
La Fe Precede al Milagro
Basado en discursos de
Spencer W. Kimball
Capítulo dieciséis
El arrepentimiento
“Sed limpios”
La siguiente es una historia verdadera y sus personajes son reales.
Al levantar el auricular del teléfono, que estaba sonando, me di cuenta de que se trataba de una llamada de larga distancia porque pude oír a lo lejos el sonido de las monedas al caer dentro de la caja telefónica pública. De inmediato escuché una voz que preguntaba: “¿Es Ud., hermano Kimball?”
A la cual yo contesté: “Sí.”
Era la voz de un muchacho joven que en seguida me dijo: “Me encuentro en un grave problema. ¿Podríamos ir a verlo mi novia y yo?”
“Claro que sí”, respondí, y en el momento fijamos una hora para la visita.
No pasó tiempo antes de que se me informara que la pareja había llegado. Tal como sería típico de un muchacho alto y de constitución atlética, escuché una voz grave y bien modulada. Aquel joven buen mozo era, tal como se describe al Rey David: “rubio, hermoso de ojos, y de buen parecer”. (1 Samuel 16:12.)
Con él venía una dulce jovencita, delgada, de bello rostro y de grácil figura. Ambos parecían bien vestidos y era evidente que provenían de familias cultas los dos. Así de obvio también era que se querían, pues al sentarse ambos frente a mi escritorio, él le buscó y le tomó la mano tiernamente y luego se miraron significativamente.
Al presentarme a su novia, la modulada voz del muchacho pareció entrecortada y un poco empañada por la emoción. Entonces me miró con ojos suplicantes y dijo: “Tenemos un grave problema, hermano Kimball. Hemos quebrado la ley de castidad. Después de lo sucedido, hemos orado, ayunado y casi agonizado de angustia, por lo que decidimos que necesitábamos hacer algo para enmendar lo que hemos hecho”.
Después de hacerles algunas preguntas, me di cuenta de que habían estado jugando con fuego. La muchacha empezó a hablar y dijo: “Me sentía segura de que era capaz de cuidarme lo suficiente y de que yo jamás cometería ese pecado. Siempre se me había dicho que el besuqueo era peligroso y que el manoseo y las caricias impúdicas, de por sí, constituían un pecado, pero encontré justificaciones para creer que no había peligro para mí”.
Los dejé contarme todo el relato sin interrumpirlos, sintiendo que con ello podrían descargar parcialmente el fuerte peso que los agobiaba.
En seguida habló el muchacho. Se acusaba a sí mismo. “Esa cita para el Baile de Gala del Quinto Año fue el punto decisivo. Cuando empezó, todo parecía ser tan especial, pero ahora, cuando lo recuerdo, no puedo sino pensar en ello como en una experiencia trágica, como el inicio de todos nuestros problemas. Esa noche, cuando la vi descendiendo las escaleras, me pareció que era la chica más dulce y bella del mundo. Bailamos toda esa noche y al salir de ahí nos quedamos sentados en el auto y permanecimos en silencio por largo rato. A medida que más nos acercábamos el uno al otro, yo ya no podía controlar mis pensamientos.
“Ninguno de los dos podíamos creer lo que nos estaba sucediendo», continuó el muchacho, “pero todos los elementos parecían combinarse en aquel momento para destruir toda resistencia. Ni siquiera sentimos el tiempo —y las horas pasaron y pasaron. De los besos simples que siempre nos habíamos dado, pasamos a las caricias extralimitadas. Esa noche allí paramos, pero siguieron otras en que ya no encontramos más barreras. Nos queríamos tanto, que nos convencimos a sí mismos de que no estaba tan mal el acariciarnos de tal manera, ya que en cierta forma nos pertenecíamos el uno al otro. De modo que donde terminábamos una noche empezábamos la siguiente y así pasamos a más y más, hasta que sucedió aquello —como si hubiera sido superior a nuestras fuerzas— tuvimos relaciones sexuales. Ya habíamos hablado y acordado que aunque hiciéramos cualquier otra cosa, no llegaríamos a ese extremo. Entonces ya cuando era tarde —demasiado tarde, tarde como la eternidad— abrimos nuestros ojos al entendimiento de lo que habíamos hecho.
“Nos despreciábamos a nosotros mismos y casi mutuamente también. Queríamos ser otras personas. Ella sugirió que oráramos, pero yo le dije que me sentía demasiado indigno. Quería esconderme del Señor y de todo el mundo. ¡Ay, hermano Kimball! ¿Qué podemos hacer ahora? ¿Volverán a ser las cosas como antes? ¿Hay alguna manera en que podamos alcanzar el perdón?»
