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MEMORIAS
Rick y Carol eran ambos miembros de la Iglesia de Jesucristo de Los Santos de los Últimos Días—”Iglesia Mormona”, como fue apodada por los primeros antagonistas. Ellos se casaron en uno de los templos sagrados de la Iglesia, éste en Los Angeles. Los templos se diferencian a los edificios ordinarios de la Iglesia, en que los templos son apartados únicamente para efectuar ordenanzas sagradas pertenecientes a “familias eternas”—la idea es que las familias pueden ser selladas como unidades familiares en las eternidades, con cada familia juntada a las generaciones que la precedieron, hasta que todos los miembros dignos de la raza humana sean sellados a la familia de Dios.
A Rick y Carol se les había enseñado desde muy temprana edad que el matrimonio en el templo por uno con la autoridad del sacerdocio para sellar parejas más allá de la muerte y por las eternidades era la máxima ordenanza de su fe y la decisión más importante de sus vidas. Así que no tomaban el matrimonio a la ligera. Cuando entraron al templo aquel día de primavera, ellos creían que estaban empezando algo que duraría para siempre.
Como muchos jóvenes de su fe, Rick sirvió una misión para la Iglesia por dos años—dos años lejos de la escuela, del trabajo y de salir con jovencitas—durante el cual no hizo nada más que enseñar a la gente sobre sus creencias. Había regresado de su misión hace menos de un año, y estaba tratando de superar el haber sido plantado por “la mujer de sus sueños”, cuando miró a Carol por primera vez.
Era el primer día del nuevo semestre en UCLA (universidad en EUA). Rick estaba sentado contra la pared en el cuarto de clases del instituto—un curso de estudio religioso para miembros de la fe mormona—cuando ella entró, miró alrededor insegura y tomó su asiento en el lado opuesto del salón. Era alta, con cabello castaño y ondulado hasta los hombros. Esbelta, atlética, y muy bonita, físicamente le recordaba a Rick de Glenda, su ex-sueño, y la miraba casi en duelo. Pero al robar miradas en dirección a la nueva joven, él miraba algo diferente en ella. Ella parecía menos segura de sí misma que Glenda. El podía darse cuenta por la manera en que sus ojos lanzaban miradas a otros, como preguntándose, ¿qué pensarán de mí? Glenda nunca hubiera hecho eso, él pensó. Creyendo que todos la miraban, ella se hubiera sentado majestuosamente quieta, como un trofeo, demostrando que no tenían ninguna esperanza en ganarla.
Rick, al estar pensando en lo antes mencionado, miraba fijamente a la nueva muchacha, pero ella lo descubrió— encontrando su mirada con la de ella. El se volteó inmediatamente, forzándose a concentrarse en el instructor, cuyas palabras habían sido solamente ruido amortiguado hasta ese punto. Todavía, él podía ver a la chica de reojo y finalmente se rindió a las ganas de mirar en la dirección de ella. Él resolvió que tenía que encontrar la manera de conocerla.
Ella se fue demasiado rápido esa noche para poder alcanzarla, así que Rick se sentó cerca de la puerta dos noches después, directamente detrás de donde ella se había sentado el martes. Y, como había pensado, antes que empezara la clase, ella entró, sola, y se sentó delante de él.
El tampoco escuchó mucho de esa lección.
Él se presentó después de la clase. Su nombre era Carol Holly Adamson. Ella había crecido en Bakersfield, la cuarta de una enorme cría de trece hijos. Ella había regresado ese semestre después de dos años. Había dejado la escuela para trabajar y ahorrar dinero para sus gastos escolares. Ella tenía veintidós años y era estudiante de segundo año en la universidad.
Su timidez, Rick descubrió después, era debido en parte a la pobreza en la cual había sido criada. Ella también había bajado de peso considerablemente en el año anterior y se miraba mejor de lo que ella estaba acostumbrada. Ella ahora era una belleza de primera clase sin la actitud que Rick esperaba de muchas que se miraban como ella. A él le gustó inmediatamente.
Su noviazgo había sido rápido como un relámpago para el estándar de L.A. (Los Angeles)—seis meses después estaban comprometidos, y otros tres casados. Once meses después, su primer hijo, Alan, nació. Otro hijo, Eric, vino tres años después, seguido unos años después por dos niñas nacidas solamente quince meses de diferencia—Anika de cinco años y Lauren tenía tres. Los embarazos habían hecho que Carol aumentara las libras que había perdido antes de conocer a Rick, y aunque a veces él deseaba a la mujer atléticamente esbelta de la clase del instituto, él todavía la encontraba atractiva, aun con todos los problemas que habían estado teniendo. Si había un problema en el departamento de la atracción física, era que Carol encontraba su perdida de cabello de él y su aumento de cintura poco atractivas. La chispa ya no existía, y él resentía esto de ella.
Los niños eran el orgullo y gozo de Rick. Eran hijos maravillosos, un poco propensos a la broma, lo que Rick fácilmente descartaba en vista de sus propias memorias de la niñez. “Nada más son niños”, él había protestado a Carol en varias ocasiones cuando le parecía a Rick que ella era demasiada dura con ellos. “Tranquilízate un poco”. Pero a la vista de Rick, nunca se tranquilizaba lo suficiente. Ella rezongaba con los niños de la misma manera que lo hacía con él, especialmente con los niños. “Limpia esto”, “pasa la aspiradora por aquello”. “No hiciste lo suficiente”. “¿Porqué no te importa esto?” “¿Cuándo empezarás a pensar en otros?” y etcétera. Ningún reconocimiento positivo, ningún reconocimiento de gratitud-solamente cubetas de preocupaciones, inseguridades y quejas.
