y respondidas conforme a Su voluntad y sabiduría. Este versículo nos enseña a confiar en Su capacidad para satisfacer nuestras necesidades, siempre y cuando nuestras solicitudes estén alineadas con Sus propósitos eternos.
El presidente Spencer W. Kimball dijo: “Cuando pedimos con fe y humildad, el Señor responde de acuerdo con lo que más necesitamos, no necesariamente lo que deseamos” (Faith Precedes the Miracle, pág. 53). Este pasaje resalta la importancia de la oración fiel y el reconocimiento de que las respuestas de Dios se dan en Su tiempo y manera.
“Llamad, y se os abrirá”
“Llamar” implica un acto de fe y acción. Significa que debemos acercarnos a Dios con confianza y persistencia, confiando en que Él abrirá las puertas de Su sabiduría, guía y bendiciones. Esta frase también sugiere que el acceso a las bendiciones divinas está condicionado a nuestro esfuerzo activo.
El élder Jeffrey R. Holland enseñó: “Cuando tocamos las puertas del cielo con fe, el Señor abre las ventanas de los cielos con Su amor y Sus respuestas” (Conferencia General, octubre de 2009). Este principio nos invita a actuar con valentía y confianza en el Señor, reconociendo que las puertas espirituales se abren a aquellos que las buscan con intención y fe.
El versículo 63 establece un modelo de interacción entre el Señor y Sus hijos, basado en la iniciativa, la diligencia y la fe. Cristo nos invita a acercarnos a Él mediante actos conscientes de fe, con la promesa de que Él siempre responderá de manera proporcional a nuestros esfuerzos.
El presidente Howard W. Hunter resumió esta idea: “El Salvador está esperando para bendecirnos. Todo lo que necesitamos hacer es acercarnos a Él, buscarlo y pedirle con fe” (Conferencia General, octubre de 1994).
Este versículo nos invita a reflexionar sobre nuestra relación con el Salvador. ¿Estamos haciendo el esfuerzo necesario para allegarnos a Él? ¿Buscamos diligentemente Su voluntad en nuestras vidas? Al responder a estas preguntas y actuar con fe, podemos experimentar la cercanía, guía y paz que solo Él puede ofrecer.
Doctrina y Convenios 88:63
Vivimos en una época en la que recurrir a los poderes del cielo mediante la oración es más necesario que nunca. Hay tantas cosas en nuestra vida que pueden llenar nuestros días de preocupación y mantenernos despiertos por la noche: problemas de salud y familiares, preocupaciones económicas, dificultades cotidianas, miedo al futuro.
El élder Boyd K. Packer dijo: “Si necesitas una transfusión de fortaleza espiritual, solo tienes que pedirla. A eso lo llamamos oración. La oración es una medicina espiritual poderosa” (Memorable Stones with a Message, p. 126).
La oración puede ayudarnos a atravesar el dolor; puede fortalecernos cuando sentimos que ya no podemos más. Puede darnos inspiración sobre qué hacer y cómo hacerlo. El apóstol Pablo nos exhortó a “orar sin cesar” y que “en todo, mediante oración y súplica con acción de gracias, sean dadas a conocer vuestras peticiones delante de Dios” (1 Tesalonicenses 5:17; Filipenses 4:6).
El Señor se acercará a nosotros si nos presentamos ante Él con diligencia y un corazón humilde.
El principio revelado en Doctrina y Convenios 88:63 es la reciprocidad espiritual entre Dios y sus hijos: cuanto más nos acercamos a Él con fe y humildad, más se manifiesta Su presencia, guía y poder en nuestra vida.
Este versículo combina tres invitaciones fundamentales: buscar, pedir y llamar. Estas acciones son progresivas y revelan el esfuerzo activo y persistente que el discípulo debe realizar para entrar en comunión con lo divino. En respuesta, el Señor promete ser hallado, dar y abrir, mostrando así su disposición constante a bendecirnos cuando nos dirigimos a Él con sinceridad.
Las palabras del élder Packer refuerzan esta doctrina al ilustrar que la oración no es solo una rutina devocional, sino una fuente viva de fortaleza espiritual. En un mundo lleno de incertidumbre, preocupaciones personales y desafíos constantes, la oración se convierte en medicina para el alma, luz en la oscuridad e inspiración en el camino.
Además, las exhortaciones de Pablo a “orar sin cesar” revelan que la oración debe ser más que un acto ocasional; debe ser una actitud continua de dependencia y gratitud hacia Dios. Es en esa relación diaria que se profundiza la conexión con lo divino y se obtiene paz, consuelo e inspiración.
La promesa del Señor en Doctrina y Convenios 88:63 es clara: Él responderá a quienes lo busquen con fe y humildad. En tiempos de confusión, miedo y angustia, la oración es el puente que nos une con el cielo, un canal por el cual recibimos consuelo, guía y poder.
Al acercarnos a Dios con un corazón sincero y persistente, Él se manifestará en nuestra vida de manera real. La invitación está abierta a todos: buscarlo, pedirle, llamarle. Y al hacerlo, se abrirán las puertas de revelación, fortaleza y paz que solo Él puede proporcionar. En definitiva, la oración es la clave para recibir la compañía divina en nuestro viaje mortal.
Doctrina y Convenios 88:62–69 “… llamarme mientras estoy cerca
En medio de una extensa revelación sobre el orden eterno, los cielos, la resurrección y la ley de los reinos, el Señor hace una pausa amorosa, y se dirige a Sus discípulos con ternura. Nos invita, no como un Rey distante, sino como un Padre cercano, diciendo:
“De cierto, de cierto os digo, que yo soy Alfa y la Omega… Por tanto, buscadme diligentemente y me hallaréis; en verdad, no permaneceréis en tinieblas.”
Este llamado directo y personal recuerda las palabras de Isaías: “Buscad a Jehová mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que está cercano” (Isaías 55:6). El Señor reafirma aquí Su deseo de cercanía con nosotros, pero también nos recuerda que Su presencia se encuentra a través de la diligencia y la santidad.
Nos dice que debemos “santificarnos” para verle, y que Él se manifestará a quienes lo hagan (v. 68). Esta no es una promesa abstracta. Es una declaración solemne: Dios desea revelarse a Su pueblo, no sólo al final del tiempo, sino en el curso de la vida, mientras Le buscamos con sincero corazón.