El muchacho sollozó y hubo una gran pausa de silencio.
Mientras tanto, yo analizaba profundamente y oraba con todo fervor para pedirle al Señor que me diera su inspiración para poder ayudarlos.
Había en ellos una gran disposición para hablar del problema. Era algo así como el desahogo de un diluvio de emociones y sentimientos.
“Me siento avergonzada”, dijo ella. “Yo tengo tanta culpa como él. Cuando volvimos a casa esa noche y él paró el auto, todo estaba oscuro y la calle estaba desierta. Nos quedamos quietos y se nos agotó el tema de conversación; entonces empezó a suceder aquello, contrario a todo lo que se nos había advertido y repetido tanto. Los besos se hicieron más ardientes, apasionados y prolongados y, conforme más dejábamos pasar el tiempo, nuestras caricias se hacían más íntimas. Esa noche, al arrodillarme al lado de mi cama, le pedí al Señor que me perdonara y desde ese momento me propuse sinceramente no volver a hacerlo.
“Yo sentía que lo amaba como ninguna chica jamás había amado a un hombre. Lo que yo hubiera criticado en otra persona empezó a parecer aceptable entre nosotros. Él era bueno, pero también era humano. Del besuqueo pasamos fácilmente a las caricias impúdicas conforme pasaba cada noche, hasta que se estaba estableciendo un nuevo patrón. Cada vez al irme a mi cuarto me sentía impura y casi no sentía deseos de orar. ¿Para qué iba a hacerlo si no quería dejar aquello? Ya ni segura me sentía de si deseaba abandonar aquellas intimidades. Después de todo, no parecía que estaba tan mal. Además, no habíamos cometido fornicación, ni íbamos a hacerlo de ninguna manera. De eso estábamos seguros.
“Sin embargo, no nos dimos cuenta del todo de que cada vez nos excedíamos más o, por lo menos, no queríamos reconocerlo. Y fue así, de repente, que nos dimos cuenta de que habíamos perdido nuestra virtud totalmente —habíamos perdido algo que para nosotros siempre había sido preciado— y de que habíamos cometido uno de los pecados más serios que existen. Yo misma me daba asco. ¿Por qué no había escuchado? ¿Cómo es que había sido tan torpe como para cambiar el autorrespeto por un momento de placer? Todo lo que quería era gritar.
“No pude dormir esa noche. Me sentía sucia. Me bañé, me estregué, me lavé el cabello, me cambié de ropa —pero todavía me sentía inmunda. Recordé a los leprosos de los días de la Biblia— cómo se mantenían aislados de todos, y cuando se acercaba alguien, tenían que avisarle: ‘¡Inmundo, inmundo!’ Me sentía como si estaba leprosa y quería esconderme y evitar a todos. Mi alma se consumía de agonía. ¿Es que iba a ser posible evitar que otros escucharan los sollozos de mi corazón?
“Cada noche, desde lo sucedido, he tenido horrorosas pesadillas. Algunas veces me lleno de ira. Otros muchachos de nuestra misma edad habían hecho lo mismo, pero no parecía haberles afectado tanto. Otros parecían haberlo ignorado con un encogimiento de hombros, pero para mí era diferente, pues yo siempre había considerado importante el vivir el evangelio. Sé que el evangelio es verdadero y me siento terriblemente deprimida por haber defraudado al Señor, haciendo lo contrario de lo que El esperaba de mí.
“¿El infierno? Sí, pienso que esto es precisamente el infierno. Siempre me lo imaginé como un lugar lejano, mítico y abstracto, pero nosotros sí que lo encontramos —lo hemos probado y es amargo. No podíamos decir que no se nos había amonestado todas nuestras vidas. ¿Por qué nos quedamos en el auto aquella noche, cuando debimos habernos despedido en seguida?”
La joven no podía parar. Sus lágrimas eran como un torrente de agua escapándose de una represa rota. “Miles de pensamientos acudieron a mi mente”, dijo ella, “espantosos pensamientos acusadores —al comer, al caminar, al orar. Me atormentaba el recuerdo. Lo platicamos los dos y decidimos que teníamos que decírselo a alguien más para saber qué iba a sucedemos. Todavía nos queremos, pero la situación está consumiendo nuestra relación y a nosotros también”.
Inmóviles y muy juntos el uno al otro, permanecían sentados allí, esperando anhelosos mi respuesta. “Hijos de desobediencia”, pensé, mientras que mi corazón sollozaba por ellos. “Bendíceme, Padre, por favor, para que pueda ayudarlos”.
