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LA CAUSA DE LA TORMENTA
El pelo de Rick se movía con la brisa. Parecía estar en medio del mar u océano, en la cubierta de un viejo barco de madera como de sesenta pies de largo. El viento soplaba enérgicamente en dirección del cielo rojizo amarillo, los hombres en la cubierta corrían aquí y allá asegurando las cuerdas y ajustando las jarcias. Su abuelo estaba parado junto a él.
Rick supervisó la escena. El barco parecía ser veinte pies de largo antes de redondearse lentamente hacia el estribor y popa. De cada lado se levantaba postes idénticos como de doce pies de alto sobresaliendo en la punta del barco hacia el cielo en forma de arco como el frente de una hoja de patinaje. Un solo mástil destacaba en medio de la cubierta en el cual una larga vela rectangular, arrebatada por el viento, la doblaban para sostenerla con cinturones de baqueta. El cielo se oscurecía más cada segundo.
Gotas de lluvia de los principios de la tormenta estaban llegando a la cubierta, y el mar empezaba a golpear el casco del barco. Rick miró como un escéptico a los cofres y barriles que estaban amontonados profundamente a lo largo de la orilla de la cubierta. Cuerdas ajustadas hábilmente las sostenían seguras a los lados del barco, ayudadas por un cerco de mimbre que corría a lo largo del barco. ¿Pero se sostendrían bajo la furia de la tormenta? Rick no estaba tan seguro. Y tampoco, aparentemente, lo estaban los marineros, ya que inspeccionaban y reinspeccionaban cada nudo.
“¿Dónde estamos, abuelo?” Rick gritó sobre los vientos huracanados. El viento parecía barrer sus palabras hacia el mar.
“En un barco rumbo a Tarsis”, el abuelo le gritó.
“¿Perdón?”
“Tarsis”, él le gritó más fuerte. “Un pueblo en el suroeste de lo que ahora conocemos como España—en este día el punto más occidentalizado del mundo conocido”.
“¿Por qué?” Rick grito. “¿Por qué estamos aquí?”
El abuelo le hizo una señal hacia un cofre grande que los protegería del viento.
Se presionaron al lado de los cofres y se acurrucaron para poder hablarse y oírse más claramente. Justo en eso, el barco se cabeceó repentinamente como si se hubiera caído en un hoyo en el lado del estribor, y una ola se precipitó por encima del cofre que era su protección. Rick se sujetó fuertemente de las cuerdas, enredando sus brazos alrededor de ellos en un esfuerzo de sujetarse.
“¿Qué estamos haciendo aquí?” él exclamó.
“Querías lo que te merecías”, el abuelo replicó con una calma sorprendente dada las circunstancias.
“¿Qué?”
“Hace un momento dijiste que Carol no te estaba tratando como merecías ser tratado. Todo lo que quieres es lo que te mereces. ¿Correcto?”
“Bueno, sí, creo que es correcto. ¿Pero que tiene eso que ver con estar aquí?”
“Ah, tú no eres el único preguntando esa pregunta esta noche”. Rick no tenía ni idea de lo que el abuelo estaba hablando.
Justo en este momento, una voz retumbante se podía escuchar sobre el tumulto. “¡Remeros, a sus puestos, a sus puestos!” Hombres pasaron dispersados junto a ellos y se desaparecieron debajo de la escotilla en medio del barco. Unos pocos se abrieron paso para bajar la vela.
Para entonces el cielo estaba promotoriamente negro. En donde aún brillaba la luz, las nubes se asomaban y giraban en un cielo amarillo y rojizo. Los cielos estaban vivos y moviéndose, deslizándose como una masa de culebras. El barco se cabeceó violentamente como si estuviera en una montaña rusa. Las olas empezaron a levantarse por encima de ellos y después golpeaban fuertemente en la cubierta. En el tercero de estos golpes un barril cerca de la proa en los lados del puerto se reventó, lanzándose por en medio de la barrera de mimbre hacia el mar. Los cofres y barriles atrás de estos empezaban a deslizarse por toda la cubierta, chocando contra la otra carga. Cuando el barco se cabeceó otra vez, todos los artículos sueltos volaron de la cubierta.
