Capítulo 22
Sacerdocio — Nombramientos Divinos — El Sacramento
Como parte de la vida buena, que viene bajo el primer gran mandamiento, están las actividades asociadas con la autoridad delegada al hombre para actuar en nombre de Dios: el sacerdocio. Se han escrito varios libros sobre el sacerdocio. Uno de los más sencillos es El gobierno del Sacerdocio y la Iglesia, una recopilación hecha por el élder John A. Widtsoe.
Nuestro propósito aquí no es estudiar este tema tan importante de manera profunda, sino de forma sencilla, para señalar algunos principios relevantes que afectan nuestra vida día tras día.
Lo siguiente ha sido tomado de las palabras del presidente David O. McKay:
Autoridad delegada
El sacerdocio es inherente a la divinidad. Solo la autoridad y el poder que provienen del Padre Eterno y de Su Hijo Jesucristo constituyen su fuente legítima. Al buscar el origen del sacerdocio, no podemos concebir nada que no esté relacionado con Dios mismo. En Él tiene su centro. De Él debe nacer el sacerdocio. Por lo tanto, mientras el hombre lo posea, debe ser una autoridad delegada.
No hay ser humano en el mundo que pueda tomar por sí mismo la autoridad y el poder del sacerdocio. Así como un embajador solo ejerce la autoridad que le ha sido conferida por su gobierno, un hombre que representa a la Divinidad actúa únicamente por la virtud de los poderes y derechos que le han sido delegados.
Sin embargo, cuando se confiere tal autoridad, esta lleva consigo —dentro de sus límites— todos los privilegios del “poder de procuración”, mediante el cual una persona confiere a otra el poder para actuar en su lugar. Toda acción oficial realizada conforme al poder de procuración es tan válida como si la persona misma la hubiera ejecutado.
El sacerdocio es “un principio del poder”. Formar una imagen mental de un principio en su forma abstracta es difícil, si no imposible. Solo podemos interpretarlo cuando ha sido expresado en acción humana. Un principio es aquello inherente a algo que determina su naturaleza. La verdadera esencia del sacerdocio es eterna. A medida que se expresa en la vida, manifiesta su poder.
Podemos imaginar que el poder del sacerdocio existe de forma virtual, como un depósito de agua cerrado. Ese poder se vuelve dinámico y productivo en bendiciones cuando, al ser liberado, se activa en los valles, campos, jardines y hogares felices. De igual forma, el principio del poder se manifiesta únicamente cuando se vuelve activo en la vida de los hombres, inclinando sus corazones y deseos hacia Dios, y llevándolos a prestar servicio a sus semejantes.
Estrictamente hablando, el sacerdocio como poder delegado es una adquisición individual. Sin embargo, los hombres que son elegidos por decreto divino para servir en cualquiera de los oficios del sacerdocio se reúnen en quórumes. Así, este poder encuentra expresión tanto en grupos como en individuos. Para hombres con aspiraciones similares, el quórum es una oportunidad para conocerse, amarse y ayudarse unos a otros. “Vivir no es solamente para uno.”
Para que un quórum funcione, debe haber una organización en la Iglesia.
A lo largo de la historia, cuando Dios se ha comunicado con los hombres, ha habido profetas que poseían el Sagrado Sacerdocio, incluso cuando no existía una Iglesia organizada en la tierra. Pero nunca, bajo tales condiciones, ha existido un quórum del sacerdocio debidamente organizado. Por lo tanto, la Iglesia es el medio por el cual la autoridad del sacerdocio puede ser practicada y administrada correctamente.
Cuando la plena autoridad del sacerdocio está sobre la tierra, la organización de una Iglesia debe mantenerse.
De otra forma, no puede haber una verdadera Iglesia sin la autoridad del Sagrado Sacerdocio.
El Sacerdocio de Melquisedec
El sacerdocio es el poder y la autoridad inherentes a la Trinidad.
Entre los hombres, siempre es autoridad delegada —no se puede asumir por cuenta propia ni ejercer con eficacia sin autorización divina.