“¿Es que hay esperanza de perdón para nosotros, hermano Kimball?”, me preguntaron suplicantes.
“Sí”, les contesté, “el Señor y su Iglesia pueden y os darán el perdón, pero no será fácil. El camino de regreso para el transgresor es duro. Siempre ha sido así y nunca cambiará. El Señor nos ha dicho: ‘Te digo que no saldrás de allí, hasta que hayas pagado aun la última blanca’ “. (Lucas 12:59.)
Luego agregué que, en su misericordia, el Señor nos proveyó un camino para el perdón. Cualquiera puede actuar como le plazca, pero no puede evadir la responsabilidad de sus actos. Si quiere, puede quebrar las leyes, pero no podrá evadir el castigo. Nada de lo que hagamos será pasado por alto, porque Dios es justo. El apóstol Pablo dijo: “No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará”. (Gálatas 6:7.)
A pesar de la seriedad del pecado de la fornicación, existe el perdón para los que se arrepienten verdadera y totalmente. El profeta Amulek citó las palabras del Señor de la siguiente manera:
. . . y él ha dicho que ninguna cosa impura puede heredar el reino del cielo; por tanto, ¿cómo podéis ser salvos a menos que heredéis el reino de los cielos? Así que no podéis ser salvos en vuestros pecados. (Alma 11:37.)
Isaías también dijo: Deje el impío su camino,… y vuélvase a Jehová… el cual será amplio en perdonar. (Isaías 55:7.)
Así es, el Señor perdonará. ¡Cuán agradecidos debemos sentirnos por este principio de salvación!
He aquí, quien se ha arrepentido de sus pecados es perdonado; y, yo, el Señor, no los recuerdo más. (DyC 58:42.)
¡¿No es ésta una promesa gloriosa?!
… si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana. (Isaías 1:18.)
Al oír estas palabras, la pareja pareció sentir algún consuelo y empezar a recobrar las esperanzas. “Queremos hacer lo que sea necesario”, dijo el joven. “¿Podría decirnos lo que debemos hacer para ser perdonados?»
Entonces les expliqué: No es nada fácil, pues aquellos que pecan deben reconocer la seriedad de su pecado. Desde el principio ha existido en el mundo una amplia escala de pecados. Muchos de ellos representan un daño hacia otras personas, pero siempre que pecamos nos hacemos daño a nosotros mismos y a Dios, pues limitamos nuestro progreso, acortamos nuestro crecimiento y nos privamos de la compañía de buenas personas, de las buenas influencias y de nuestro Señor.
Los primeros apóstoles y profetas mencionaron muchos pecados que eran reprobables para ellos. La mayoría eran de naturaleza sexual —el adulterio, la falta de afecto natural o tendencias homosexuales, la lujuria, la infidelidad, la incontinencia, las conversaciones obscenas, la impureza, la pasión desenfrenada y la fornicación. Todas éstas también incluían todo tipo de relación sexual fuera del matrimonio —el manoseo, la perversión sexual, la masturbación y la obsesión sexual de pensamiento y de palabra, implicando todos éstos todo pecado escondido y secreto y todo pensamiento y práctica impuros y profanos.
La conciencia le hace saber al individuo cuándo se está aproximando a terrenos prohibidos y, a manera de remordimiento, se continúa sintiendo hasta que se acalla con el deseo o con la repetición del pecado.
¿Podría alguien decir con toda sinceridad que no sabía que tales cosas estaban incorrectas? El Señor y su Iglesia condenan todas las prácticas profanas de que hemos hablado, trátese de cualquiera de sus indescriptibles nombres, en todas sus formas y diferentes manifestaciones. Sin importar el grado de abominación, todas se consideran pecados, pese a cualquier declaración contraria de los que falsamente pretenden saber. Los profetas del Señor declaran que tales prácticas no son aceptables.
El mundo podrá tener sus propias normas, pero la Iglesia tiene su propia posición, Para las personas del mundo podrá ser normal el consumir tabaco; pero la Iglesia se encuentra en un plano más alto en el que no se consume éste. Según las normas del mundo, podrá ser aceptable, tanto para hombres como para mujeres, el tomar bebidas alcohólicas en sociedad, mas la Iglesia del Señor eleva a sus miembros a una norma de total abstinencia. El mundo podrá tolerar las experiencias sexuales premaritales, pero el Señor y su Iglesia condenan terminantemente cualquier relación sexual fuera del matrimonio e igualmente cualquiera que sea indecente y desenfrenada dentro del matrimonio. De manera que, aunque muchas supuestas autoridades del mundo justifiquen estas prácticas como un desahogo normal, la Iglesia las condena y no se permitiría, bajo conocimiento, enviar al campo misional o colocar en posiciones delicadas o de responsabilidad, o extender privilegios del templo a individuos impenitentes. De la misma manera en que los profetas de la antigüedad condenaron tales prácticas impías, la Iglesia de hoy también las condena.
