Conferencia General Octubre 1970
La fe
por el Élder Henry D. Taylor
Asistente al Consejo de los Doce
Tenemos el privilegio de vivir en un mundo hermoso. Al admirar sus majestades y bellezas, con el hombre como su creación final y máxima, sentimos asombro y admiración. Seguramente, estos desarrollos no ocurrieron por mera casualidad, sino que deben ser el resultado de la obra de un arquitecto y creador divino e inspirado.
Un eminente biólogo, después de muchos años de estudio y meditación, concluyó que «la probabilidad de que la vida se origine por accidente es comparable a la probabilidad de que el Diccionario Completo resulte de una explosión en una imprenta». (Profesor Edwin Conklin, citado en Reader’s Digest, abril de 1956.)
Estamos rodeados de teorías y doctrinas intelectuales hechas por el hombre. Y entre nosotros hay «Tomases incrédulos» que carecen de fe y que no reconocen a un Ser Celestial como el creador de todas estas maravillas. Claman: «No hay Dios» o «Dios ha muerto».
Dios no está muerto
Los Santos de los Últimos Días fieles estamos en total desacuerdo con estas afirmaciones extremas, falsas e incorrectas. Declaramos al mundo que Dios no está muerto, sino que él es «el principio y el fin, el mismo que contempló la vasta extensión de la eternidad y todas las huestes seráficas del cielo, antes de que el mundo fuese creado» (D. y C. 38:1). Damos solemne testimonio de que Dios vive y que el primer principio del evangelio es tener fe en el Señor Jesucristo y en Dios, nuestro Padre Celestial. Declaramos además al mundo y testificamos que somos descendientes espirituales de padres celestiales.Declaramos que nuestro verdadero origen es que no llegamos aquí por casualidad o por un capricho de la naturaleza, sino que vinimos aquí por derecho divino, que obtuvimos debido a nuestra fidelidad en una existencia anterior. Nuestros espíritus eternos están vestidos con cuerpos mortales hechos a la imagen de nuestro Padre. No recordamos lo que sucedió en esa existencia anterior, ya que un velo ha sido colocado, lo cual oscurece nuestra memoria. No tenemos todas las respuestas aquí.
Aceptar por fe
El Señor ha dejado en claro que debemos estar preparados para ver «como por espejo, oscuramente» (1 Cor. 13:12), pero se nos ha dado la certeza de que algún día veremos claramente y nuestra visión no tendrá sombra. Mientras tanto, debemos contentarnos con aceptar muchas cosas por fe. Algunos han referido a esto como fe ciega u obediencia ciega. Pero nunca he sido persuadido de que la fe o la obediencia sean ciegas cuando la solicitud de realizar algún deber o tarea proviene de alguien en quien tengo completa confianza. En lugar de llamarla obediencia ciega, prefiero llamarla fe confiada o implícita.
La fe de Adán
Me gusta la hermosa lección y el impresionante ejemplo que nos da nuestro primer padre, Adán. El Señor le mandó ofrecer como sacrificio las primicias de sus rebaños. Él no sabía la razón de la solicitud, pero sin dudarlo obedeció el mandamiento: «Y después de muchos días, un ángel del Señor se le apareció a Adán, diciendo: ¿Por qué ofreces sacrificios al Señor?» Adán respondió con esta magnífica y confiada respuesta: «No sé, salvo que el Señor me lo mandó» (Moisés 5:5-6). Para Adán, no se trataba de una obediencia ciega, sino de una muestra de su completa e inquebrantable confianza y fe en la palabra e instrucción del Señor.
Durante nuestra vida, sin duda habrá ocasiones en que se nos pida a través de nuestros líderes de la Iglesia que llevemos a cabo una tarea o cumplamos un deber. Puede que no conozcamos la razón de la solicitud en ese momento ni después. Pero confío en que, si tenemos fe en nuestros líderes y les obedecemos, el Señor nos bendecirá y recompensará por nuestra fidelidad.
La fe de Henry A. Dixon
El Señor ha dotado a algunos individuos con el don y la capacidad de poseer y ejercer grandes poderes de fe. Un hombre así fue Henry A. Dixon. Aunque estaba casado y tenía una numerosa familia, cuando fue llamado por la Primera Presidencia para servir una misión en Gran Bretaña, aceptó sin dudarlo. Con tres compañeros misioneros, partió de la isla de St. John en el barco de vapor Arizona.