Sacerdocio significa servicio. Esto es cierto incluso en su fuente divina, como lo demuestra la sublime declaración: “Esta es mi obra y mi gloria: llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre.” Emanando de la Divinidad, el sacerdocio es el poder que guía hacia la redención de los hijos de Dios.
Cuando el sacerdocio es conferido al hombre, no se le da como distinción personal —aunque se convierte en eso si lo honra— sino como autoridad para representar a la Divinidad y como una obligación de cooperar con el Señor en la realización de Su obra redentora.
Si el sacerdocio fuera solo un honor personal, una bendición o una elevación individual, no habría necesidad de quórumes o grupos. La simple existencia de tales cuerpos —establecidos por autorización divina— proclama nuestra interdependencia y la necesidad de ayudarnos mutuamente. Somos, por derecho divino, seres sociales.
Cuando un ciudadano de los Estados Unidos es llamado a representar a su gobierno en una nación extranjera —como cónsul, ministro o embajador—, va a su destino sabiendo que representa no solo a su persona, sino a ciento diez millones de ciudadanos, y que tiene deberes que le incumben en virtud del cargo que le ha sido confiado.
Así también es con todo hombre llamado a alguna posición en la Iglesia de Cristo.
No solo debe conocer el poder que posee como representante de Cristo, sino también debe comprender claramente los deberes que debe cumplir en virtud de la responsabilidad que se le ha conferido. (De “Caminos a la Felicidad”, Bookcraft, Inc., págs. 229–232)
Los oficiales del sacerdocio —diáconos, maestros, presbíteros, élderes, setentas, sumos sacerdotes, obispos, patriarcas, apóstoles, etc.— y sus deberes y llamamientos son bien conocidos. Sin embargo, dado que la responsabilidad de las mujeres en la Iglesia y su relación con el sacerdocio no son tan ampliamente comprendidas, cito a continuación algunos párrafos de la compilación del élder John A. Widtsoe, “Sacerdocio y Gobierno de la Iglesia” (págs. 80–90).
El Padre como interlocutor y líder
La familia, como grupo de seres inteligentes, debe estar organizada, o de lo contrario reinará el caos. Así como hay un solo sacerdocio pero muchos oficios dentro de él, también los miembros del círculo familiar tienen igual derecho a las bendiciones del hogar, aunque se les asignen diferentes responsabilidades en relación con la vida familiar.
Debe haber una autoridad que presida la familia. El padre es la cabeza, presidente o interlocutor del hogar. Este convenio es de origen divino. Asimismo, se ajusta a las leyes físicas y psicológicas bajo las cuales vive la humanidad. Un hogar, desde la perspectiva de la Iglesia, se compone de un grupo familiar organizado para ser presidido por el padre, bajo la autoridad y el espíritu del sacerdocio que le ha sido conferido.
La posición que ocupa el hombre en la familia —especialmente aquellos que poseen el Sacerdocio de Melquisedec— es de gran importancia, y debe ser claramente reconocida y mantenida con el orden y la autoridad que Dios ha conferido al colocarlo como cabeza del hogar.
La dignidad de la dirección del sacerdocio en el hogar
No hay autoridad mayor en asuntos relacionados con la organización de la familia —especialmente cuando esta es presidida por alguien que posee el Sacerdocio Mayor— que la del padre.
Esta autoridad ha sido siempre honrada entre el pueblo de Dios, y altamente respetada, y a menudo subrayada por las enseñanzas de los profetas inspirados por Dios.
El orden patriarcal es de origen divino, y lo seguirá siendo a través del tiempo y la eternidad.
Hay, por tanto, una razón especial por la cual hombres, mujeres y niños deben entender este orden y esta autoridad en las familias del pueblo de Dios, y procurar hacer que el hogar funcione como Dios lo ha dispuesto: como una preparación para la exaltación de Sus hijos.
En el hogar, la autoridad presidida está siempre representada por el padre, y en todos los asuntos del hogar y temas familiares no hay otra autoridad superior. (José F. Smith, Instructor Juvenil, marzo de 1902)
El padre preside la familia
A veces ocurre que élderes son llamados a ministrar entre los miembros de una familia.
