Capítulo 23
Arrepentimiento ― Bautismo y Confirmación
“Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado”. (Mateo 3:2)
El arrepentimiento es una actividad necesaria tanto para la gente buena como para la mala. Ninguno de nosotros es tan perfecto como para que una seria reflexión no nos muestre dónde hemos errado, dónde hemos cometido equivocaciones que hayan herido a otras personas, a nosotros mismos, o que hayan ofendido a Dios.
El primer paso del arrepentimiento es el reconocimiento de nuestra falta, una convicción de culpabilidad personal. El segundo paso es el sentimiento de tristeza o remordimiento por el daño ocasionado. Sin embargo, el arrepentimiento no está completo si se detiene en el sentimiento o en la conciencia de haber errado: debe conducir a la acción. El tercer paso es, entonces, actuar para tratar de reparar el daño hecho.
El arrepentimiento verdadero se manifiesta a través de nuestras acciones, no solo en nuestros pensamientos o sentimientos íntimos. “El arrepentimiento es un cambio positivo en la vida de cada uno”. Esta es una cita del sermón de R. O. Fletcher, y me parece una manera muy saludable de comprender el arrepentimiento. Aunque nuestros sentimientos forman parte del proceso, nuestras acciones demuestran la sinceridad de esos sentimientos.
El arrepentimiento es parte de la vida buena, porque por medio de sus principios estamos continuamente evaluando nuestras acciones pasadas y procurando mejorar nuestras acciones presentes, encaminándolas cada vez más hacia la senda de la vida buena.
Aplicado este principio a los miembros de nuestra clase de la Escuela Dominical, la mayoría conoce la manera correcta de proceder y las cosas que deben hacerse bajo la mayoría de las circunstancias de la vida. Pero también sabemos que, ocasionalmente, hacemos menos de lo que sabemos. ¿Por qué sucede esto? Tal vez, si analizamos esta pregunta, podamos orientarnos mejor hacia la dirección que sabemos que es la correcta.
Debemos realizar una elección continua entre servir a nuestros ideales justos y duraderos, o sucumbir a la tentación de placeres pasajeros. Como ejemplo común, considérese a sí mismo dudando entre asistir a las reuniones del sacerdocio, a las reuniones de oficiales o a cualquier otra actividad de la Iglesia, o quedarse en casa leyendo un libro, escuchando la radio o viendo televisión. Aquí hay un conflicto. He tomado este ejemplo sencillo porque probablemente sea una de las experiencias más comunes para todos nosotros, y porque ilustra claramente el principio en cuestión, el cual se aplica también a desviaciones más serias de la vida buena.
¿Hay algo que nosotros podamos hacer para evitar algunos de estos conflictos, particularmente cuando la tentación nos está instando a desviarnos seriamente de la vida buena que conocemos?
Como seres humanos, tenemos motivos básicos. Algunos de estos son deseos o impulsos por satisfacer ciertas necesidades —por ejemplo, el hambre o los deseos sexuales. También cada ser humano experimenta una necesidad de dominio, de tener poder y de pertenecer a un grupo. Los psicólogos nos dicen que si estos motivos básicos se suprimen por completo, pueden surgir problemas emocionales o de conducta. Pero estos deseos pueden ser sublimados —es decir, canalizados hacia formas de comportamiento que produzcan bien en lugar de daño.
Por ejemplo, el hambre y la sed pueden satisfacerse en el hogar, junto a la familia, mediante una comida saludable y bebidas no perjudiciales. En cuanto a la necesidad sexual, también existe una forma buena y una forma mala de satisfacerla. Una conduce a una maravillosa relación familiar; la otra, a la desgracia y, por lo general, a una gran tristeza.
Hay una forma correcta y una forma incorrecta de satisfacer cada uno de nuestros impulsos fundamentales. La clave del arrepentimiento, entonces, es mantener arraigados en nuestras mentes nuestros ideales perdurables. Así, cuando venga la tentación, de alguna manera debemos hacer que esos ideales resurjan en nuestra mente con fuerza.
El presidente George H. Brimhall, en uno de sus famosos discursos, relató una experiencia que ilustra este principio. Dijo que un día, mientras cabalgaba por el bosque, fue fuertemente tentado por el adversario. Entonces, de repente, exclamó en voz alta: “¡Nefi!”. Esto trajo poderosamente a su mente los ideales de Nefi, que también eran los suyos. La tentación desapareció.
