La Vida Buena


Capítulo 3
Paciencia – Caridad sufrida por mucho tiempo – Bondad


La palabra paciencia y sus sinónimos “largo sufrimiento” y “longanimidad” aparecen muy a menudo en las Escrituras, tanto antiguas como modernas, y es obvio que esta cualidad en una persona está entre las más importantes de las virtudes cristianas.

Jesús, aconsejando brevemente a sus discípulos antes de su crucifixión, les dijo: “En vuestra paciencia poseeréis vuestras almas” (Lucas 21:19). Este pasaje se encuentra en la nueva versión como: “Con vuestra paciencia ganaréis vuestras almas”. Esta promesa ha sido reiterada por el Señor en estos últimos días (Doctrina y Convenios 101:38).

Recordamos que el apóstol Pablo escribió sobre lo mismo: “La caridad… todo lo soporta” (1 Corintios 13:7). También lo declaró Mormón (véase Moroni 7:45), y lo volvió a repetir José Smith en el Tercer Artículo de Fe.

Enseñando a los nefitas, el rey Benjamín dio a entender que la paciencia es una cualidad muy del agrado de Dios (véase Mosíah 4:6), y esto fue recalcado por Alma (véase Alma 9:26).

Por lo visto, el Señor a veces pone a prueba la paciencia de sus hijos fieles, su capacidad para soportar (véase Mosíah 23:21). Por esto, sabemos que esta cualidad personal está considerada por el Señor como de gran importancia, y que Él premia la paciencia con éxito (véase Alma 26:27).

El apóstol Pablo también dio instrucciones sobre este tema cuando escribió lo siguiente a los santos de Roma: “El cual pagará a cada uno conforme a sus obras: vida eterna a los que, perseverando en hacer bien, buscan gloria, honra e inmortalidad” (Romanos 2:6–7).
Y a los santos de Galacia, Pablo escribió: “No nos cansemos, pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos” (Gálatas 6:9).

La importancia de la tolerancia, que incluye la paciencia, ha sido muy bien explicada en Eclesiastés (9:11).

“. . . que ni es de los ligeros la carrera, ni la guerra de los fuertes, ni aún de los sabios el pan, ni de los prudentes las riquezas, ni de los elocuentes el favor, sino que el tiempo y la ocasión acontecen a todos”.

Esta declaración ha sido sintetizada así: No es de los ligeros la carrera ni de los fuertes la guerra, sino de aquel que persevere hasta el fin.

Todos los que ganan un testimonio del Evangelio deben entender que la paciencia debe ser practicada buscando en la divinidad, en la vida y misión de Jesucristo (véase Alma 32:41–43).

Pero tener paciencia haciendo el bien y hacia el amor a Dios no es la única forma de manifestar esta virtud. La paciencia también debe practicarse hacia nuestro prójimo como parte de nuestra acción de amor (caridad) hacia ellos. Pablo escribió:
“También, os rogamos, hermanos…, que seáis sufridos para con todos” (1 Tesalonicenses 5:14).

La necesidad de ejercitar la paciencia hacia nuestro prójimo ha sido acentuada por los sabios de todos los tiempos. Uno dijo:

“Participad de la sublime paciencia del Señor. Sed caritativos.
Si Dios puede esperar, ¿por qué nosotros no, siendo que lo tenemos a Él para apoyarnos?
Dejad que la paciencia haga su trabajo perfecto y traiga de vuelta sus frutos celestiales”.

El antiguo filósofo Epicteto escribió: “Los dos poderes que, según mi opinión, constituyen a un hombre sabio son aquellos de tolerar y ser indulgente”.

Milton escribió: “Ellos también sirven, solo aquellos que soportan y esperan”.

Carlyle expresó este tema en estas bellas palabras:

“Paciencia es la actitud normal del hombre; amor pasivo, amor que espera el comienzo;
sin apuro, tranquilo, listo para efectuar su trabajo cuando llegue la ocasión, pero mientras tanto, revestido con la capa de un espíritu humilde y callado.

El amor sufre, tolera todo, cree todo, espera todo.
Porque el amor entiende, y por eso espera”.

La paciencia es indulgencia hacia las faltas o debilidades de los demás. Es una espera tranquila o expectante, y generalmente no concuerda con la mera tolerancia, ya que esta última puede llevarnos a endurecernos frente a los sufrimientos o, a veces, simplemente a ser obstinados.

La paciencia se aplica en las cosas pequeñas de la vida: las pequeñas preocupaciones y enojos. Es mantener la bondad de corazón frente a la conducta provocadora de otros. Se aplica también como una fuerza activa, demostrando una firmeza constante al realizar el trabajo diario, especialmente si ese trabajo no es grato pero debe hacerse.