Entre esos élderes puede haber presidentes de estaca, apóstoles o incluso miembros de la Primera Presidencia de la Iglesia. Pero no está bien que, en tales circunstancias, el padre se quede atrás y permita que los élderes dirijan la administración de tan importante organización.
El padre está allí, y tiene tanto el derecho como el deber de presidir. (Si el padre está ausente, la madre debe solicitar a la autoridad presidencial actual que asuma esa responsabilidad).
El padre preside en la mesa, en la oración, y da instrucciones generales relacionadas con la vida familiar, a quienquiera que esté presente. Se debe enseñar a los hijos y a la esposa a comprender que el orden patriarcal en el Reino de Dios ha sido establecido con un propósito sabio y benéfico.
Deben apoyar a la cabeza de la familia, alentarlo a cumplir con sus deberes, y hacer todo lo posible por ayudarlo en el ejercicio de los derechos y privilegios que Dios le ha conferido como líder del hogar.
Este orden patriarcal tiene un espíritu y propósito divinos, y quienes lo descuidan por cualquier motivo no están en armonía con el espíritu de las leyes de Dios dictadas para el gobierno del hogar.
Tal vez no se trata de quién está mejor calificado, ni necesariamente de quién lleva una vida más digna. En gran medida, se trata de ley y orden. Su importancia se hace evidente en el hecho de que la autoridad permanece y se respeta incluso cuando el hombre ha dejado de ser digno de ejercerla. (José Smith, Doctrina del Evangelio)
La mujer comparte las bendiciones del sacerdocio
El sacerdocio es para el beneficio de todos los miembros de la Iglesia.
Los hombres no tienen más derecho que las mujeres sobre las bendiciones que se derivan del sacerdocio y que acompañan su función y posición.
La mujer no posee el sacerdocio, pero participa de sus bendiciones.
Esto significa que el hombre posee el sacerdocio y lleva a cabo sus responsabilidades dentro de la Iglesia, pero su esposa disfruta con él de todos los privilegios que derivan de su investidura sacerdotal.
Esto se ve claramente, por ejemplo, en los servicios del Templo. Las ordenanzas del Templo son estrictamente de carácter sacerdotal, y sin embargo las mujeres tienen pleno acceso a ellas. De hecho, las más altas bendiciones del Templo solo pueden conferirse sobre el hombre y su esposa conjuntamente. (John A. Widtsoe, “Programa de la Iglesia”)
Declaración del Profeta José Smith
El profeta José Smith dejó clara esta relación. Hablando de la entrega de las llaves del sacerdocio a la Iglesia, enseñó que las hermanas fieles de la Sociedad de Socorro deberían recibir esas bendiciones junto con sus esposos. Dijo que los santos cuya fidelidad ha sido probada pueden aprender a preguntar al Señor y recibir respuestas, pues, de acuerdo con sus oraciones, Dios los ha preparado para ello.
Siempre exhortó a las hermanas a concentrar su fe y oraciones en sus esposos, a confiar en ellos, a quienes Dios ha designado para ser honrados por ellas, y también en aquellos hombres fieles que Dios ha colocado a la cabeza de la Iglesia para guiar a Su pueblo.
A estos debemos sostener y apoyar con nuestras oraciones, porque las llaves del Reino están por serles entregadas, para que puedan discernir lo falso, y actuar con rectitud —junto con todos aquellos élderes que demuestren su integridad en estos tiempos. (José F. Smith, Enseñanzas del Profeta José Smith)
La importancia de la maternidad
¿Por qué daría Dios a Sus hijos un poder que Él niega a Sus hijas?
¿No deberían ser iguales ante Sus ojos, en valor y en oportunidades de cumplir con Sus designios?
Dado que las mujeres son tan necesarias en la vida como los hombres —y en verdad, la vida sería imposible sin ellas—, la justicia demanda su reconocimiento delante de su Padre Celestial.