Vemos, entonces, que la clave del arrepentimiento está en el reemplazo constante de los malos hábitos por buenos hábitos. Recordemos que no se trata solamente de tratar de vencer un mal hábito —pues esto suele ser muy difícil, y a veces imposible—, sino de encontrar un hábito bueno que lo sustituya. Debemos orar constantemente, no solo para obtener fuerza para vencer los malos hábitos, sino también para recibir sabiduría a fin de descubrir qué buenos hábitos podemos desarrollar y que, al hacerlo, eliminen de nuestra naturaleza las tentaciones que conducen a malos hábitos.
Este es, por tanto, el camino hacia el progreso eterno.
Podemos ver que el arrepentimiento es necesario no solo para quien comienza a conocer a Dios y a vivir la vida buena, sino para todos nosotros, cada día. Uno de los propósitos del sacramento es precisamente ayudarnos en este proceso diario de arrepentimiento.
Bautismo Y Confirmación
“Creemos que los primeros principios y ordenanzas del Evangelio son:
Primero: Fe en el Señor Jesucristo;
Segundo: Arrepentimiento;
Tercero: Bautismo por inmersión para la remisión de pecados;
Cuarto: Imposición de manos para comunicar el don del Espíritu Santo.” (Cuarto Artículo de Fe)
Las dos ordenanzas, el bautismo y la confirmación, forman parte de la vida buena, pues están directamente relacionadas con la comunión entre Dios y el hombre.
Bautismo
El bautismo es el tercer principio del Evangelio, y ha sido instituido como la ordenanza oficial mediante la cual una persona se convierte en miembro de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Esta ordenanza inscribe nuestro nombre en los registros oficiales de la Iglesia. A partir de ese momento y a lo largo de nuestra vida, se lleva un registro de todas las cosas importantes que realizamos en la Iglesia: los oficios que recibimos, los diezmos y otras donaciones que damos, las reuniones a las que asistimos, los sermones que pronunciamos, las lecciones que enseñamos, etc.
Jesús enseñó:
“El que no naciere de nuevo, no puede ver el Reino de Dios.”
Esto no le pareció claro a quien lo escuchaba, por lo que Jesús explicó nuevamente:
“De cierto, de cierto te digo: El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios.” (Juan 3:3–5)
La última comisión que el Salvador dio a Sus apóstoles fue:
“Por tanto, id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.” (Mateo 28:19)
El bautismo no es simplemente algo apropiado, sino un deber para todos los que procuran obedecer el primer gran mandamiento. Si amamos a Dios, haremos lo que Él manda, y eso incluye ser bautizados.
Un hombre que posea el oficio de presbítero en el Sacerdocio Aarónico, o cualquier oficio en el Sacerdocio de Melquisedec, y que haya sido debidamente autorizado por su obispo, presidente de rama o líder del quórum, según sea el caso, puede llevar a cabo la ordenanza del bautismo.
La ordenanza en sí es sencilla. El candidato al bautismo debe pararse en el agua, la cual debe alcanzar, al menos, por encima de la cintura. El oficiante, también de pie en el agua, sostiene ambas manos del candidato con su mano izquierda, y levanta el brazo derecho en forma perpendicular. Luego, llamando al candidato por su nombre, pronuncia:
“Habiendo sido comisionado por Jesucristo, yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.”
A continuación, sumerge al candidato completamente en el agua, asegurándose de que todas las partes de su cuerpo queden bajo la superficie al mismo tiempo. Después, lo ayuda a salir del agua y la ceremonia queda concluida. (Véase Doctrina y Convenios 20:72–74)
La palabra “bautizo” proviene del griego bapto o baptizo, que traducido literalmente significa mojar o sumergir. La forma de bautismo descrita anteriormente es la misma que utilizaban Juan el Bautista y los primeros santos cristianos. Cualquiera que estudie estos hechos con imparcialidad se convencerá de que esta afirmación es verdadera.
El Salvador mismo comparó el bautismo con el nacimiento (véase Juan 3:3–5) y declaró que era una parte esencial de la vida buena, ya que representa la entrada al Reino de Dios. La ordenanza ha sido también comparada con un entierro seguido de una resurrección, y se le considera el símbolo perfecto de esos dos grandes acontecimientos en la vida de todos nosotros. El apóstol Pablo usaba frecuentemente esta comparación:
“¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte? Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que, como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva. Porque si fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección.” (Romanos 6:3–5)
“Sepultados con él en el bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él, mediante la fe en el poder de Dios que le levantó de los muertos.” (Colosenses 2:12)
Parece que, por alguna razón importante —aunque no completamente comprensible para el ser humano—, la forma de esta ordenanza también tiene un profundo significado. El Señor no escogió esta forma arbitrariamente por encima de otras, solo porque necesitara un rito que simbolizara la entrada a Su Iglesia. Él conoce la naturaleza del hombre y de la mujer, y ha dispuesto una ordenanza adecuada a su constitución espiritual y psicológica.