“Y sucederá que si os santificáis, recibiréis poder, para que veáis cara a cara…”
Esta frase resuena con poder: el Señor desea que lleguemos a conocerlo “cara a cara”, no como un misterio lejano, sino como un Amigo Divino que camina con nosotros. Esa manifestación puede ser espiritual, personal, transformadora —una cercanía con lo divino que cambia el alma.
En los versículos 65–67, Él da instrucciones prácticas: “guardad mis mandamientos”, “atended a las palabras de vida eterna”, “no miréis las cosas del mundo con deseo”. Es decir, la manifestación del Señor viene a los que eligen Su luz por encima de la sombra del mundo, a los que ajustan su enfoque espiritual hacia lo eterno.
Y en el versículo 69, la exhortación final es clara: “Purificad vuestros corazones, limpiad vuestras manos y vuestros pies…”. Esta es una invitación a consagrarnos por completo, a preparar nuestro ser para recibir al Dios vivo.
El profeta José Smith se refirió a esa aparición del Señor Jesucristo como el “otro Consolador” o el “último Consolador”: “Se habla de dos Consoladores. Uno es el Espíritu Santo, el mismo que se dio el día de Pentecostés y que todos los miembros reciben después de la fe, el arrepentimiento y el bautismo. Este primer Consolador [es el] Espíritu Santo… El otro Consolador del que se habla es un tema de gran interés, y quizá muy pocos de los de esta generación lo entienden. Después de que una persona tiene fe en Cristo, se arrepiente de sus pecados, se bautiza para la remisión de ellos y recibe el Espíritu Santo (por la imposición de manos), que es el primer Consolador, entonces, si continúa humillándose ante Dios, teniendo hambre y sed de justicia y viviendo de acuerdo con todas las palabras de Dios, pronto el Señor le dirá: ‘Hijo, serás exaltado’. Cuando el Señor lo haya probado en todas las cosas, y haya visto que aquel hombre está resuelto a servirlo, pase lo que pase, ese hombre verá que su vocación y elección han sido confirmadas, y entonces será suyo el privilegio de recibir el otro Consolador… Ahora bien, ¿cuál es este otro Consolador? No es ni más ni menos que el mismo Señor Jesucristo; y esta es la totalidad y la esencia del asunto: que cuando un hombre reciba este último Consolador, Jesucristo en persona lo atenderá o se le aparecerá de cuando en cuando, y aun le manifestará al Padre, y harán morada con él, y le serán descubiertas las visiones de los cielos, y el Señor lo instruirá cara a cara y podrá alcanzar un conocimiento perfecto de los misterios del Reino de Dios” (véase Enseñanzas del Profeta José Smith).
Estos versículos son una invitación divina a la intimidad espiritual con Cristo. Él está cerca. Él desea ser hallado. Pero nos toca a nosotros apartarnos del ruido, buscarle con real intención, y santificarnos para estar en Su presencia.
Llamarle mientras está cerca es aprovechar el día de Su gracia. Es elegir responder al susurro de Su Espíritu, prepararnos en santidad, y recibir la gloriosa promesa de verle, sentirle y caminar con Él.
Como discípulos de Jesucristo, no hay privilegio mayor que este: buscarle con humildad, hallar Su rostro y permanecer en Su luz.
Doctrina y Convenios 88:66
He aquí, lo que oyes es como la voz de uno que clama en el desierto, en el desierto, porque no puedes verlo—mi voz, porque mi voz es Espíritu; mi Espíritu es verdad; la verdad permanece y no tiene fin; y si está en ti, abundará.
A menudo decimos que “oímos” la palabra del Señor. Esa palabra puede llegar por medio de palabras pronunciadas por apóstoles y profetas vivientes (D. y C. 1:38; 21:5). Puede llegar al escuchar las Escrituras y reconocer la relevancia de los escritos sagrados (D. y C. 18:34–36). También puede venir mediante visión, manifestación, una voz audible, o por medio de un sentimiento o impresión poderosa. En otras palabras, la voz del Señor se manifiesta y se recibe de maneras variadas.
En general, es perfectamente apropiado decir que hemos “oído” la palabra del Señor sobre un asunto cuando hemos sentido una efusión del Espíritu Santo. En verdad, la voz de Dios es Su Espíritu, y cuando experimentamos ese Espíritu, sentimos su participación en nuestras vidas, percibimos Su aprobación y nos deleitamos en su influencia vivificadora. En resumen, oímos Su voz.
Este pasaje profundiza en el concepto espiritual de la voz del Señor como algo más que sonido audible: es la manifestación del Espíritu de Dios, que es verdad, eterna y abundante. Esta «voz» puede llegar a nosotros de muchas formas—profetas, Escrituras, impresiones, sueños, revelaciones—pero siempre tiene un sello común: la influencia del Espíritu Santo.
Al declarar que Su voz es Su Espíritu, y que Su Espíritu es la verdad, el Señor está enseñando que la revelación no siempre es visible ni audible en términos físicos, sino espiritual, discernida por el corazón y la mente del discípulo. Como en los días de Juan el Bautista, el Señor todavía clama “en el desierto”, es decir, en un mundo árido en lo espiritual, donde muchos no lo ven ni lo escuchan, pero aquellos que tienen oídos espirituales sí lo perciben.
Además, el pasaje promete que si esta verdad está en nosotros, “abundará”, es decir, producirá fruto, nos cambiará, nos iluminará, y traerá más revelación. Esta es una promesa de crecimiento espiritual continuo para quienes reciben y retienen la palabra del Señor.
La voz del Señor no siempre se escucha con los oídos, pero siempre se siente con el alma. Su Espíritu, que es verdad, se comunica con nosotros de muchas maneras, y al hacerlo, nos guía, consuela, corrige y fortalece. Escuchar Su voz es experimentar Su presencia activa en nuestra vida.
Este versículo nos invita a ser sensibles a las impresiones del Espíritu, a buscar la verdad con humildad, y a permitir que esa verdad abunde en nosotros. Si abrimos nuestro corazón a la influencia del Espíritu Santo, oiremos la voz del Señor aun en medio del «desierto» del mundo moderno, y Su verdad transformará nuestra vida con luz y propósito eternos.
