Conferencia General Abril 1975
La Santidad de la Vida
por el Élder James E. Faust
Asistente en el Consejo de los Doce
Humildemente busco ser sostenido y guiado por el Espíritu mientras me esfuerzo por hablar de un tema importante y delicado. Abordo este tema con toda humildad y con el profundo respeto que merece.
He elegido hablar sobre la santidad de la vida. También deseo hablar con reverencia sobre el distintivo sagrado de la vida: la capacidad de reproducirse. Además, quisiera abogar por los no nacidos. Por esta razón, dirijo mis palabras principalmente a las mujeres, pues solo ellas pueden honrar el santo llamado de la maternidad, el bien más elevado que se puede brindar a la humanidad.
En el Talmud leemos que quien salva una vida es como si hubiera salvado a todo un mundo. Desde el comienzo de la humanidad, Dios ha enseñado un respeto absoluto por la vida humana. Desde el primer instante de existencia hasta el último aliento, debemos mantener una reverencia por la vida que incluye a aquellos que están siendo, pero que aún no han nacido.
Un sabio maestro dice: “Una vida humana es tan preciosa como un millón de vidas, pues cada una tiene un valor infinito” (Rabí Immanuel Jakobovits, Jewish Views on Abortion, p. 4).
El ejercicio de los sagrados poderes procreadores de un hombre o una mujer convierte a cada uno en socio de Dios en la creación y les trae, en la paternidad, su mayor felicidad. Esta asociación divina también trae consigo los mayores privilegios y las más grandes responsabilidades.
Dado que convertirse en padre o madre es una bendición trascendental y que cada niño es precioso y trae felicidad, el propósito principal del matrimonio y de la vida misma es traer nueva vida en esta unión con Dios. Las obligaciones inherentes a la creación de una vida humana son un encargo sagrado, que, si se mantiene con fidelidad, evitará que caigamos en la bancarrota moral y nos convirtamos en meros esclavos de la lujuria.
Las responsabilidades involucradas en el proceso divino de dar vida y las funciones de nuestro cuerpo son tan sagradas que deben ejercerse solo dentro del matrimonio. Aquellos que no aceptan y asumen esas responsabilidades, al igual que aquellos que sí lo hacen, deben seguir la ley de castidad si desean ser verdaderamente felices. Todos los miembros de esta Iglesia que buscan dicha y paz eternas deben aspirar a llegar al altar del matrimonio libres de transgresiones sexuales, castos y puros. Quienes no lo logren pueden descubrir que se han privado de su propio respeto, dignidad y gran parte de la dicha que buscan en el matrimonio. La paz interior, fortaleza y felicidad que trae la castidad, como ley de Dios, hace que “siempre esté de moda”, y la falta de castidad siempre ha sido “pasada de moda”.
En tiempos pasados, considerábamos héroe a quien salvaba una vida humana; sin embargo, hemos llegado a un momento en que el tomar una vida humana no nacida por razones no médicas se ha vuelto tolerado, legal y aceptado en muchos países. Pero legalizar la destrucción de una vida recién concebida nunca la hará correcta. Es profundamente incorrecta.
El presidente Spencer W. Kimball dijo: “Este es uno de los pecados más despreciables de todos: destruir a un niño no nacido para salvarse de la vergüenza o para salvar la propia comodidad” (Liahona, noviembre de 1974, p. 7).
Algunos sostienen, como lo hizo la Corte Suprema de los Estados Unidos, que es solo una teoría que la vida humana esté presente desde la concepción. Esto contradice evidencia médica contundente. El Dr. Bernard N. Nathanson reveló que, habiendo sido ferviente defensor de la legalización del aborto, luego de supervisar unos sesenta mil abortos, cambió de postura. Dijo: “Estoy profundamente perturbado por mi creciente certeza de que, en realidad, he supervisado 60,000 muertes. Ya no tengo ninguna duda de que la vida humana existe dentro del útero desde el inicio mismo del embarazo” (New England Journal of Medicine, vol. 291, no. 22, p. 1189).
En el siglo XVI, Arantius demostró que las circulaciones materna y fetal son independientes, dejando claro que existen dos vidas diferentes involucradas. El bebé no nacido está ciertamente vivo, pues posee la señal de vida que es la capacidad de reproducir células que mueren (Illinois Medical Journal, mayo de 1967).
Para el no nacido, solo existen dos posibilidades: convertirse en un ser humano vivo o en un niño no nacido muerto.
Dietrich Bonhoeffer, refiriéndose al bebé en el vientre de su madre, dijo: “El simple hecho es que Dios ciertamente tenía la intención de crear un ser humano.”
Cada madre sabe, por lo que siente, que hay vida sagrada en el cuerpo de su bebé no nacido. También hay vida en el espíritu, y en algún momento antes del nacimiento, el cuerpo y el espíritu se unen. Cuando esto ocurre, tenemos un alma humana, pues el Señor ha dicho: “Y el espíritu y el cuerpo son el alma del hombre” (D. y C. 88:15).
Los expertos nos dicen que la necesidad de terminar con la vida no nacida rara vez está justificada por razones puramente médicas o psiquiátricas (California Medical Journal, noviembre de 1972, pp. 80–84). Algunos justifican los abortos por posibles defectos de nacimiento. Pero, ¿dónde existe el hombre o la mujer físicamente o mentalmente perfectos? ¿Es la vida menos valiosa si presenta impedimentos? La experiencia con niños con discapacidades sugiere que la naturaleza humana a menudo se eleva por encima de sus limitaciones y, en palabras de Shakespeare, “los mejores hombres son moldeados por sus faltas y, en su mayoría, se vuelven mucho mejores” (Medida por Medida, acto 5, escena i).