Pablo censuró enérgicamente todas estas evidencias perversas de la mente baja y de las pasiones y deseos desenfrenados: Por lo cual también Dios los entregó a la inmundicia, en las concupiscencias de sus corazones, de modo que deshonraron entre sí sus propios cuerpos. (Romanos 1:24.)
Existen aquellas personas de inclinaciones pecaminosas o débiles de carácter que dicen: “El Señor me hizo así; me dio deseos y pasiones y por ello no me condenará”. Esto es falso.
El apóstol Santiago dijo: Cuando alguno es tentado, no diga nada que es tentado de parte de Dios; porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni él tienta a nadie. (Santiago 1:13.)
Que cada hombre que tiene inclinaciones hacia el mal sea honesto y reconozca su debilidad. Os aseguro que el Señor nunca atrae el pecado hacia nuestras vidas y que El jamás ha creado a un hombre inicuo. Todos somos hijos de Dios y poseemos las semillas de la divinidad. Nosotros no estamos limitados por el instinto como las bestias, sino que tenemos el poder divino para crecer y vencer y perfeccionarnos. Aun cuando se haya permitido el pecado en el mundo y a Satanás que nos tentara, todavía poseemos nuestro libre albedrío. Podemos vivir en rectitud o en pecado, pero no podemos evadir las responsabilidades. Culpar al Señor por nuestros pecados, diciendo que son inherentes a nosotros o que no podemos reprimirnos, constituye una bajeza y una cobardía. Culpar a nuestros padres por nuestros pecados o atribuirlos a la manera en que nos crearon no es más que la excusa del escapista. Es probable que nuestros padres hayan fallado o que nuestras vidas anteriores hayan sido frustrantes, pero como hijos e hijas de un Dios viviente, llevamos dentro de nosotros mismos el poder para elevarnos por encima de nuestras circunstancias y cambiar nuestra vida. Todos seremos castigados por nuestros pecados; debemos aceptar la responsabilidad por nuestros errores. Podemos superarlos, pero debemos controlarnos y dominarnos para ello.
A todo esto, la dulce jovencita dijo: “Mientras que reconocimos que nuestras intimidades estaban incorrectas, no visualizamos totalmente todas las consecuencias”.
“Ya lo creo”, contesté. “Es por eso que os estoy ofreciendo todas estas especificaciones.”
Ya que el noviazgo es el preludio para el matrimonio y que estimula de por sí una asociación íntima, muchos se han convencido a sí mismos de que tales intimidades son aceptables —una parte del proceso del noviazgo. Muchos hasta se quitan el freno y se desatan las correas, dejándolas flojas. En lugar de conformarse con las simples expresiones de afecto, muchos dan rienda suelta a las caricias, más conocidas como “besuqueo”, combinado con contactos íntimos y besos apasionados, lo cual es una práctica aparentemente inofensiva que conduce a otras faltas. El besuqueo es el miembro más joven de la familia profana. Su hermano mayor se llama “manoseo”. Ya cuando las intimidades han llegado a este punto, se convierten ineludiblemente en los pecados condenados por el Salvador:
Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón. (Mateo 5:27-28.)
¿Quién podría decir que aquel o aquella que practica el manoseo no se ha llenado de lascivia o no se ha embargado de pasión? ¿Quién podría negar que ha habido un adulterio mental? ¿No es esta más que aborrecible práctica la que Dios censura en su moderna reiteración de los Diez Mandamientos: “No robarás; ni cometerás adulterio, ni matarás, ni harás cosa semejante?” (DyC 59:6.)
¿Qué otra cosa, permitidme preguntaros, podría ser semejante al adulterio, si no es el manoseo? ¿No ha ratificado el Señor que este horrendo pecado no es sino el proceso diabólico de reblandecimiento para el acto final del adulterio o de la fornicación? ¿Puede una persona que posee la luz de las Escrituras del Señor seguir el camino del manoseo con una conciencia clara? ¿Se atreve alguien a convencerse a sí mismo de que éste no es un grave pecado?
La joven pareja continuó haciéndome preguntas que requirieron de explicaciones más amplias. » ¿Son la fornicación y el adulterio lo mismo?”, inquirieron.