Doctrina y Convenios 88:67
Y si vuestra mira está puesta únicamente en mi gloria, todo tu cuerpo se llenará de luz, y no habrá tinieblas en ti; y ese cuerpo que está lleno de luz comprende todas las cosas.
La destilación clara del propósito y plan de Dios es la siguiente: “Porque he aquí, esta es mi obra y mi gloria: llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre” (Moisés 1:39).
En resumen, Dios se ocupa de las personas; Su gozo y Su deleite provienen de la redención y exaltación de Sus hijos. Tener el ojo “fijo únicamente en la gloria de Dios” significa que nuestro corazón y mente están guiados por ese mandato divino. Es compartir con el Todopoderoso la misión suprema de conducir almas a Cristo, ayudándolas así a hallar paz en esta vida y obtener una recompensa eterna en la venidera.
Cuando nuestro ojo está fijo únicamente en la gloria de Dios, no tenemos agendas personales, ni propósitos ocultos, ni doble ánimo, ni distracciones que nos hagan tratar la obra del Señor como algo secundario. Por el contrario, estamos enfocados en hacer las cosas a la manera del Señor, ayudando así a cumplir Sus propósitos supremos.
Doctrina y Convenios 88:67 ofrece una enseñanza poderosa sobre la pureza de intención espiritual. Tener el ojo «fijo únicamente» en la gloria de Dios significa que nuestro enfoque y prioridad máxima es hacer Su voluntad, no la nuestra. Es una llamada a la consagración: no solo de nuestras acciones, sino también de nuestras motivaciones.
El resultado de esa consagración es extraordinario: todo el cuerpo se llena de luz. En la simbología escritural, la luz representa la verdad, el conocimiento, la revelación y la presencia de Dios. Un cuerpo lleno de luz es una persona transformada, guiada por el Espíritu, capaz de comprender “todas las cosas” espirituales que el Señor desea revelar.
Este versículo también se conecta con otras enseñanzas de las Escrituras, como las palabras de Jesús en Mateo 6:22: “La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz.”
El «ojo» representa la perspectiva y el enfoque interior, y si está centrado en Dios, no hay lugar para tinieblas—es decir, para el pecado, la confusión, o la desobediencia.
Tener el “ojo fijo únicamente en la gloria de Dios” es más que un deseo noble: es una condición espiritual esencial para recibir la luz reveladora, transformadora y santificadora del Señor. Este versículo nos recuerda que cuando nuestra motivación es pura y nuestro enfoque está en servir a Dios, nuestra vida se llena de luz, propósito y entendimiento espiritual.
Dios no busca discípulos a medias ni intenciones divididas. Busca corazones íntegros que deseen Su gloria más que la propia. Si vivimos de esa manera, nos convertimos no solo en receptores de luz, sino también en fuentes de luz para el mundo, ayudando a llevar a cabo la obra gloriosa de Dios: la inmortalidad y la vida eterna de sus hijos.
Doctrina y Convenios 88:67–69.
“… si vuestra mira está puesta únicamente en mi gloria”
En estos versículos, el Señor nos ofrece una de las claves más profundas para experimentar revelación, poder espiritual y comunión con lo divino: nuestra mirada, nuestro enfoque, debe estar centrado en Su gloria.
“Y si vuestra mira está puesta únicamente en mi gloria, todo vuestro cuerpo se llenará de luz…”
Imagina a una persona que camina por un sendero en medio de la oscuridad, llevando una lámpara. Mientras su atención se centra en esa luz, no tropieza, no se desvía, y avanza con seguridad. Pero si aparta la vista, si se distrae con otras cosas, rápidamente puede perderse.
Así es con nosotros. Cuando ponemos nuestra mira únicamente en la gloria de Dios —es decir, cuando buscamos hacer Su voluntad por encima de todo—, Él promete que nuestro cuerpo se llenará de luz. No solo nuestra mente, sino todo nuestro ser. Esa luz nos vivifica, nos guía, y nos transforma.
El Señor no habla aquí de una entrega a medias, ni de un corazón dividido. Él dice “únicamente”. No basta con mirar a Su gloria una parte del tiempo. El discipulado real exige una consagración total.
“… y no habrá tinieblas en vosotros; y el cuerpo que está lleno de luz comprende todas las cosas.”
Esto no significa que lo sabremos todo de inmediato, sino que el Señor nos dará la capacidad de discernir con claridad, de ver con ojos espirituales, de comprender el propósito eterno de las cosas. La luz trae entendimiento, revelación, y paz.
En el versículo 68, el Señor repite Su invitación: “santificaos para que yo os haga puros.” No se nos pide ser perfectos de inmediato, sino santificarnos —apartarnos para Él, purificar nuestras intenciones, y permitir que Su gracia nos haga puros.
Y en el versículo 69, se nos exhorta a purificar el corazón, limpiar las manos y los pies, es decir, alinear nuestros deseos, nuestras acciones y nuestro andar diario con los caminos del Señor. Y el propósito final de esta preparación es glorioso: ser dignos de estar en Su presencia y servirle.
El profeta José Smith explicó el modo en que recibir la luz espiritual nos prepara para regresar a Dios: “Consideramos que Dios ha creado al hombre con una mente capaz de recibir instrucción, y una facultad que puede ser ampliada en proporción al cuidado y diligencia que se dé a la luz que se comunica del cielo al intelecto; y que cuanto más se acerca el hombre a la perfección, tanto más claros son sus pensamientos y tanto mayor su gozo, hasta que llega a vencer lo malo de su vida y pierde todo deseo de pecar; y al igual que los antiguos, llega a ese punto de la fe en que se halla envuelto en el poder y la gloria de su Hacedor, y es arrebatado para morar con Él. Pero consideramos que este es un estado que ningún hombre alcanzó jamás en un momento” (véase Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia: José Smith).
Cuando era miembro de la Primera Presidencia, el presidente Dieter F. Uchtdorf enseñó que el proceso de captación de la luz espiritual comienza cuando venimos a Dios: “Al acercarnos al Padre Celestial, nos volvemos más santos, y al llegar a ser más santos, venceremos la incredulidad y nuestra alma se llenará de Su bendita luz. Al poner nuestra vida en armonía con esa luz celestial, esta nos guía para salir de la oscuridad y encaminarnos a la luz mayor, la cual conduce a las obras indescriptibles del Espíritu Santo, y el velo entre el cielo y la tierra se puede volver más tenue” (“El amor de Dios”, Liahona, noviembre de 2009).
