El Gobierno de Dios

El Gobierno de Dios
por John Taylor

Capítulo 4


¿Qué es el hombre?
¿Cuál es su destino y su relación con Dios?


Habiendo demostrado en los capítulos anteriores que el gobierno de Dios es perfecto donde Él gobierna solo, que el gobierno del hombre es imperfecto y ha introducido confusión y miseria, y que los planes del hombre no son competentes para restaurar al mundo a la felicidad y al cumplimiento del propósito para el cual fue creado, ahora nos corresponde investigar de qué manera puede y será esto logrado; porque en las Escrituras se habla de un tiempo en que habrá un reinado de justicia.

Primero, entonces, nos preguntaremos: ¿quién y qué es el hombre? ¿Cuál es su destino, y cuál es su relación con Dios? Porque antes de poder definir el gobierno correctamente, será necesario comprender la naturaleza del ser que ha de ser gobernado.

¿Qué, entonces, es el hombre? ¿Es un ser temporal y terrenal únicamente, y cuando muere, cae en el olvido? ¿Es aniquilado? ¿O posee un espíritu además de un cuerpo? Si lo primero fuera el caso, él tendría pleno derecho a regular sus propios asuntos, establecer su propio gobierno y seguir el camino que le pareciera correcto; si no es así, el caso es diferente. No deseo entrar aquí en una disquisición filosófica sobre el tema, pero como actualmente escribo para creyentes en la Biblia, me ceñiré más a esa fuente. Afirmo que el hombre es un ser eterno, compuesto de cuerpo y espíritu: su espíritu existía antes de venir aquí; su cuerpo existe con el espíritu en el tiempo, y después de la muerte el espíritu existe sin el cuerpo. En la resurrección, tanto el cuerpo como el espíritu serán finalmente reunidos; y se requieren ambos, cuerpo y espíritu, para formar un hombre perfecto, ya sea en el tiempo o en la eternidad.

Sé que hay quienes suponen que el espíritu del hombre entra en existencia junto con su cuerpo, y que la inteligencia y el espíritu se organizan con el cuerpo; pero leemos que cuando Dios hizo al hombre, lo formó del polvo de la tierra; lo hizo a Su propia imagen. El hombre era entonces un cuerpo sin vida; posteriormente, “sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente”.

Antes de que se le diera ese espíritu, estaba muerto, sin vida; y cuando ese espíritu es quitado, vuelve a estar sin vida. Que nadie diga que el cuerpo es perfecto sin el espíritu; porque en el momento en que el espíritu abandona el cuerpo, no importa cuán perfecta sea su organización, el hombre está inerte, desprovisto de inteligencia y de sensibilidad: “es el espíritu el que da vida”. Por eso, encontramos que cuando la hija de Jairo murió, su siervo vino a decirle: “Tu hija ha muerto, no molestes más al Maestro”; pero cuando fue restaurada, se dice: “su espíritu volvió, y se levantó al instante” (Lucas 8:55). Cuando su espíritu estuvo ausente, el cuerpo estaba muerto; cuando regresó, el cuerpo vivió.

“Moisés habló al Señor, diciendo: ‘Ponga Jehová, Dios de los espíritus de toda carne, un varón sobre la congregación’” (Números 27:16). Nuevamente, el Señor, hablando a Jeremías, dijo: “Antes que te formase en el vientre, te conocí” (Jeremías 1:5). Pregunto: ¿Qué parte de Jeremías conocía Dios? No podía ser su cuerpo, porque aún no existía; pero conocía su espíritu, porque “Él es el Padre de su espíritu.”

El Señor le habla a Job y le dice:

“¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? Házmelo saber, si tienes inteligencia. ¿Quién ordenó sus medidas, si lo sabes? ¿O quién extendió sobre ella cordel? ¿Sobre qué están fundadas sus bases? ¿O quién puso su piedra angular, cuando alababan todas las estrellas del alba, y se regocijaban todos los hijos de Dios?” (Job 38:4–7)

Y Juan dice:

“Y se maravillarán los moradores de la tierra, cuyos nombres no estaban escritos en el libro de la vida desde la fundación del mundo.” (Apocalipsis 17:8)

Este espíritu procede de Dios y es eterno; por eso dice Salomón, al hablar de la muerte:
“Entonces el polvo volverá a la tierra, como era, y el espíritu volverá a Dios que lo dio.” (Eclesiastés 12:7).
Que el espíritu es eterno es algo muy evidente en las Escrituras. Jesús oró a su Padre y dijo:
“Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese.” (Juan 17:5).
Aquí, Jesús habla de una existencia antes de venir a esta tierra, de una gloria que tuvo con su Padre antes que existiera el mundo. Cristo, entonces, existía antes de venir aquí y tomar un cuerpo. Nuevamente, Jesús dice:
“He manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste; tuyos eran, y me los diste.” (Juan 17:6).

Veamos qué dice el apóstol Pablo sobre este tema:
“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo; según nos escogió en él antes de la fundación del mundo.” (Efesios 1:3–4).
Cristo, entonces, existía con su Padre antes de que el mundo fuese, y los santos existían en Él o con Él. ¿Qué parte? ¿Sus cuerpos? No, sus espíritus.

