Capítulo 4
Estas cosas aborrece Jehová
Seis cosas aborrece Jehová, y aun siete abomina su alma:
Los ojos altivos, la lengua mentirosa, las manos derramadoras de sangre inocente,
el corazón que maquina pensamientos inicuos, los pies presurosos para correr al mal,
el testigo falso que habla mentiras, y el que siembra discordia entre hermanos. —Proverbios 6:16-19
La maldición de la tierra es el pecado se extiende por todas partes. Se presenta en numerosas formas y viste muchas clases de prendas, según las situaciones, tales como el nivel de la sociedad entre la cual está funcionando. Sin embargo, bien sea que el hombre lo llame convención o negocio, o cualquier otro eufemismo que le dé, si contraviene la ley de Dios, es pecado.
Algunos clasificarían como pecados menores aquellos de que se hablará en este capítulo, pero de no arrepentimos de ellos, todavía podrán excluirnos de la vida eterna. Tal vez la mayoría de nosotros tenemos nuestra porción de estos pecados. En esta oportunidad sólo se consideran brevemente, y sin ninguna intención de dar a entender que la lista es completa.
Idolatría.
Del monte de Sinaí procedió el mandamiento inalterable de Dios:
“No tendrás dioses ajenos delante de mí.
“No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra.
“No te inclinarás a ellas, ni las honrarás…” (Éxodo 20:3-5, Cursiva del autor).
Esta prohibición comprende no sólo las imágenes que tienen la forma de Dios o de hombre, sino también la semejanza de cosa alguna que sea terrenal en cualquier forma. Incluiría las cosas tangibles, así como las menos tangibles, y también todo aquello que incita a una persona a apartarse del deber, la lealtad y el amor y servicio a Dios.
La idolatría es uno de los pecados más graves. Desafortunadamente hay millones en la actualidad que se postran ante imágenes de oro y de plata, de obra de talla, de piedra y de barro. Sin embargo, la idolatría que más nos preocupa es la adoración consciente de todavía otros dioses. Algunos son de metal, de felpa y de cromo, de madera, de piedra y de telas. No son hechas a imagen de Dios o de hombre, sino que se elaboran para proporcionar al hombre comodidad y deleite, para satisfacer sus necesidades, ambiciones, pasiones y deseos. Algunos carecen de forma física alguna, antes son intangibles.
Los hombres parecen “adorar” conforme a una base elemental: viven para comer y beber. Son como los hijos de Israel, los cuales, aun cuando se les ofrecieron las grandes libertades relacionadas con su desarrollo nacional bajo la orientación personal de Dios, no pudieron elevar sus pensamientos por encima de las “ollas de carne de Egipto”. Parece que no pueden elevarse por encima de la satisfacción de sus apetitos corporales. Como lo expresa el apóstol Pablo, su “dios es el vientre” (Filipenses 3:19).
Los ídolos modernos o dioses falsos pueden asumir formas tales como ropas, casas, negocios, máquinas, automóviles, barcas de paseos y otras numerosas atracciones materiales que desvían del camino hacia la santidad. ¿Qué importa que el objeto en cuestión no tenga la forma de un ídolo? Brigham Young dijo: “Igual sería para mí ver a un hombre adorar a un dios pequeño hecho de latón o de madera, que verlo adorar sus bienes.” (Journal of Discourses, 6:196).
Las cosas intangibles constituyen dioses igualmente prestos. Los títulos, grados y letras pueden convertirse en ídolos. Muchos jóvenes determinan matricularse en la universidad cuando primero deberían cumplir una misión. El título, y el dinero y la comodidad que por estos medios se obtienen, parecen ser tan deseables, que la misión queda en segundo lugar. Algunos desatienden el servicio que deben prestar a la Iglesia durante los años de sus estudios universitarios, optando por dar preferencia a la instrucción seglar y despreciando los convenios espirituales que han concertado.
Hay muchas personas que primero construyen y amueblan una casa, y compran su automóvil, y entonces descubren que “no les alcanza” para pagar sus diezmos. ¿A quién están adorando? Ciertamente no es al Señor de los cielos y de la tierra, pues servimos a quien amamos y damos nuestra primera consideración al objeto de nuestro afecto y deseos. Las parejas jóvenes que no quieren ser padres sino hasta que hayan recibido sus títulos quizás se sentirían ofendidas si se tildara de idolatría a su preferencia expresada. Sus pretextos les proporcionan títulos a costa de los hijos. ¿Será una permuta justificable? ¿A quién aman y adoran, a sí mismos o a Dios? Otras parejas, comprendiendo que la vida no tiene como objeto principal las comodidades, el desahogo y los lujos, completan su educación mientras siguen adelante llevando una vida completa, teniendo hijos y prestando servicio a la Iglesia y a la comunidad.
Muchos adoran la cacería, la pesca, las vacaciones, los días de campo y paseos de fin de semana. Otros tienen como ídolos a las actividades deportivas, el béisbol, el fútbol, las corridas de toros o el golf. Estas actividades, en la mayoría de los casos, interrumpen la adoración del Señor y el prestar servicio para la edificación del reino de Dios. La afición hacia estas cosas no parecerá cosa grave a los participantes; sin embargo, indica dónde ellos están depositando su fidelidad y su lealtad.
Otra imagen que los hombres adoran es la del poder y el prestigio. Muchos huellan con los pies los valores espirituales, y con frecuencia los valores éticos, en su ascenso al éxito. Estos dioses de poder, riqueza y prestigio son sumamente exigentes, y son tan reales y verdaderos como los becerros de oro de los hijos de Israel en el desierto.
