Enseñad Diligentemente

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El poder de una mirada


Cuando se trata de controlar a un niño o a toda una clase, una mirada tiene mucho más peso que una vara. En los ojos contamos con todos los elementos necesarios para comunicamos: Compasión, afecto, ternura, severidad, autoridad todo eso se puede transmitir en una mirada. Una mirada directa, firme, penetrante, ha servido infinidad de veces para llamar la atención a un alumno en clase, interrumpiendo conversaciones que bien pueden continuarse más tarde en un lugar más apropiado. El maestro que está alerta y que es sensible puede disciplinar a un alumno más eficazmente con los ojos que lo que el maestro precipitado podrá hacerla mediante acusaciones o ultimátums o presiones de todo tipo.

Los ojos del maestro atento se movilizan constantemente, de un extremo al otro del salón de clase, captando cada movimiento, grabando expresiones, reaccionando prestamente ante síntomas de falta de interés o confusión. Con la mirada se puede leer rápidamente la expresión del alumno que no ha comprendido y también percibir en el momento cuando otro sí entendió. Del mismo modo que el director de una sinfónica controla un numeroso y complejo grupo de personas, aun sin hablar, también el maestro experto dirige el desarrollo de una clase mediante gestos, inflexiones en la voz, expresiones y, lo más importante de todo, por medio de la mirada.

Gran parte de nuestra comunicación se registra en la mirada. Uno puede mirar a una persona y comunicar algo sin pronunciar palabra. El maestro debe valerse de este poderoso medio en forma constante. Una manera de sacar mayor provecho de esta técnica didáctica está en la disposición de las sillas en el salón de clase.

El salón largo

En una oportunidad visité un maestro de seminario seriamente enfrentado con problemas de disciplina. Advertí que enseñaba en un edificio antiguo bastante remodelado en un salón largo y angosto que no había sido diseñado con fines de utilizársele como un aula. La pizarra estaba contra una de las paredes laterales. Las sillas se extendían hacia los costados en tres filas de aproximadamente doce sillas cada una, haciendo que los alumnos quedaran mirando hacia la pizarra. Los que se sentaban en los extremos podían ver la pizarra pero en forma oblicua. Por cierto que el maestro no podía observar a todos los alumnos al mismo tiempo, sino que tenía que comenzar por uno de los extremos del salón y desplazar su mirada o caminar de un lado al otro mientras hablaba. Nunca tenía una visión de más de un tercio de su clase al mismo tiempo.

El primer paso tendiente a solucionar el problema de disciplina era evidentemente cambiar la disposición de las sillas a fin de que estuvieran a lo largo del salón en vez de a lo ancho. De ese modo, se contaría con cuatro filas de nueve sillas cada una. La pizarra se cambió para uno de los extremos del salón, lo que le permitiría observar a todos los alumnos al mismo tiempo. Ese simple cambio ayudó a solucionar el problema de la disciplina.

La debida reacción

Dispongo de una regla que yo mismo me he fijado y que siempre he tratado de seguir, La regla es ésta: Nunca corregir un problema serio reaccionando ante el incidente que me enfrenta a ese problema.

Cuando serví como presidente de misión, uno de los misioneros me llamó un día para solicitar permiso para interpretar la marcha nupcial en una boda en una de nuestras capillas. Había dos cosas en cuanto a ese pedido que estaban fuera de lugar. Una, que no estamos muy de acuerdo con bodas de las más comunes para la sociedad llevadas a cabo en nuestras capillas, con pompas tales como velas y marchas nupciales. En segundo lugar, un misionero es un misionero y debe en todo momento estar entregado a su ministerio. Así que no le concedí autorización a su pedido.

No transcurrió mucho tiempo sin que la apesadumbrada madre de uno de los novios llamara a mi oficina explicando que la boda se llevaría a cabo en apenas un par de días y que ya tenían todo programado para que el misionero se hiciera cargo de la música, agregando que no sabía lo que haría sin su participación.

Fue entonces que comprendí que no me había ceñido a mi regla, por lo que autoricé al misionero para que interpretara la música en la boda, y todo salió muy bien.

Pocas semanas más tarde e independientemente del incidente, di instrucciones específicas en cuanto al asunto. Todas las bodas que se planearan a partir de ese momento podrían ajustarse a las pautas aprobadas. También los misioneros recibieron instrucciones en el sentido de que debían centrar toda su atención en la misión que estaban cumpliendo.

