
El Gobierno de Dios
por John Taylor
Capítulo 3
Sobre la incompetencia de los
medios utilizado por el hombre
para regenerar el mundo
Me propongo en este capítulo mostrar la incompetencia de los medios que el hombre ha utilizado para llevar a cabo los propósitos de Dios: el establecimiento de Su Reino, o el reinado milenario.
Ahora bien, si se trata del Reino de Dios lo que ha de establecerse, debe ser introducido por Dios. Él no solo debe ser su originador, sino también su controlador, y cualquier medio que no cumpla con estos requisitos necesariamente fracasará en el propósito deseado.
Los grandes males que actualmente existen en el mundo son consecuencia del alejamiento del hombre de Dios. Esto ha introducido la degeneración y la impotencia, y solo un retroceso en su camino y un retorno a Dios pueden lograr una restauración.
Dios otorgó al hombre el albedrío moral como cabeza del mundo, bajo Su autoridad. El hombre ha usurpado la autoridad absoluta y ha asumido el gobierno y el dominio sin Dios. La consecuencia natural de esto es que hemos heredado todos los males de los que ya he hablado, y solamente la sabiduría, bondad, poder y compasión de Dios pueden librarnos de ellos, restaurar la tierra a su excelencia original y devolver al hombre la posesión de aquellas bendiciones que perdió por su transgresión.
Emperadores, reyes, príncipes, potentados, estadistas, filósofos e iglesias han intentado durante siglos producir este estado de cosas; pero todos han fracasado rotundamente, al no haber obtenido su sabiduría de la fuente correcta. Y todos los medios humanos utilizados actualmente para mejorar la condición del mundo fracasarán, como todos los medios humanos lo han hecho siempre.
Hay quienes suponen que la influencia del cristianismo, tal como se predica y administra en la actualidad, traerá un reinado milenario de paz. Examinaremos brevemente este asunto.
Primero, consideremos las Iglesias griega y católica, tal como han existido durante siglos —sin examinar aquí sus doctrinas, sean correctas o no— ya que constituyen dos de las ramas más grandes de la Iglesia cristiana. Estas han gobernado, en mayor o menor medida, una gran parte de Europa en distintos momentos; y ¿cuál es la situación de los pueblos y naciones donde han ejercido su dominio? Ya hemos notado los efectos y tocado brevemente los males que prevalecen en esos países; y si Grecia y Rusia, o cualquier otra nación donde ha predominado la Iglesia griega, son un ejemplo justo de la influencia de esa iglesia, hay muy poca esperanza, si esa religión se difundiera más ampliamente, de que los resultados fueran más beneficiosos, pues si ha fracasado en pocas naciones al intentar mejorar su condición, necesariamente fracasaría en beneficiar al mundo si se extendiera por él.
Tampoco nos volvemos con mejor expectativa hacia la religión católica. ¿De qué beneficio ha sido para las naciones donde ha predominado más? ¿Ha habido menos guerras, menos animosidad, menos matanzas, menos males de cualquier tipo bajo su imperio? No se puede decir que haya sido limitada en su progreso o en sus operaciones. Ha tenido dominio absoluto en España, Roma, y gran parte de Italia, en Francia y México durante generaciones, sin mencionar muchos estados menores. ¿Ha aumentado la felicidad de esas naciones del mundo?
No necesito aquí referirme a la historia de los valdenses, albigenses y hugonotes, ni a la de las Cruzadas, en las que participaron tantos reyes cristianos; ni a las tristes divisiones, guerras y conmociones, derramamiento de sangre y carnicerías que han existido entre estos pueblos, pues su historia es bien conocida. Y la posición actual tanto de la Iglesia griega como de la romana presenta un espectáculo que dista mucho de ser alentador como para hacernos creer que, si el mundo estuviera bajo su influencia, resultaría un reinado milenario de paz y rectitud.