“¡Por la borda!” gritó la voz retumbante que habían escuchado unos minutos antes. “¡Tiren la carga por la borda!”
Los hombres que habían estado asegurando la vela rápidamente aflojaron los nudos alrededor de la carga y empezaron a tirar los cofres. Otros vinieron a ayudarlos. Después de diez minutos y de incontables hombres que casi fueron tirados al mar, la cubierta había sido vaciada de toda su carga.
Los marineros se abrieron paso precipitadamente hacia la escolta. Rick instintivamente les siguió, el abuelo tras él. A la mitad de la escalera el barco se volteó enteramente hacia el lado, tirando a Rick contra el estribor. El barco crujió al levantarse enteramente.
Si las cosas habían estado de locura en la cubierta, estaban caóticas abajo del barco. Los hombres gemían en oración con el agua hasta los tobillos, sus voces y caras con desesperación. Algunos se habían soltado sus túnicas y sujetaban algunos objetos con ellas, haciendo rudimentarios arnés de seguridad en un intento de que sus cuerpos no se lastimaran contra la bodega. Otros desesperadamente se agarraban de los brazos, piernas, o de los arnés de seguridad de sus compañeros, o de las cuerdas de los cofres que llenaban como la tercera parte del barco. Los cofres estaban encajados juntos y, por el momento, parecían estar seguras.
“¡Invoquen a los dioses!” se escuchó la voz retumbante una vez más. Rick volteó a su izquierda y miró a un robusto hombre curtido, como de cincuenta años de edad, su piel reseca por el sol, y sus ojos grandes estirados con preocupación. Los hombres asintieron, invocando al cielo con más intensidad. El hombre de la voz—seguramente el capitán, pensó Rick—miraba desde aquí hasta allá en el alrededor del interior para ver todo lo que era visible desde la bodega. Rick seguía sus ojos a dondequiera que miraba, pero no podía ver nada sorprendente—una costura por aquí y una ensambladura por allá. El capitán caminaba en el alrededor de y entre los hombres, sujetándose de los hombros de los hombres, inspeccionando cada pulgada de la bodega con ojos de determinación. En este momento, el barco se bamboleó, tirando al capitán al punto medio del barco. El agua entraba por ente las rendijas de la escotilla. “¡Sigan suplicando!” gritó nuevamente al ponerse de pie, el barco crujiendo fuertemente al tratar de nivelarse. Entonces él golpeó el techo en el lado de la bodega. “¡Remen más fuerte!” él gritó, aparentemente a los remeros que estaban en un compartimiento entre la carga de la bodega y la cubierta. Golpeó el techo en el lado de la popa y repitió su llamado, añadiendo, “¡Llévenos a tierra! ¡Llévenos a tierra!” Después se desapareció entre los cofres.
El abuelo de Rick se recargaba contra la pared a la derecha de Rick. El estaba muy calmado.
“¿Cuál es el propósito de todo esto, abuelo?”
Justamente en ese momento, un hombre a la izquierda de Rick gritó, “Los dioses están enojados. ¿Quién ha traído esto sobre nosotros?” Unos pocos respondieron en unísono, “Sí, ¿quién?” Los hombres empezaron a observarse el uno al otro con cautela. Las oraciones pararon, y el compartimiento estaba repentinamente inundado de rencor y acusaciones. “¡Tú, despreciable ladrón!” gritó un hombre molacho en el lado opuesto de la bodega. “¡Tú eres el responsable!” Se soltó de su arnés de seguridad y se tiró hacia un joven alto y flaco en medio de la bodega. Otros saltaron de ambos lados del conflicto y el espacio se llenó de puñetazos.
Otro cabeceo al lado del puerto los tiró a todos contra la pared con un fuerte golpazo, sus ropas mojadas salpicando contra las tablas.
