El Milagro del Perdón

Capítulo 1

Esta vida es el tiempo


porque todo contrato que no se hace con este fin, termina cuando mueren los hombres. —Doctrinas y Convenios 132:7

Porque he aquí, esta vida es cuando el hombre debe prepararse para comparecer ante Dios. —Alma 34:32


Es el destino de los espíritus de los hombres venir a esta tierra y emprender un viaje de duración indetermi­nada. A veces viajan peligrosamente, otras veces con seguri­dad, en ocasiones con tristeza, en ocasiones con felicidad. Siempre señala el camino un propósito divino.
El viaje nos conduce por la infancia con sus actividades despreocupadas pero aprendizaje rápido; por la niñez con sus pequeños desengaños y tropezones, sus sentimientos ofendidos, su viva excitación; por la juventud con su entusiasmo, sus gustos y disgustos, sus temores y esperanzas e intensidades; por el período de cónyuges jóvenes con sus responsabilidades, sus competencias, sus ambiciones, su crianza de la familia, sus acumulaciones; por la edad avanzada con sus logros, cumplimientos, realización de metas, desahogo y jubilación.s el destino de los espíritus de los hombres venir a esta tierra y emprender un viaje de duración indetermi­nada. A veces viajan peligrosamente, otras veces con seguri­dad, en ocasiones con tristeza, en ocasiones con felicidad. Siempre señala el camino un propósito divino.

Por todo el viaje hay oportunidad para instruirse y para crecer y desarrollarse hacia la meta final. Vemos a algunas personas que meramente viajan, pues carecen de objeto, direc­ción, destino o propósito. Faltándoles mapas de carreteras para guiarse, simplemente viajan por el camino, y en diversos grados van recogiendo las cosas que agradan al ojo, halagan las vanidades, satisfacen apetitos, apagan sedes, sacian pasiones. Y cuando se aproxima el fin de la vida han viajado, pero sólo se encuentran, si acaso, a unos cuantos pasos más cerca de su destino apropiado que cuando empezaron. Lamentablemente, algunos se han extraviado del camino por completo.

 El divino propósito de la vida.

Por otra parte, hay algunos que fijan su curso, toman de­cisiones prudentes y rectas y en gran manera realizan sus metas y llegan a su feliz destino. En esto están cooperando con el Creador en su propósito declarado de la vida: “Porque he aquí, ésta es mi obra y mi gloria: Llevar a cabo la inmortali­dad y la vida eterna del hombre” (Moisés 1:39).

En vista de que la inmortalidad y la vida eterna constitu­yen el único propósito de la vida, todos los demás intereses y actividades no son más que incidentales en lo que a dicho objeto respecta; y tomando en cuenta que los fines anteriores son la obra y la gloria de Dios, constituyen, asimismo, la obra propia del hombre y la razón principal de su venida a la tierra. De los dos elementos, esa gran bendición, la de inmortalidad, le llega al hombre sin que éste se esfuerce, como don del Omnipotente. La otra, la vida eterna es un programa cooperativo que han de llevar a efecto el Señor y su progenie en la tierra. De manera que se convierte en su responsabilidad global, por parte del hombre, cooperar en forma completa con el Dios Eterno en la realización de este propósito. Para este fin Dios creó al hombre para que viviera en el estado terrenal y le otorgó la potencialidad para perpetuar la raza humana, subyugar la tierra, perfeccionarse y llegar a ser como Dios, omnisciente y omnipotente.

Nuestro Padre entonces envió a la tierra una serie de pro­fetas para conservar al hombre percatado de sus deberes y destino, para amonestarlo de peligros y señalarle el camino hacia su triunfo total. Parece que la percepción espiritual de muchos pueblos no ha sido suficientemente adecuada para lograr un entendimiento completo de los propósitos de Dios, y, consiguientemente, Él ha causado que se les instruya de acuerdo con un nivel inferior. Esto es a lo que Alma aparente­mente se estaba refiriendo cuando dijo:

“Pues he aquí, el Señor les concede a todas las naciones, que de su propia nación y lengua les enseñen su palabra, sí, con sabiduría, cuanto él juzgue conveniente que tengan…” (Alma 29:8).

