Capítulo 7
El desinterés no se busca a sí mismo
La consideración por los demás —por su felicidad, su triunfo, su prosperidad, su bienestar— sin una preocupación excesiva por los deseos personales egoístas y más allá de las necesidades propias, nos conduce a los hechos de generosidad, e incluso de magnanimidad. Los “actos de generosidad” incluyen la “caridad”, la cual —en este sentido, aunque no en el sentido completo que Pablo dio a la palabra— es la entrega de limosna que debe brindar al necesitado mayor consuelo en su vida y, de ese modo, hacerla más placentera.
El joven rico que buscó a Jesús para preguntarle qué debía hacer para salvarse (Mateo 19:21–22), según su propia declaración, había guardado los mandamientos que Jesús enumeró; sin embargo, fue incapaz de actuar con desinterés y distribuir sus bienes entre los pobres. No pudo cumplir completamente con el segundo gran mandamiento y “se fue triste”.
Pablo, escribiendo a los Romanos, dijo: “Nosotros, los que somos fuertes, debemos soportar las flaquezas de los débiles y no agradarnos a nosotros mismos. Cada uno de nosotros agrade a su prójimo en lo que es bueno, para edificación. Porque ni aun Cristo se agradó a sí mismo…” (Romanos 15:1–3).
Y también escribió: “Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo.” (Gálatas 6:2).
Una de las epístolas de Juan contiene también una poderosa declaración al respecto, y el autor se refiere específicamente a los ricos en este pasaje:
“Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él?” (1 Juan 3:17).
El principio de un completo desinterés personal, en el sentido de la generosidad, se manifiesta en la forma en que los discípulos de Jesús vivieron después que el Salvador fue quitado de este mundo. En Hechos (4:34–35) se encuentra la siguiente descripción:
“Así que no había entre ellos ningún necesitado; porque todos los que poseían heredades o casas las vendían, y traían el precio de lo vendido, y lo ponían a los pies de los apóstoles; y se repartía a cada uno según su necesidad.”
Esto probablemente no se mantuvo por mucho tiempo, pues no sabemos que esta práctica se haya continuado. Algo similar se procuró hacer en la Iglesia de los Últimos Días; floreció por un tiempo y luego fue descartado debido al egoísmo que se infiltró en esta práctica. Es necesario ser casi perfecto para poder ser completamente desinteresado. Muy pocos se atienen a este estatuto, contenido en el consejo del Salvador en el Sermón del Monte, que refleja el segundo gran mandamiento.
La fase del desinterés conocida como “magnanimidad” es un desinterés en un grado aún mayor. Incluye el concepto contenido en el consejo del Salvador en el Sermón del Monte, que dice lo siguiente:
“Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, diente por diente. Pero yo os digo: No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra; y al que quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa; y a cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, ve con él dos.” (Mateo 5:38–41).
Ha habido muchas controversias sobre las palabras de Jesús, pero si nosotros somos magnánimos —verdaderamente desinteresados— debemos defender y sostener estas palabras.
La magnanimidad se interesa por la elevación del espíritu, siendo capaz de soportar las heridas que otras personas puedan causarnos, el peligro y las preocupaciones, con tranquilidad y firmeza, y todo esto sin rencor. También quiere decir que debemos actuar y sacrificarlo todo —aun la vida— con fines y objetivos nobles.
Hay muchas demostraciones de tales acciones en las Escrituras, aun entre aquellos que enseñaban “ojo por ojo”. Leamos en Génesis (13:9 y 14:23–24) cómo Abraham trató a aquellos que le habían hecho mal y que después estuvieron en sus manos; leamos en 1 Samuel cómo Jonatán protegió a su amigo David de su padre Saúl, sabiendo que, al hacerlo, la corona del reino sería para David y no para él; leamos nuevamente en 1 Samuel (24:17) cómo David salvó la vida de Saúl, a pesar de que Saúl repetidas veces trató de asesinarlo; leamos en Génesis (capítulos 44 y 45) cómo José, ya establecido como un hombre de poder e influencia en Egipto, trató a sus hermanos —quienes lo vendieron como esclavo— cuando estos entraron a Egipto en busca de comida para sus familias que estaban muriendo de hambre; y leamos en Mateo (1:18–25) cómo trató José a María después de saber que ella esperaba un hijo, luego de sus esponsales.
Y recordemos lo que dijo José Smith cuando fue inducido a afrontar lo que él consideraba un martirio: “Si mi vida no es de ningún valor para mis amigos, de nada me sirve a mí.” (Historia de la Iglesia, Vol. VI, pág. 549).