¡Seguramente un Dios justo no puede tener favoritos!
Esta división es por un sabio y noble propósito. Nuestro Padre Celestial ha otorgado a Sus hijas un don de igual importancia y poder —un don que, si se ejerce plenamente, ocupará a la mujer durante toda su vida terrenal, de modo que no le faltará lo que no posee.
Este “don” se refiere a la maternidad: el más noble, el más satisfactorio para el alma de todas las experiencias terrenales.
Si este poder se ejerce rectamente, una mujer no tiene tiempo ni deseo por algo mayor, pues ¡no hay nada mayor en la tierra!
Esto no quiere decir que las mujeres no puedan usar todos sus dones especiales, pues ellas poseen el libre albedrío en igual medida que los hombres. Además, cuanto más ejercite la mujer sus cualidades innatas, mayor será su poder maternal.
La mujer puede aspirar a otras actividades, pero la maternidad debe ocupar un lugar primordial en el plan completo de su vida.
El don de la maternidad
El don y la responsabilidad de la maternidad explican por qué las mujeres han sido liberadas de las obligaciones del servicio activo en el sacerdocio.
El Señor ha hecho un arreglo justo y sabio, para que las mujeres estén libres de cargas innecesarias en la Iglesia y así puedan magnificar su sagrado llamamiento como madres de los hombres.
La gran responsabilidad de una mujer. La formación del alma humana hacia el progreso y la felicidad —tanto ahora como en la eternidad— requiere los más altos poderes de mente y corazón posibles.
Psicólogos y estudiosos generalmente admiten que los primeros años de vida son cruciales para determinar el futuro físico, mental y espiritual del niño.
Esa gran responsabilidad pertenece, por derecho de naturaleza, a las mujeres que dan a luz y educan a toda la raza humana.
Seguramente, ninguna mujer sensata podría desear mayor responsabilidad ni más exigente prueba de sus poderes innatos. Este poder confiado a las mujeres es prueba concluyente de que han sido reconocidas y dignas de confianza. Dios mismo eligió a una hija de Eva para ser la madre terrenal y guía de Su Unigénito Hijo, lo cual honra la condición de la mujer por toda la eternidad.
Todas las mujeres deben reflexionar profundamente sobre esta gran verdad: Es suyo el derecho de dar vida, criar hasta la madurez, y también influir para bien o para mal en las preciosas almas de los hombres. Este poder no tiene equivalente monetario, y es una evidencia del amor y la justicia de nuestro Padre Celestial, y de Su confianza tanto en Sus hijas como en Sus hijos. (Leah D. Widtsoe, Sacerdocio y Condición de la Mujer)
Las mujeres no son inferiores. La maternidad es el fundamento de la felicidad en el hogar y de la prosperidad de las naciones. Dios ha colocado sobre hombres y mujeres obligaciones sagradas respecto a la maternidad, y estas responsabilidades no pueden ser descuidadas sin invocar el desagrado divino.
La palabra y la ley de Dios son tan importantes para la mujer como para el hombre, y ellas deben estudiar y considerar los desafíos de esta gran obra de los últimos días desde el punto de partida de las revelaciones de Dios. Pueden ser guiadas y animadas por Su Espíritu, que es su derecho recibir por medio de una oración sincera y de corazón.
Si existe un solo hombre que merezca la maldición del Dios Omnipotente, es aquel que abandona a la madre de su hijo, la esposa de su juventud, quien ha sacrificado su vida una y otra vez por él y por sus hijos —suponiendo que ella sea una esposa y madre pura y fiel.
He dicho muchas veces, y lo repito: El amor de una verdadera madre se asemeja más al amor de Dios que cualquier otra clase de amor. El padre también puede amar a sus hijos, pero después del amor de la madre, viene —por derecho y naturaleza— el amor del padre. Hay quienes dicen que la mujer es el “sexo débil”. Yo no creo eso. Físicamente, tal vez. Pero espiritual, moral, religiosa y en fe, ¿qué hombre puede igualarse a una mujer verdaderamente convencida?