Desafortunadamente, el pueblo de Dios con demasiada frecuencia ha rechazado sus vías, para su propia destrucción. Mas el Señor jamás ha permitido que sean destruidos estos pueblos, ni ha permitido que dejen de alcanzar su meta, sin haberlos instruido y amonestado. Por ejemplo, de los judíos se dice que “…ninguno de ellos ha sido destruido jamás, sin que lo hayan predicho los profetas del Señor” (2 Nefi 25:9).

Las Escrituras indican claramente el noble propósito de la existencia del hombre. Abraham y Moisés, en particular, ha­blaron explícitamente de este asunto, como se revela en los escritos que han llegado a nosotros por conducto del profeta moderno José Smith. Este Profeta, habiendo aprendido el drama y propósito de todo ello por medio de los anales antiguos, así Como de visitas celestiales, continuó recibiendo, por revelación directa, luz y verdad adicionales concernientes a la gran potencialidad del hombre. Por medio de él Dios ha confirmado abundantemente que el hombre es la creación suprema, hecho a imagen y semejanza de Dios y de su Hijo Jesucristo; que el hombre es progenie de Dios; que para el hombre, y sólo para él, se creó, se organizó, se plantó y se dispuso la tierra como habitación humana; y que, llevando dentro de sí las semillas de la divinidad, y siendo, por tanto, un dios en embrión, hay en el hombre una potencialidad ilimitada para progresar y lograr.

El significado de la creencia en dios.

Este libro presupone una creencia en Dios y en el noble propósito de la vida. Sin Dios, el arrepentimiento tendría poco significado, y el perdón sería al mismo tiempo innecesa­rio e irreal. Si no hubiera Dios, la vida ciertamente carecería de significado; y tal como sucedió con los antediluvianos, los babilonios, los israelitas y otros numerosos pueblos y civiliza­ciones, podríamos hallar justificación en un afán de vivir solamente para hoy, de “comer, beber y divertirse”, de disipar, de satisfacer todo deseo mundano. Si no hubiera Dios, no habría redención, ni resurrección, ni eternidades futuras y, consiguientemente, no habría esperanza.

Sin embargo, existe un Dios, y es amoroso, bondadoso, justo y misericordioso. Hay una existencia interminable. El hombre padecerá o disfrutará su futuro de acuerdo con las obras de su vida en la carne. Por consiguiente, en vista de que la vida terrenal es sólo como un punto, comparado con la in­finita duración de la eternidad, el hombre debe tener mucho cuidado de que su presente pueda asegurarle e1 gozo, el desa­rrollo y la felicidad para su futuro eterno.

 Nuestro entendimiento preterrenal.

En la narración de una visión sobresaliente, Abraham nos pone de manifiesto los propósitos de Dios en la creación del mundo y en colocarnos en él.

“Y el Señor me había mostrado a mí, Abraham, las inteligencias que fueron organizadas antes que existiera el mundo; y entre todas éstas había muchas de las nobles y grandes”. (Abraham 3:22).

En el concilio en los cielos, el Señor claramente bosquejó el plan y sus condiciones y beneficios. La tierra iba a ser no solamente un lugar de residencia para el hombre, sino también una escuela y un campo de pruebas, una oportunidad para que el hombre se probara a sí mismo. Se le concedería al hombre su libre albedrío para que pudiera escoger por sí mismo.

La vida se repartiría en tres divisiones o estados: preterre­nal, terrenal e inmortal. En la tercera etapa estaría compren­dida la exaltación, a saber, vida eterna y divinidad, para quienes magnificaran en forma completa su vida terrenal. El comportamiento en uno de estos estados surtiría un efecto trascendental en el estado o estados sucesivos. En caso de que una persona guardara su primer estado, se le concedería el segundo estado o la vida terrenal, como período adicional de prueba y experiencia. Si magnificara su segundo estado, su experiencia terrenal, lo esperaría la vida eterna. Para ese fin pasan los hombres por las numerosas experiencias de la vida terrenal, “para ver si harán todas las cosas que el Señor su Dios les mandare” (Abraham 3:25).

Los seres mortales que ahora vivimos sobre esta tierra nos hallamos en nuestro segundo estado. Nuestra presencia misma, con cuerpos terrenales, atestigua el hecho de que “guardamos” nuestro primer estado. Nuestra materia espiritual era eterna y coexistía con Dios, pero nuestro Padre Celestial la organizó en cuerpos de espíritu. Nuestros cuerpos de espíritu pasaron por un extenso período de crecimiento, desarrollo y preparación, y habiendo pasado la prueba con éxito, finalmente se nos admitió a esta tierra y al estado terrenal.