Cuando uno desea controlar la conducta de otras personas y corregir ciertos aspectos de carácter; es imperioso que disponga de buenas razones para hacer algo al respecto en contraste con no hacer absolutamente nada. Siempre tiene que existir una muy buena razón para hacer algo inmediatamente en vez de hacer algo más adelante, cuando los ánimos y la situación estén más calmas.

El principio de la negligencia filosóficamente calculada supone un procedimiento saludable en el establecimiento de la disciplina.

Recuerdo el caso de un misionero que padecía varias deformidades físicas. Era víctima de un tremendo complejo y era muy retraído, particularmente cuando estaba en presencia de jovencitas. Le hice examinar por varios médicos. Después le escribí a un amigo mío y le dije que necesitaba una cantidad bastante grande de dinero. En seguida me envió un cheque con la única condición de que jamás se supiera quién había donado el dinero. Con la ayuda de varios expertos médicos, se corrigieron las deformidades y el misionero vio su apariencia transformada. Inmediatamente cambió su personalidad.

Entonces comencé a recibir informes de que este joven estaba quebrantando ciertas reglas de la misión. No les presté demasiada atención. Pocas semanas más tarde el problema hizo crisis cuando mis asistentes me informaron de que en una conferencia de estaca el misionero en cuestión había dejado a su compañero y se había ido a sentar en la parte superior del salón junto a una jovencita. También dijeron que no se trataba del primer incidente de este tipo, ya que otras veces había dejado a su compañero para irse a conversar con esa misma joven.

El informe no me alteró y poco después mis asistentes vinieron a mi oficina con algo parecido a un reproche. «No es justo», me manifestaron. «Parecería que este misionero se puede salir con las suyas en cualquier cosa y usted no hace nada al respecto. Generalmente usted tomaría medidas inmediatas si le informaran de un misionero que deja a su compañero para sociabilizar con una joven. Pero en este caso no hace nada. ¿Por qué?»

Tuvimos un intercambio y análisis bastante prolongado antes de que entendieran que realmente estaba haciendo mucho en cuanto al asunto. Estaba simplemente aplicando negligencia filosóficamente calculada. Les dije que cuando llegara el momento preciso, o el misionero se daría cuenta por sí mismo de su irregularidad y volvería a ajustarse a las reglas de la misión o sería confrontado con la realidad y se le pediría que cumpliera con esas reglas, pero ese «pedido» se haría con suma delicadeza.

Al poco tiempo, cuando se dio cuenta de que su transformación era permanente y de que tendría tiempo de sobra para todas esas cosas de las que se había aislado durante esos años anteriores, el élder volvió a ser un misionero. Durante ese lapso en que transgredió algunas de las reglas, tuvimos que ejercer cierta fe para confiar en que no sería desmedido al punto tal de meterse en problemas tan serios que hubieran demandado la aplicación de una pena severa. Así que, mi fe en él fue justificada.

Repito y hago hincapié en el hecho de que muchas cosas pequeñas surten mucho mejor efecto que una grande cuando se trata de disciplinar. El disciplinar supone un esfuerzo constante -muchas escaramuzas pero pocas batallas. Si tanto el padre como el maestro se ajustan constantemente a las cosas pequeñas, las más grandes se verán resueltas por sí solas.

He notado que en muchos de los edificios de la Iglesia, particularmente en los salones de la Sociedad de Socorro, la pizarra está ubicada en la pared lateral con las sillas formando un semicírculo o en dos o tres filas largas de frente a esa pared, lo cual dificulta a mi criterio, la posibilidad de enseñar eficazmente.

A menudo, cuando tengo que llevar a cabo una reunión de capacitación en uno de tales salones, pido al grupo que me ayude a acomodar las sillas de otra forma, colocando una pizarra portátil en el extremo angosto del salón, para poder dirigirles la pálabra desde ese lugar. De ese modo tengo a los presentes de frente y todos ellos pueden ver la pizarra sin problemas, aun cuando algunos de ellos puedan estar un poco más alejados de ella de lo que estarían de la otra forma.