Probablemente, las palabras de magnanimidad más evidentes fueron aquellas pronunciadas desde la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” Allí estaba el Maestro, Aquel que había enseñado sobre el desinterés en el Sermón del Monte, haciendo lo que él mismo había enseñado, y dándonos así un ejemplo de magnanimidad —desinterés— en la más penosa de las circunstancias.
Estas demostraciones fueron tomadas de las historias religiosas, pero los actos de magnanimidad se observan con frecuencia en la vida cotidiana, especialmente en tiempos de violencia y grandes peligros. Muchos estudiantes de historia recordarán que, al rendirse el Sur en la Guerra Civil norteamericana, el general Grant dijo al general Lee que debía conservar sus vagones, caballos, etc., pues los necesitaría para el cultivo de la próxima primavera. Generalmente, tales bienes eran considerados botín de los vencedores. Muchos que han presenciado combates en la reciente guerra mortífera han testificado hechos de magnanimidad por parte de los camaradas, e incluso de soldados enemigos —fuera de servicio— en situaciones de gran peligro personal.
Son estos hechos en la vida de las personas los que nos hacen comprender que el cristianismo sigue siendo una gran fuerza en el mundo, que no ha fracasado, y que muchos hombres no viven únicamente para sí.
El egoísmo surge muy naturalmente y con facilidad. Parece innato en nosotros. En los niños, observamos que buscan no solamente lo que les pertenece, sino también lo que otros tienen. Se requiere una lucha constante desde la cuna hasta la tumba para librarse de la tendencia natural a ser egoístas. Y es evidente que el egoísmo no proporciona alegría ni satisfacción. Censuramos a Shylock por exigir su onza de carne, aun cuando legalmente le pertenecía, pero quizás muchos de nosotros hacemos algo similar en asuntos menores, amparados en la justificación: “Bueno, me pertenece”.
Pero Pablo dijo que la caridad va más a fondo que esto y no se busca aún a sí misma. Él descarta como inservibles a aquellos que egoístamente toman lo que no les pertenece, con o sin el amparo de la ley. Porque por tales ofensas no solamente serán castigados por sus pecados, sino que el hombre sufre más por la envidia que siente, que aquel que es envidiado por algo que legítimamente le pertenece. No existe nada más cierto que la declaración que dice que la envidia se castiga sola. Aun para los mejores de nosotros resulta difícil creer esto con la firmeza suficiente como para actuar en consecuencia. He visto a algunas personas adultas —buenos Santos de los Últimos Días— que parecen haber superado completamente la envidia. ¡Qué felicidad y alegría irradian tales personas! Parecen estar completamente libres de esa despreciable envidia que empequeñece a quienes buscan continuamente para sí.
Feliz es el hombre que no se proyecta ni se esfuerza por obtener una posición más alta, sino que espera que ella le llegue; que no exige un salario más alto a su jefe, sino que espera que el aumento venga como resultado de su trabajo bien hecho; aquel que no atropella por alcanzar una posición social, sino que se siente feliz de servir a la sociedad con los mejores talentos que posee. Las mayores bendiciones provienen de aquellos que han practicado este gran ideal cristiano de no buscar obtener ni siquiera aquello a lo que tienen derecho, especialmente cuando las relaciones personales facilitan hacerlo. Se alcanza el ideal más alto cuando los hombres no buscan para sí bajo ninguna circunstancia. “No dudes en perder dólares para ganar amigos” es un lema que surge de la experiencia y que vale la pena seguir. Dar es la forma ideal de recibir. En otras palabras, no hay verdadera felicidad en tener o conseguir, sino en dar.
Todos buscan la alegría y la verdadera felicidad —santos y pecadores por igual—, pero probablemente la mayoría lo hace de manera equivocada, creyendo que consiste en poseer, adquirir y ser servidos por otros. Cristo nos enseñó que aquel que fuera el mayor entre nosotros sería nuestro servidor. Aquel que cultiva los talentos que Dios le ha dado y los usa para el bien de los demás no sólo recibirá la alabanza: “Hiciste bien, mi fiel y buen servidor; entra en la gloria de tu Señor”, sino que también será considerado por sus semejantes como una persona verdadera y victoriosa. Es más bienaventurado dar que recibir. (Leer “La Visión de Sir Launfal”, de James Russell Lowell.)
