Rebelión.
Un pecado muy común es la rebelión contra Dios. Esta se manifiesta en una negativa caprichosa de obedecer los mandamientos de Dios, en rechazar el consejo de sus siervos, en oponerse a la obra del reino, es decir, en la palabra o acto intencional de desobediencia a la voluntad de Dios.
Un ejemplo clásico de la rebelión contra Dios lo tenemos en Judas Iscariote, el cual de hecho entregó a su Señor a los asesinos. Otro ejemplo de ello es el rey Saúl. Fuerte y capaz, originalmente dotado con gran potencialidad, este joven escogido se tomó soberbio y rebelde. Tenemos esta reprensión del profeta Samuel al egocéntrico y egotista monarca:
“Aunque eras pequeño en tus propios ojos, ¿no has sido hecho jefe de las tribus de Israel, y Jehová te ha ungido por rey sobre Israel?
“¿Por qué, pues, no has oído la voz de Jehová…?
“¿Se complace Jehová tanto en los holocaustos y víctimas, como en que se obedezca a las palabras de Jehová? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros.
“Porque como pecado de adivinación es la rebelión, y como ídolos e idolatría la obstinación… Desechaste la palabra de Jehová…” (1 Samuel 15:17, 19, 22, 23).
De los pueblos del Libro de Mormón que se hundían rápidamente en la iniquidad se ha escrito lo siguiente:
“Y no pecaban por ignorancia, porque conocían la voluntad de Dios tocante a ellos, pues se la habían enseñado; de modo que se rebelaron intencionalmente contra Dios” (3 Nefi 6:18).
En forma similar los Santos de los Últimos Días han sido bendecidos con luz y conocimiento. Son igualmente condenados por el Señor, si se rebelan contra las verdades reveladas del evangelio.
Entre los miembros de la Iglesia, la rebelión frecuentemente se manifiesta en criticar a las autoridades y a los que dirigen. “No temen decir mal de las potestades superiores… hablando mal de cosas que no entienden”, declara el apóstol Pedro. (2 Pedro 2:10,12.) Se quejan de los programas, menoscaban a las autoridades constituidas y generalmente se constituyen en jueces. Después de un tiempo se ausentan de las reuniones de la Iglesia por causa de ofensas imaginadas, y dejan de pagar sus diezmos y cumplir con sus otras obligaciones en la Iglesia. En una palabra, tienen el espíritu de apostasía, que casi siempre es lo que se cosecha de las semillas de la crítica. A menos que se arrepientan, se marchitan en el elemento destructivo que ellos mismos han preparado, se envenenan con los amasijos que ellos mismos elaboran; o como lo dice el apóstol Pedro, perecen “en su propia perdición”. No sólo padecen ellos, sino también su posteridad. En nuestros tiempos el Señor ha expresado su destino en estas palabras:
“Malditos sean todos los que alcen el calcañar contra mis ungidos, dice el Señor, clamando que han pecado cuando no pecaron delante de mí…
“Más los que gritan transgresión lo hacen porque son siervos del pecado, y ellos mismos son hijos de la desobediencia.
“Y los que juran falsamente contra mis siervos…
“Su cesta no se llenará, sus casas y graneros desaparecerán, y ellos mismos serán odiados de quienes los lisonjeaban.
“No tendrán derecho al sacerdocio, ni su posteridad después de ellos de generación en generación (D. y C. 121:16-18, 20, 21).
Tales personas dejan de dar testimonio a sus descendientes, destruyen la fe dentro de su propio hogar y de hecho privan del “derecho al sacerdocio” a generaciones subsiguientes, que de lo contrario tal vez habrían sido fieles en todas las cosas.
Viene a la mente la manera en que el Señor manifestó su desagrado por la rebelión contra su siervo Moisés, cuando reprendió a Aarón y a María, e hirió a ésta con lepra (véase Números 12:1-10). Moisés era el ungido del Señor. Criticar al siervo y quejarse de él fue rebelarse contra el Maestro.
Uno quisiera que los rebeldes se detuvieran y se hicieran preguntas tales como ésta: “¿Me acercan más a Cristo, a Dios, a la virtud, a la oración y a la exaltación, mi filosofía y mis esfuerzos críticos?” “¿He logrado paz, gozo y desarrollo con mis críticas, o simplemente la satisfacción de mi orgullo?” “¿Qué he logrado con mi pecado, aparte de una satisfacción carnal inmediata?”
En los casos en que los rebeldes ponen en práctica el arrepentimiento, éste se puede iniciar de varias maneras. Algunos llegan a reconocer sus pecados mediante la introspección, mientras que en otros casos son fuerzas externas lo que los humillan. Muchos, habiendo comprendido sus transgresiones, inician su arrepentimiento en secreto. Otros deben ser aprehendidos, corregidos y castigados antes que puedan dar principio a su transformación. Con algunos hasta se hace necesario disciplinarios mediante una inactividad obligada, la suspensión de derechos, o aun la excomunión, antes que comprendan su situación y la necesidad de transformar su vida. En ninguno de nosotros debe haber resentimiento cuando se nos llama la atención a nuestras responsabilidades y se nos insta a arrepentirnos de nuestros pecados. El Señor optará por reprendernos de esta manera o de alguna otra, pero todo es para nuestro propio beneficio.
“Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor, ni desmayes cuando eres reprendido por él;
“porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo.
“Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina?” (Hebreos 12:5-7).