Esto se refleja en la descripción de la vida de un ranchero, según Emerson:

La oficina de un ranchero es precisa e importante, pero uno no debe tratar de pintarla color de rosa. No se pueden hacer quejas elegantes del destino ni de la gravitación de quienes él es ministro. Él representa las necesidades. Es la belleza de la gran economía del mundo la que le da su gracia.

Se doblega a las órdenes de las estaciones, del tiempo, de los abonos y de las cosechas, así como las velas de un barco se doblegan al viento. Representa el continuo y arduo trabajo: un año sí, un año no, y con pocas ganancias. Es una persona calmada, ajustada a la naturaleza y no a los relojes de las ciudades.

Él absorbe la paz de las estaciones, de las plantas y de la química. La naturaleza nunca se apura: átomo por átomo, poco a poco, termina su trabajo.

La lección que uno aprende pescando, bogando, cazando o plantando, es la lección de las costumbres de la naturaleza: paciencia con las demoras del viento y del sol, con los atrasos de las estaciones, con el mal tiempo, con el exceso o la falta de agua; paciencia con la lentitud de su marcha, con la parsimonia de su fuerza, con la distancia del mar y de la tierra que debe recorrer, etc.

El ranchero se amolda a la naturaleza y adquiere la abundante paciencia que le pertenece a ella. Calmado, sereno, su regla es que la tierra lo alimentará y lo vestirá, y debe saber esperar a que la siembra crezca. (Emerson, “Farming”)

Un amigo mío me dijo que, cuando él comenzó el colegio, gracias a su entrenamiento en casa, logró cursar los dos primeros grados en una semana. Llegó a su casa y le dijo a su madre que terminaría los ocho grados en menos de un mes. Cuando se dio cuenta de que eso era imposible, trató de abandonar la escuela. Todavía le faltaba aprender lo que era la paciencia.

Adquirimos paciencia observando la naturaleza, sus medios fijos y metódicos de alcanzar sus objetivos. Aquel que necesite una lección de paciencia debe hacer un viaje a una cueva de piedra lisa. Allí podrá ver los maravillosos modelos formados por el agua que cae desde el techo, gota a gota.

Se demoran siglos en formarse estos bellos objetos, pero la naturaleza avanza constantemente hacia su meta. Este es el tipo de paciencia que debe ser ingrediente de nuestro amor al Señor.

Recibimos nuestras raciones diarias sin ninguna reacción espectacular, salvo en ocasiones muy especiales que son raras y esporádicas. Enfrentamos enfermedades o la pérdida de seres queridos por la muerte, y nuestras mentes se resisten a comprender por qué estas cosas nos suceden a nosotros.

Pero debemos recordar la paciencia de nuestro Señor en el huerto de Getsemaní, cuando dijo:

“…Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.” (Lucas 22:42)

Entonces, un juicio aún mayor vendrá sobre aquellos que tratan de racionalizar las cosas de este mundo. Referente a esto mismo, Emerson escribió:

“Nuestros antepasados vinieron al mundo y se fueron a sus tumbas atormentados con el miedo del pecado y del terror del día del Juicio.
Estos temores han perdido su fuerza, y nuestro tormento ahora es la falta de creencia, la incertidumbre de no saber qué es lo que debemos hacer, la desconfianza del valor de lo que hacemos.” (Emerson, “The Times”)

En otras palabras, nuestro entendimiento avanza tan despacio que empezamos a perder la fe en nuestro propósito. Aquí es donde debemos practicar la paciencia: recordar el milagro del gran número de cosas en la vida que la mente ha llegado a comprender, y tener paciente confianza en que más luz, verdad y entendimiento vendrán con la eternidad del tiempo para nosotros.

Una vez más, esta actitud es relatada maravillosamente por Emerson en su obra Educación. Él describe cómo un profesor debe amar al niño a quien está enseñando, especialmente con ese ingrediente del amor llamado paciencia, y dice:

“Ahora, la corrección de esta práctica charlatana conviene a la educación la sabiduría de la vida.
Deje ese apuro militar y adopte la paz de la naturaleza. Su secreto es la paciencia.
¿Sabe usted cómo el naturalista aprende los secretos del bosque, de las plantas, de los pájaros, de las bestias, de los reptiles, de los peces de los ríos y del mar?
Cuando él va al bosque, los pájaros se espantan y él no encuentra ninguno; cuando se acerca a la orilla del río, el pez y el reptil se alejan nadando y lo dejan solo.
Su secreto es la paciencia: él se sienta y se queda quieto; es una estatua, es un palo.
Estas criaturas no le dan valor al tiempo, y él debe ponerle el precio más bajo al suyo.

Por fuerza de obstinación, quedándose quieto, el reptil, el pez, el pájaro y las bestias —todas, que desean volver a sus guaridas— empiezan a regresar.
Él está quieto; si se le acercan, permanece tan pasivo como la roca en la que está sentado.
Pierden el miedo. Tienen curiosidad también acerca de él.
Poco a poco, la curiosidad vence al miedo, y ellos vienen nadando, arrastrándose y volando hacia él.
Y él todavía está inmóvil.
No solo vuelven a sus guaridas, sino a su labor ordinaria y a sus costumbres.
Se demuestran a él en su atavío diario, pero también ofrecen un grado de avance hacia la amistad y el buen entendimiento con un bípedo que se comporta tan cortés y correctamente.