Uno de los propósitos definitivos de la venida de nuestros espíritus a esta tierra para tomar sobre sí el estado terrenal, fue el de obtener un cuerpo físico. Este cuerpo iba a verse su­jeto a todas las debilidades, tentaciones, flaquezas y limita­ciones del estado carnal, y tendría que hacer frente al desafío de dominarse a sí mismo.

Aun cuando carecemos del recuerdo de nuestra vida pre­terrenal, todos entendíamos definitivamente, antes de venir a esta tierra, el propósito para el cual estamos aquí. Se nos iba a requerir que lográramos conocimiento, nos educáramos y nos adiestráramos. Debíamos controlar nuestros impulsos y deseos, dominar y gobernar nuestras pasiones y vencer nuestras debi­lidades pequeñas. Debíamos eliminar los pecados de omisión y de comisión, y seguir las leyes y mandamientos que nos diera nuestro Padre. Los grandes pensadores del mundo han reconocido que el esfuerzo que esto requiere dignifica y ennoblece al hombre. Dante, por ejemplo, lo expresa de esta manera: “Considerad vuestro origen; no fuisteis formados para vivir como bestias, sino para seguir la virtud y el conocimiento.” (Dante, La Divina Comedia)

También entendíamos que después de un período, que podría durar desde algunos segundos hasta décadas de vida terrenal, íbamos a morir; que nuestros cuerpos volverían a la madre tierra de la cual habían sido creados, y nuestros espíri­tus irían al mundo de espíritus donde podríamos continuar preparándonos para nuestro eterno destino. Después de un período, se verificaría una resurrección y la divinidad. Esta resurrección se ha puesto a nuestro alcance mediante el sacrificio del Señor Jesucristo, el Creador de esta tierra, que llevó a efecto este servicio incomparable por nosotros, un milagro que no podíamos realizar por nosotros mismos. Así se preparó el camino para nuestra inmortalidad y, si nos mostramos dignos, la exaltación final en el reino de Dios.

El evangelio es nuestro mapa.

Para determinar a punto fijo un sitio que no hemos visi­tado con anterioridad, usualmente consultamos un mapa. En calidad de una segunda grande concesión, el Señor Jesu­cristo, nuestro Redentor y Salvador, nos ha dado nuestro mapa, un código de leyes y mandamientos mediante los cuales podemos lograr la perfección y, finalmente, la divinidad. Este conjunto de leyes y ordenanzas es conocido como el evangelio de Jesucristo, y es el único plan que exaltará al género humano. La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es el repositorio exclusivo de este inestimable programa en su plenitud, el cual se pone a la disposición de quienes quieran aceptarlo.

A fin de realizar la meta de vida eterna y exaltación y divinidad, uno debe ser admitido en el reino por medio del bautismo, debidamente efectuado; uno debe recibir el Espíri­tu Santo por la imposición de manos autorizadas; un varón debe recibir la ordenación del sacerdocio de quienes autoriza­damente posean el sacerdocio; uno debe ser investido y sellado en la casa de Dios por el profeta que posee las 1laves o por uno de aquellos a quienes se hayan delegado las llaves; y uno debe llevar una vida de rectitud, limpieza, pureza y servicio. Nadie puede entrar en la vida eterna sino por la puerta correcta, a saber, Jesucristo y sus mandamientos.

Jesús lo expresó muy claramente en estas palabras:

“De cierto, de cierto os digo: El que no entra por la puerta en el redil de las ovejas, sino que sube por otra parte, ése es ladrón y salteador” (Juan 10:1).

“Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será salvo; y entrará, y saldrá, y hallará pastos” (Juan 10:9).

Y Jacob, el profeta teólogo, amonestó:

“Así pues, amados hermanos míos, allegaos al Señor, el Santo. Recordad que sus sendas son justas. He aquí la vía para el hombre es angosta, mas se halla en línea recta ante él; y el guardián de la puerta es el Santo de Israel; y allí no emplea ningún sirviente, y no hay otra entrada sino por la puerta; porque él no puede ser engañado; pues su nombre es el Señor Dios” (2 Nefi 9:41).