En cierta conferencia de estaca, una de las autoridades de la Iglesia habló amable y claramente, pero con palabras vigorosas, llamando la atención a algunas debilidades comunes al pueblo de esa comarca. Comentando el discurso, alguien se expresó de esta manera: “Supongo que él es el único que llegará a las alturas. Se va a sentir muy solitario.” Tal persona propiamente pudo haber dicho: “Fue una crítica justa, y procederé a corregir mis caminos.” Más bien, manifestó el espíritu de rebelión contra una corrección legítima. Indudab1emente es uno de los que dirían, si se hiciera referencia a una reprensión tomada de las Escrituras: “Pero eso lo dijo Cristo, o uno de los antiguos profetas; cualquier persona aceptaría una reprensión o crítica de ellos.” Esto pasa por alto la afirmación del Señor de que aquello que se da al pueblo, “sea por mi propia voz, o por la voz de mis siervos, es lo mismo” (D. y C. 1:38).
Una forma prevalente de la rebelión es la “crítica avanzada”, que es el deleite de los miembros de la Iglesia que se sienten orgullosos de sus facultades intelectuales. Holgándose de su superioridad supuesta, arguyen al revés y al derecho, analizan con sólo su intelecto aquello que se puede discernir únicamente por el ojo de la fe, e impugnan y desprestigian las doctrinas y métodos de la Iglesia que no concuerdan con su examen crítico. En todo esto debilitan la fe de aquellos que son menos aptos en cuanto a conocimiento y lógica, y en ocasiones parecen recibir satisfacción por haber logrado tales resultados. Mas la palabra del Señor a éstos es la misma que fue hace dos mil años:
“Si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.
“¡Ay del mundo por los tropiezos! porque es necesario que vengan tropiezos, pero ¡ay de aquel hombre por quien viene el tropiezo!” (Mateo 18:3,7).
Uno de los castigos para el que se rebela en contra de la verdad es que pierde la facultad para recibirla. Reparemos en estas palabras de Jacob:
“Pero he aquí que los judíos fueron un pueblo de dura cerviz; y despreciaron las palabras de claridad, mataron a los profetas y procuraron cosas que no podían entender. Por tanto, a causa de la ceguedad que les vino por traspasar lo señalado, tendrán que caer…” (Jacob 4:14 Cursiva del autor).
Traidores.
¿Qué se dirá de aquellos miembros que se esfuerzan tanto para dar publicidad a sus críticas de la Iglesia, al grado de que imparten aliento a sus enemigos y causan bochorno a quienes la dirigen, así como a los demás miembros fieles? Una de las definiciones de la palabra traición dice que es un “delito que se comete quebrantando Ja fidelidad o la lealtad que se debe guardar o tener”; y ciertamente los miembros bautizados tienen la obligación de apoyar a la Iglesia y adelantar sus propósitos.
¿Qué cosa podría ser más despreciable que uno que es traidor a un amigo, a una iglesia, a una nación o a una causa? Para el apóstol Pablo esta deslealtad fue lo suficientemente atroz para incluirla en su profecía sobre los pecados de los postreros tiempos. (Véase 2 Timoteo 3:4). El traidor a menudo obra en las tinieblas, arteramente. Consideremos a Quisling, a Judas, a John C. Bennett, a William Law, a Francis y a Chauncey Higbee, ¿hay quien los ame y los estime? En la actualidad no nos hallamos libres de traidores en la Iglesia; los hay quienes destruirían lo que es bueno para lograr sus propias y egoístas recompensas terrenales, o para llevar a efecto sus impías intrigas.
La violación del día de reposo.
Nos hemos convertido en un mundo de violadores del día del Señor. En el día de reposo los lagos se ven llenos de barcos, las playas aglomeradas, los cines tienen sus mejores entradas, las canchas abundan en jugadores. El día de reposo es el día preferido para tener diversiones, convenciones y días de campo familiares; y todo género de juegos de pelota se llevan a cabo en este día sagrado. Aun el “extranjero que está dentro de tus puertas” se ve obligado a prestar servicio. “Abierto como de costumbre”, es el lema de muchos comerciantes, y nuestro día santo se ha convertido en un día festivo; y por motivo de que tantos lo consideran como un día de fiesta, infinidad de otras personas satisfacen los deseos de los amantes de diversiones y los buscadores de dinero.
Los violadores del día de reposo también son aquellos que compran provisiones o diversión en el día del Señor, con lo que impulsan a los centros de diversión y los establecimientos comerciales a que permanezcan abiertos, cosa que de lo contrario no harían. Si compramos, vendemos, canjeamos o patrocinamos tales cosas en el día del Señor, somos rebeldes como los hijos de Israel, y las deplorables consecuencias que resultaron de sus infracciones de éste y otros mandamientos debería ser una amonestación permanente para todos nosotros.
Aun cuando hoy no se imponen los castigos rápidos y severos que sobrevenían a Israel por sus transgresiones, esto no disminuye la gravedad de la ofensa que se comete contra el Señor al violar el día. La importancia de honrar el día de reposo fue reiterada en nuestra época en una revelación del Señor comunicada al profeta José Smith:
“Y para que más íntegramente puedas conservarte sin mancha del mundo, irás a la casa de oración y ofrecerás tus sacramentos en mi día santo”.
Debe notarse que se trata de un mandamiento “imperativo”.
“Porque, en verdad, éste es un día que se te ha señalado para descansar de tus obras y rendir tus devociones al A1tísimo;
“sin embargo, tus votos se ofrecerán en justicia todos los días y a todo tiempo;
“pero recuerda que en éste, el día del Señor, ofrecerás tus ofrendas y tus sacramentos al Altísimo, confesando tus pecados a tus hermanos, y ante el Señor.