Los hombres momentáneamente se les había olvidado su riña al revisarse para ver si estaban lastimados, pero parecían estar listos para resumir la pelea nuevamente, hasta que uno de ellos sugirió determinar por sorteo quién era el responsable. “Sí, vamos”. Estuvieron de acuerdo los demás, ansiosos de encontrar una manera aceptable de salir de esta riña.
Rick observaba cuidadosamente al hacer los hombres un círculo. El capitán, quien había salido de atrás de la bodega con otro hombre, se unió al círculo con su nuevo compañero. Este segundo hombre era diferente al resto de la tripulación. Estaba vestido como David y sus hombres, aunque un poco mejor, con una túnica Qa cual estaba mojada de un lado y de la espalda, como si hubiera estado acostado en el agua que ahora estaba en línea recta en la bodega), su cabeza cubierta, en sandalias, mientras que los marineros estaban descalzos y aparte de su ropa interior, usaban solamente túnicas, con bandas de lino alrededor de sus cabezas como cintas para asegurar su cabello. Los ojos del recién llegado estaban llenos de resignación. El tomó su lugar al lado del capitán en el círculo.
“¡Tolar, junta a los hombres!” El capitán ordenó, indicando a los compartimientos arriba de ellos. El joven que había sido el objeto de la furia del hombre molacho saltó de un brinco y golpeó tres veces contra el techo del puerto. Y después repitió el mismo golpe al lado del estribor. De cada lado de la bodega, una ventanilla del techo se abrió y una media docena de hombres salió de cada una de ellas. Sus túnicas hasta la cintura estaban aseguradas sólo por un cinturón. Gotas de agua del mar y sudor corrían por sus pechos desnudos.
“Siéntense en el círculo”, dijo el capitán.
Cuando todos rápidamente se sentaron, el más anciano marinero entre ellos empezó a cantar una clase de conjuro, el tono y lenguaje completamente desconocido por Rick. El cántico era un ritual de oración al dios de la tormenta de los fenicianos, habitantes de la área conocida en los tiempos modernos como Lebanon, quienes desde 1000 años antes de Cristo y 700 años después de Cristo, eran comerciantes de barcos y del comercio antiguo—gobernantes del mar desde la costa de Israel hasta la boca del Atlántico y de allí al norte y al sur a las islas Inglesas y la costa oeste de África, respectivamente.
“¡Empecemos ya!” gruñó el hombre molacho que había empezado la pelea un momento antes. El anciano paró de orar y sacó una bolsa de su cinto, de la cual sacó una docena de pequeñas cuentas y las mostró al círculo. Los ojos de Rick se fijaron en una cuenta morada brillante que sobresalía de las demás.
“Necesitamos una superficie seca; hay demasiada agua en el piso”, dijo el hombre.
El capitán se levantó con un fuerte gruñido, caminó hacia la carga y con nada más que sus manos pelonas hizo trizas la tapadera de un cofre grande. La arrastró al círculo y la arrojó al medio de los hombres. “Allí está; empieza ya, Rabish”, dijo él.
Obedientemente, el anciano lanzó las cuentas a la tapadera. Los hombres estiraron sus cuellos para ver la configuración de las cuentas y todas las cabezas se voltearon hacia el recién llegado al lado del capitán. Rick podía ver por sobre los hombros y miró cinco de las cuentas más o menos alineadas, con la morada al final, apuntando al hombre de la túnica. El recién llegado se desplomó en su lugar, y el barco se volcó repentinamente al lado del puerto, las cuentas y los hombres cayendo.
“Dinos quien eres, oh extranjero”, imploró el capitán, una vez que se levantó del piso, “y por qué está este mal sobre nosotros”.
El hombre permaneció en silencio por unos momentos. “Soy un hombre despreciable”, finalmente dijo, su voz hosca con desesperación. “Mi nombre es Jonás, hijo de Amittai. El sorteo ha sido bien echado. Yo he ofendido al Dios del cielo y de la tierra”.
¡Jonás! Por supuesto, Jonás! Rick pensó.