Daniel tuvo fe para permanecer en la cueva de los leones. Pero hay mujeres que han visto a sus hijos ser despedazados, parte por parte, y han soportado toda tortura imaginable por su fe. Ellas están siempre más dispuestas al sacrificio, y son compañeras del hombre en estabilidad, piedad, moralidad y fe.
Ningún hombre entrará al cielo hasta que haya cumplido su misión, pues hemos venido aquí para llegar a ser a la semejanza de Dios. Él nos creó originalmente a Su imagen y semejanza, varón y hembra. No podríamos reflejar Su imagen si no fuésemos varón y hembra. Lean las Escrituras, y verán por sí mismos cómo Dios lo ha dispuesto. (José F. Smith)
El respeto del hombre por la mujer
La posición del hombre en el sacerdocio, y su consecuente responsabilidad de dirigir a la familia, debería hacerlo más considerado y respetuoso hacia la mujer.
El hombre que arrogantemente se siente superior a su esposa por tener el sacerdocio ha fracasado completamente en comprender su significado y propósito.
Debe entender que el Señor ama a Sus hijas tanto como a Sus hijos.
Solo un hombre de alma pequeña y débil desearía humillar a la mujer tratándola como clase inferior, pues ningún hombre puede elevarse más que las mujeres que lo dieron a luz y lo educaron. (Lean Doctrina y Convenios 121:41–46)
El respeto de la mujer por el sacerdocio.
De igual manera, las mujeres deben mostrar respeto hacia el sacerdocio y hacia quienes lo poseen, y deben enseñar a sus hijos e hijas a reconocer y honrar esa autoridad.
Comprender el poder del sacerdocio y su uso correcto elimina cualquier sentimiento de celos, tanto en hombres como en mujeres.
Cuando una mujer decide magnificar la maternidad, ya sea de forma directa o vicaria, el progreso y la felicidad son los resultados seguros.
En verdad, una mujer que renuncia a la más grande de todas las profesiones —la maternidad, que le pertenece por derecho divino— con el propósito de demostrar que puede hacer el trabajo de un hombre igual o mejor que él, está rechazando su más elevada vocación, y es digna de compasión más que de condena.
Es innegable que hay hombres y mujeres igualmente fuertes o igualmente débiles.
También es cierto que muchas veces los hombres de carácter más débil tienden a casarse con mujeres capaces y fuertes, o viceversa. ¿Y entonces qué? Brigham Young respondió a esto en parte cuando dijo:
“He aconsejado a toda mujer en la Iglesia que deje que su esposo sea el jefe; que él la guíe, y aquellos avanzados en el sacerdocio lo guiarán a él.
Pero nunca he aconsejado a una mujer a seguir a su esposo al infierno…
Soy enérgico y enfático al respecto.
Si un hombre ha determinado exponer las vidas de sus amigos, que ese hombre vaya al diablo y a la destrucción solo.” (Citado por John A. Widtsoe, Discurso de Brigham Young)
El orden en la Iglesia es divino
En la Iglesia no hay lugar para disposiciones humanas: el sacerdocio siempre preside y debe hacerlo, por causa del orden. Puede suceder que las mujeres de una organización auxiliar sean más sabias, mayores en capacidades mentales, e incluso con más aptitud para dirigir que los hombres que presiden sobre ellas. Pero eso no altera el principio eterno.
El sacerdocio no se otorga en base a capacidades intelectuales, sino que es conferido a hombres justos, quienes lo ejercen por derecho divino y por llamamiento de los líderes de la Iglesia.
La mujer también posee dones divinos, conferidos tanto a la sencilla y débil como a la fuerte y brillante.
El sexo es una distinción eterna e incuestionable. ¿Por qué discutirlo? Un sabio poder gobierna todo esto. Desde antes del principio, en la existencia premortal, el espíritu ya era varón o hembra. Y en la tierra, hay una obra preparada para cada uno.