“Y en este día no harás ninguna otra cosa sino preparar tus alimentos con sencillez de corazón, a fin de que tus ayunos sean perfectos, o en otras palabras, que tu gozo sea cabal” (D. y C. 59:9-13).
Cabe notar aquí que aun cuando el Señor recalca la importancia del día de reposo y su debida observancia, El pide a su pueblo “justicia todos los días y a todo tiempo”.
Amantes del dinero.
La posesión de riquezas no constituye un pecado necesariamente. Sin embargo, el pecado puede resultar de la adquisición y el uso de las riquezas. El apóstol Pablo dio a entender esta distinción en sus palabras a Timoteo:
“Porque raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe, y fueron traspasados de muchos dolores.
“Mas tú, oh hombre de Dios, huye de estas cosas, y sigue la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre” (1 Timoteo 6:10,11).
La historia del Libro de Mormón elocuentemente manifiesta el efecto corrosivo de la pasión por las riquezas. Cada vez que obraba rectamente, el pueblo prosperaba. Entonces seguía la transición de la prosperidad a las riquezas, de las riquezas al amor de más riquezas, luego al amor de la holganza y los lujos. De allí pasaban a la inactividad espiritual, después a los pecados mayores y a la iniquidad, y en seguida a una destrucción casi completa a manos de sus enemigos. Esto los motivaba a arrepentirse, lo cual hacía volver la rectitud, seguida de la prosperidad, y el ciclo empezaba una vez más.
Si el pueblo hubiera usado sus riquezas para buenos propósitos, podrían haber disfrutado de una prosperidad continua; pero parecía que no eran capaces de ser al mismo tiempo ricos y justos durante largos períodos. Por un tiempo limitado personas pueden “seguir la línea”, pero se deterioran espiritualmente cuando abunda el dinero. El escritor de los Proverbios dice:
“El hombre de verdad tendrá muchas bendiciones; mas el que se apresura a enriquecerse no será sin culpa” (Proverbios 28:20).
Juan el apóstol amonestó contra el amor de las cosas del mundo:
“No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él.
“Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo.
“Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Juan 2:15-17).
El presidente Brigham Young expresó el temor de que en nuestra propia dispensación las riquezas del mundo corromperían las almas de su pueblo, cuando dijo:
“Cobrad ánimo, hermanos… arad vuestras tierras y sembrad trigo, plantad vuestras patatas… Es nuestro deber predicar el evangelio, recoger a Israel, pagar nuestros diezmos y edificar templos. El temor más grande que tengo en cuanto- a este pueblo es que se hagan ricos en este país, se olviden de Dios y de su pueblo, engorden y se precipiten a sí mismos fuera de la Iglesia y vayan a parar en el infierno. Este pueblo soportará los asaltos y robos de los populachos, la pobreza y toda clase de persecución, y mantenerse fieles. Pero mi temor principal es que no puedan soportar las riquezas.”
Brigham Young también amonestó que los Santos de los Últimos Días que dedican toda su atención a ganar dinero no tardan en resfriarse en sus sentimientos en cuanto a las ordenanzas de la casa de Dios. Desatienden sus oraciones, se muestran indispuestos a pagar donativos de cualquier clase, la ley de los diezmos llega a ser para ellos una prueba demasiado pesada y finalmente abandonan a su Dios. Caen bajo esta censura de Jacob:
“Mas ¡ay de los que son ricos según las cosas del mundo! Pues que por ser ricos desprecian a los pobres, persiguen a los mansos y sus corazones están en sus tesoros; por tanto, su tesoro es su dios. Mas he aquí, su tesoro perecerá con ellos también” (2 Nefi 9:30).
El Señor le requirió al joven rico que se despojara de sus bienes (Lucas 18:22). Indudablemente percibió los pensamientos del acaudalado y pudo discernir que su riqueza era su dios. El joven parecía estar dispuesto a hacer casi cualquier cosa a cambio de la oportunidad de servir al Señor y ser exaltado, menos abandonar sus riquezas.
El benévolo Creador nos asegura que la tierra y todas las cosas buenas que en ella hay son para el hombre.
“…La abundancia de la tierra será vuestra, las bestias del campo y las aves del cielo, y lo que trepa a los árboles y anda sobre la tierra; sí, y la hierba y las cosas buenas que produce la tierra… Sí, todas las cosas que de la tierra salen… son hechas para el beneficio y el uso del hombre…
“Y complace a Dios haber dado todas estas cosas al hombre; porque para este fin fueron creadas, para usarse con juicio, no en exceso ni por extorsión” (D. y C. 59:16-18,20).
¡Cuán grande es la misericordia y bondad de nuestro amoroso y providente Señor! Claro es que no se deleita en la pobreza o el sufrimiento, ni en la necesidad o privación. El quisiera que todos los hombres disfrutaran de todo lo que se ha creado, si el hombre sólo pudiera hacerlo sin dejar de lado la dependencia y la dignidad, si sólo pudiera evitare apartarse del Creador a la cosa creada.
Hurto.
El pecado del hurto abunda entre nosotros en nuestros países modernos. ¡Qué denuncia tan grave contra los pueblos que generalmente viven en abundancia! Las Escrituras nos dicen:
“No tienen en poco al ladrón si hurta para saciar su apetito cuando tiene hambre;
“pero si es sorprendido, pagará siete veces; entregará todo el haber de su casa” (Proverbios 6:30,31).