El camino recto.

No debe causarnos sorpresa que los requisitos de Dios, en cuanto a los galardones eternos, sean precisos e invariables, dado que aun la sociedad y el gobierno del hombre obran de acuerdo con esta base. Por ejemplo, al volver del extranjero al país donde nacimos, debemos cumplir con ciertos requisitos y proporcionar evidencia de ello mediante pasaportes, visas, certificados médicos de salud y vacunas, certificados de naci­miento y otros documentos. Uno nunca puede percibir salario sin haber cumplido satisfactoriamente las condiciones de su empleo. Uno no puede viajar por autobús, tren o avión sin haber pagado el pasaje, y en la estación o el aeropuerto debe presentar evidencias de haberlo hecho. Uno no puede llegar a ser ciudadano de ningún país sin haber cumplido con los requisitos que establecen las leyes de esa nación. Uno no puede esperar recibir un grado de ninguna universidad sin haber pagado su matrícula, cumplido sus tareas y presentado prueba de haber cumplido con los requisitos. Los galardones eternos de Dios igualmente dependerán de que el hombre cumpla con las condiciones requeridas.

La morosidad es muy común.

Uno de los más graves defectos humanos de todas las épo­cas es la morosidad, la indisposición de aceptar las responsa­bilidades personales ahora mismo. El hombre llega consciente­mente a la tierra para obtener su educación, su preparación y desarrollo, así como para perfeccionarse a sí mismo; pero muchos se han dejado distraer y se han convertido en meros “leñadores y aguadores”, habituados a la indolencia mental y espiritual y a la búsqueda de placeres mundanos.

Aun en la Iglesia hay muchos miembros que son dejados y descuidados, y que continuamente están postergando. Obe­decen el evangelio despreocupadamente, pero no con devoción. Han cumplido con algunos requisitos, mas no son valientes. No cometen crímenes mayores, pero simplemente dejan de hacer las cosas que les son requeridas, tales como pagar diez­mos, guardar la Palabra de Sabiduría, tener oraciones fami­liares, asistir a las reuniones, ayunar, prestar servicio. Tal vez no consideren que estas omisiones sean pecados, sin embargo, de este género de cosas probablemente fueron culpables las cinco vírgenes fatuas de la parábola de Jesús. Las diez vír­genes pertenecían al reino y tenían todo derecho a las bendi­ciones, salvo que cinco de ellas no eran valientes, y no estaban prevenidas cuando llegó el gran día. Carecían de preparación por no haber obedecido todos los mandamientos; quedaron amargamente decepcionadas cuando se les excluyó de la fiesta de bodas, así como sucederá a sus imitadores modernos.

Un miembro de la Iglesia que yo conozco dijo, mientras bebía su café: “El Señor sabe que mi corazón es recto y que tengo buenas intenciones, y que, algún día tendré la fuerza para dejar de beberlo.” Pero, ¿recibirá una persona la vida eterna basada en sus buenas intenciones? ¿Puede uno entrar en un país, recibir un grado universitario, etc., con la promesa de buenas intenciones sin el apoyo de los hechos correspondientes? Samuel Johnson declaró que “el infierno está pavimentado con buenas intenciones”. El Señor no convertirá las buenas espe­ranzas, deseos o intenciones de una persona en obras. Cada cual debemos hacer esto por nosotros mismos.

Solamente los valientes son exaltados

Uno puede salvarse en cualquiera de los tres reinos de gloria, el telestial, el terrestre o el celestial; pero sólo en el más alto de los tres cielos o grados de la gloria celestial logra uno la exaltación. El apóstol Pablo dijo a los corintios:

“Y hay cuerpos celestiales, y cuerpos terrenales; pero una es la gloria de los celestiales, y otra la de los terrenales.

“Una es la gloria del sol, otra la gloria de la luna, y otra la gloria de las estrellas, pues una estrella es diferente de otra en gloria.

“Así también es la resurrección de los muertos” (1 Corintios 15:40-42).

Y por medio del Profeta José Smith llegó esta aclaración de las palabras de Pablo:

“En la gloria celestial hay tres cielos o grados; y para alcanzar el más alto, el hombre tiene que entrar en este orden del sacerdocio [es decir, el nuevo y sempiterno convenio del matrimonio]; y si no lo hace, no puede obtenerlo.