Rick trataba de dedicar tiempo de calidad con los niños, en parte para compensar lo que él creía era la falta de atención positiva de Carol y en parte para enterrarse en relaciones de amor incuestionables. “Cada niño merece tener un perro”, un amigo le dijo una vez, “porque los cachorros aman a sus pequeños amos sin importarles lo que haya pasado en la escuela”. Para Rick, sus hijos eran sus cachorritos. Ellos corrían a él cuándo llegaba a casa, le suplicaban que jugara con ellos, y les encantaba descansar en sus brazos. Su cálido y fuerte cariño lo mantenía a flote. También, sin embargo, lo hacían pedazos. Si ellos conocieran los sentimientos de sus padres, él pensó, no lo sobrevivirían; estarían devastados y marcados de por vida. Su corazón sufría por ellos.
Si no fuera por los niños, y por las ramificaciones del divorcio—ambos familiar y de la Iglesia—Rick no estaba tan seguro de que todavía estuviera casado. Él estaba tambaleándose al borde de un abismo, un abismo con implicaciones y complicaciones eternas y no solamente para él.
Los pensamientos eran demasiados dolorosos, de modo que hizo lo que siempre hacía—tratar de pensar en otras cosas, la manera en que uno de sus amigos tontamente trataba de pensar en otras cosas cuando sentía el Espíritu, en orden de no llorar. Rick cerró sus ojos y trató de forzarse a dormir—un proceso de una hora más o menos, interrumpido por frecuentes miradas al reloj para ver cuanto tiempo había pasado.
Finalmente, se dio por vencido, se volteó de espalda, y empezó a pensar en uno de sus héroes—el abuelo Carson.
El abuelo Carson tenía diez años de muerto, y su muerte había sido muy difícil para Rick. Ellos habían llegado a ser muy unidos a través de la niñez y adolescencia de Rick; él pasaba muy seguido largos períodos durante los meses del verano con el abuelo y la abuela en la granja. Algunas veces la hermana y hermano menor de Rick se juntaban con ellos, pero casi siempre era solamente Rick y sus abuelos que pasaban días y a veces semanas juntos. Durante esos períodos, el abuelo le enseñó a pescar, a jugar golf, como cuidar a los caballos, y, quizá más que nada, como cuidar a una esposa. La abuela Carson era notoria en la familia por ser una mujer imposiblemente difícil. Era la mejor abuela que cualquiera desearía—cariñosa y halagadora con los nietos desde el amanecer hasta el anochecer. Pero era una mujer completamente diferente hacia el abuelo. Parecía que nunca podía hacer nada bien. Siempre era “Daniel esto” y “Daniel aquello”. Ella lo humillaba despiadadamente, desde su mal conducir, aunque fue ella la que atropello bombas de gas en más de una ocasión, hasta su poco pelo que se peinaba orgullosamente en su cabeza casi calva, a la manera que él mintió a una pareja de ladrones sobre dinero que dijo que no llevaba (una falsedad de lo cual ella inmediatamente enteró a los ladrones). Ella entregaba la mayor parte de sus golpes con una sonrisa, casi como si fueran una broma. Pero la magnitud del volumen de sus comentarios deben haber causado quizá un terrible daño. Rick y los otros nietos siempre se maravillaban sobre la manera magnánima en que el abuelo reaccionaba. Él guiñaba el ojo al nieto más cercano, y sus ojos brillaban cuando él acentuaba “Oh, abuela” en una aparente fingida protesta. El no parecía tomarla en serio cuando ella hablaba de esa manera, jugando con sus comentarios como si se divirtiera y dando a los nietos la señal para leerlos de la misma manera. Después de tantos años juntos era como si los dos hubieran perfeccionado una rutina de comedia, el abuelo interpretando a Laurel y la abuela a Hardy (un dúo de comedia americana).
Pero Rick sabía que no era exactamente así, ya que se sentó entre sus abuelos durante un regreso al rancho una tarde caliente en el verano cuando el abuelo perdió su brillo en su mirada y se le olvidó guiñar. Rick tenía aproximadamente nueve años en aquel momento. La abuela había estado fastidiando al abuelo sobre algo y el abuelo de repente perdió los estribos. “¡Oh, vete al diablo!” el dejó escapar con disgusto.
Rick se sentó asombrado cuando ellos continuaron a casa en silencio, ya que él había sido criado en creer que jurar era un tabú. El se sentía como el elefante proverbial en medio del cuarto que nadie se atrevía reconocer. Cuando llegaron al rancho, Rick se fue directamente a su cuarto. Desde su cama él los escuchó discutir sobre como la abuela trataba al abuelo enfrente de los nietos.
El coraje y la discusión no disminuyeron la admiración que Rick tenía hacia el abuelo, pero mejor dicho lo ampliaron, porque él sabía que el abuelo estaba herido por los comentarios negativos de la abuela, pero parecía amarla de todos modos. Y por el resto de sus días, nunca más perdió el brillo de sus ojos o se le olvidó guiñar. Por lo menos, no enfrente de Rick.
Durante los últimos años, Rick pensaba seguido en su abuelo. Más y más se encontraba sintiendo que se había casado con una versión joven de su abuela. El pensaba en el abuelo y su ejemplo de perseverancia como un modo de sobrevivir. A veces él tenía el sentimiento que su abuelo lo estaba observando de dondequiera que él estaba. Este pensamiento ayudaba a Rick que frenara sus peores impulsos y le ayudaba a hacer lo mejor de su infeliz situación.
En algún lugar en medio de estos pensamientos, Rick se dio por vencido al sueño que el tanto deseaba. Mientras se quedaba dormido, sus memorias fueron construyéndose alrededor de él, y se encontró en el rancho del abuelo.

