En algunos países del mundo donde predomina la pobreza, y donde el sufrimiento y el morir de hambre son un fantasma común, podrá comprenderse por qué existen el hurto y la falta de honradez, aun cuando no se pueden reconciliar ni exculpar; pero en los países en los que la mayoría de la población está logrando las necesidades de la vida, y hasta algunos lujos, no hay justificación para el hurto. Sin embargo, constantemente estamos leyendo de robos en nuestras ciudades principales, y el hurto es común. Es necesario atrancar las puertas de las casas, cerrar los automóviles con llave, poner candados a las bicicletas. Los ladrones recurren a la extorsión, al chantaje y aun al secuestro.
¿Podrá alguno afirmar con verdad que no sabía que el hurtar es malo? El afán de poseer parece ser un impulso básico en los humanos, pero aun cuando un niño desea los juguetes de otro niño, pronto llega a darse cuenta de que no son suyos. Los pequeños hurtos se convierten en mayores, a menos que se reprima el deseo. Los padres que “encubren” las faltas de sus hijos, los exculpan y pagan por las cosas de las que indebidamente se apropian, están dejando pasar una oportunidad muy importante de enseñar una 1ección, y a causa de ello ocasionan un daño incalculable a sus hijos. Si se le exige al niño que devuelva la moneda, el lápiz o la fruta con la correspondiente disculpa, lo más probable es que se reprimirá su tendencia para hurtar; mas si se le agasaja y se le hace creer que es un pequeño héroe, si se hace una broma de lo que hurtó a escondidas, lo más probable es que continuará con robos más frecuentes. La mayor parte de los ladrones y salteadores no habrían llegado a serlo, si se les hubiera disciplinado oportunamente.
El ladrón generalmente descubre que su botín no vale el precio cuando es aprehendido y padece el castigo. Un hombre que defraudó de miles de dólares a la compañía que lo empleaba, y huyó y fue perseguido casi alrededor del mundo, finalmente volvió a casa y se entregó a las autoridades. Se hallaba casi sin un centavo. No pudo dar más explicación en cuanto a su comportamiento, sino que fue demasiado débil para resistir la tentación. “Ninguna cantidad de dinero vale la pena— dijo—sean diez mil o diez millones de dólares.” “A casi toda hora de cada día durante los últimos meses he querido dejar de huir”, declaró a las autoridades. “No pueden imaginarse la agonía de tener que huir, huir y huir, y siempre sabiendo que no puede uno parar… El precio que voy a pagar es pesado; nada de lo que logré compensa la inquietud y el temor, o la humillación que ha sobrevenido a mi familia.”
Esta vehemencia de posesionarse de lo que pertenece a otro se manifiesta en muchas formas: hurto, cohecho, aprovecharse de otros, evadir el pago de impuestos, extorsión, codicia, litigios avarientos, falsas representaciones con objeto de lograr algo por nada, etc. Todo aquel que practica cualquiera de estas formas de improbidad necesita arrepentirse, desarrollar una conciencia limpia y verse libre de grilletes, cadenas, inquietudes y temores.
Amos impíos.
El apóstol Pablo habla de “amos impíos”, e indudablemente se refiere a aquellos que procuran defraudar a sus siervos o empleados, y no compensar debidamente por la obra hecha o por los artículos proporcionados. Probablemente estaba pensando en aquellos que son despiadados, exigentes y faltos de consideración para con sus subordinados.
“Y vosotros, amos, haced con ellos lo mismo, dejando las amenazas, sabiendo que el Señor de ellos y vuestro está en los cielos, y que para é1 no hay acepción de personas” (Efesios 6:9).
En una palabra, el patrón debe tratar a sus empleados de acuerdo con la regla de oro, recordando que hay un Señor en los cielos que juzga tanto al que emplea como al que es empleado. S. Pablo recomendó una alta norma al empleado:
“Siervos, obedeced a vuestros amos terrenales… con sencillez de vuestro coraz6n, como a Cristo;
“no sirviendo al ojo, como los que quieren agradar a los hombres, sino como siervos de Cristo…
“sirviendo de buena voluntad, como al Señor y no a los hombres” (Efesios 6:5,6).
Podemos entender que esto significa, en términos modernos, que el siervo y el empleado deben rendir regularmente servicio honrado, cabal y completo, y hacer por su patrón lo que desearía que un empleado hiciera por él, si éste fuera el patrón. Cualquier otro curso requiere el arrepentimiento.
Improvidencia.
Se relaciona íntimamente con los asuntos de patrones y empleados el pecado de la improvidencia. El hombre tiene la obligación y responsabilidad morales de no sólo sostenerse a sí mismo y ser un siervo útil, sino también de procurar por su propia familia y sostenerla. “El perezoso no ara a causa del invierno—dice en Proverbios—pedirá, pues, en la siega, y no hallará” (Proverbios 20:4). También el apóstol Pablo: “Porque si alguno no provee para los suyos, y mayormente para los de su casa, ha negado la fe, y es peor que un incrédulo” (1 Timoteo 5:8).
Falso testimonio.
El pecado de falso testimonio se comete de muchas maneras. Los culpables son los chismosos y cuenteros, los murmuradores, los que desconocen la verdad, los mentirosos, rencillosos y engañadores. En ocasiones estas debilidades se consideran como cosas menores; sin embargo, destrozan corazones, destruyen reputaciones y arruinan vidas. S. Pablo dijo a tales ofensores:
“Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia.
“Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo” (Efesios 4:31,32).