“Podrá entrar en el otro, pero ése es el límite de su reino; no puede tener progenie” (D. y C. 131: 1-4).

Únicamente los valientes serán exaltados y recibirán el grado más alto de gloria, por lo que, “muchos son los llamados, pero pocos los escogidos” (D. y C. 121:40). Como el Salvador lo declaró: “Estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan”. Mientras que por otra parte, “ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella” (Mateo 7:13,14).

Es cierto que muchos Santos de los Últimos Días, después de haber sido bautizados y confirmados miembros de la Iglesia, y algunos que aun recibieron sus investiduras y se casaron y sellaron en el santo templo, han considerado que con esto les están garantizadas las bendiciones de la exaltación y la vida eterna; pero no es así. Hay dos requisitos básicos que toda alma debe cumplir, o no puede lograr las grandes bendiciones ofrecidas. Debe recibir las ordenanzas y debe ser fiel, domi­nando sus debilidades. Por tanto, no todos los que dicen ser Santos de los Últimos Días recibirán la exaltación.

Sin embargo, para aquellos Santos de los Últimas Días que son valientes, que cumplen los requisitos fiel y cabal­mente, las promesas son tan gloriosas que no pueden descri­birse:

“Entonces serán dioses, porque no tienen fin; por consiguiente, existirán de eternidad en eternidad, porque continúan; entonces estarán sobre todo, porque todas las cosas les son sujetas. Entonces serán dioses, porque tienen todo poder, y los ángeles les están sujetos” (D. y C. 132:20).

Los peligros de la dilación.

Por motivo de que los hombres tienden a postergar tareas y menospreciar instrucciones, el Señor repetidamente ha dado mandatos estrictos y expedido amonestaciones solemnes. Una vez tras otra, en frases diversas y a lo largo de los siglos, el Señor se lo ha recordado al hombre para que éste quede sin excusa; y la carga de la amonestación profética ha sido que el momento para obrar es ahora, en esta vida terrenal. Uno no puede impunemente aplazar el cumplimiento por su parte de los mandamientos de Dios.

Notemos las palabras de Amulek, especialmente sus vigo­rosas declaraciones relacionadas con el tiempo, que aparecen en letra cursiva:

“Sí, quisiera que vinieseis y no endurecieseis más vuestros corazones; porque he aquí, hoy es el tiempo y el día de vuestra sa1vación, y por tanto, si os arrepentís y no endurecéis más vuestros corazones, inmediata­mente obrará para vosotros el gran plan de la redención.

“Porque he aquí, esta vida es cuando el hombre debe prepararse para comparecer ante Dios;, el día de esta vida es el día en que el hombre debe ejecutar su obra.

“Y como os dije antes, ya que habéis tenido tantos testimonios, os ruego, por tanto, que no demoréis el día de vuestro arrepentimiento hasta el fin; porque después de este día de vida que se nos da para prepararnos para la eternidad, he aquí que si no mejoramos nuestro tiempo durante esta vida, entonces viene la noche de tinieblas en la cual no se puede hacer nada.

No podréis decir, cuando os halléis ante esa terrible crisis: Me arrepentiré; me volveré a mi Dios. No, no podréis decir esto; porque el mismo espíritu que posee vuestros cuerpos al salir de esta vida, ese mismo espíritu tendrá poder para poseer vuestro cuerpo en aquel mundo eterno (Alma 34:31-34. Cursiva del autor).

Aun dejando de lado los muchos pasajes de las Escrituras que dan igual testimonio, cuando se lee lo anterior y se medita con oración, produce una imponente convicción de la necesi­dad de arrepentimos ¡ahora mismo!

El apóstol de nuestra época, Melvin J. Ballard, hace hinca­pié en las palabras de Amulek en estos términos:

“…Pero esta vida es el tiempo en que los hombres deben arrepentirse. No nos imaginemos, ninguno de nosotros, que podemos descender a la sepultura sin haber vencido las corrupciones de la carne, y entonces dejar en la tumba todos nuestros pecados y tendencias inicuas. Permanecerán con nosotros. Acompañarán al espíritu cuando éste se separe del cuerpo.