¿Puede usted combatir la impaciencia y pasión del niño por medio de su tranquilidad?
¿Puede no apresurarlo, como lo hacen la naturaleza y la providencia?
¿Puede usted reservar para su mente, sus costumbres y su secreto la misma curiosidad que mostró hacia la ardilla, la serpiente, el conejo, la catarina y el venado?”


Bondad


Así como la paciencia es pasiva, la bondad es activa: hacer algo bueno diariamente. Aunque el Salvador predicó algunos poderosos sermones, los cuales fueron escritos por otros, mucho de su tiempo lo dedicó a hacer el bien. Si usted lee cualquiera de los cuatro libros canónicos pensando en esto, se sorprenderá al comprobar cuánto tiempo Él ocupó haciendo felices a otras personas, simplemente por el deseo de hacer el bien.

Ser bondadosos con los hijos de nuestro Padre Celestial es una de las cosas más grandes que podemos hacer para Él. Además, la bondad es fácil, y su recompensa es inmediata.

Dar es la manera más ideal de recibir. Además de que trae una recompensa inmediata, es recordada por mucho tiempo por quien la recibe. Las bendiciones seguirán al que actúa con bondad, mucho después de haber recibido su galardón. Cada uno de nosotros recuerda el gozo que sentimos cuando alguien nos agradece por algo bueno que hicimos, aun cuando nosotros mismos lo habíamos olvidado.

La alegría es el propósito de la vida. Así que, mientras podamos crear alegría y felicidad para quienes nos rodean, así de grande será la medida de nuestro triunfo en la vida.

En Lo más grande del mundo, Henry Drummond escribió:

“Prodígalo (el amor) al pobre, donde es fácil;
especialmente al rico, quien muy a menudo lo necesita;
más aún a nuestros semejantes, donde es más difícil,
y para quienes quizás hacemos lo menos posible.
Hay una diferencia entre tratar de agradar y agradar.
Agrada. No pierdas la oportunidad de agradar.
Porque ese es el incesante y anónimo triunfo
de un verdadero espíritu de amor.

Pasaré por este mundo sólo una vez.
Cualquier cosa buena, por lo tanto, que yo pueda hacer
o bondad que pueda prodigar a cualquier ser humano,
déjenme hacerlo.
No me dejen aplazarlo ni descuidarlo,
porque no pasaré por acá otra vez.”

Esta idea está retratada en un maravilloso poema de un autor desconocido titulado “No pasaré por acá otra vez”.

No muchos de nosotros podemos discutir los grandes premios de la bondad, pero nuestra gran debilidad es la demora.
“Lo haré mañana”, decimos. Pero la bondad es un principio dinámico y activo que debería practicarse cada día de nuestra vida; y esto solo es posible si no nos consideramos ermitaños, sino que nos mezclamos con los hijos de Dios, sean buenos o malos.

Sam Walter Foss plasmó esta idea en un maravilloso poema llamado “La casa a la orilla del camino”.

La enseñanza de que los hombres deben amarse los unos a los otros es tan antigua como el Antiguo Testamento. Moisés, al dar leyes a los hijos de Israel, enseñó lo siguiente:

“No verás el buey de tu hermano o su cordero perdidos y te desentenderás de ellos; ciertamente los volverás a tu hermano…
Y si tu hermano no fuere tu vecino, o no lo conocieres, los recogerás en tu casa y estarán contigo hasta que tu hermano los busque y se los devuelvas.
Y así harás con su asno, y así harás también con su vestido, y lo mismo harás con toda cosa perdida de tu hermano que se le hubiere perdido y tú la hallares: no podrás retraerte de ayudarlo.” (Deuteronomio 22:1–3, paráfrasis)

Estos son actos de bondad.

En Salmos 112:5 leemos esta enseñanza: “El hombre de bien tiene misericordia y presta.”

Y al considerar a la buena mujer, el autor de Proverbios escribió: “Mujer virtuosa, ¿quién la hallará? Porque su estima sobrepasa largamente a la de las piedras preciosas… Abre su boca con sabiduría, y la ley de clemencia está en su lengua.” (Proverbios 31:10, 26)

Posiblemente, la escritura más impresionante que dirige nuestra acción hacia la bondad es aquella en la que el Salvador describe el juicio final. Dijo:

“Entonces el Rey dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo.
Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí.” (Mateo 25:34–36)

Esta es la declaración de las muchas maneras en que una persona puede ser bondadosa con su prójimo. Sin duda, la buena vida debe incluir los actos que traerán la alabanza de nuestro Señor, y entre ellos están los actos de bondad.