Quedan incluidos en este grupo de pecadores los que menciona este apóstol: Aduladores, fingidores, calumniadores, comunicantes de vulgaridades, los envidiosos, rencorosos, celosos, resentidos, mordedores y devoradores unos de otros, contaminadores, maldicientes, habladores de maldad, provocadores, aborrecedores, inventores de cosas impías, tropiezos.
Por supuesto, nadie se ve a sí mismo entre los de esta categoría. Siempre es la otra persona la que cuenta chismes, inventa mentiras, calumnia y es falaz; pero, ¿acaso no somos todos culpables hasta cierto grado, y no tenemos todos necesidad de la introspección, de analizarnos a nosotros mismos y entonces arrepentimos?
La gente a menudo da falso testimonio con intención perversa. Por ejemplo, hay candidatos en las elecciones que a veces hacen arreglos con un “susurrante”, esa persona sagaz que no presenta ninguna acusación formal, sino que por medio de indirectas, verdades a medias y sutiles sugerencias calladamente derriba a un contrario desapercibido. Con frecuencia surgen en la víspera de las elecciones, demasiado tarde para refutarlas. Este tipo de difamación no debe convenir a la dignidad de hombres honorables. Las emociones de baja categoría como el celo, la codicia, la envidia y la venganza provocan en ocasiones la misma clase de acusaciones falsas en la vida diaria, las que entonces se dejan allí para que supuren mientras que su víctima nada sabe del ataque.
Otro aspecto del falso testimonio es el “debate”. No el debate formal de la retórica en los colegios o universidades, sino el del egotista que se siente compelido a debatir y a disputar toda situación. En la política, la religión o cualquier otro campo luchará ardua y largamente para ganar un punto, pese a donde quede la verdad. Hay quienes están dispuestos a argumentar, aun a favor del punto errado, con tal de ganar el debate, o por cierto precio.
Tenemos en la Iglesia maestros que desarrollan en sus clases un argumento, al que dan el nombre de discusión, y con el pretexto de lograr la participación de todos, perjudican la fe de los miembros de la clase. Supe de un maestro que propuso a su clase, durante una lección sobre la divinidad de Cristo, que él, el maestro, sostendría el punto de que Cristo era un impostor y su obra una falsedad. La clase defendería la divinidad de Cristo. Hallándose bien preparado, y tomando por sorpresa a su clase, el maestro demostró por la lógica que Cristo era un impostor, o por lo menos, al terminarse la clase quedaron sin contestar ciertas preguntas vitales, y el asunto quedó indeciso. A este hombre le deleitaba debatir y argumentar; pero su testimonio era falso.
En la categoría de falso testimonio entra el adulador, el que no es sincero, el mentiroso, el chismoso. En cuanto a éstos escribió Isaías: “¡Ay de los que a lo malo llaman bueno, y a lo bueno malo; que ponen tinieblas por luz y luz por tinieblas; que ponen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!” (2 Nefi 15:20). Tales son las cosas que el Señor aborrece.
“Seis cosas aborrece Jehová, y aun siete abomina su alma:
“Los ojos altivos, la lengua mentirosa, las manos derramadoras de sangre inocente,
“el corazón que maquina pensamientos inicuos, los pies presurosos para correr al mal,
“el testigo falso que habla mentiras, y el que siembra discordia entre hermanos” (Proverbios 6:16-19).
Viene a la mente lo que Diógenes dijo en respuesta a la pregunta: “¿Cuál de los animales inflige la mordedura más peligrosa?” Él contestó: “Del animal doméstico, el adulador; de la bestia salvaje, el calumniador.”
Las mentiras y chismes que perjudican las reputaciones son esparcidos por los cuatro vientos como las semillas de la flor madura llamada diente de león que un niño sostiene en alto. Ni las semillas ni el chisme jamás pueden volver a recogerse. El grado y extensión del perjuicio causado por los chismes es inestimable.
Vulgaridad.
El apóstol Pablo la llamó malas conversaciones. En esta categoría de pecados también podían caber las palabras vanas, la maledicencia, el tomar el nombre del Señor en vano, la conversación lasciva. ¿Acaso no podría incluirse también la pornografía con su depravación, su propósito intencional de pervertir a la juventud?
En cuanto a la profanación o tomar el nombre del Señor en vano, sólo al orar o en los discursos o conversaciones respetuosos se deben usar los nombres de Dios, y ciertamente jamás en una manera innecesaria o descuidada. El uso de las consabidas palabras insolentes es suficientemente malo en sí mismo, ya que tachan a uno de mal educado y descomedido, pero eso de usar profanamente cualquiera de los nombres de nuestro Señor es absolutamente inexcusable. En caso de que uno corneta un error en este respecto, debe arrepentirse de “silicio y de ceniza”, igual que si hubiera cometido cualquiera de los otros pecados graves. Con esta maledicencia se relacionan estrechamente las maldades de ser impíos, irreverentes, profanadores, idólatras o blasfemos, de negar al Espíritu Santo y “decir mal de las potestades superiores”.
En la categoría de tomar el nombre del Señor en vano, podríamos incluir el uso, por parte de personas desautorizadas, del nombre de Dios en la efectuación de ordenanzas. En las Escrituras de esta época, el Señor amonestó:
“Por tanto, cuídense todos los hombres de cómo toman mi nombre en sus labios;
“porque he aquí, de cierto os digo, que hay muchos que están bajo esta condenación, que toman el nombre del Señor y lo usan en vano sin tener autoridad” (D. y C. 63:61,62).