“Juzgo yo que cualquier hombre o mujer puede hacer más para ponerse de conformidad con las leyes de Dios en un año en esta vida, que lo que pudiera hacer en diez años después de muerto. El espíritu sólo puede arrepentirse y cambiar, y entonces tiene que efectuarse la batalla con la carne más adelante. Es mucho más fácil vencer y servir al Señor cuando los dos, la carne así como el espíritu, están integrados en uno. Es la época en que los hombres son más maleables y suscep­tibles. Descubriremos, cuando muramos, que todo deseo y toda sensación se intensificará grandemente. Es mucho más fácil cambiar el barro en su estado maleable, que cuando ya ha endurecido.

“Esta vida es el tiempo para arrepentirse. Supongo que por eso es que pasarán mil años después de la primera resurrección antes que el último grupo quede preparado para salir. Les requerirá mil años para efectuar lo que en sólo setenta años habrían logrado en esta vida.”

La revelación del presidente Joseph F. Smith en 1918 con­tiene estas palabras: “… los muertos habían considerado como un cautiverio la larga separación de sus espíritus y cuerpos”. Esta otra declaración del hermano Ballard ensancha el con­cepto del presidente Smith:

“Al salir de esta vida, al abandonar este cuerpo, desearemos hacer muchas cosas que de ninguna manera podremos efectuar sin el cuerpo. Nos veremos seriamente limitados y anhelaremos el cuerpo; oraremos que llegue pronto esa reunión con nuestro cuerpo. Entonces conoce­remos la ventaja de tener un cuerpo.

“Así que, todo hombre y mujer que está aplazando hasta la otra vida la tarea de corregir y dominar las debilidades de la carne se está sentenciando a sí mismo a años de esclavitud, porque ningún hombre o mujer saldrá en la resurrección hasta que haya completado su obra, hasta que haya vencido, hasta que haya hecho todo lo que pueda”.

Para los santos de los últimos días el matrimonio eterno es ahora.

En ningún otro punto se recalca más el elemento del tiempo que en el del matrimonio eterno. Es verdad que un Padre misericordioso proporciona una disposición especial, después de la muerte, a los que no escucharon el evangelio en esta vida; pero para los Santos de los Últimos Días el tiempo es ahora. Leamos la palabra del Señor referente al convenio del matrimonio:

“Porque he aquí, te revelo un nuevo y sempiterno convenio; y si no lo cumples, serás condenado, porque nadie puede rechazar este convenio y entrar en mi gloria” (D. y C. 132:4).

Dicho convenio es el matrimonio celestial.

Con relación a este tema, el Señor amplifica un poco más en nuestra propia dispensación, lo que afirmó a la gente de Palestina:

“Porque estrecha es la puerta y angosto el camino que conduce a la exaltación y continuación de las vidas, y pocos son los que la hallan, porque no me recibís en el mundo, ni tampoco me conocéis.

“Más si me recibís en el mundo, entonces me conoceréis y recibiréis vuestra exaltación; para que donde yo estoy vosotros también estéis.

“Esto es vidas eternas: Conocer al único Dios sabio y verdadero, y a Jesucristo a quien él ha enviado. Yo soy él. Recibid, pues, mi ley.

“Ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a las muertes, y muchos son los que entran por ella, porque no me reciben, ni tam­poco permanecen en mi ley” (D. y C. 132:22-25. Cursiva del autor).

¡Cuán impresionante hace el Señor el elemento del tiempo! ¿Qué motivo habría para que Él lo recalcara una y otra vez, si no tuviera ningún significado? ¿Querrán decir las frases en el mundo y fuera del mundo que uno puede seguir adelante a la ventura durante los años de la vida terrenal, “comiendo, bebiendo y alegrándose”, haciendo caso omiso de todos los man­damientos y sin preocuparse por conservar limpia su vida, y aun así recibir las bendiciones?

El juicio se basará en el conocimiento.

El conocimiento del evangelio ha llegado a muchos hom­bres y mujeres en esta vida, junto con la oportunidad ade­cuada para vivir de acuerdo con él. Estos serán juzgados por la ley del evangelio. Si acaso uno no ha tenido las oportuni­dades de escuchar y entender el evangelio en esta vida terrenal, el privilegio se le concederá más adelante. El juicio se hará de acuerdo con el conocimiento y el cumplimiento.

