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LOS CONVENIOS
De que tienes miedo?” Rick pensó sobre esa mañana con Carol. “De mis
propios pecados”, dijo él. “Sobre la oscuridad dentro de mí.
Tengo miedo de no poder sostener los cambios de los que
hablas”.
“No podrás, Ricky. Solamente Uno puede sostener ese cambio. Si recuerdas eso, tus continuos fracasos te llevarán a tu salvación, y a la salvación de tu matrimonio. En humildad, volverás siempre al Señor. Y estando vivamente conciente de tus propios pecados y defectos, no demandarás tampoco perfección de Carol”.
El abuelo Carson miró tiernamente a Rick.
“No entiendas mal, hijo. El Señor no te dará un nuevo corazón solamente una vez. El te da un nuevo corazón cada vez que vienes a él arrepentido, en fe, creyendo que recibirás. Necesitamos el don de un nuevo corazón cada día”.
“¿Pero podré hacer eso, abuelo?” susurró Rick. “Eso es lo que me preocupa”.
“¿Recuerdas en el Libro de Mormón a la ‘gente que se conocían como anti-nefi-lehitas’ o a la ‘gente de Amón’?”
“Sí. Eran los lamanitas que aceptaron el evangelio durante los años en que los hijos de Mosíah estuvieron con ellos, predicándoles”.
“Es correcto. Y después de su conversión”, continuó el abuelo, “cada uno preguntó la misma pregunta que tú ahora preguntas: ‘¿Cómo puedo estar seguro que este cambio poderoso dentro de mí durará?’ Ellos también tenían temor. La razón por la que tenían temor era que, como tú, sabían su historia demasiado bien. Habían sido personas de guerra que se habían deleitado en derramar sangre de sus enemigos, los nefitas. Por esto se habían arrepentido, y el Señor los había limpiado y les dio un nuevo corazón. Pero se preocupaban que pudieran tropezar y oscurecer sus corazones con los pecados que los habían oscurecido antes. ‘Es todo lo que podemos hacer’, declaró su rey a ellos, ‘arrepentimos de todos nuestros pecados y de los muchos asesinatos que hemos cometido, y lograr que Dios los quitara de nuestros corazones, . . . retengamos nuestras espadas para que no se manchen con la sangre de nuestros hermanos’”.
“¿Y después te acuerdas de lo que hicieron?”
Rick no se acordaba. “No”, finalmente dijo.
“Según las Escrituras, ellos juntaron todas sus armas de guerra y después, como grupo, las enterraron profundamente en la tierra e hicieron convenio con Dios y con cada uno que nunca las tomarían nuevamente”.
El abuelo Carson miró a Rick. “¿Por qué crees que las enterraron ‘profundamente’ en la tierra, Ricky? ¿Por qué no fue una tumba poco profunda suficiente?”
“Quizás estaban nuevamente preocupados debido a su historia. Si la tumba estuviera poco profunda, en un apuro podrían ser tentados a tomar las armas en violación del convenio que hicieron y arriesgarse a regresar a sus viejas costumbres. Probablemente no querían tomar ese riesgo”.
“Exactamente. Y como pasaron las cosas, pronto se verían en tentación. Ya que su propia gente, los lamanitas, después vinieron en guerra contra ellos para destruirlos, y las Escrituras nos dicen que en una ocasión ‘se hallaban a punto de violar el convenio que habían hecho, y tomar sus armas de guerra’ en su defensa. Qué bien que estaban enterradas profundamente. Los amigos que conocían su historia y del convenio que hicieron de guardar sus corazones limpios no les permitieron hacerlo, y estos amigos, junto con los dos mil hijos de la gente de Amón, tomaron las armas para protegerlos. Estos defensores no habían estado en el pasado corruptos en deleitarse en la derramación de sangre. Por lo tanto pudieron tomar las armas con la bendición del Señor cuando la guerra fue empujada a ellos, en orden de proteger su libertad, sus familias, y su fe—y buscar la misma protección para la gente de Amón.
“Una de las historias más tiernas en las Escrituras es la historia de cómo muchos de sus hermanos, los lamanitas, fueron convertidos al Señor cuando la gente de Amón no tomó las armas contra ellos”.
El abuelo Carson tomó una pausa para darle a Rick tiempo para meditar la historia.
“Rememorando la historia de esta gente, al final del Libro de Mormón, el profeta Mormón declaró: ‘Sabed que debéis llegar al arrepentimiento, o no podéis ser salvos. Sabed que debéis abandonar vuestras armas de guerra; y no deleitaros más en el derramamiento de sangre, y no volver a tomarlas, salvo que Dios os lo mande’”.
“Ricky, tu problema no ha sido el deleite en el derrame de sangre, pero has tenido otras armas en tu matrimonio y te has deleitado en otras cosas pecaminosas. Ejerces el silencio. Te quejas. Tu lenguaje es áspero. Llevas un aire de superioridad. Ninguna arma es tan devastadora en un hogar como un corazón que ha parado de amar. Hay también otros pecados en tu vida, no necesariamente directamente relacionados a Carol, que te han tenido cautivo”.
Rick no podía discutir nada de esto y tampoco tenía ya el deseo de hacerlo.