La hermana mayor de la familia profana, y la de efectos diabólicos más perjudiciales, que requiere una severa condenación, es la fornicación, o sea la relación sexual entre los que no están casados y que también se llama adulterio cuando la realizan dos que ya están casados con alguien más o cuando sólo uno de los dos ya está casado. Ambos términos se usan alternadamente en las Escrituras. Otro hermano perverso, escondido por propia conveniencia, es el espantoso aborto ilegal. La incursión en un crimen parece demandar otro nuevo y es por ello que algunas veces, por miedo al posible escándalo y al ostracismo social y debido a la falta de valor para enfrentar y resolver los problemas, muchas personas cobardemente agregan a su pecado sexual el crimen adicional de la destrucción de un niño por nacer. Estos pecados gemelos ocupan un lugar primordial en la categoría de los más espantosos, casi tan grave como el asesinato, según lo indican las Escrituras.
Cuando decimos que los pecados sexuales pueden ser perdonados, no significa que se pueden restituir fácilmente o que el perdón se concederá con simplemente pedirlo. Pablo dijo claramente:
. . . ningún fornicario, o inmundo. . . tiene herencia en el reino de Cristo y de Dios.
Nadie os engañe con palabras vanas, porque por estas cosas viene la ira de Dios sobre los hijos de desobediencia.
No seáis, pues, partícipes con ellos. (Efesios 5:5-7.)
El profeta Nefi también escribió: … el reino de Dios no es inmundo, y ninguna cosa impura puede entrar en el reino de Dios; de modo que es necesario que se prepare un lugar de inmundicia para lo que es inmundo. (1 Nefi 15:34.)
El Señor nos manda: No cometerás adulterio; y el que cometa adulterio y no se arrepienta, será expulsado. (DyC 42:24.)
Preocupado, entonces, el joven muchacho, me preguntó: “¿Significa ‘expulsado’ lo mismo que excomulgado? ¿Tenemos que pagar ese castigo nosotros?”
Entonces les respondí: El Señor ha indicado que el vendaje debe ser en proporción a la herida; si con el pecado cometido se ha ofendido a muchos, el castigo debe ser delante de muchos; si la ofensa ha afectado a pocos, entonces la restitución involucra a pocos. A cada transgresor impenitente se le debe disciplinar debidamente y, si persiste en rebelarse, se le debe suspender en sus derechos de miembro o excomulgársele. Al que es suspendido, por lo general, se le prohíbe ejercer su sacerdocio y se le niegan bendiciones eclesiásticas tales como participar de la Santa Cena, de los privilegios del templo y de las actividades de la Iglesia. La excomunión implica una suspensión más severa de todo vínculo con la Iglesia. En este caso se pierden los derechos de afiliación a la Iglesia, el Espíritu Santo, el sacerdocio y todo privilegio eclesiástico en general. Si la transgresión se hace muy notoria y se convierte en un escándalo público, algunas veces se le permite al individuo llevar a cabo una enmienda pública ‘ ‘no ante los miembros, sino ante los élderes”, de modo que todos los que se hubiesen enterado del pecado cometido también puedan ser testigos del arrepentimiento mostrado por el penitente. Este es un privilegio de aclaración que todos los que se involucran en un escándalo del conocimiento público deben aprovechar y usar sin titubeos.
Continuando con la conversación, la jovencita me preguntó: “Entonces, ¿quiere decir que la publicidad y el arrepentimiento son factores que van de la mano?”
“Sí, el transgresor cuyo pecado fue cometido en secreto y cuya confesión ha sido voluntaria, demostrando un arrepentimiento sin reservas, puede ser perdonado en secreto por las autoridades indicadas. Pero ni aun el Señor podría perdonar a ninguno que no se hubiera arrepentido sinceramente”.
Y te vuelvo a decir que no puede salvarlos en sus pecados; porque yo no puedo negar su palabra, y él ha dicho que ninguna cosa impura puede heredar el reino del cielo; por tanto, ¿cómo podéis ser salvos a menos que heredéis el reino de los cielos? Así que no podéis ser salvos en vuestros pecados. (Alma 11:37.)
Porque nuestras palabras nos condenarán, sí, todas nuestras obras nos condenarán; no nos hallaremos sin mancha, y nuestros pensamientos también nos condenarán. Y en esta terrible condición no nos atreveremos a mirar a nuestro Dios, sino que nos daríamos por felices con poder mandar a las piedras y montañas que cayesen sobre nosotros, para que nos escondiesen de su presencia. (Alma 12:14.)