Las mismas palabras de la ceremonia recalcan a los nuevos miembros la relación del Salvador con la Trinidad. Y la forma del bautismo representa la brevedad de la vida terrenal —la certeza de que todos moriremos— pero también la promesa de que resucitaremos a la vida inmortal.
El agua simboliza el lavado de los pecados, como si fueran lodo y suciedad adheridos al cuerpo. Es evidente que todos los que se bautizan tienen el mismo punto de partida en la Iglesia, pues en esta ordenanza los pecados son perdonados. Desde ese momento, se inician los registros de lo que el individuo hace —tanto los que se conservan en la tierra como los que se llevan en los cielos—, y se requerirá una contabilidad de todas las cosas hechas y no hechas desde entonces y durante toda su vida.
Hay otras influencias sutiles durante esta ceremonia que son difíciles de describir, pero que, sin duda, están en armonía con la naturaleza espiritual y psicológica del ser humano.
El bautismo tiene tres propósitos fundamentales:
- Admisión en la Iglesia;
- Elegibilidad para entrar en el Reino de Dios;
- Remisión de los pecados.
Por tanto, solo aquellos que son capaces de ejercer fe y arrepentimiento pueden ser candidatos al bautismo.
Los niños no se bautizan sino hasta cumplir ocho años de edad. Según la revelación dada al profeta José Smith, a esa edad alcanzan la capacidad de responsabilidad y discernimiento moral, y están en condiciones de responder por sus actos.
Los adultos que deseen ser bautizados deben ser entrevistados y recomendados por un obispo, presidente de rama o élder dirigente, quien determinará si la actitud y comprensión del candidato respecto al Evangelio cumplen con los requisitos necesarios para recibir esta ordenanza.
Confirmación
Poco después de que una persona es bautizada, es nombrada miembro de la Iglesia y se le otorga el Espíritu Santo en una ceremonia sagrada. No existe una fórmula fija de palabras para esta ordenanza, pero las siguientes expresiones han sido recomendadas y son comúnmente utilizadas bajo la dirección de las Autoridades Generales de la Iglesia.
La persona recién bautizada es sentada en una silla, generalmente durante la reunión de testimonio. Luego, dos o más poseedores del Sacerdocio de Melquisedec se colocan a su alrededor y ponen las manos sobre su cabeza. Las ideas contenidas en las siguientes palabras, que sirven como ejemplo, deben ser incluidas por el élder que preside la ordenanza:
“En el nombre de Jesucristo, y por la autoridad del sagrado Sacerdocio de Melquisedec que poseemos, ponemos nuestras manos sobre tu cabeza y te confirmamos miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, y te decimos: recibe el Espíritu Santo.”
Después de esto, si el élder oficiante se siente inspirado a hacerlo, puede pronunciar una breve oración, pidiendo a Dios que bendiga al nuevo miembro de la Iglesia. No obstante, este último paso no es esencial para la validez de la confirmación.
El don del Espíritu Santo es el mismo del que habló Pedro el día de Pentecostés, cuando declaró a los judíos:
“Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo.” (Hechos 2:38)
Este poder espiritual, aunque misterioso y en ocasiones difícil de comprender, es real, y puede convertirse en una guía constante y en luz para nuestro entendimiento a lo largo de toda nuestra vida, siempre que nosotros hagamos nuestra parte: buscar primero el Reino de Dios y esforzarnos por guardar el primer gran mandamiento con todo lo que esto implica. Esto es especialmente verdadero en los momentos de crisis personal. Muchos han dado testimonio de ello.
Nos resulta difícil comprender plenamente ciertas fuerzas físicas —por ejemplo, las ondas de radio en el espacio libre, cómo actúan sobre la materia, o las fuerzas magnéticas y gravitacionales—, pero no dudamos de que existen y nos afectan. De igual manera, puede resultar difícil entender las fuerzas espirituales que actúan sobre el ser humano. Si no comprendemos a fondo estas fuerzas físicas, ¿por qué preocuparnos o dudar simplemente porque nos resulta difícil entender las operaciones del Espíritu Santo?
Este don nos ha sido concedido como una bendición. Por tanto, ¿por qué no recibirlo con gratitud, aceptarlo por lo que es y por lo que puede hacer en nuestra vida, y dejar de angustiarnos por la manera en que actúa?
