Y que nadie diga que estas iglesias no han tenido una oportunidad justa para desarrollarse, pues su religión ha prevalecido y ha sido fomentada en esas naciones. Han ejercido dominio universal, en diferentes épocas, por generaciones. Los reyes, concilios y legislaturas han sido católicos o griegos. En Roma, el Papa ha gobernado con supremacía, y también durante cierto tiempo en Lombardía, Rávena y otros estados. En Grecia, el Patriarca de Constantinopla; y en Rusia, el Emperador es la cabeza de la iglesia.
Pero me parece oír a los protestantes decir: “Estamos completamente de acuerdo contigo hasta aquí, pero hemos colocado el cristianismo sobre otra base.” Examinemos este asunto por un momento.
La pregunta que naturalmente sigue sería: ¿Qué han logrado las reformas de Calvino, Lutero y otros reformadores para el mundo? Podemos notar que Dinamarca, Suecia, Prusia, gran parte de Alemania, Holanda y Suiza, así como Inglaterra y los Estados Unidos, son protestantes. ¿Qué podemos decir de ellas? Que forman parte del mundo desorganizado y han manifestado las mismas actitudes desafortunadas que otras partes. La reforma no ha cambiado sus disposiciones ni sus circunstancias. Vemos entre ellas las mismas ambiciones, codicias y actitudes imprudentes, y, en consecuencia, las mismas guerras, derramamientos de sangre, pobreza, miseria y angustia; y millones de seres humanos han sido sacrificados en el altar de su orgullo, ambición, codicia y sed de fama y gloria nacional.
La Reforma de la Iglesia de Inglaterra deja mucho que desear respecto al crédito de esa iglesia. Me refiero a Enrique VIII y al curso vacilante que tomaron algunos de sus primeros reformadores; así como a su persecución de quienes se oponían a ella en materia de fe religiosa.
Podría también mencionar la intolerancia religiosa de Calvino en Ginebra, de Knox en Escocia, y de otros reformadores; pero, como estos son asuntos individuales, los dejaré de lado. Si miramos a las naciones cristianas en conjunto, vemos un panorama verdaderamente lamentable: un retrato miserable de una humanidad pobre, degenerada y caída. Vemos a naciones cristianas enfrentadas contra otras naciones cristianas en batalla, con los ministros cristianos de cada nación cristiana invocando al Dios cristiano para que les conceda la victoria sobre sus enemigos. ¡Cristianos! ¡Y adoradores del mismo Dios!
Así, la Inglaterra cristiana se ha enfrentado a la Francia cristiana; la Rusia cristiana contra la Prusia cristiana; la España cristiana contra la Holanda cristiana; la Austria cristiana contra la Hungría cristiana; la Inglaterra cristiana contra los Estados Unidos cristianos; y los Estados Unidos cristianos contra el México cristiano. Sin mencionar las innumerables agresiones y conquistas de algunas de las naciones más grandes, no solo contra sus hermanos cristianos, sino también contra otras naciones del mundo.
Antes de que estas diversas naciones entrasen en guerra, sus ministros elevaron sus respectivas oraciones al mismo Dios; y si Él hubiera estado tan ofuscado como ellos, y hubiese escuchado sus plegarias, hace tiempo que se habrían destruido mutuamente, y el mundo cristiano habría sido despoblado. Después de sus oraciones, se han encontrado en lucha mortal; enemigo ha corrido contra enemigo con energía letal, y el clarín de la guerra, el estruendo de las armas y el rugido de los cañones han sido seguidos por gemidos de muerte, miembros destrozados, carnicería, sangre y muerte; y una miseria y angustia indecibles: hogares desolados, viudas solitarias y niños huérfanos. Y sin embargo, todas estas son naciones cristianas, hermanos cristianos, adoradores del mismo Dios.
El cristianismo ha prevalecido, en mayor o menor grado, durante mil ochocientos años. Si continuara tal como es ahora y se extendiera por el mundo en su forma actual, ¿qué lograría? ¿La redención y regeneración del mundo? No, en verdad. Sus más firmes partidarios y más fervientes defensores dirían: no. Porque las mismas causas siempre producen los mismos efectos: y si ha fracasado en regenerar a las naciones donde ha tenido pleno dominio durante generaciones, necesariamente fracasará en regenerar al mundo. Si ha fallado en una cosa pequeña, ¿cómo podrá lograr una grande?