Estos versículos nos enseñan que la luz espiritual no es el resultado de suerte o de conocimiento intelectual, sino del enfoque del corazón. Si nuestra mirada está firmemente puesta en la gloria de Dios —por encima del ego, del mundo y de la vanidad—, entonces Él nos llenará de Su luz, nos purificará, y nos revelará Su voluntad.
En un mundo lleno de distracciones, esta escritura es una invitación poderosa:
“Pon tu mirada en mi gloria, y yo te llenaré de luz.”
Versículo 74: “Santificaos y enseñaos unos a otros la doctrina del reino.”
Este llamado enfatiza la necesidad de purificación personal y aprendizaje mutuo para estar preparados para la obra de edificar Sión y para la Segunda Venida.
“Santificaos”
La santificación implica un proceso de purificación y dedicación a Dios. Es el resultado de la fe, el arrepentimiento, la obediencia y el poder redentor de la Expiación de Jesucristo. Este mandato llama a los santos a separarse de las influencias del mundo y alinearse completamente con las leyes y propósitos divinos.
El presidente Russell M. Nelson declaró: “La santificación es un don del Espíritu Santo, que nos purifica y nos permite vivir en la presencia de Dios” (Conferencia General, abril de 2019). La santificación no es un evento único, sino un proceso continuo. Requiere esfuerzo constante y la disposición de sacrificar aquello que nos impide acercarnos más a Dios.
“Y enseñaos unos a otros”
Este mandato subraya la responsabilidad mutua de los santos de compartir conocimiento y edificarse unos a otros en el Evangelio. Enseñarse mutuamente fortalece la fe colectiva y fomenta un espíritu de unidad y comunidad entre los miembros de la Iglesia.
El presidente Henry B. Eyring dijo: “Cuando enseñamos a otros, el Espíritu nos ayuda a entender mejor la verdad y a reforzar nuestra fe” (Conferencia General, octubre de 2009). Este principio muestra que enseñar no es solo para el beneficio del receptor, sino también para el maestro. En el proceso de enseñar, nuestras propias convicciones se profundizan y nuestro entendimiento se amplía.
“La doctrina del reino”
La “doctrina del reino” se refiere a los principios y verdades del Evangelio de Jesucristo. Estas doctrinas incluyen la fe en Cristo, el arrepentimiento, los convenios, las ordenanzas y las enseñanzas relacionadas con el plan de salvación. Este conocimiento no solo debe ser aprendido, sino también aplicado y compartido.
El presidente Ezra Taft Benson enseñó: “El estudio y la enseñanza de las doctrinas del Evangelio son esenciales para fortalecer nuestra fe y la de nuestras familias” (Conferencia General, octubre de 1986). Este mandato nos recuerda que el conocimiento del Evangelio tiene un propósito transformador: al aprender y enseñar, los santos se preparan para la edificación de Sión y para regresar a la presencia de Dios.
El versículo 74 llama a los santos a participar activamente en dos procesos interrelacionados: santificarse y enseñar la doctrina del Evangelio. La santificación nos prepara espiritualmente para recibir más luz y conocimiento, mientras que enseñar fortalece tanto al maestro como al aprendiz en el camino hacia la exaltación.
El élder David A. Bednar destacó: “Enseñar y aprender son aspectos fundamentales del plan de salvación. No solo aprendemos para nuestro beneficio, sino para bendecir a los demás” (Conferencia General, abril de 2015). Este enfoque en la enseñanza como una responsabilidad mutua subraya la importancia de edificar la fe colectiva en la Iglesia.
Este versículo nos invita a reflexionar: ¿Estamos trabajando activamente en nuestra santificación? ¿Estamos compartiendo las verdades del Evangelio con nuestra familia y comunidad? Al hacerlo, cumplimos con el propósito de ayudarnos mutuamente a alcanzar el reino de Dios, fortaleciendo nuestra propia fe y la de quienes nos rodean.
Doctrina y Convenios 88:77–78
Os doy un mandamiento de que os enseñéis los unos a los otros la doctrina del reino. Enseñad con diligencia, y mi gracia os acompañará, para que seáis instruidos más perfectamente… en todas las cosas que pertenecen al reino de Dios y que sea conveniente que entendáis.
Alma explicó que Dios dio mandamientos a los antiguos solo después de haberles enseñado el plan de redención (Alma 12:32). Doctrina y Convenios 88:77–78 establece un concepto similar: primero se debe enseñar la doctrina, y luego, sobre esa base doctrinal, enseñar el comportamiento.
Una vez que las personas comprenden la doctrina y el plan de salvación, entonces entienden por qué deben hacer ciertas cosas y abstenerse de hacer otras. Algunos descarriados solo son recuperados al escuchar el testimonio puro de la sana doctrina (Alma 4:19).
El élder Boyd K. Packer enseñó: “La doctrina verdadera, comprendida, cambia actitudes y comportamiento. El estudio de las doctrinas del Evangelio mejorará la conducta más rápidamente que el estudio del comportamiento… Por eso recalcamos con tanta firmeza el estudio de las doctrinas del Evangelio” (Liahona, noviembre de 1986, pág. 17).
En resumen, la doctrina explica el porqué. En algunos casos, también enseña el cómo. La sana doctrina ilumina la mente y aquieta el corazón.
Este pasaje revela un principio central en la enseñanza del Evangelio: la doctrina es el fundamento del discipulado verdadero. No basta con exhortar al cambio de comportamiento o imponer reglas. El cambio genuino y duradero proviene de comprender el plan de Dios, Su carácter, y Sus propósitos eternos.
Cuando el Señor manda a enseñar «la doctrina del reino», no se refiere a ideas humanas o motivación superficial, sino a verdades eternas como la Expiación de Cristo, la fe, el arrepentimiento, los convenios, la resurrección, el juicio y la vida eterna. Estas verdades dan sentido a los mandamientos y llenan de poder espiritual a quienes las entienden.