“Es así, precisamente, como me siento ahora”, susurró el muchacho. Cristo dijo: Y nada impuro puede entrar en su reino; por tanto, nada entra en su reposo, sino aquellos que han lavado sus vestidos en mi sangre, mediante su fe, el arrepentimiento de todos sus pecados y su fidelidad hasta el fin. (3 Nefi 27:19.)
Sumamente atentos, pero con una mayor preocupación, los muchachos escuchaban mis palabras, hasta que ella preguntó: “¿Cómo es posible, entonces, que nosotros, siendo tan impuros, tengamos la esperanza de todavía llegar al reino del cielo?”
Les respondí: “Es cierto que ninguna cosa impura puede entrar en el reino, pero la persona que se arrepiente completamente deja de ser impura; un adúltero que ha purgado su pecado y ha sido perdonado deja de ser adúltero. El que verdaderamente ha ‘lavado sus vestidos’ se encuentra libre de la inmundicia».
Llegando al final de nuestra conversación, la pareja había tomado ya su decisión. Se encontraban dispuestos a cumplir con todos los requisitos necesarios, sin importar cuán severos fueran. Se acercaron un poco más el uno al otro y preguntaron: “Hermano Kimball, qué tenemos que hacer ahora?”
Continuando, les dije: “Debéis arrepentiros”.
El arrepentimiento es un proceso que se puede resumir en cinco pasos:
- Reconocimiento y pesar por el pecado
- Abandono del pecado
- Confesión del pecado
- Restitución del pecado
- Obediencia a la voluntad del Señor
1. Pesar por el pecado.
A fin de sentir pesar por haber pecado, necesitamos saber algo sobre las serias consecuencias implícitas. Una vez hemos reconocido que hemos pecado, nos corresponde condicionar nuestras mentes para seguir los pasos que nos librarán de los efectos de nuestro pecado. Al sentir pesar, nos sentimos dispuestos a hacer cualquier enmienda, a pagar cualquier castigo y hasta a sufrir una excomunión, si esto fuera necesario. Pablo escribió:
Porque la tristeza que es según Dios produce arrepentimiento para salvación, de que no hay que arrepentirse; pero la tristeza del mundo produce muerte. (2 Corintios 7:10.)
Si una persona siente pesar simplemente porque su pecado salió al descubierto, ésta no se ha arrepentido totalmente. La tristeza según Dios causa que una persona controle sus deseos y se llene de determinación por hacer lo correcto, sin importar cuáles sean las consecuencias; éste es el tipo de pesar que invita a la rectitud y que produce el perdón.
2. Abandono del pecado.
El pecador debe abandonar su pecado cuando se da cuenta plenamente de la gravedad del mismo y está dispuesto a cumplir con las leyes de Dios. El ladrón puede muy bien abandonar su falta al encontrarse en las paredes de una prisión, pero el verdadero arrepentimiento consiste en abandonarla antes de ser arrestado y en devolver el botín sin que para ello se le tenga que forzar. El ofensor sexual, así como cualquier otro transgresor, que abandona voluntariamente sus prácticas impías va directamente al camino del perdón. El profeta Alma dijo:
. . . benditos son aquellos que se humillan sin verse obligados a ser humildes. . . . (Alma 32:16.)
Y el Señor nos ha hablado en nuestra propia dispensación, diciendo:
Por esto podréis saber si un hombre se arrepiente de sus pecados: He aquí,… los abandonará. (DyC 58:43.)
El abandono del pecado debe ser permanente, pues el verdadero arrepentimiento no admite la repetición. Pedro también dijo:
Ciertamente, si habiéndose ellos escapado de las contaminaciones del mundo . . . enredándose otra vez en ellas son vencidos . . . mejor les hubiera sido no haber conocido el camino de la justicia, que después de haberlo conocido, volverse atrás del santo mandamiento. . . . [como] el perro vuelve a su vómito, y la puerca lavada a revolcarse en el cieno. (2 Pedro 2:20-22.)
No se puede garantizar el perdón a uno que vuelve a incurrir en sus mismos pecados anteriores. El Señor ha dicho: . . .id y no pequéis más; pero los pecados anteriores volverán al alma que peque. . . (DyC 82:7)
3. Confesión del pecado.
La confesión del pecado es un elemento muy importante del arrepentimiento. Muchos ofensores han considerado que unas cuantas oraciones al Señor han sido suficientes y así se han justificado en esconder sus pecados. En Proverbios se nos dice:
El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia. (Proverbios 28:13.)
Por esto podréis saber si un hombre se arrepiente de sus pecados: He aquí, los confesará y los abandonará. (DyC 58:43.)