Muchos padres que han conocido la angustia y preocupación de cuidar a un niño con discapacidades estarían de acuerdo con Pearl Buck, autora ganadora del Premio Nobel, quien dijo: “Un niño con retraso, una persona con discapacidad, trae su propio don a la vida, incluso a la vida de las personas ‘normales’” (Death Before Birth, Comité de Derecho Constitucional a la Vida, Providence, Rhode Island). Qué gran don para la humanidad fue la vida de Helen Keller.
Para los miembros de esta Iglesia, la vida humana es tan sagrada y preciosa que aquellos que invocan las fuentes sagradas de la vida tienen una responsabilidad ante Dios.
La destrucción de este tesoro tan preciado es tan aborrecible que la Primera Presidencia de la Iglesia ha aconsejado claramente en repetidas ocasiones al mundo, como lo hizo el presidente Kimball esta mañana, en contra de la toma de una vida no nacida. Cito: “El aborto debe considerarse una de las prácticas más repugnantes y pecaminosas… Los miembros de la Iglesia que sean culpables de participar en el pecado del aborto deben ser sometidos a la acción disciplinaria de los consejos de la Iglesia según lo requieran las circunstancias.” A los miembros se les aconseja no “someterse a ni realizar un aborto, excepto en los raros casos en que” sea médicamente necesario, y aun en esos casos debe hacerse solo tras recibir consejo de la autoridad del sacerdocio y confirmación divina mediante la oración. La Primera Presidencia ha aconsejado sensibilidad hacia las leyes del arrepentimiento y el perdón (Liahona, marzo de 1973, p. 64).
Subestimamos enormemente la naturaleza sagrada de la maternidad. Los expertos psiquiátricos nos recuerdan que existen hechos biológicos fundamentales que influyen en quienes traen nueva vida al mundo. Un especialista afirma: “La capacidad de las madres para aceptar a sus bebés tras el nacimiento está subestimada” (American Journal of Psychiatry, octubre de 1962, pp. 312–16). La procreación es una función privilegiada biológica y psicológica de la mujer.
Uno de los mitos más perversos de nuestro tiempo es la creencia de que una mujer, habiéndose unido a Dios en la creación, pueda destruir esa creación bajo el pretexto de tener derecho a controlar su propio cuerpo. Como la vida dentro de ella no le pertenece, ¿cómo puede justificarse la terminación de esa vida y desviarla de una existencia que quizás nunca llegue a heredar?
La noble profesión médica, a la que tengo tanto respeto y que durante siglos se ha comprometido con la preservación de la vida bajo principios fundamentales de tratamiento—“no hacer daño” y “proteger la vida”—ahora se encuentra destruyendo casi un millón de niños no nacidos al año solo en los Estados Unidos. Cada uno de estos seres, debido a pequeñas diferencias cromosómicas, habría sido único, diferente de cualquier otra persona nacida en el mundo. ¿Cuántos talentos especiales, como los de Moisés, Leonardo da Vinci o Abraham Lincoln, podrían haber estado entre ellos?
Estos y todos los demás tienen derecho a ser defendidos en su estado natural de existencia no nacida. Un reconocido médico comenta: “Hacemos eso mismo por las gaviotas, los flamencos y las grullas.” Este mismo médico, el Dr. Henry G. Armitage Jr., afirma: “No debe pasar desapercibido que un estado (tan ansioso por la preservación de la mantis religiosa, pero que considera que un bebé no nacido no tiene importancia) pueda enviar una chispa de inmortalidad al limbo y conspirar con el ciudadano y el médico para convertir un ser viviente de inocencia compleja en una pulpa patética y consignarlo, por un acto brusco y perentorio, al horno o al desagüe, desconocido, no deseado y sin defensa.” Además, se pregunta cómo una mujer, como “el adorno fértil de nuestra raza, puede ser inducida a creer que es solo portadora de un equipaje no deseado o seducida a creer que tiene dominio sobre una vida que no le pertenece.” Él afirma: “Un aborto nunca es trivial, pues el mundo no conoce tristeza igual a la muerte de la inocencia. Donde sea que ocurra, todos sufrimos otra pérdida de lo poco que nos sostiene y nos mantiene unidos. Es la degradación de la humanidad. Es plenitud vaciada, inocencia manchada, canción sin terminar, belleza descartada, esperanza no florecida. En nuestra ausencia, ladrones nos están robando todo lo que poseemos: virtud, honor, integridad, confianza, inocencia, verdad, belleza, justicia y libertad” (Dr. Henry G. Armitage Jr., The Death of Innocence).
Insto a todos aquellos que hayan tocado las fuentes de la vida a que respeten la divinidad inherente a esa vida y protejan este tesoro sagrado y sus bendiciones trascendentes. Pues el Salvador del mundo dijo: “En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños… a mí lo hicisteis” (Mateo 25:40).
Dejo mi testimonio de que la más preciosa de todas las creaciones de Dios es la vida eterna, en el sagrado nombre de Jesucristo. Amén.

