Con respecto al sacerdocio, se ha citado la siguiente escritura en Doctrina y Convenios:
“He aquí, muchos son los llamados, pero pocos los escogidos. ¿Y por qué no son escogidos? Porque sus corazones están tan fijados en las cosas de este mundo, y aspiran tanto a los honores de los hombres, que no aprenden esta lección única: Que los derechos del sacerdocio están inseparablemente unidos a los poderes del cielo, y que estos no pueden ser gobernados ni manejados sino conforme a los principios de la justicia. Cierto es que se nos confieren; pero cuando tratamos de cubrir nuestros pecados, o de gratificar nuestro orgullo, nuestra vana ambición, o de ejercer mando, dominio o compulsión sobre las almas de los hijos de los hombres, en cualquier grado de injusticia, he aquí, los cielos se retiran, el Espíritu del Señor es ofendido, y cuando se retira, ¡se acabó el sacerdocio o autoridad de aquel hombre! He aquí, antes de que se dé cuenta, queda solo, para dar coces contra el aguijón, para perseguir a los santos y para combatir contra Dios. Hemos aprendido por tristes experiencias que la naturaleza y disposición de casi todos los hombres, al obtener, como ellos suponen, un poquito de autoridad, es comenzar enseguida a ejercer injusto dominio. Por tanto, muchos son llamados, pero pocos los escogidos. Ningún poder o influencia se puede ni se debe mantener, en virtud del sacerdocio, sino por persuasión, longanimidad, benignidad, mansedumbre y por amor sincero.” (Doctrina y Convenios 121:34–41)
El Sacramento
Una de las actividades más importantes relacionadas con nuestra comunión con la Divinidad es participar del sacramento cada domingo. Debido a que se realiza con tanta frecuencia, a veces se trata como una simple formalidad dominical y no se le brinda la atención mental y espiritual que debería acompañar la acción física de comer el pan y beber el agua.
Esta es una de las ordenanzas cuyas oraciones han sido establecidas por revelación. Dichas oraciones deben ser pronunciadas exactamente como nos fueron entregadas. La bendición del pan es la siguiente:
Oh Dios, Padre Eterno, en el nombre de Jesucristo, tu Hijo, te pedimos que bendigas y santifiques este pan para las almas de todos los que participen de él, para que lo coman en memoria del cuerpo de tu Hijo, y den testimonio ante ti, oh Dios, Padre Eterno, que desean tomar sobre sí el nombre de tu Hijo y recordarle siempre, y guardar sus mandamientos que él les ha dado, para que siempre tengan su Espíritu consigo. Amén.
La bendición del agua es la siguiente:
Oh Dios, Padre Eterno, en el nombre de Jesucristo, tu Hijo, te pedimos que bendigas y santifiques esta agua para las almas de todos los que la beban, para que lo hagan en memoria de la sangre de tu Hijo, que fue vertida por ellos; para que den testimonio ante ti, oh Dios, Padre Eterno, de que siempre se acuerdan de él, para que tengan su Espíritu consigo. Amén.
Hay una manera adecuada de oficiar en la mesa sacramental. El presidente McKay la ha bosquejado maravillosamente, como sigue:
Detalles que deben cuidarse antes de que comience la reunión
Antes de que comience la reunión, se debe disponer lo siguiente:
Primero: Una mesa lo suficientemente grande para que quepan cómodamente todos los elementos;
Segundo: Un lienzo limpio y blanco que cubra la mesa y todos los objetos sobre ella;
Tercero: Es preferible contar con un número suficiente de platos para el pan y vasitos individuales para el agua, como parte del equipo sacramental sanitario.
Los élderes que ofician deben tener las manos limpias y el corazón puro. Élderes y presbíteros deben comprender plenamente el significado de estos términos.
La bendición
Uno de los presbíteros (o élderes), arrodillándose ante la congregación, repite en voz alta y clara la bendición del pan (o del agua) tal como fue entregada por revelación.
La bendición debe ofrecerse utilizando las mismas palabras. Sin embargo, si se sustituye una conjunción como “y” por un “que”, o si se omite una palabra aislada, no es necesario repetir la bendición; pero no se debe omitir ninguna frase completa. Como el que ora lo hace en nombre de la congregación, esta debe unirse a él diciendo: Amén.