Durante el viaje, se desató una furiosa tormenta. Mientras los misioneros se preparaban para sus oraciones nocturnas antes de retirarse a dormir, sintieron un fuerte impacto que hizo temblar toda la nave. Al subir a la cubierta, descubrieron que el barco, viajando a toda velocidad, había chocado contra un gigantesco iceberg. Se había abierto un enorme agujero en la proa de la embarcación, que se extendía incluso por debajo de la línea de flotación. El capitán advirtió que solo en un mar en calma podría él y su tripulación llevar la nave al puerto más cercano, a unas 250 millas de distancia.
El viento y la tormenta continuaban sin cesar. Muchas horas después, sin poder dormir, el élder Dixon se levantó, se vistió y caminó hasta la cubierta. De pie allí solo en la oscuridad, con profunda humildad y gran fe, por el poder del Santo Sacerdocio, reprendió las olas y les ordenó que se calmaran.
Treinta y seis horas después, el barco pudo regresar y atracar en el puerto de St. John. De acuerdo con la promesa del élder Dixon, no se perdió ni una sola vida.
Cuando el dueño del barco, el señor Guion, se enteró del accidente y supo que había misioneros mormones a bordo, comentó: «No hay nada de qué preocuparse. ¡Mi línea ha transportado misioneros mormones durante cuarenta años y nunca ha perdido un barco con misioneros mormones a bordo!»
No solo fue la fe una fuerza poderosa en este caso, sino que también es un factor fuerte y motivador en la vida de numerosos individuos, brindándoles consuelo y paz mental.
La fe de un niño pequeño
Durante el invierno de 1834-1835, se estableció una escuela teológica en Kirtland. Era costumbre en la escuela pedir a un miembro que hablara para edificación de los demás. En una ocasión, Heber C. Kimball fue invitado a hablar sobre el tema de la fe. Comenzó relatando un incidente que había ocurrido recientemente en su propia familia. «Mi esposa, un día,» comenzó el hermano Kimball, «cuando iba a hacer una visita, le dio a nuestra hija Helen Mar la indicación de no tocar los platos,» ya que eran muy escasos, costosos y difíciles de reemplazar. Le advirtió que si rompía alguno en su ausencia, la castigaría al regresar. «Mientras mi esposa estaba ausente,» continuó el hermano Kimball, «mi hija rompió varios platos al dejar caer la hoja de la mesa…».
La pequeña estaba muy asustada y «salió bajo un manzano y oró para que el corazón de su madre se ablandara y, al regresar, no la castigara. Su madre era muy puntual,» dijo el hermano Kimball, «cuando hacía una promesa a sus hijos, la cumplía, y al regresar intentó, como un deber, llevar a cabo esta promesa. Se retiró con [la niña] a su habitación, pero se encontró incapaz de castigarla; su corazón se había ablandado tanto que le fue imposible levantar la mano contra la niña. Después, Helen le contó a su madre que había orado al Señor para que no la castigara.»
El hermano Heber hizo una pausa en su simple relato. Las lágrimas brillaban en los ojos de sus oyentes; el Profeta José, que era un hombre cálido y de corazón tierno, también estaba llorando. Les dijo a los hermanos que ese era el tipo de fe que necesitaban: «la fe de un niño pequeño, que acude con humildad a sus Padres, y pide el deseo de su corazón.» Felicitó al hermano Kimball y dijo que «la anécdota fue oportuna.» (Orson F. Whitney, Life of Heber C. Kimball [Bookcraft, 1945], págs. 69-70.)
Fe para seguir el liderazgo
En la conferencia general celebrada el pasado abril, en una asamblea solemne aquí en el Tabernáculo, se presentaron y sostuvieron los nombres de una nueva Primera Presidencia. Estos hermanos, a quienes el Señor ha elegido y designado como los tres sumos sacerdotes presidentes (D. y C. 107:22), no buscaron los elevados y santos llamamientos que recibieron; pero a lo largo de sus vidas vivieron y trabajaron de modo que, cuando los cargos los buscaron, estaban preparados para aceptarlos con humildad. Tengo fe en ellos y oro fervientemente para que sean bendecidos, magnificados y sostenidos, y que nosotros, como miembros de la Iglesia, tengamos la fe y el buen juicio para seguir su liderazgo inspirado mientras avanzamos en esta, la obra del Señor; por esto oro, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, nuestro Salvador. Amén.

