El consejo del élder Packer subraya esta verdad: intentar mejorar la conducta sin doctrina es como intentar curar una enfermedad solo tratando los síntomas. Pero cuando la doctrina se comprende, el corazón cambia, los deseos se refinan y el comportamiento se transforma naturalmente. Además, cuando enseñamos con diligencia, como lo indica la sección 88, la gracia del Señor nos asiste, dándonos entendimiento y poder para edificar a los demás.
Doctrina y Convenios 88:77–78 nos enseña que la enseñanza de la doctrina verdadera es un mandato divino y la base para todo cambio espiritual genuino. Al conocer el plan de redención y los principios eternos, las personas encuentran sentido, propósito y motivación para obedecer.
La doctrina explica el porqué, orienta el cómo, y moldea el quién. Por eso, enseñar el Evangelio no debe centrarse primero en reglas o normas externas, sino en el glorioso mensaje de salvación en Cristo. Cuando la doctrina entra en el corazón, la gracia del Señor hace lo demás: transforma al alma, eleva la conducta y establece el reino de Dios dentro de nosotros.
Versículo 87: “Porque de aquí a poco tiempo, la tierra temblará y se tambaleará como un borracho; y el sol esconderá su faz y se negará a dar luz; y la luna será bañada en sangre; y las estrellas se irritarán extremadamente, y se lanzarán hacia abajo como el higo que cae de la higuera.”
Este versículo describe los acontecimientos catastróficos que precederán la Segunda Venida de Cristo, recordando a los santos la urgencia de prepararse espiritualmente.
“Porque de aquí a poco tiempo”
Esta frase enfatiza la proximidad y certeza de los eventos profetizados relacionados con la Segunda Venida de Cristo. Aunque “poco tiempo” puede interpretarse desde una perspectiva eterna, señala la inevitabilidad de estos acontecimientos.
El presidente Dallin H. Oaks declaró: “El Señor no nos ha dado un tiempo exacto para Su venida, pero nos ha dado señales claras para prepararnos” (Conferencia General, abril de 2004). Este llamado a la preparación nos recuerda que debemos vivir constantemente en un estado de preparación espiritual, sin importar cuándo ocurran estos eventos.
“La tierra temblará y se tambaleará como un borracho”
Este simbolismo describe eventos físicos y espirituales que acompañarán los juicios de Dios sobre la tierra. Los terremotos y otros desastres naturales simbolizan el poder de Dios y Su capacidad para alterar el mundo físico en cumplimiento de Sus propósitos.
El élder Neal A. Maxwell dijo: “Los terremotos, tanto físicos como espirituales, son recordatorios de nuestra dependencia de Dios y de Su control sobre la creación” (Conferencia General, octubre de 1988). Este pasaje nos invita a reflexionar sobre nuestra preparación espiritual frente a los juicios divinos, recordando que la humildad y la fe nos fortalecen ante las pruebas.
“El sol esconderá su faz y se negará a dar luz”
La oscuridad del sol simboliza un cambio dramático en el orden natural, pero también refleja una pérdida simbólica de luz espiritual en el mundo debido al pecado y la apostasía. Esto señala la importancia de buscar la luz de Cristo en tiempos de oscuridad.
El presidente Russell M. Nelson enseñó: “Aunque las tinieblas puedan cubrir la tierra, la luz de Cristo nunca será extinguida para aquellos que lo buscan” (Conferencia General, abril de 2020). Este simbolismo nos motiva a buscar la luz de Cristo y a ser una fuente de luz para los demás en momentos de confusión y desesperación.
“La luna será bañada en sangre”
La luna bañada en sangre es un símbolo apocalíptico que refleja el cumplimiento de los juicios de Dios y la gravedad de los eventos que precederán la Segunda Venida. Es un recordatorio visual de la seriedad del arrepentimiento y la preparación espiritual.
El élder Bruce R. McConkie explicó: “Estas señales en los cielos son advertencias divinas para que los hombres se arrepientan y se preparen para el día del juicio” (Doctrina Mormona, pág. 687). Este pasaje nos recuerda que los juicios de Dios están diseñados para llamar a Sus hijos al arrepentimiento y la conversión.
“Las estrellas se irritarán extremadamente, y se lanzarán hacia abajo como el higo que cae de la higuera”
Las estrellas cayendo representan un cambio catastrófico en el cosmos, que acompaña los eventos de los últimos días. Este simbolismo refleja tanto la magnitud del poder de Dios como el cumplimiento de Sus juicios en el universo.
El presidente Spencer W. Kimball enseñó: “Las señales celestiales no son casuales, sino manifestaciones de que Dios está cumpliendo Su plan” (Conferencia General, abril de 1976). Este pasaje refuerza la idea de que Dios gobierna el universo y utiliza estos eventos para llamar la atención de Sus hijos hacia Su plan eterno.
El versículo 87 es una descripción poderosa de los eventos que precederán la Segunda Venida de Cristo, señalando juicios y cambios cósmicos que sirven como advertencias para que los hijos de Dios se arrepientan y se preparen. Estas señales no solo manifiestan el poder de Dios, sino que también tienen un propósito redentor al llamar a todos a regresar a Él.
El presidente Henry B. Eyring enseñó: “Las señales de los tiempos están diseñadas para recordarnos que el Señor está al mando y que debemos confiar en Él y en Su plan” (Conferencia General, abril de 2005). Este versículo nos invita a reflexionar sobre nuestra preparación espiritual y a vivir con una fe activa y constante, buscando la luz de Cristo en medio de cualquier oscuridad que pueda sobrevenir.
Doctrina y Convenios 88:118
Y por cuanto no todos tienen fe, buscad diligentemente y enseñáos el uno al otro palabras de sabiduría; sí, buscad en los mejores libros palabras de sabiduría; buscad conocimiento, tanto por el estudio como por la fe.
Todos pasamos por etapas en la vida en que nuestro depósito de fortaleza espiritual se siente bajo. Nos preguntamos cómo podemos aumentar nuestra fe para alcanzar nuevas alturas en nuestro desarrollo espiritual.
La fe es un don de Dios que se concede a quienes lo buscan con diligencia. Alma nos exhortó a “despertar y avivar nuestras facultades, aunque sea para poner a prueba sus palabras y ejercer una partícula de fe” (Alma 32:27).
Nuestra fe y testimonio se fortalecen mediante el estudio y la meditación, y al ejercer constantemente la fe. Al buscar diligentemente las cosas eternas, al deleitarnos sinceramente en las palabras de vida eterna, y al comprometernos activamente en buenas causas, nuestra fe se fortalece.