“¿Qué quieres decir?” preguntó el capitán seriamente. “¿Qué es lo que has hecho?”
La agitación reemplazó algo de la desesperación pero no el dolor en la cara de Jonás. “El Señor me mandó que fuera a los asirlos en Nínive, para prevenirlos. Pero no lo hice, porque son bárbaros de corazón y mente”. Con esto, él echó una mirada de preocupación alrededor de la bodega. Satisfecho de que no había asirios en el grupo, él continuó. “Entonces corrí del Señor y de su mandato. Esta es la causa de su calamidad. El Dios de los cielos y la tierra está enojado”.
“¿Imploro, de dónde vienes?” preguntó el capitán. “¿Cuál es tu tierra—de que tribu eres? ¿Quién es este Dios al que tú adoras?”
“Soy hebreo y temo a Jehová, el Dios del cielo, que hizo el mar y la tierra. Es este él que está enojado. Él no se quedará tranquilo”. Con esto Jonás se puso las manos en la cara. “He ofendido al Señor y esta es mi recompensa. Estoy condenado a morir”.
El barco repentinamente se sumergió, mandando el estómago de Rick a su garganta. Los hombres, ninguno de ellos restringidos por sus arnés de seguridad, volaron en masa contra las paredes. El mar entonces volteó el barco de espaldas y un alboroto se interrumpió en la bodega. Los vidrios que protegían las velas que colgaban de las paredes se rompieron y toda la luz se extinguió. Al mismo momento, los cofres de la parte de atrás de la bodega se reventaron de sus arnés de seguridad, se estrellaron contra el techo del barco que era por ese momento el piso y después empezaron a arrojarse abruptamente en todas direcciones mientras el barco se sacudía en las olas. Pasaron sólo dos o tres minutos antes de que el barco milagrosamente se volteara una vez más, pero el agua en la bodega ahora estaba casi hasta sus rodillas.
El capitán gritó, “¿Oh hebreo, que debemos hacer para calmar las aguas?”
“Tomadme y echadme al mar”, él contestó. “Entonces el mar se aquietará. Porque es por mi causa que ha venido esta gran tempestad ante vosotros”.
El capitán lo miró cautelosamente. “No agregáremos más problemas a nosotros con tu sangre”.
“¡Remeros, otra vez a sus puestos!” el gritó. “¡Llévennos a tierra!” Los hombres desnudos del pecho subieron la cuerda a la escotilla en el techo y las abrieron, exponiendo por un momento los compartimientos debajo de la cubierta y de cada lado de la bodega en donde unos pocos de hombres podían añadir fuerza de remos a la vela que normalmente los propulsaba.
Pero de nada servía. La tormenta era demasiado fuerte y la fuerza de los hombres muy débil. Y sin un timón en la cubierta, sería difícil guiar el barco, aun bajo condiciones normales. Mientras todo esto pasaba, Jonás imploraba con ellos para que lo echaran al mar.
Finalmente, cuando la inutilidad de la tarea era evidente para el capitán y sus hombres se voltearon hacia Jonás. “No tenemos otra opción, oh extranjero. Haremos lo que tú dices. Pero te suplicamos, oh Dios de los hebreos”, dijo el capitán, levantando su voz y sus brazos hacia el cielo en la bodega, su figura gris poco visible en la oscuridad, “te suplicamos, no nos dejes perecer por la vida de este hombre. Ni pongas sobre nosotros sangre inocente, porque tú, Jehová, has hecho como tú has querido”.
Entonces, uno de los hombres rápidamente subió las escaleras a la cubierta y soltó la cerradura de la escotilla. Después bajó de la escalera e hizo lugar para Jonás.
Jonás titubeó, pero un movimiento sacudió el barco y un empuje del capitán lo subió a la escalera. Dos de los hombres lo siguieron asegurados por cuerdas. Después de veinte segundos más o menos los dos hombres se echaron un clavado de la bodega, sujetando el pasador una vez más, antes de descender a la bodega.
Jonás fue echado al mar.

