Los Santos de los Últimos Días se encuentran en la primera categoría. Habiendo sido bendecidos con los privilegios del evangelio, son y serán juzgados según las normas del evangelio. Donde existe la ley, es un error grave no cumplirla, como lo recalcan los siguientes pasajes:

“Jesús les respondió: Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; mas ahora, porque decís: Vemos, vuestro pecado permanece” (Juan 9:4 1).

“Si yo no hubiera venido, ni les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa por su pecado” (Juan 15:22).

“Aquel siervo que conociendo la voluntad de su señor, no se preparó, ni hizo conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes.

Mas el que sin conocerla hizo cosas dignas de azotes, será azotado poco; porque a todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará” (Lucas 12:47-48).

Las palabras de Jacob a su pueblo bien pudieron haber sido dirigidas directamente a nosotros.

“¡Pero ay de aquel a quien la ley se ha dado; sí, que tiene todos los mandamientos de Dios, como nosotros, y los quebranta, y malgasta los días de su probación, porque su estado es terrible!” (2 Nefi 9:27).

 Algunas oportunidades terminan con la muerte.

De manera que para nosotros que sabemos pero no cum­plimos, llegan a su fin las oportunidades para recibir ciertas bendiciones ilimitadas cuando la muerte cierra nuestros ojos.

“Y después de haber recibido esto, si no guardáis mis mandamien­tos, no podréis salvaros en el reino de mi Padre” (D. y C. 18:46).

Las elocuentes palabras del rey Benjamín ciertamente dan en qué pensar:

“De manera que si ese hombre no se arrepiente, sino que permanece y muere enemigo de Dios, las demandas de la divina justicia des­piertan en su alma inmortal un vivo sentimiento de su propia culpa que lo hace retroceder de la presencia del Señor, y le llena el pecho de culpa, dolor y angustia, que es como un fuego inextinguible cuya llama asciende para siempre jamás” (Mosíah 2:38).

Tal es el estado de aquellos que a sabiendas dejan de obe­decer los mandamientos en esta vida, Traerán sobre ellos mismos su propio infierno.

Las bendiciones del arrepentimiento y del perdón.

Nuestro Padre amoroso nos ha dado el bendito principio del arrepentimiento como la puerta que lleva al perdón. To­dos los pecados, salvo los que el Señor ha especificado, básicamente, el pecado contra el Espíritu Santo y el homicidio, les serán perdonados a aquellos que total, congruente y Conti­nuamente se arrepientan mediante una transformación ge­nuina y comprensiva de su vida. Hay perdón aun para el pecador que comete transgresiones graves, porque la Iglesia perdonará y el Señor perdonará tales cosas cuando el arre­pentimiento haya dado fruto.

El arrepentimiento y el perdón son parte del glorioso ascenso hacia la divinidad. Según el plan de Dios, el hombre debe hacer este ascenso voluntariamente, porque el elemento del libre albedrío es fundamental. El hombre escoge por sí mismo, mas él no puede controlar los castigos. Estos son inmutables. No se tiene por responsables a los niños pequeños ni a los que se hallan incapacitados mentalmente, pero todos los demás recibirán, ya sea bendiciones, progreso y recompensas, o castigos y privación, conforme a la manera en que reac­cionen hacia el plan de Dios cuando les sea presentado, así como de acuerdo con su fidelidad a dicho plan. El Señor sabiamente dispuso esta situación e hizo posible que hubiera bien y mal, consuelo y dolor. Las opciones nos permiten esco­ger, y así viene el crecimiento y el desarrollo.

Ayuda del espíritu santo.

En la vida de toda persona se presenta el conflicto entre el bien y el mal, entre Satanás y el Señor. Todo aquel que ha alcanzado o cumplido la edad de responsabilidad de ocho años, y se bautiza debidamente con un corazón completa­mente arrepentido, positivamente recibirá el Espíritu Santo. Si se le presta atención, este miembro de la Trinidad guiará, inspirará y advertirá, y también neutralizará las incitaciones del maligno. El Señor lo expresó claramente:

“Por tanto, así como dije a mis apóstoles, de nuevo os digo que toda alma que crea en vuestras palabras y se bautice en el agua para la remisión de los pecados, recibirá el Espíritu Santo” (D. y C. 84:64).