En lo que me es personal, no me convence mucho la informalidad en lo que tiene que ver con la manera de disponer las sillas en el salón de clase. El poner a los alumnos sentados en semicírculo o de manera tal que el ambiente sea informal y «cómodo» supone una invitación a que el grupo se comporte de esa misma manera. Personalmente sostengo que el disponer las sillas de una manera formal y al mismo tiempo adoptar un método de enseñanza que permita cierta flexibilidad, es mucho mejor. Como maestro no me desempeño como desearía si tengo que estar sentado o de pie en medio de un semicirculo, sin poder mirar a todo el grupo al mismo tiempo. Hay quienes pueden ejercer un buen control de la clase de ese modo, pero en mi caso, es esencial disponer de formalidad en ese aspecto a fin de establecer la disciplina que considero necesaria.

El pasillo

Hay otro aspecto que el maestro debe tener siempre presente. El lugar de donde mejor puede un alumno captar las enseñanza del maestro es bien frente a él, directamente frente a la pizarra o frente al púlpito. Cuán errados estamos en algunos de nuestros salones de clase cuando disponemos las sillas de tal forma que el pasillo queda en el medio del salón. Ello significa que el mejor foco de la enseñanza que impartimos lo empleamos para caminar. En una capilla amplia, este aspecto no resultará tan crítico siempre que el orador o el maestro esté en el estrado, a un nivel más alto de quienes le escuchan. Sin embargo, en un salón de clase, estaremos, desperdiciando el foco más importante de todo lo que enseñamos si formamos un pasillo en el centro del salón, espacio en el cual bien podrían sentarse algunos alumnos para poder ver y ser vistos mejor por el maestro o el orador.

Lo que nuestra vista capta es de suma importancia

Además de dar muestras de orden en cuanto a su disposición, el salón de clase debe estar siempre bien arreglado y pulcro. Generalmente se tiene la tendencia a observar buena conducta cuando se está en un ambiente de orden. El maestro puede crear una atmósfera acogedora colgando láminas o fotografías en las paredes, arreglando los libros que tiene sobre su escritorio, etc. No es mucho lo que se contribuye a mantener una buena disciplina cuando en un rincón del salón hay una pila de libros o manuales viejos, o un telón de una obra de teatro enrollado y apoyado contra una pared u otro sinnúmero de cosas que deberían estar guardadas en armarios y no prácticamente tiradas en un salón de clases. Realmente vale la pena esforzarse por ver que ese lugar que sirve de centro de enseñanza esté lo más ordenado posible. Este principio también se aplica a nuestros hogares.

Hace ya unos cuantos años. se asignó un maestro de seminario a una pequeña comunidad agrícola en una zona suburbana. Se trataba de una pequeña escuela secundaria. El local donde se impartían las clases de seminario no era más que un edificio abandonado de un solo salón. Todos los maestros que eran asignados a esa comunidad no duraban mucho en ella, pues los alumnos se encargaban de que así fuera. La pequeña escuela secundaria era famosa por su falta de disciplina, no siendo el programa de seminarios para nada diferente.

Este nuevo maestro llegó al lugar a comienzos del verano. Estaba perfectamente al tanto del problema y se estableció la meta de solucionarlo. La primera medida que tomó fue limpiar el edificio lo mejor posible y darle una mano de pintura. No se disponía de la suficiente cantidad de dinero para comprar mobiliario nuevo, pero preparó la tierra alrededor del edificio y plantó petunias.

A la llegada del otoño, cuando los alumnos volvieron a clase, vieron que el edificio estaba pintado de blanco y tenía flores todo a su alrededor. El maestro también había hecho todo lo que estaba a su alcance para que el interior del edificio fuera acogedor. Por cierto que había transformado el lugar. En el transcurso del año hizo otra cosa que tal vez a otros no se les hubiera ocurrido hacer: compró un canario y lo colocó en una jaula, la cual colgó en el salón de clase. Se trataba de otro pequeño detalle que añadía un toque tanto especial como necesario.

Este maestro enseñó en ese lugar por mucho tiempo y cada año hizo alguna mejora. Fue un factor influyente en la vida de todos los jóvenes a quienes enseñó, y el edificio fue un ejemplo que pronto comenzó a influir también en los hogares y en otros edificios de la pequeña comunidad. Construyó un pequeno invernadero y con los alumnos enviaba brotes de flores a sus familias. Hasta el día de hoy se le recuerda no sólo en esa comunidad sino en todo lugar a donde sus alumnos se mudaron en el curso de los años.

Cuando usted, como padre o como maestro, necesite disciplinar a alguien, recuerde que en la mirada hay mucha más fuerza que en una vara, mucho más vigor que en un grito, mucha más persuasión que en una reprimenda verbal.