“Sobre estos pecados que han hecho raíz en tu alma, dijo el Salvador, ‘He aquí, os doy el mandamiento de que no permitáis que ninguna de estas cosas entre en vuestro corazón, porque mejor es que os privéis de estas cosas, tomando así vuestra cruz, que ser arrojados al infierno’. El Señor no está diciendo que será fácil, Ricky. Al principio, dijo él, liberándonos de la pecaminosidad que nos ha tenido atados sería como tomar la cruz y cargarla en nuestras espaldas. Pero con esta imagen, él nos recuerda que no estamos solos y que no tenemos que llevarla para siempre, porque Uno la tomará de nosotros, y con ello, las cargas que nos tienen sobrecargados”.
El abuelo Carson sonrió amablemente, pero seriamente, a Rick.
“Si estás preocupado por caer nuevamente en el pecado y al cautiverio que te ha atado”, continuó él, “y estás bien en preocuparte, entonces te invito para que aprendas de la gente de Amón. Aprende a enterrar tus armas de guerra, tus pecados, profundamente, demasiado profundo para estar sacados cuando seas tentado a hacerlo. Y después haz convenio con el Señor, con Carol y con cualquier otros con los cuales has tomado esas armas, que nunca más las tomarás. Y pídeles que te ayuden a guardar ese convenio”.
Su abuelo lo miró solemnemente. “¿Estás de acuerdo conmigo que harás esto?”
“Sí, abuelo, lo haré”.
“Haz esto, Ricky, como enseñan las Escrituras, con ‘toda la energía de tu corazón’, y te llenarás con el amor del Señor—el amor que nunca deja de ser”.
“Está bien, abuelo”, dijo Rick seriamente, pero aún con inquietud. “Trataré”.
“Está bien, aun es más sabio, tener temor, Ricky. Debes temer el pecado, con toda tu alma, porque es la libertad de tu alma que está en peligro. Para aquellos que temen como deben—como tú haces, como las personas de Amón lo hicieron—los profetas declaron: ‘Estáis continuamente prontos en oración para que no seáis desviados por las tentaciones del diablo, para que no os venza, ni lleguéis a ser sus subditos’. Ármate por medio de la oración, Ricky. Eres vulnerable. Todos somos. Deja que tus deseos por el Señor sean tu escudo”.
Rick tomó un suspiro profundo y miró hacia su abuelo. Por primera vez durante sus reuniones, Rick sintió una convicción real—no la confianza engreída que nos cubre y nos ciega al pecado, sino el reconocimiento humilde que el pecado está a la puerta, pero que hay Uno más poderoso que el pecado que guía el camino si lo dejamos.
El abuelo le dio una sonrisa alentadora a Rick. “Te mencioné que el Señor me dio un don durante esa semana critica de mi vida. Él me permitió ver la luz que brilla del hombre”.
Rick asintió.
“Es un don que he recibido nuevamente desde que pasé a esta vida, y he llegado a saber que la luz—o ‘gloria’—es la característica más destacada del hombre. He visto a Carol como es, Ricky, en toda su gloria. Te casaste con una mujer que es noble y grande. Y una vez supiste esto, y todavía lo sabes, aunque se te ha olvidado. Pero créeme cuando te digo que has conocido una fracción de la verdad concerniente a ella. Un día la verás como es, y en ese día, estarás para siempre agradecido que has tomado en cuenta lo que has escrito en ese papel en tu bolsillo del pantalón”.
Rick tentó su bolsa del pantalón y sintió el bulto del papel.
“Dios te bendiga, mi hijo. Que puedas abandonar todos tus pecados, para conocerlo mejor. Y para conocer a Carol”.
En ese momento, la oscuridad de la noche se evaporó en un mar de luz. Rick se encontró sentado en el piso de la cocina, su espalda hacia los gabinetes, como había estado cuando su abuelo se le apareció al lado de la mesa de la cocina, este también siendo ya sea una visión o un sueño. El papel de puntos sumarios estaba aún en sus manos.
Él leyó lo que había escrito una vez más. Al hacerlo, se dio cuenta que estaba incompleto.
Todo esto es posible, pensó él, solamente porque el Señor clama los pecados de nuestro corazón como propios, se postró ante las fuerzas del demonio, y por medio de una eternidad de sufrimiento, fielmente quebró las cadenas de cautividad por todos los que vienen a él con un corazón contato.
Rick miró hacia el cielo, su alma derramando con gratitud.
Al hacerlo, sus pensamientos se voltearon (o fueron volteados) hacia Carol. Ella estaba arriba—en la recámara, en dolor, seguramente llorando. ¡Cómo lo sentía, ahora, por todo! Y que tan insignificantes sus quejas parecían ahora.
Se levantó y rápidamente subió las escaleras. Distinto a esa mañana, sus deseos hacia ella aumentaban con cada paso. Tenía armas que enterrar, convenios que hacer, y una novia que tomar en sus brazos.
Nunca se había sentido tan indigno de su amor.
Y sólo por esa razón, nunca había sido más probable que lo ricibiera.

