Algunas de las iglesias evangélicas y reformadores modernos me dirán que lo anterior no es cristianismo; que es solo una forma externa, no el espíritu ni la vida. Pero se trata del cristianismo nacional, y es de las naciones, del mundo y su redención, de lo que estamos hablando. Pero, para que no crean que estoy siendo injusto al hacer esta aplicación, examinaré brevemente su posición.
¿Cuál de las sectas o partidos es la buena, evangélica y pura? ¿La Iglesia de Inglaterra, los metodistas, los presbiterianos, los independientes, los bautistas, los universalistas? ¿O cuál de los cientos de sectas que inundan la cristiandad? Porque no están de acuerdo entre sí; existe tanta diferencia desafortunada entre ellos como entre las naciones. No tienen, por supuesto, el poder de actuar a nivel nacional; pero, como sectas individuales, hay tanta virulencia, discordia, división y contienda entre ellos como entre cualquier otro grupo. Hay secta contra secta, partido contra partido, ensayo polémico contra ensayo polémico; discusión tras discusión; y palabras duras, sentimientos amargos, disputas airadas, peleas, odio y rencor prevalecen en grado alarmante. Y en muchos casos, basta con que un miembro de una familia tenga una creencia religiosa diferente —no importa cuán sincero sea— para que eso cause su expulsión del hogar.
En realidad, si observamos el cristianismo tal como se manifiesta entre las sociedades evangélicas de Inglaterra y los Estados Unidos, donde el protestantismo gobierna sin restricciones, ¿qué vemos? Nada más que un juego de azar, donde mil opiniones distraen al pueblo, cada uno reclamando su propia forma peculiar de adoración, y, como los atenienses, aferrándose con tenacidad a su dios favorito, no importa cuán absurdo o ridículo sea su fundamento.
Quiero remarcar, sin embargo, tanto a católicos como a protestantes, que hay mucho de bueno asociado a ambos sistemas, en la enseñanza de la moral, la virtud, la fe en Dios y en nuestro Señor Jesucristo; que hay miles de personas sinceras, honestas, buenas y virtuosas entre ellos, así como también entre las naciones; y que estos males han sido el resultado del desarrollo de siglos. “Los padres comieron uvas agrias, y los dientes de los hijos tienen la dentera.”
No es necesario hablar aquí de las sociedades misioneras, sociedades de tratados y sociedades evangélicas; porque si la fuente es impura, el arroyo también lo será; si el árbol es malo, el fruto también lo será. Sin duda es loable el objetivo de difundir la Biblia, toda información útil y hacer el bien en la medida de lo posible; pero hablar de evangelizar el mundo con eso, es una necedad.
Volvamos ahora por un momento la atención a otra sociedad formada recientemente en Europa, llamada “Sociedad de la Paz”, la cual ha celebrado varios congresos últimamente en Londres, Berlín y otros lugares, con representantes de muchas naciones europeas y de los Estados Unidos. Su objetivo es mejorar la condición del mundo y lograr una paz universal; pero, con todo respeto por sus sentimientos y con fervientes deseos de que tan feliz evento pudiera concretarse, debo disentir de sus puntos de vista.
La paz es algo deseable; es un don de Dios, y el mayor regalo que Dios puede conceder a los mortales. ¿Qué hay más deseable que la paz? Paz en las naciones, paz en las ciudades, paz en las familias. Como la suave brisa del céfiro, su influencia apacible calma el rostro preocupado, seca los ojos del dolor y ahuyenta la angustia del pecho; y si fuera universalmente experimentada, eliminaría la tristeza del mundo y haría de esta tierra un paraíso.
Pero la paz es un don de Dios. Jesús dijo a sus discípulos:
“La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da.” (Juan 14:27).
La persuasión moral siempre es buena, y es el mejor recurso que el hombre puede emplear; pero sin la intervención de Dios, será inútil.