Cuando se trata especialmente de faltas graves, tales como pecados sexuales, éstas deben confesarse tanto al obispo como al Señor. Los dos tipos de remisión que pueden interesarnos son: primero, el perdón del Señor, y segundo, el perdón de la Iglesia del Señor a través de sus dirigentes. Tan pronto como una persona siente un remordimiento interno por sus pecados, debe dirigirse al Señor en “profunda oración”, tal como lo hizo Enós, y no cesar de suplicar hasta que, como Enós, reciba la confirmación de que el Señor le ha perdonado sus pecados. Es absurdo suponer que Dios absolverá los pecados serios como resultado de unas cuantas súplicas. Claro está que El estará dispuesto a esperar a que el individuo demuestre un arrepentimiento continuo que se manifieste por una buena disposición de cumplir con todos sus demás requisitos. En cuanto al proceder de la Iglesia, ningún presbítero o élder se encuentra autorizado, en virtud de su llamamiento, a obrar en nombre de la Iglesia a este respecto. El plan del Señor es ordenado y fijo. A cada alma humana de toda estaca organizada se le asigna un obispo que, por la misma naturaleza de su llamamiento y ordenación, se constituye en un “juez de Israel”. En los distritos de las misiones, es el presidente de rama el que llena esta responsabilidad. El obispo puede llegar a convertirse en el mejor amigo que se pueda encontrar en esta tierra. El escucha los problemas que se le comunican, juzga la seriedad de ellos, determina el grado de enmienda y decide si hay garantía de perdón eventualmente. Al hacer esto, él actúa en calidad de representante terrenal de Dios, quien es el médico de médicos, el psicólogo de psicólogos y el psiquiatra de psiquiatras. Si el penitente ha demostrado un arrepentimiento suficiente, el obispo puede levantarle un castigo, que equivale al perdón en lo que se refiere a la Iglesia como organización. El obispo no reclama ninguna autoridad para absolver pecados, mas sí comparte las cargas del confesor, levanta castigos, alivia la tensión y garantiza al transgresor una vida posterior activa en la Iglesia, manteniendo todo asunto estrictamente confidencial.
Algunos misioneros han cometido la imprudencia de llevar al campo misional alguna culpa secreta y pendiente del ajuste respectivo, teniendo así que sufrir seriamente al esforzarse en lograr y retener la compañía del espíritu sagrado de la misión. El conflicto del alma es uno de los más frustrantes; mas el que se arrepiente totalmente, confesando sus pecados voluntariamente y aclarando su problema en todo lo posible, triunfa en su trabajo y goza de dulce paz.
4. Restitución por el pecado.
Después de que el pecador se ha humillado de dolor y ha abandonado el pecado incondicionalmente, habiéndolo confesado a aquellos designados por el Señor, debe, como próximo paso, restituir en todo lo posible el daño causado. Si ha robado algo, debe devolverlo al dueño respectivo. Es probable que una de las razones por las que el asesinato no se puede perdonar sea el hecho de que una vida no se puede restaurar. No siempre es posible llevar a cabo una restitución total. La virginidad es algo que tampoco se puede devolver.
No obstante lo anterior, el penitente sincero siempre encontrará maneras de restituir lo que ha hecho hasta donde sea posible. Esto es lo que demanda el verdadero espíritu de arrepentimiento. El profeta Ezequiel enseñó: si el impío. . . devolviere lo que hubiere robado, y caminare en los estatutos de la vida, no haciendo iniquidad, vivirá ciertamente. . . . (Ezequiel 33:15.)
Moisés también enseñó: Cuando alguno hurtare buey u oveja. . . por aquel buey pagará cinco bueyes, y por aquella oveja cuatro ovejas. (Éxodo 22:1.)
También la corresponde al pecador penitente perdonar a todos aquellos que lo hubiesen ofendido. El Señor no tiene ninguna obligación de perdonarnos a menos que nuestros corazones se hayan desprendido completamente de todo odio, resentimiento y acusaciones en contra de otros.
5. Obediencia a la voluntad del Señor.
En su prefacio a las revelaciones modernas, el Señor especificó el quinto —y uno de los más difíciles— requisito del perdón. En él nos dice: porque yo, el Señor, no puedo considerar el pecado con el más mínimo grado de tolerancia.
No obstante, el que se arrepienta y cumpla los mandamientos del Señor será perdonado. (DyC 1:31-32.)