Nuevamente, el hombre existe después de salir de esta vida. No es necesario decir mucho sobre la vida del espíritu después de la muerte del cuerpo, o sobre la resurrección, ya que estos temas son ampliamente conocidos y creídos. Pablo dice:
“Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres. Pero ahora Cristo ha resucitado de los muertos; primicias de los que durmieron es hecho. Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos… Se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados. Porque es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad. Y cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte en victoria.”
(1 Corintios 15:19–21, 52–54)

Si el hombre, entonces, es un ser eterno, vino de Dios, existe aquí por un breve tiempo, y ha de regresar, es necesario que conozca algo acerca de Dios y de su gobierno. Pues ha de tener trato con Él no solo en el tiempo, sino en la eternidad; y por mucho que el hombre desee actuar por cuenta propia, o se jacte de sus capacidades, hay cosas que están fuera de su control. Vino al mundo sin su consentimiento, tendrá que abandonarlo, quiera o no; y también tendrá que comparecer en otro mundo.

Está destinado, si aprovecha sus oportunidades, a mayores bendiciones y glorias que las asociadas con esta tierra en su estado actual. Y de ahí la necesidad de la guía de un poder superior y de una inteligencia superior, para que no actúe como un necio aquí y ponga en riesgo sus intereses eternos; para que su inteligencia esté a la altura de su posición; para que sus acciones aquí tengan un peso en su destino futuro; para que no se hunda en el lodazal de la iniquidad y la degradación, y se contamine con la corrupción; para que permanezca puro, virtuoso, inteligente y honorable, como hijo de Dios, y busque, y sea guiado y gobernado por los consejos de su Padre.

Habiendo dicho esto sobre el tema, continuaremos con nuestra investigación y preguntaremos a continuación: ¿Cuál es nuestra relación con Dios?

Para responder a esto, diré brevemente que la posición que ocupamos ante Él es la de hijos. Adán es el padre de nuestros cuerpos, y Dios es el Padre de nuestros espíritus. Sé que algunos están acostumbrados a ver a Dios como un monstruo al que solo se debe temer, conocido únicamente en el terremoto, la tempestad, el trueno y la tormenta, y que hay algo lúgubre y sombrío en su servicio. Si lo hay, es un añadido del hombre, y no de Dios.

¿Hay algo sombrío en las obras que Dios ha hecho? Dondequiera que miremos, vemos armonía, hermosura, alegría y belleza.

Las bendiciones de la providencia fueron hechas para el hombre y para su disfrute; él fue puesto como cabeza de la creación. Para él, la tierra rebosa con la más rica profusión: el grano dorado, el fruto delicioso, las vides más selectas; para él, las hierbas y las flores adornan la tierra, esparcen sus perfumes fragantes y muestran su magnífica belleza; para él, el orgulloso caballo ofrece su lomo, la vaca da su leche y la abeja su miel; para él, la oveja da su lana, el algodón su fibra y el gusano su seda. Para él florecen el arbusto y la vid, y la naturaleza se viste con su atuendo más espléndido; el arroyo murmurante, la fuente pura, el río cristalino fluyen para él. Toda la naturaleza despliega sus más ricos encantos e invita al hombre a participar de su alegría, belleza e inocencia, y a adorar a su Dios.

¿Hablar de melancolía en el temor de Dios y en su servicio? Es la corrupción del mundo la que ha hecho infelices a los hombres, y la corrupción de la religión la que la ha vuelto sombría: estos son los males que el hombre ha traído sobre sí mismo, no las bendiciones de Dios. ¿Hablar de oscuridad? ¿Acaso hay tristeza en el canto de los pájaros, en el trote del caballo, en el juego del cordero o del cabrito; en la belleza de las flores, o en cualquiera de los dones de la naturaleza, o en el Dios que los hizo, o en su servicio?

Hay otros que, además, querrían colocar al Señor a una distancia inmensa, y hacer que nuestro acercamiento a Él sea casi imposible; pero eso es una idea supersticiosa, porque nuestro Padre escucha el clamor de sus hijos, cuenta los cabellos de sus cabezas; y las Escrituras dicen que “ni un gorrión cae a tierra sin su consentimiento.” Él habla de sus escogidos y dice:
“El que os toca, toca a la niña de su ojo.” (Zacarías 2:8).

Él es nuestro Padre; y por eso las Escrituras nos enseñan a orar:
“Padre nuestro que estás en los cielos.”

Pablo dice:
“Y si nuestros padres terrenales nos disciplinaban, y los respetábamos, ¿no nos someteremos mucho mejor al Padre de los espíritus, y viviremos?” (Hebreos 12:9).
Tenemos, entonces, tanto un padre temporal como uno espiritual; y de ahí su preocupación por nuestro bienestar y su deseo de nuestra felicidad. Dice Jesús:
“¿Qué hombre hay de vosotros, que si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pescado, le dará una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan?” (Mateo 7:9–11)

¡Qué reflexión tan hermosa para los siervos de Dios!: poder acercarse a su Padre como a un padre amoroso, pedir bendiciones como un hijo pide pan, y tener la confianza de recibirlas. Por eso, los fieles en los días de los apóstoles recibieron un espíritu por el cual podían decir:
“Abba, Padre”, o sea, Padre, Padre.

¡Qué relación tan entrañable! Y si el mundo pudiera comprenderla, ¡con cuánta alegría se lanzarían bajo Su protección, buscarían Su sabiduría y Su gobierno, y reclamarían la bendición de un Padre! Pero Satanás ha cegado los ojos del mundo, y no conocen las cosas que pertenecen a su paz.

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