Las naciones del mundo se han corrompido delante de Dios, y no estamos en condiciones de ser gobernados por principios elevados sin una regeneración. Si fueran puras y vivieran en el temor de Dios, sería otra cosa; pero el mundo, en su estado actual, no está compuesto del material adecuado para someterse a una intervención congresual del tipo que ahora se ha establecido. Los elementos no se combinan, y ningún poder, excepto el poder de Dios, puede lograrlo. Hemos llegado a los pies y dedos de la imagen nacional de Daniel; están compuestos de hierro y barro, que no se mezclan; no hay afinidad química entre los cuerpos. Como ha ocurrido en generaciones pasadas, las naciones fuertes se sienten independientes y capaces de manejar sus propios asuntos; y si las débiles se unen, es para protegerse de las fuertes. Los principios de agresión y defensa aún dominan en el corazón humano tanto como siempre lo han hecho. El mundo es hoy tan beligerante como siempre, y está tan lleno de conmoción e incertidumbre como en cualquier otra época.
Las disposiciones de las naciones, de reyes, gobernantes y pueblos, son las mismas. Las recientes revoluciones en Europa y el actual estado incierto de los asuntos políticos son una prueba evidente de ello. La atmósfera política de las naciones europeas está llena de combustión, y solo necesita ser encendida para que todo se consuma en una sola llama común. ¿Hablar de paz? ¡Si hay guerra en los consejos y gabinetes! Incertidumbre y desconfianza entre emperadores, reyes, presidentes y príncipes; guerra en las iglesias, en los clubes, camarillas y partidos que hoy agitan al mundo. Se susurra en los conciliábulos de medianoche, y se proclama a plena luz del día. El mismo espíritu penetra en el círculo social y deshace familias: el padre se enfrenta al hijo, y el hijo al padre; la madre a la hija, y la hija a la madre; y el hermano contra el hermano. Ese espíritu preside triunfante incluso en las asambleas de la “Sociedad de la Paz” y allí también siembra confusión, discordia y división.
Un mal moral, mortal, ha infundido su veneno en todo el mundo, y se necesita un remedio mucho más poderoso que el que se propone actualmente para mejorar su condición. Si no se arranca de raíz el mal, en vano intentamos regular las ramas; si la fuente es impura, en vano tratamos de purificar los arroyos. Los medios usados no son adecuados para el fin deseado, y a pesar de todos esos esfuerzos débiles e ineficaces, el mundo continuará en su estado enfermizo actual, a menos que se aplique un antídoto más poderoso.
Otro principio cuenta con muchos defensores en el continente europeo en la actualidad: el principio del socialismo. Como todo lo demás, presenta diferentes facetas y ha sido promovido, en sus diversas ramas, por Fourier, Robert Owen, Cabet, Pierre Leroux y Proudhon en Europa, y por Fanny Wright en América. El objetivo principal de muchos de estos proponentes es establecer una comunidad de bienes y propiedades. Algunos de ellos rechazan completamente el cristianismo; otros permiten a cada uno actuar como le plazca; y otros le dan una importancia limitada.
Haré aquí una breve observación sobre el primero de estos casos: si el escepticismo ha de ser la base de la felicidad del hombre, estaremos en una posición muy pobre para mejorar el mundo. Ha sido la infidelidad práctica la que ha colocado al mundo en su situación actual; cuán lejos puede llevarnos la profesión descarada de tal infidelidad hacia la restauración y la felicidad, dejo a mis lectores que lo juzguen. Es nuestro alejamiento de Dios lo que ha traído sobre nosotros toda nuestra miseria. No es muy razonable tratar de aliviarla confirmando a la humanidad en el escepticismo.
Soy consciente de que hay muchas cosas en el mundo que inducen a la duda y la incertidumbre en los asuntos religiosos, y que los profesores de religión tienen mucho que responder; pero hay una diferencia muy importante entre la religión de Dios y de nuestro Señor Jesucristo, y la de aquellos que profesan Su nombre.