El Orden
La solemnidad de la ocasión requiere que, aun antes de la bendición del pan, prevalezca el orden como evidencia de que cada uno de los presentes está prestando atención al significado del convenio que el oficiante va a realizar.
No debería ser necesario que quien va a ofrecer la bendición diga: “Si ustedes ahora prestasen atención, pediremos la bendición, etc.”. Esta nota es completamente inapropiada y superflua.
Aquel que pasa el sacramento
Es un deber especial de los poseedores del Sacerdocio Menor pasar el sacramento a la congregación; aunque, por cierto, aquellos que poseen el Sacerdocio de Melquisedec también tienen este derecho.
Cuando se usan vasijas individuales, cada comulgante debe beber el contenido de su copa antes de devolverla a la bandeja. Si una copa se devuelve medio llena, otro podría tomarla creyendo que no ha sido utilizada.
Después de que todas las bandejas se han devuelto a la mesa, deben volver a cubrirse con el mantel.
Estas sugerencias sobre los detalles se ofrecen sencillamente para evitar el más mínimo signo de confusión o desorden cuando los santos toman parte del sacramento “en memoria del Señor Jesús”. No debe ocurrir nada que distraiga de la solemnidad de la ocasión.
“Pues cada vez que comiereis de este pan y bebiereis de esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga.”
Quien participa del sacramento debe ser plenamente consciente del significado de este acto. En primer lugar, se toma para recordar el sacrificio expiatorio de Jesucristo, nuestro Salvador, a quien consideramos como la cabeza de la Iglesia.
Los demás convenios que hemos hecho han sido descritos maravillosamente por el presidente McKay, cuyas palabras cito nuevamente:
Todos los que toman parte del sacramento atestiguan —es decir, dan testimonio o declaran ante “Dios, el Eterno Padre”— que están dispuestos a hacer ciertas cosas. Seguramente, aquello que se atestigua ante Dios es de tal naturaleza que nunca debe ser quebrantado. Por lo tanto, en esta solemne presencia, cada participante del sacramento da testimonio de su deseo de asumir tres grandes obligaciones, la primera de las cuales, y a las que se ve ligado en sagrado honor, es:
Tomar sobre sí el nombre del Hijo
Ser llamado digno de Su nombre es convertirse en hijo de Dios, ser contado entre los hermanos de Cristo.
“Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando Él aparezca, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal como Él es. Y todo aquel que tiene esta esperanza en Él, se purifica a sí mismo, así como Él es puro.”
La segunda obligación: Recordarle siempre
Recordar significa tener presente en la mente aquello que se conoce.
Todos los presentes deberían meditar en las virtudes de Cristo, pues la promesa es que aquel que lo recuerde siempre mantendrá en su mente la gratitud y reverencia hacia Aquel cuya vida fue un ejemplo de pureza, bondad y amor. Bajo cualquier circunstancia, debe evitar el mal, admirar la virtud y suplantar el odio con compasión y benevolencia.
La tercera obligación: Guardar sus mandamientos
Si enumeráramos todos los mandamientos de Dios, encontraríamos que son muchos. En verdad, abarcan cada aspecto de la vida humana. Sin embargo, el mismo Jesús los resumió así:
“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente, y con todas tus fuerzas; y a tu prójimo como a ti mismo.”
¡Este es el deseo que toda persona que participa del sacramento expresa estar dispuesta a cumplir con sinceridad!
La tan conocida recompensa por el cumplimiento de estas tres obligaciones es la guía e inspiración del Espíritu Santo de Dios. Esta influencia es para el alma lo que el sol es para el mundo material. La operación de la ley de causa y efecto es tan constante en el reino espiritual como en el físico, y el cumplimiento de cada promesa hecha en relación con el sacramento trae su bendición correspondiente, tan segura como que el sol trae la luz.