No se edifica la fe leyendo cualquier libro. Existe una jerarquía de “los mejores libros”: algunos ofrecen buen entretenimiento, pero no son tesoros de verdad; otros brindan sabiduría, pero no fortalecen espiritualmente. Los mejores libros son aquellos que nos conducen a Dios y a Su verdad.
Este versículo y su análisis revelan la interconexión entre el conocimiento, la fe y el crecimiento espiritual. El Señor reconoce que no todos tienen fe en igual medida, por eso nos exhorta a buscar palabras de sabiduría y enseñarnos mutuamente, como un acto de amor, paciencia y edificación mutua dentro del cuerpo de Cristo.
La instrucción de buscar en “los mejores libros” nos enseña que el conocimiento espiritual no solo se obtiene por medios sobrenaturales, sino también por estudio, disciplina, reflexión y experiencias diarias de fe. El equilibrio entre “el estudio” (razón, análisis) y “la fe” (revelación, sensibilidad espiritual) es clave para el discipulado maduro.
El consejo de Alma en el capítulo 32 conecta con esta idea al señalar que la fe comienza como una semilla, y que al nutrirse con diligencia—por medio del estudio de la palabra y la práctica activa del bien—esa fe crece hasta dar fruto.
Finalmente, el concepto de jerarquía entre los libros nos llama a discernir cuidadosamente nuestras fuentes de conocimiento. No todo lo que se considera sabio en el mundo alimenta el alma. Los “mejores libros” son aquellos que orientan la mente hacia la verdad eterna, alimentan el espíritu, y nos acercan a Cristo.
La búsqueda de sabiduría espiritual requiere tanto esfuerzo intelectual como fe sincera. En una época donde abundan las voces y los libros, el Señor nos guía a enfocar nuestra mente y corazón en lo que verdaderamente edifica, en lo que nos acerca a Él y a Su verdad.
Este versículo nos recuerda que la fe no es pasiva, sino algo que se cultiva y fortalece con intención: mediante el estudio de las Escrituras, la meditación profunda, la búsqueda diligente de verdad, y el servicio activo en el reino de Dios. Así, al combinar el conocimiento con la fe, seremos fortalecidos espiritualmente y capacitados para instruir y edificar a otros en el camino del discipulado.
Versículo 119: “Organizaos; preparad todo lo que fuere necesario; y estableced una casa, sí, una casa de oración, una casa de ayuno, una casa de fe, una casa de instrucción, una casa de gloria, una casa de orden, una casa de Dios.”
Este mandato recalca la importancia de los templos como centros espirituales. También establece la necesidad de orden y preparación en todos los aspectos de la vida personal y colectiva.
“Organizaos”
El mandato de organizarse refleja la importancia del orden en el plan de Dios. La organización es un principio eterno que garantiza que Su obra se lleve a cabo con eficiencia y propósito. Este llamado también se aplica a los individuos y familias, quienes deben organizar sus vidas de acuerdo con las leyes divinas.
El presidente Russell M. Nelson enseñó: “El Señor nos pide que nos organicemos en nuestras vidas, hogares y comunidades para ser más efectivos en Su obra” (Conferencia General, abril de 2021). Este principio destaca que la preparación espiritual y temporal requiere orden y planificación, tanto a nivel personal como colectivo.
“Preparad todo lo que fuere necesario”
La preparación es un principio clave del Evangelio. Esta frase indica que el esfuerzo y la diligencia son esenciales para cumplir con los propósitos del Señor. La preparación incluye tanto aspectos espirituales (como la santificación) como temporales (recursos y estructuras).
El élder D. Todd Christofferson dijo: “La preparación es una manifestación de nuestra fe en el Señor. Nos prepara para recibir Sus bendiciones cuando llegue el momento” (Conferencia General, octubre de 2010). Este llamado nos recuerda que el Señor espera que actuemos con responsabilidad y anticipación en todas las áreas de nuestra vida.
“Y estableced una casa”
El mandato de establecer una casa se refiere a la construcción de templos, que son lugares sagrados dedicados al Señor. Los templos son el corazón de la adoración en el Evangelio, donde los santos realizan ordenanzas esenciales para su exaltación.
El presidente Gordon B. Hinckley explicó: “El templo es un lugar donde el cielo se encuentra con la tierra, un refugio de paz en un mundo turbulento” (Conferencia General, abril de 1998). Esta frase también puede aplicarse a los hogares, que deben ser lugares donde reine el Espíritu del Señor, reflejando los principios de un templo.
“Una casa de oración, una casa de ayuno”
El Señor define el propósito de Su casa como un lugar de devoción, donde los santos pueden buscarlo mediante la oración y el ayuno. Estas prácticas son fundamentales para fortalecer la fe y recibir guía divina.
El élder David A. Bednar enseñó: “La oración y el ayuno son vehículos mediante los cuales buscamos revelación y fortaleza espiritual” (Conferencia General, abril de 2008). Esta frase nos invita a hacer de nuestros hogares y del templo lugares de comunión constante con Dios.
“Una casa de fe, una casa de instrucción”
Los templos y los hogares deben ser lugares donde se edifique la fe y se enseñen los principios del Evangelio. El conocimiento espiritual recibido en el templo y en el hogar fortalece a los santos para enfrentar los desafíos de la vida.
El presidente Boyd K. Packer declaró: “La instrucción que se recibe en el templo es esencial para entender nuestro propósito eterno” (Conferencia General, octubre de 1980). Esto destaca la responsabilidad de aprender y enseñar continuamente en un entorno espiritualmente enriquecedor.
“Una casa de gloria, una casa de orden”
Los templos son casas de gloria, dedicadas a la obra del Señor y llenas de Su Espíritu. También son casas de orden, donde las ordenanzas sagradas se realizan según patrones establecidos por revelación. Este modelo de gloria y orden también debe reflejarse en nuestros hogares.
El presidente Howard W. Hunter enseñó: “Nuestro hogar puede ser un santuario de fe, amor y orden, un reflejo del templo” (Conferencia General, octubre de 1994). Este principio nos llama a hacer de nuestra vida y hogar un lugar digno de la presencia del Espíritu.