En cuanto al comunismo, en abstracto o basado en el principio de voluntariedad, lo examinaremos brevemente. Supongamos que tomamos a un grupo de hombres en París, Londres, Berlín, o cualquier otra ciudad, asociados con todos los males y corrupciones de esas ciudades, y los organizamos en una comunidad. ¿Acaso el simple hecho de trasladarlos de un lugar a otro los hará mejores? Ciertamente no. Si eran corruptos antes, lo serán después del traslado; y si eran infelices antes, lo serán después. Este cambio temporal no hará diferencia alguna; pues hombres con distintas creencias religiosas, políticas y morales nunca podrán unirse en verdadera armonía. Las dificultades que existen en el mundo a gran escala, existirán allí en miniatura; y aunque la prudencia, la tolerancia y la política puedan operar durante un tiempo en círculos más pequeños, los males seguirán existiendo; y aunque puedan sofocarse o reprimirse como un volcán, solo estallarán con mayor furia cuando finalmente lo hagan.
He conversado con algunos que parecen pensar que todo lo necesario para promover la felicidad del hombre es que tenga suficiente para comer y beber, y que mediante este medio se lograría. Admito que las comodidades y la felicidad del hombre se ven aumentadas en gran medida por estas cosas; pero colocarlas como la raíz y fundamento de todo es un error. En la situación actual de Europa, donde abundan tanta pobreza extrema, miseria y aflicción, no es de extrañar que tales ideas tengan aceptación. Pero, si observamos el mundo en general, encontraremos que la infelicidad no está siempre asociada con la pobreza: se deleita en la iglesia y el estado; entre reyes, potentados, príncipes y gobernantes; sigue a los pasos del libertino y del depravado, y roe —en muchos casos— la conciencia del ministro; viaja con lores y damas en sus carruajes y carrozas, y se regodea en suntuosos salones y en festines. Muchos rostros agradables ocultan un corazón dolorido, y muchos trajes lujosos esconden el gusano mortal; los celos, la ambición frustrada, las esperanzas destruidas, el desprecio frío y la infidelidad conyugal producen muchos corazones desdichados; y la ira, la envidia, la malicia y hasta el asesinato, se esconden en muchos casos bajo el manto del lujo, la abundancia o la grandeza; sin mencionar el cuidado, la ansiedad y los problemas de los oficiales de estado en estos tiempos turbulentos. Si los pobres conocieran la situación de muchos de los que se hallan en distintas circunstancias, no envidiarían su condición.
Además, observemos la posición de algunos de los estados del sur y del oeste de los Estados Unidos. Tienen abundancia de alimentos y bebida; sus tierras producen generosamente. ¿Pero esto los hace felices? En verdad, no. El mismo estado falso de la sociedad existe allí; los hombres están profundamente dominados por sus pasiones depravadas; con frecuencia se ejecuta a personas mediante lo que se llama la “ley de Lynch”, sin juez ni jurado. La pistola, el cuchillo bowie, el rifle y la daga están en frecuente uso, y la miseria y la infelicidad prevalecen.
En México, donde poseen uno de los países más ricos del mundo, con un clima saludable, un suelo fértil y abundantes recursos minerales de gran valor, el pueblo sin embargo es infeliz. Las guerrillas saquean a los viajeros, sus calles están llenas de mendigos; sus hombres carecen de valor o energía, y el país queda como presa para cualquier nación que tenga la codicia o el poder para oprimirlo.
Las Escrituras dicen que:
“No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”;
y como no viven de esta manera, otra Escritura lo explica claramente, pues dice:
“Donde no hay visión, el pueblo se desenfrena” (Proverbios 29:18).
También existe otro partido político que desea, mediante la influencia de la legislación y la coacción, nivelar al mundo. Decir lo menos, es una forma de robo; para algunos puede parecer una forma honorable, pero no deja de ser robo. ¿Qué derecho tiene un hombre privado a tomar por la fuerza la propiedad de otro? Las leyes de todas las naciones castigarían a tal hombre como ladrón. ¿Haría más honorable la participación de miles de hombres en la misma actividad? Ciertamente no. ¿Y si lo hiciera una nación, santificaría eso un acto incorrecto? No; los piratas argelinos o las hordas árabes nunca fueron considerados honorables por su número; y una nación o naciones que participaran en esto solo aumentarían el número de bandidos, pero nunca podrían santificar el acto.