Presuntuosos, además de blasfemos, son aquellos que aparentan bautizar, bendecir, casar o efectuar otros sacramentos en el nombre del Señor, cuando en efecto carecen de su autorización particular. Y nadie puede obtener la autoridad de Dios con leer la Biblia, o sólo por un deseo de servir al Señor, pese a lo puro que sean sus motivos.
Violación de la palabra de sabiduría.
El consumo de licores es una maldición de nuestra época como lo fue en los tiempos del apóstol Pablo, según lo indican sus escritos. Ingerir bebidas alcohólicas prohibidas es un pecado para nosotros que hemos hecho convenios con Dios y a quienes se nos ha mandado que nos abstengamos. Uno que jamás quebranta la ley del Señor concerniente al uso de licores nunca llegará a ser adicto al alcohol.
Igual que en los días de Noé, estamos “comiendo y bebiendo, casándonos y dando en casamiento” (Mateo 24:38). Nuestras numerosas comidas y banquetes con frecuencia se sazonan con licores, de los cuales el compañerismo y diversión dependen tan completamente en algunos círculos. El licor es de lo más común en los trenes y aviones. Para muchos, la hora del cóctel es indispensable. Clubes de servicio, organizaciones comerciales y presupuestos gubernamentales lo proporcionan.
¡Qué recriminación tan seria, cuando la vida social en los tribunales, en las salas de banquetes y en las embajadas gira en torno del alcohol, y cuando convenios y aun tratados se consuman al acompañamiento del licor! ¡Cuán incapaz es el anfitrión que solamente puede entretener sirviendo licores a sus invitados, y cuán insípido es el invitado que no puede pasar un rato alegre sin el licor!
El alcohol maldice a todos aquellos a quienes toca: al vendedor, al comprador y al consumidor. Trae la privación y la angustia a numerosas personas inocentes. Se relaciona con el soborno, la inmoralidad, los garitos, el fraude, el pandillaje y casi todos los demás vicios. Pisándole los talones vienen el despilfarro del dinero, familias carecientes, cuerpos deteriorados, mentes limitadas, numerosos accidentes. Todo tiene en su contra y nada a su favor; sin embargo, los estados lo venden y perciben ingresos de él, y se ha convertido en un aspecto “normal” y aceptado de la vida moderna.
El uso de este instrumento de Satanás es en especial un pecado para todos los Santos de los Últimos Días que conocen la ley de la Palabra de Sabiduría. Dada como Palabra de Sabiduría y no por vía de mandamiento en 1833, un profeta de Dios la declaró mandamiento en 1851. Debe considerársele como tal, y si se quebranta, uno debe arrepentirse de ello como de otros pecados de mayor gravedad. El veneno, suficientemente perjudicial en sí mismo, es de importancia secundaria cuando se considera la desobediencia de los mandamientos de Dios. Conocer la ley y no sujetarse a ella es pecado. El Redentor amonestó:
“Mirad también por vosotros mismos, que vuestros corazones no se carguen de glotonería y embriaguez y de afanes de esta vida, y venga de repente sobre vosotros aquel día” (Lucas 2 1:34).
Con respecto al uso del tabaco, el Señor reveló en 1833:
“Y además, el tabaco no es para el cuerpo ni para el vientre, y no es bueno para el hombre, sino es una hierba para magulladuras y para todo ganado enfermo” (D. y C. 89:8).
Esto es categórico. En años recientes la ciencia ha establecido, para dejar satisfecho a cualquier hombre razonable, que el tabaco es perjudicial para la salud del hombre. El sentido común prohíbe su uso. Mucho más importante es que su uso por parte de los miembros de la Iglesia del Señor contraviene los mandamientos de Dios, y hay que arrepentirse de ello como de los otros pecados serios.
El Señor también prohíbe el uso del té y del café, y los verdaderos discípulos del Maestro en gran manera querrán complacerlo cumpliendo éste y todos sus otros mandamientos. Además de los asuntos que específicamente están comprendidos en la Palabra de Sabiduría, las personas prudentes evitarán el uso de otras substancias destructivas. El mundo podrá decir que el fumar y el beber en actividades sociales, y que el té y el café son cosa normal, pero gracias al Señor que en este caso, como en muchos otros su Iglesia tiene normas diferentes.
Uso de las drogas.
Con frecuencia, más nociva aún que la práctica costosa, perjudicial e irritante de la bebida es la adicción a las drogas. Los relatos del “mercado ilícito de estupefacientes” que leemos en nuestros diarios y revistas causan espanto. Un informe indicaba que en la ciudad de Nueva York había millares de adolescentes drogadictos. A pesar de los esfuerzos locales, nacionales e internacionales por contener la distribución de tales narcóticos, un comité del senado norteamericano ocupado en la investigación de crímenes descubrió que estas drogas se consiguen fácilmente en la mayor parte de las ciudades de dicha nación.
Uno debe huir de este vicio como de cualquier plaga mortífera. Las personas jóvenes, así como las de mayor edad, deben tener cuidado de no experimentar con prácticas tan perjudiciales como la aspiración de vapores espiritosos, ingerir LSD, fumar cigarrillos de marihuana, etc. Estas cosas no sólo constituyen un pecado en sí mismas, sino que conducirán a vicios más graves en cuanto al uso de drogas, así como a la caída espiritual, moral y física del drogadicto. Hay que arrepentirse de todos estos vicios relacionados con substancias narcóticas y. apartarse de ellos en lo sucesivo. Aun las pastillas para inducir el sueño, los calmantes y remedios semejantes que se creían inofensivos, en ocasiones han causado daños y muertes; convendría limitar y evitar estas cosas, y si es que se van a usar, tomarlas únicamente bajo la supervisión estricta de un médico de buena reputación.