Bajo la humillación de una conciencia culpable, con la posibilidad de ser descubierto y de un consecuente escándalo y vergüenza, con un espíritu diligente, sediento de enmendar la falta cometida, a los primeros pasos de pesar, abandono del pecado, confesión y restitución debe seguirles el perpetuo requisito de guardar los mandamientos. Por supuesto que esto no se puede conseguir en un día, semana, mes o en un año. Es un esfuerzo que se extiende a través del equilibrio de la vida. “Hasta el fin” es una frase que frecuentemente se usa en las Escrituras.
Si haces lo bueno, sí, y te conservas fiel hasta el fin, serás salvo en el reino de Dios. . . . (DyC 6:13.)
. . . sólo se salva aquel que persevera hasta el fin. . . .(DyC 53:7.)
Las buenas obras son las evidencias y los frutos del arrepentimiento. Tal es el pensamiento expresado por el Redentor:
Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos? . . .
No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos. . . .
Así que, por sus frutos los conoceréis. (Mateo 7:16, 18, 20.)
El Señor ha dicho: Mas al que haya cometido adulterio, y se arrepiente de todo corazón, y lo desecha, y no lo hace más, lo has de perdonar. (DyC 42:25.)
Reparad en la frase “de todo corazón”, porque es vital. No debe existir reserva alguna. Tiene que ser una entrega total e incondicional. El mero abandono del pecado específico y aun la confesión del mismo no son suficientes para salvarse. El Señor conoce, tanto como el individuo mismo, el grado de contrición, siendo la recompensa de acuerdo con lo merecido, porque Dios es justo. El fingir un arrepentimiento que no se siente o tratar de engañar resulta inútil, pues tanto el transgresor como el Señor pueden evaluar y reconocer la insinceridad e hipocresía. Podemos engañar a nuestro prójimo algunas veces, pero a nosotros mismos y al Señor jamás. Sólo el alma penitente y piadosa puede reclamar la misericordia del Señor.
La observancia de los mandamientos incluye varias actividades. Las obras buenas y las actitudes constructivas en general se complementan con la expresión del testimonio y la salvación de otras almas. Esto es lo que dice el Señor: porque yo os perdonaré vuestros pecados con este mandamiento: que os conservéis firmes en vuestras mentes en solemnidad y el espíritu de oración, en dar testimonio a todo el mundo. . . . (DyC 84:61.)
Sin embargo, benditos sois, porque el testimonio que habéis dado se ha escrito en el cielo para que lo vean los ángeles… y vuestros pecados os son perdonados. (DyC 62:3.)
El apóstol Santiago también indicó que cada acto de bondad, cada testimonio dado, cada esfuerzo proselitista hecho, cada acto de protección a favor de otros es como un manto que cubre nuestros pecados, o como un depósito de seguridad contra un sobregiro en un banco.
Hermanos, si alguno de vosotros se ha extraviado de la verdad, y alguno le hace volver, sepa que el que haga volver al pecador del error de su camino, salvará de muerte un alma, y cubrirá multitud de pecados. (Santiago 5:19-20.)
Al concluir nuestra entrevista, le di a la joven pareja una copia de las citas de las Escrituras que les había leído y los invité a estudiar el evangelio. Les recomendé particularmente el libro de Enós, el cual registra con detalles de inspiración la manera en que un transgresor, después de muchos esfuerzos y de constantes súplicas al Señor a través de las largas horas del día y aun hasta la noche, finalmente obtiene el perdón del Señor. Por lo tanto, mis queridos muchachos, ahora que os retiráis de mi oficina, no dejéis bajo ninguna circunstancia de buscar y obtener el perdón del Señor y de su Iglesia y tratad de conservar estas bendiciones en vuestras vidas. Recordad que es imprescindible declararse culpable de pecado, arrodillarse en monumental humillación, abandonar el pecado y fortalecerse contra la repetición. Debe confesarse la falta al obispo u otra autoridad eclesiástica, limpiándose y purificándose de toda inmundicia. Debe restituirse en todo lo posible lo que se dañó y perdonarse a todo ofensor. Y con todo ello, se deben guardar todos los mandamientos del Señor, produciendo frutos dignos de arrepentimiento. Y después de haber ayunado, orado y sufrido lo suficiente y de sentir el corazón contrito, vendrá el perdón, y con él la gloriosa paz que sobrepasa todo entendimiento.
Habiéndoles dicho estas cosas, nos arrodillamos y cada uno oró fervientemente. Conmovidos, arrepentidos y llenos de determinación, los jóvenes muchachos me expresaron su agradecimiento y se retiraron tomados de la mano.
