También tenemos al respecto estas clásicas palabras de Moroni:

“Y por el poder del Espíritu Santo podréis conocer la verdad de todas las cosas” (Moroni 10:5).

Sigamos la senda poco transitada.

En resumen, el camino hacia la vida eterna es claro. Está bien marcado. Es difícil. Las influencias buenas y malas siempre estarán presentes. Uno debe escoger. Por lo general, el camino malo es el más fácil, y en vista de que el hombre es carnal, este camino triunfará, a menos que exista un esfuerzo consciente y continuamente vigoroso para rechazar el mal y seguir el bien.

“Pero recordad que quien persiste en su propia naturaleza carnal, y sigue la senda del pecado y la rebelión contra Dios, permanecerá en su estado caído, y el diablo tendrá todo poder sobre él” (Mosíah 16:5).

Esta vida terrenal es el tiempo para arrepentirse. No pode­mos correr el riesgo de morir enemistados con Dios.

Por consiguiente, es importante que todos los hijos e hijas de Dios sobre la tierra “vean con sus ojos, escuchen con sus oídos y entiendan con su corazón” el propósito de la vida y sus responsabilidades para consigo mismos y su posteridad, y que determinen que van a andar por la senda poco transi­tada, la cual es estrecha y la cual es angosta. E momento para abandonar las malas prácticas es antes que empiecen. El se­creto de la buena vida consiste en la protección y la preven­ción. Aquellos que ceden a la maldad usualmente son los que se han colocado a sí mismos en una posición vulnerable.

Ciertamente bienaventurados y afortunados son aquellos que pueden resistir la maldad y pasar todos los días de su vida sin ceder a la tentación. Mas para quienes hayan caído, el arrepentimiento constituye la vía para poder regresar. El arrepentimiento siempre es oportuno, hasta en la penúltima hora, porque aun ese paso demorado es mejor que ninguno. El ladrón sobre la cruz que suplicó al Señor: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino”, se hallaba en mucho mejor posición que el otro que lanzó esta injuria al Señor: “Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros” (Lucas 23:39, 42).

Como hemos visto, uno puede esperar demasiado para arrepentirse. Así sucedió con muchos de los nefitas, y de ellos dijo Samuel el Lamanita:

“Mas he aquí, los días de vuestra probación ya pasaron; habéis demorado el día de vuestra salvación hasta que es eternamente demasiado tarde ya, y vuestra destrucción está asegurada; si, porque habéis emplea­do todos los días de vuestra vida procurando aquello que no podíais obtener, y habéis buscado la dicha cometiendo iniquidades, lo cual es contrario a la naturaleza de esa justicia que existe en nuestro gran y Eterno Caudillo” (Helamán 13:38. Cursiva del autor).

Observemos una vez más, lo que recalcan las palabras que aparecen en letra cursiva; y no supongamos que al llamar a la gente al arrepentimiento los profetas únicamente se pre­ocupan por los pecados más graves, tales como el homicidio, el adulterio, el hurto, etc., o que sólo se interesan en aquellas personas que no han aceptado las ordenanzas del evangelio. Todas las transgresiones deben ser purificadas, todas las debilidades deben ser vencidas, antes que una persona pueda lograr la perfección y la divinidad. Por consiguiente, el pro­pósito de esta obra es poner de relieve la vital importancia de que cada uno de nosotros transforme su vida por medio del arrepentimiento y del perdón. En los capítulos subsiguientes se hablará con mayor detalle de los distintos aspectos de este tema.

Oliver Wendell Holmes dijo: “Muchas personas mueren con su música todavía muda dentro de ellos. ¿Por qué sucede así? Con demasiada frecuencia se debe a que siempre están preparándose para vivir, y antes que se den cuenta, ya se acabó el tiempo.” Tagore expresó un concepto parecido en estas palabras: “He pasado mis días poniéndole y quitándole cuerdas a mi instrumento, y mientras tanto, la canción que vine a cantar permanece callada.”

Mi súplica, pues, es ésta: Afinemos nuestros instrumentos y cantemos dulcemente nuestras melodías. No descendamos a la tumba con nuestra música todavía muda dentro de noso­tros. Más bien usemos esta preciosa probación terrenal para avanzar confiada y gloriosamente cuesta arriba hacia la vida eterna que Dios nuestro Padre concede a aquellos que guardan sus mandamientos.

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