Violadores de convenios.
El pecado del violador de convenios es semejante a muchos de los otros pecados. La persona bautizada promete guardar todas las leyes y mandamientos de Dios. Ha participado del sacramento de la Santa Cena y reconfirmado su lealtad y fidelidad, prometiendo y haciendo convenios de que guardará todas las leyes de Dios. Un gran número de personas han ido a los templos y renovado sus convenios de que vivirán de acuerdo con todos los mandamientos de Dios, guardarán sus vidas limpias, devotas, dignas y útiles. Sin embargo, muchos son los que olvidan sus convenios y violan los mandamientos, a veces deliberadamente desviando a los fieles en pos de ellos.
A quienes violan los convenios y promesas hechos en lugares sagrados y de un modo solemne, podemos aplicar las siguientes palabras del Señor:
“…un hombre inicuo, que ha despreciado los consejos de Dios y quebrantado las más santas promesas hechas ante Dios, y se ha confiado en su propio juicio y jactado de su propia sabiduría” (D. y C. 3: 12,13).
Aborrecedores de dios
Otro de los pecados que menciona el apóstol Pablo es el que cometen los “aborrecedores de Dios”. Aborrecer a Dios es la antítesis directa del mandamiento: “No tendrás dioses ajenos delante de mí.” Muchos hombres se enaltecen cuando logran un poco de conocimiento, y con sus razonamientos se apartan de su creencia en Dios. En vista de que cuanto tenemos para disfrutar y beneficiamos viene del Dios viviente y verdadero, cualquiera que se haya aislado de su Señor, aun en el grado más mínimo, tiene necesidad de un arrepentimiento profundo y de efectuar una reconciliación con El.
Pablo el apóstol vehementemente denunció a los que daban “culto a las criaturas antes que al Creador”, los “aborrecedores de Dios”. Había en aquellos días, como actualmente los hay, y entre nuestro propio pueblo, grupos que niegan al “Señor que los rescató” con su propia sangre y, sin embargo, dicen ser miembros de su Iglesia, y en su hipocresía y egotismo fingen lealtad. Hay quienes reciben los beneficios de la Iglesia, y al mismo tiempo no sólo no están contribuyendo nada a ella, sino que de hecho están perjudicando a la Iglesia y sus normas. Estos incrédulos hipócritas emplean sus fuerzas para destruir más bien que para edificar.
Ingratitud.
La ingratitud es un pecado angustioso que hace encender la ira del Señor. (Véase D. y C. 59:2 1.) Con frecuencia se manifiesta en la “desobediencia a los padres”, que el apóstol Pablo condena. Cantidad de jóvenes exigen y reciben mucho de sus padres, tras lo cual manifiestan poco o ningún agradecimiento, como si sus padres se lo debieran sin ninguna consideración o reconocimiento por parte de ellos. Debe de haber habido hijos en los días de Pablo que desagradecidamente daban por sentadas sus muchas bendiciones y oportunidades, porque él continuamente exhortaba a los santos de Roma y a otros contra esta debilidad.
Cuando el Salvador sanó a los diez leprosos, y sólo uno volvió para darle las gracias, señaló él a los nueve ingratos como una lección para todos, diciendo: “¿No son diez los que fueron limpiados?”. (Lucas 17:17). Al igual que la juventud, a menudo los adultos son culpables, manifestando desobediencia e ingratitud para con su Padre Celestial que les da todo. Muchos dejan de manifestar su agradecimiento por medio del servicio, por medio de sus oraciones familiares, por medio del pago de sus diezmos y de otras varias maneras que Dios tiene el derecho de esperar.
Inclemencia.
También la falta de misericordia es una debilidad de graves proporciones. El apóstol Pablo la relaciona con muchos de los pecados que generalmente consideramos como más serios. El Señor dijo: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mateo 5:7). Subrayó este punto con la parábola del siervo despiadado, el cual, aun cuando se le había perdonado su deuda de diez mil talentos, no quiso perdonar a su propio deudor que sólo le debía cien denarios. El castigo que recibió por su aspereza fue bien severo (Mateo 18:23-35).
Ira.
El apóstol Pablo amonesta a los iracundos, aquellos que se dejan llevar por el enojo cuando algo no resulta bien. Cuando son relevados de un cargo en la Iglesia, a veces se enfadan y se niegan a volver para prestar otro servicio, y más bien ponen mala cara y se quejan y critican amargamente todo lo que hacen aquellos que supuestamente los han ofendido. Hay ocasiones en que su ira se convierte en un odio y resentimiento implacables, y ellos y sus seres queridos sufren, en lo que a fe y actividades concierne, y a veces aun en lo que respecta a su posición como miembros y a su salvación. Hay muchos que en la actualidad pudieron haber sido activos y fieles en la Iglesia, pero que se encuentran fuera, porque algún progenitor, bien pudo haber sido un padre, un abuelo o bisabuelo, se llenó de rencor y apostató.
Dios aborrece el pecado.
“Seis cosas aborrece Jehová.” Sí, las aborrece porque son pecados. Por la misma razón El aborrece todas las transgresiones de que se ha hablado en este capítulo, y también todas las demás. Aun cuando ama al pecador, Él no puede “contemplar el pecado con el más mínimo grado de tolerancia” (D. y C. 1:31). Como pecadores, podremos mejor apreciar su amor y bondad si un aborrecimiento similar del pecado por parte nuestra nos impulsa a transformar nuestra vida por medio del arrepentimiento.

