No entraré aquí en las diversas maneras de obtener riquezas; pero simplemente afirmo que cualquier adquisición injusta de ellas debería ser castigada por la ley. La riqueza es, en general, la representación del trabajo, la industria y el talento. Si un hombre es industrioso, emprendedor, diligente, cuidadoso, y ahorra bienes, y sus hijos siguen sus pasos y acumulan riqueza; y otro hombre es descuidado, pródigo y perezoso, y sus hijos heredan su pobreza, no puedo concebir bajo qué principios de justicia los hijos del ocioso y del libertino tienen derecho a meter la mano en los bolsillos de los diligentes y cuidadosos y robarles su dinero. Si este principio se estableciera, toda energía e iniciativa serían aplastadas. Los hombres temerían volver a acumular, por temor a ser robados nuevamente. La industria y el talento no tendrían estímulo, y la confusión y la ruina seguirían inevitablemente.
Además, si se toma la propiedad de los hombres sin su consentimiento, la consecuencia natural sería que buscarían recuperarla en la primera oportunidad; y este estado de cosas solo inundaría al mundo en sangre. De modo que, si estas medidas se llevaran a cabo, incluso según las más optimistas esperanzas de sus proponentes, no solo traerían aflicción a otros, sino también a ellos mismos; ciertamente no traerían la paz al mundo.
Una cosa más sobre este tema, y termino. En Europa, en los últimos años, ha habido una gran manía por las revoluciones —un fuerte deseo de establecer gobiernos republicanos—; pero permítanme remarcar aquí que la forma de gobierno no afectará de manera significativa la posición del pueblo, ni aumentará los recursos de un país. Si un país es rico y próspero bajo una monarquía, lo será bajo una república, y viceversa. Si es pobre bajo una, lo será bajo otra. Si las naciones consideran apropiado cambiar su forma de gobierno, por supuesto tienen derecho a hacerlo; pero pensar que esto mejorará su condición y producirá felicidad es un error total. La felicidad y la paz son dones de Dios, y vienen de Él.
Todo tipo de gobierno tiene sus virtudes y defectos. Roma fue infeliz bajo un gobierno monárquico y también bajo una forma republicana. Cartago, como república, no fue más feliz que muchas de sus contemporáneas monárquicas; ni lo fueron Corinto, Holanda o Venecia; y la república de Génova no ha demostrado nada notable en favor de estos principios. Francia fue infeliz bajo su emperador, fue infeliz bajo sus reyes, y es infeliz como república. América quizás sea una pequeña excepción a esto; pero la diferencia no radica tanto en su forma de gobierno, sino en la extensión de su territorio, la riqueza de su suelo y la abundancia de sus recursos. Porque, como ya mencioné, la “ley de Lynch” prevalece en forma alarmante en el sur y el oeste.
En el estado de Nueva York, en el este, hay turbas pintadas como indios que resisten a los oficiales de la ley y lo hacen con impunidad; y es motivo de duda si las personas que han pagado por una propiedad podrán conservarla o serán desposeídas por sus inquilinos —no por ley, pues la constitución y las leyes son buenas—, sino por la deficiencia en la práctica, debido al clamor popular y la violencia. Me refiero a las propiedades de Van Rensselaer y otros; y, en el oeste, a José y Hyrum Smith, quienes fueron asesinados en la cárcel de Carthage sin que se hiciera justicia, aunque sus asesinos eran conocidos por los oficiales del estado; y a los habitantes de una ciudad de diez mil personas, junto con otras veinte mil, en su mayoría agricultores, obreros y artesanos, que ocupaban una región de unos diez kilómetros de ancho por treinta de largo, la mayor parte de la cual estaba bien cultivada y era propiedad de quienes la habitaban —todos los cuales fueron forzados, por un acoso continuo de turbas ilegales, a abandonar un país donde no podían ser protegidos, y buscar asilo en un desierto lejano, pues no había poder en el gobierno que les brindara justicia.