Orden y reverencia, testimonio de la presencia divina, entrada al redil de Cristo; mantener en la mente Sus virtudes y Su vida; amar al Señor con todo el corazón, y servir con espíritu de sacrificio a la hermandad de la familia humana: todas estas virtudes están asociadas con participar de la Cena del Señor.
Ayúdanos, oh Dios, a darnos cuenta del gran sacrificio expiatorio,
El don de Tu Amado Hijo, el Príncipe de la Vida, el Santo.
(De “Camino a la Felicidad”, Bookcraft, Inc., págs. 264–267)
Existen tantas cosas relacionadas con nuestra forma de vivir el Evangelio, que a veces resulta difícil comprender plenamente el cumplimiento de las ordenanzas requeridas para ser un buen Santo de los Últimos Días. Sin embargo, a veces pequeños incidentes bastan para dar evidencia objetiva de la naturaleza divina de dichas ordenanzas. El sacramento es una de ellas.
Cualquiera que desee investigar, no tendrá duda del efecto que tiene en la vida de aquellos que participan de él cada domingo. Brinda al comulgante la oportunidad de hacer, cada semana, un repaso de sus actos ordinarios y evaluar cómo está viviendo la vida buena. Se dará cuenta de que ha cometido errores y, en algunos momentos, pecados.
Para aquel que viene con actitud de arrepentimiento y con un espíritu contrito, habrá perdón. El sacramento brinda la oportunidad de arrepentirse cada domingo y renovar la resolución de esforzarse en la semana siguiente por guardar las tres obligaciones mencionadas, que promete cumplir al participar del sacramento.
Si no viene con actitud de arrepentimiento y alberga sentimientos negativos hacia alguien —algún hermano o hermana— no debe participar del sacramento, pues eso sería un acto de hipocresía.
Así vemos que el maravilloso efecto de la participación en el sacramento por un millón y medio de personas cada domingo contribuye a que los comulgantes vuelvan a la vida buena. Sabiendo esto, examinaremos bajo qué circunstancias fue revelada la oración sacramental al joven profeta José Smith, cuando contaba apenas con 24 años de edad.
Él, su joven esposa y Oliverio Cowdery se habían quedado en la casa de la familia Whitmer cuando les fue entregada la parte del Libro de Mormón que contenía las oraciones sacramentales. Aunque los Whitmer eran prósperos rancheros, su hogar no era, en ningún sentido, moderno. La historia de la Iglesia da muy pocos detalles sobre esta casa, pero lo poco que se sabe sugiere que era más o menos así: construida de troncos, con una habitación grande en el primer piso y un techo relativamente alto. Había un segundo piso o desván, apenas un poco más grande que la mitad de la habitación inferior, al cual se accedía por una pequeña escalera. El frente de ese segundo piso permanecía abierto, lo que permitía que el calor de la única estufa entibiara todo el interior de la casa.
Según algunos historiadores, en ese tiempo vivían en esa casa las siguientes personas: Pedro Whitmer y su esposa, cuatro hijos y una hija; José Smith y su esposa, y Oliverio Cowdery.
Uno se pregunta cómo podían vivir diez personas en una habitación abierta donde se cocinaba, se dormía y se estudiaba, todo en el mismo espacio. Es comprensible que el profeta necesitara colocar cortinas para crear un pequeño rincón donde pudiera concentrarse.
Cuando José Smith llegó a las oraciones sacramentales en el Libro de Mormón, las dictó sin vacilación, y Oliverio Cowdery las escribió. No se preocupó por la fraseología, ni las reescribió o corrigió, como hacen la mayoría de los escritores hasta alcanzar la expresión más adecuada. En mi opinión, esto es una evidencia clara y objetiva de que dichas oraciones son de naturaleza divina. Parece ir más allá de la razón suponer que este joven —dadas su edad, experiencia, entorno y educación— pudiese componer una oración sacramental tan eficaz empleando únicamente su propia habilidad. Solo pudo haberlo hecho mediante la inspiración de una fuente divina.
