“Una casa de Dios”
Este mandato señala que el templo es literalmente la casa del Señor, un lugar donde Su presencia puede sentirse de manera poderosa. También nos recuerda que nuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo y deben ser tratados como casas de Dios.
El presidente Thomas S. Monson dijo: “Los templos son lugares sagrados donde podemos encontrar paz y guía divina en medio de los desafíos del mundo” (Conferencia General, abril de 2011). Esta frase nos invita a vivir de manera que nuestros hogares y cuerpos reflejen la santidad y la dedicación que caracteriza a la casa de Dios.
El versículo 119 subraya la importancia del orden, la preparación y la santidad en la construcción y el mantenimiento de los templos y nuestros hogares. Los templos son lugares esenciales para la adoración y la instrucción, pero este principio también puede aplicarse a nuestros propios hogares, que deben ser refugios espirituales donde el Espíritu del Señor pueda morar.
El presidente Russell M. Nelson enseñó: “El templo y el hogar deben ser centros de aprendizaje espiritual donde podamos prepararnos para la vida eterna” (Conferencia General, octubre de 2018). Este versículo nos llama a esforzarnos continuamente por alinear nuestras vidas con los principios divinos, convirtiendo todos los aspectos de nuestra existencia en un reflejo del reino de Dios.
Versículo 124: “Cesad de ser ociosos; cesad de ser impuros; cesad de criticaros el uno al otro; cesad de dormir más de lo necesario; acostaos temprano para que no os fatiguéis; levantaos temprano para que vuestros cuerpos y vuestras mentes sean vigorizados.”
Este consejo práctico destaca la importancia de un estilo de vida ordenado y disciplinado como parte del proceso de santificación personal.
“Cesad de ser ociosos”
Este mandato subraya la importancia de la diligencia en la vida de los santos. La ociosidad se opone al progreso espiritual y temporal, ya que lleva a la complacencia y al estancamiento. La doctrina enseña que el trabajo, tanto físico como espiritual, es un principio divino que nos ayuda a desarrollar carácter y servir a los demás.
El presidente Gordon B. Hinckley enseñó: “El trabajo es la esencia misma de la vida; sin él, no hay progreso ni propósito” (Conferencia General, abril de 1997). Este principio nos invita a ocuparnos en buenas obras y a ser productivos, recordando que el servicio a Dios y a los demás es una forma elevada de actividad.
“Cesad de ser impuros”
La pureza incluye la pureza de pensamientos, palabras y acciones. Este mandato llama a los santos a evitar cualquier cosa que pueda contaminar el alma, ya sea inmoralidad, deshonestidad o cualquier forma de pecado. La pureza es esencial para mantener la compañía del Espíritu Santo.
El presidente Thomas S. Monson dijo: “La pureza personal es el fundamento sobre el cual construimos una relación duradera con Dios” (Conferencia General, abril de 2011). Este llamado a la pureza nos recuerda que nuestras elecciones diarias deben alinearse con las normas de Dios para asegurar nuestra santificación.
“Cesad de criticaros el uno al otro”
Este mandato subraya la necesidad de cultivar amor y unidad entre los santos, evitando la crítica y el juicio. Las críticas destructivas socavan la fe y la confianza en la comunidad, mientras que el apoyo y la compasión edifican y fortalecen.
El presidente Dieter F. Uchtdorf enseñó: “En lugar de juzgar a los demás, tratemos de mostrar el mismo amor y paciencia que el Salvador nos ha mostrado” (Conferencia General, abril de 2012). Este principio nos invita a reemplazar la crítica con palabras de aliento y comprensión, promoviendo así la unidad y el amor fraternal.
“Cesad de dormir más de lo necesario”
Este consejo promueve el equilibrio entre el descanso y la actividad. Dormir en exceso puede ser una forma de ociosidad que roba tiempo valioso que podría usarse para el crecimiento espiritual, el servicio y el trabajo.
El élder Dallin H. Oaks enseñó: “La disciplina en nuestro horario diario, incluyendo el sueño, es esencial para un progreso constante” (Conferencia General, abril de 2007). Este llamado al equilibrio nos recuerda que debemos utilizar sabiamente el tiempo que se nos ha dado, evitando el exceso en cualquier forma.
“Acostaos temprano para que no os fatiguéis; levantaos temprano para que vuestros cuerpos y vuestras mentes sean vigorizados”
Este consejo resalta la importancia del autocuidado y la disciplina diaria. Acostarse temprano y levantarse temprano permite mantener el cuerpo y la mente en óptimas condiciones para servir al Señor y cumplir con nuestras responsabilidades.
El presidente Brigham Young dijo: “Las horas de la mañana son las mejores para el trabajo, la meditación y la adoración. Levántense temprano y consagren sus esfuerzos a Dios” (Discourses of Brigham Young, pág. 271). Este principio combina el cuidado físico con la preparación espiritual, enseñando que el orden en nuestras vidas trae fortaleza y claridad.
El versículo 124 es una guía práctica para vivir una vida disciplinada y enfocada espiritualmente. Nos recuerda que debemos evitar la ociosidad, la impureza y la crítica, mientras promovemos el equilibrio, el trabajo diligente y el cuidado del cuerpo y la mente. Estas acciones nos preparan para ser más efectivos en la obra del Señor y para disfrutar de una mayor paz y vigor en nuestras vidas.
El presidente Russell M. Nelson declaró: “La disciplina personal y el enfoque en las cosas importantes nos llevan a una vida más rica y satisfactoria en el servicio del Señor” (Conferencia General, abril de 2021). Este versículo nos invita a evaluar nuestras prioridades y a vivir de manera que estemos física, mental y espiritualmente preparados para cumplir con los propósitos de Dios en nuestra vida.
Versículo 125: “Y sobre todo, vestíos, como con un manto, con el vínculo de la caridad, que es el vínculo de la perfección y de la paz.”
La caridad es presentada como la virtud suprema que unifica, santifica y trae paz. Es esencial para la perfección espiritual y la convivencia entre los santos.
“Y sobre todo”
La expresión “sobre todo” resalta la importancia suprema de lo que sigue: la caridad. Este mandato establece que, entre todas las virtudes y prácticas cristianas, la caridad ocupa un lugar central y prioritario.