Es una completa ilusión pensar que un cambio en el gobierno mejorará las circunstancias o aumentará los recursos, cuando todo el mundo gime bajo la corrupción. Si hay veinte hombres con veinte libras de pan para dividir entre ellos, importa poco si lo reparten entre tres, diez o todos: la cantidad no aumentará. Admito, sin embargo, que existen abusos flagrantes —algunos de los cuales ya hemos mencionado— asociados con todo tipo de gobiernos, y muchas cosas que pueden y deben ser justamente criticadas; pero estas provienen de la maldad del hombre y del estado corrupto y artificial de la sociedad. Si eliminamos un grupo de gobernantes, solo tenemos el mismo material humano para formar otro; y aunque tengan las mejores intenciones, se verán rodeados por una serie de circunstancias fuera de su control, que no les permitirán mejorar nada.
Con frecuencia hay mucha agitación en torno a este tema, y muchas personas, ignorantes de estos asuntos, son llevadas a suponer que sus recursos aumentarán y sus circunstancias mejorarán; pero cuando descubren —tras mucha contienda, lucha y derramamiento de sangre— que no llueven pan, queso ni ropa, y que todo ha sido solo un cambio de hombres, papeles y pergaminos, el desencanto y la decepción naturalmente siguen.
Hay mucho bueno y mucho malo en todos los gobiernos; y no pretendo aquí retratar un gobierno perfecto, sino mostrar algunos de los males que les son inherentes, y la completa incompetencia de todos los planes humanos para restaurar un gobierno perfecto. Así como todos esos planes han fracasado, también fracasarán, porque esta es una obra de Dios, y no del hombre. La agencia moral del hombre, sin Dios, ha tenido su desarrollo pleno; su debilidad, maldad y corrupción han colocado al mundo donde está. Puede verse, como en un espejo, su incompetencia y necedad, y nada sino el poder de Dios podrá restaurarlo.
No debe sorprendernos que existan tantos planes diversos, porque el mundo está en una situación horrenda. Jesús lo profetizó, y dijo que habría en la tierra “angustia de las naciones, perplejidad, desfalleciendo los hombres por el temor y la expectación de las cosas que sobrevendrán en la tierra” (Lucas 21:25–26). Los hombres ven estas cosas y sus corazones se llenan de temor; la confusión, el desorden, la miseria, la sangre y la ruina parecen acecharlos; y, ante la ausencia de algo grande, noble y magnífico, que se ajuste a la magnitud del problema, prueban los remedios mencionados, como un marinero que, al no tener bote, se aferra desesperadamente a cualquier pedazo de naufragio que flote, para salvarse de una tumba acuática.
Tampoco se puede culpar a los hombres por tratar de hacer el bien; ciertamente es un objetivo loable; y, con toda la codicia, ambición y orgullo asociados a lo anterior, debe reconocerse que también hay mucha rectitud, sinceridad y celo honesto.
Hay muchos filántropos que con gusto mejorarían la condición del hombre y del mundo, si supieran cómo. Pero los medios empleados no están a la altura del fin deseado; todos los niveles de la sociedad están viciados y corrompidos. “Toda la cabeza está enferma, y todo el corazón doliente.” Nuestros sistemas, nuestra política, nuestra legislación, nuestra educación y nuestra filosofía están equivocadas; y tampoco se nos puede culpar demasiado, pues estos males han sido el producto de siglos. Nuestros padres se apartaron de Dios, de Su guía, control y sostén, y hemos sido dejados a nosotros mismos; y nuestra condición actual es una prueba evidente de nuestra incapacidad para gobernar; y nuestros fracasos pasados hacen evidente que cualquier esfuerzo futuro, con los mismos medios, será igualmente inútil.
El mundo está enfermo, y necesita un remedio para el mundo.
























