La Vida Buena


Capítulo 4

Generosidad – Amor sin Envidia


La envidia es un sentimiento egoísta e inamistoso hacia otros que gozan de cosas, posiciones o de un standard de vida que no es compartido por quien la experimenta. Hay muchas variaciones en la intensidad de la envidia, y estas oscilan entre un deseo indulgente por lo que otros poseen y un odio intenso.

La generosidad es todo lo contrario a la envidia: es el sentimiento de aquel que, no teniendo algo, se alegra de que su hermano posea aquello que es deseable.
Es la generosidad lo que debemos cultivar si queremos gozar de la Buena Vida.

Sin embargo, desgraciadamente, este tema se puede discutir con mayor claridad desde el punto de vista de la envidia.

Desde los truenos del Sinaí, recibimos nuestro primer mandamiento sobre este particular: “No codiciarás…”

Job dice lo siguiente: “Es cierto que al necio lo mata la ira, y al codicioso lo consume la envidia.” (Job 5:2)

En Proverbios leemos: “El corazón apacible es vida de la carne, más la envidia es carcoma de los huesos.” (Proverbios 14:30)
Y otra vez: “…¿quién podrá sostenerse delante de la envidia?” (Proverbios 27:4)

El apóstol Pablo habla en contra de la envidia con frecuencia, y la incluye entre las bajas pasiones humanas en sus listas (véase Romanos 1:29 y 13:9; Gálatas 5:19–21, 26).

Santiago también la condena, y afirma: “Porque donde hay celos y contención, allí hay perturbación y toda obra perversa.” (Santiago 3:16)

“Hermanos, no os quejéis unos contra otros, para que no seáis condenados…” (Santiago 5:9)

La Biblia también nos relata algunas historias de maldad que resultaron directamente de la envidia:

  • El primer asesinato, la muerte de Abel por su hermano Caín, fue motivado por la envidia (véase Génesis 4:4–8).
  • Saraí envió a Agar al desierto junto con Ismael por envidia (véase Génesis 16:5–6).
  • José fue vendido a unos egipcios por sus hermanos, movidos por la envidia (véase Génesis 37:4–11).
  • Saúl se convirtió en el más encarnizado enemigo de David por la envidia (véase 1 Samuel 18:6–11).
  • Los sumos sacerdotes de Jerusalén prefirieron liberar a Barrabás en lugar de a Jesús, por envidia (véase Mateo 27:15–18).
  • Pablo y Bernabé fueron expulsados de Antioquía por los judíos que los envidiaban, al ver las grandes multitudes que acudían a escucharlos (véase Hechos 13:44–50).

La mayor parte de la persecución que sufrió José Smith por parte de los ministros de su tiempo puede atribuirse a una falta de generosidad, que en realidad era envidia o algo peor.

Los terribles resultados de la envidia no se limitan a los antiguos. Nosotros, hoy en día, somos constantemente perseguidos por condiciones y acontecimientos que nos tientan a sentir envidia.

En las actividades de la vida, generalmente estamos compitiendo con otras personas. Cuando alguien trata de hacer algo bueno, aparece otra persona haciendo el mismo trabajo, y a veces mejor. Si alguien pronuncia un discurso, otro vendrá que dará uno aún más destacado. Un estudiante que, tras haber trabajado laboriosamente, obtiene buenas notas, generalmente encuentra a otro que ha conseguido calificaciones superiores. Cuando una dama procura causar impresión con un vestido o sombrero original, seguramente alguien más aparecerá con algo todavía más sensacional. Si un atleta gana una carrera y se convierte en el campeón de su deporte, tarde o temprano surgirá alguien más rápido que él, que le quitará el título.

Este tipo de cosas sucede en todos los ámbitos de la vida, y nuestra creencia individual en nuestra excelencia en determinada especialidad será, sin duda, superada por otra persona mejor.

No lo envidies, porque la envidia es un sentimiento enfermizo hacia uno de nuestros hermanos en espíritu. En cada una de estas ocasiones existe la tentación de caer en el más despreciable de los estados de ánimo: la envidia, y si cedemos, nuestras almas quedarán tan cegadas que no podrán ver ni hacer nada bueno ni digno. No solo dejaremos de estar contentos nosotros, sino que contagiaremos nuestra infelicidad a todos los que nos rodean.

En esas ocasiones debemos fortalecernos contra ese indecoroso estado de ánimo, recordando —e incluso repitiendo— las palabras: “amor sin envidia”.
Es difícil evitar que pensamientos envidiosos lleguen a nuestra mente, pero sí podemos evitar que permanezcan en ella. Debemos cambiar rápidamente nuestro pensamiento hacia cosas mejores y recordar la recompensa que trae la bondad, especialmente cuando se manifiesta hacia aquellos que han sobrepasado nuestras propias capacidades.

Debemos ser generosos con respecto a las adquisiciones de quienes nos rodean.
“No juzguéis, para que no seáis juzgados” (Mateo 7:1).

Como ejemplo: cada año, en nuestro trabajo universitario, llega un período en que se revisan los sueldos y se consideran los ascensos, y unos cuantos se efectúan. ¡Qué fácil es que un estado envidioso de ánimo se apodere de nosotros cuando vemos que aquel a quien consideramos un hombre común y corriente ha recibido un aumento mayor que nosotros! O cuando fulano de tal, que no tiene más antigüedad que nosotros, ha sido ascendido.

Otro ejemplo: en una organización, cierta persona ha sido nombrada jefe de departamento en lugar de nosotros.
¿Y entonces? ¿Nos enfermamos con ese indigno estado de ánimo que va asociado con la envidia?

Feliz es el hombre que puede vivir la vida sin buscar aventajar a sus compañeros en sueldo, trabajo o posición, y que no envidia a aquellos que avanzan.

He tenido experiencia tanto como empleado como en calidad de jefe, y puedo asegurarles que una persona avanza con más facilidad y de manera más rápida en estos tres aspectos, si no se encoleriza porque otros progresan más rápidamente que ella.

Verdaderamente, la envidia no forma parte de la Buena Vida, y debemos rehuirla como se rehuyen las cosas malas que se interponen en nuestro camino hacia la rectitud.

Lo único que debemos envidiar —y también estimular— es un alma grande, rica y generosa, sin envidia.

Para concluir este capítulo, leeremos “El Espejo de la Vida” (Autor desconocido).