El élder Jeffrey R. Holland enseñó: “De todas las virtudes, la caridad es la más importante porque es el amor puro de Cristo” (Conferencia General, octubre de 2007). Este llamado nos recuerda que, aunque muchas virtudes son esenciales, la caridad debe ser la base de nuestra vida espiritual.
“Vestíos, como con un manto”
Vestirse con la caridad, “como con un manto”, implica que esta virtud debe envolvernos completamente, siendo visible en nuestras acciones, pensamientos y actitudes. Así como un manto protege y cubre, la caridad cubre nuestras imperfecciones y las de los demás mediante el amor y la compasión.
El presidente Thomas S. Monson dijo: “El amor que sentimos hacia los demás es el reflejo del amor que sentimos por nuestro Salvador” (Conferencia General, octubre de 2014). Este símbolo sugiere que la caridad no debe ser solo un atributo interno, sino también una cualidad externa que otros puedan reconocer en nuestras interacciones diarias.
“Con el vínculo de la caridad”
La caridad es descrita como un vínculo que une a los hijos de Dios. Este vínculo crea unidad y armonía entre los santos, edificando la comunidad y fortaleciendo las relaciones basadas en el amor cristiano.
El presidente Russell M. Nelson explicó: “El vínculo de la caridad es el amor puro de Cristo, el cual une los corazones de Su pueblo en un propósito común” (Conferencia General, abril de 2021). Este vínculo no solo une a las personas entre sí, sino que también las une a Cristo, el ejemplo supremo de amor y caridad.
“Que es el vínculo de la perfección y de la paz”
La caridad no solo une, sino que también perfecciona. Es el atributo más elevado que podemos desarrollar y el fundamento de la paz verdadera. Al vivir con caridad, reflejamos la naturaleza de Cristo y avanzamos en el proceso de llegar a ser perfectos en Él.
El élder Dieter F. Uchtdorf enseñó: “La caridad es la perfección del amor. Trae paz a nuestras almas y nos acerca al Salvador” (Conferencia General, octubre de 2010). Este principio muestra que la caridad no solo nos transforma, sino que también crea un entorno de paz en nuestras vidas y en nuestras comunidades.
El versículo 125 nos enseña que la caridad es esencial para alcanzar la perfección y la paz que Cristo promete a Sus seguidores. Este amor puro debe envolver cada aspecto de nuestra vida, sirviendo como el vínculo que nos une con Dios y con los demás. La caridad no es simplemente un sentimiento, sino una disposición activa para amar, perdonar y servir a los demás, incluso cuando no es fácil.
El presidente Gordon B. Hinckley declaró: “Si hay algo que debemos cultivar en nuestras vidas, es el espíritu de la caridad, el verdadero amor de Cristo” (Conferencia General, octubre de 1997). Este versículo nos invita a reflexionar: ¿Estamos verdaderamente revestidos con la caridad? Al esforzarnos por emular este atributo divino, nos acercamos más a la perfección y experimentamos la paz que solo el Salvador puede dar.
Doctrina y Convenios 88:125
Y sed llenos de amor hacia todos los hombres, y hacia los hermanos en la fe, y que la virtud adorne vuestros pensamientos incesantemente; entonces vuestra confianza se fortalecerá en la presencia de Dios. “La caridad es el amor puro de Cristo, y permanece para siempre” (Moroni 7:47).
Pero, ¿cómo hacemos que la caridad viva en nuestros corazones?
El élder Marvin J. Ashton observó: “Quizás la mayor caridad se manifiesta cuando somos amables unos con otros, cuando no juzgamos ni clasificamos a los demás, cuando simplemente les damos el beneficio de la duda o permanecemos en silencio.
La caridad es aceptar las diferencias, debilidades y defectos de alguien; tener paciencia con quien nos ha fallado; o resistir el impulso de ofendernos cuando alguien no actúa como esperábamos.
La caridad es rehusarse a aprovecharse de las debilidades de otro y estar dispuesto a perdonar a quien nos ha herido.
La caridad es esperar lo mejor de los demás” (Liahona, mayo de 1992, pág. 19).
Ejercemos la caridad al conocer el corazón del otro, al extender bondad, al hacer cosas pequeñas con gran amor. La caridad es nuestro amor por el Señor, manifestado en nuestro amor por los demás.
La caridad, descrita como el “amor puro de Cristo” (Moroni 7:47), es más que un sentimiento afectuoso o una expresión de simpatía. Es una virtud divina que transforma el alma y modela la manera en que interactuamos con el prójimo. En Doctrina y Convenios 88:125, el Señor vincula directamente el amor hacia todos los hombres con la pureza de pensamientos y la confianza ante Dios. Esto sugiere que la caridad no solo bendice nuestras relaciones humanas, sino que también fortalece nuestra relación con el cielo.
El énfasis del élder Ashton en la caridad práctica y silenciosa es profundamente revelador. No se trata solo de grandes gestos, sino de pequeñas decisiones cotidianas llenas de compasión, paciencia y comprensión. Caridad es callar en vez de criticar, perdonar en vez de resentirse, ver con ojos de misericordia en vez de con juicio. Es, en esencia, ver a los demás como el Salvador los ve.
Cuando ejercemos caridad, participamos de la naturaleza divina de Cristo. Esta virtud nos cambia internamente y nos permite reflejar el amor del Señor en nuestra conducta y palabras. Así, la caridad se convierte no solo en un ideal, sino en una forma concreta de ser discípulos.
La caridad es la esencia del carácter de Cristo y el mandamiento más alto de Su Evangelio. No se manifiesta en palabras grandilocuentes, sino en actos de bondad cotidianos, en cómo tratamos a quienes nos rodean, especialmente cuando es más difícil hacerlo.
Doctrina y Convenios 88:125 nos llama a ser “llenos de amor” y a dejar que la virtud adorne nuestros pensamientos. Esta combinación de amor y pureza interior nos capacita para tener confianza ante Dios, sabiendo que estamos en armonía con Su voluntad.
En un mundo que promueve el juicio y la división, vivir con caridad es un acto de fe y de poder espiritual. Es la prueba de que amamos verdaderamente al Señor cuando aprendemos a amar como Él ama. Por tanto, cultivar la caridad es caminar con Cristo y llegar a ser como Él.























