Capítulo 9
Sinceridad — Pensamiento sin maldad, regocijo, mas no en la iniquidad
“La sinceridad es abrir el corazón. La encontramos en muy pocas personas; y aquello que vemos generalmente no es otra cosa que un sutil disimulo para atraer la confianza de los demás.”
Así escribió François, duque de La Rochefoucauld, el gran moralista francés del siglo XVII.
Para ayudarnos a eliminar aquello que no es sincero en nosotros mismos, tenemos la breve y significativa declaración del gran orador romano Cicerón, quien vivió durante el siglo anterior a la venida de Cristo:
“Todo aquello que reprobamos en los demás debemos procurar evitarlo en nosotros mismos.”
Sin utilizar expresamente la palabra, Jesús aconsejaba con frecuencia sobre la sinceridad. En el Sermón del Monte, dijo:
“Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos de ellos; de otra manera, no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos. Cuando, pues, des limosna, no hagas tocar trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser alabados por los hombres; de cierto os digo que ya tienen su recompensa. Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará en público. Y orando, no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos. No os hagáis, pues, semejantes a ellos; porque vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad antes que vosotros le pidáis.” (Mateo 6:1–2, 6–8)
Luego, el Salvador dio como ejemplo la oración conocida como el “Padre Nuestro”. Si examinamos esta oración cuidadosamente, no encontraremos en ella ni el más leve asomo de engaño o hipocresía, elementos ambos de la falta de sinceridad.
Cada vez que el Señor se refiere a la hipocresía en sus enseñanzas, ataca las debilidades humanas que pueden clasificarse como falta de sinceridad. Por ejemplo, podemos ver la gran amonestación dirigida a los escribas y fariseos, registrada en Mateo 23:13–33.
Nosotros, como Santos de los Últimos Días, hemos sido comisionados para llevar el Evangelio de Jesucristo a todo el mundo por medio de la enseñanza y la predicación. ¿Acaso no somos sinceros en esto? Al responder, consideremos lo que el apóstol Pablo enseñó al respecto:
“Tú, pues, que enseñas a otro, ¿no te enseñas a ti mismo?
Tú que predicas que no se ha de hurtar, ¿hurtas?
Tú que dices que no se ha de adulterar, ¿adulteras?
Tú que abominas a los ídolos, ¿cometes sacrilegio?
Tú que te jactas de la ley, ¿con infracción de la ley deshonras a Dios?
Porque, como está escrito, el nombre de Dios es blasfemado entre los gentiles por causa de vosotros. Pues en verdad la circuncisión aprovecha, si guardas la ley; pero si eres transgresor de la ley, tu circuncisión viene a ser incircuncisión. Pues, si el incirciso guardare las ordenanzas de la ley, ¿no será tenida su incircisión como circuncisión? Y el que físicamente es incircunciso, pero guarda perfectamente la ley, te condenará a ti, que con la letra de la ley y con la circuncisión eres transgresor de la ley. Pues no es judío el que lo es exteriormente, ni es la circuncisión la que se hace exteriormente en la carne; Sino que es judío el que lo es en lo interior, y la circuncisión es la del corazón, en espíritu, no en letra; la alabanza del cual no viene de los hombres, sino de Dios.” (Romanos 2:21–29)
Esto fue lo que Pablo escribió a los judíos de Roma que habían tomado sobre sí el nombre de Jesucristo. Este mismo precepto se puede aplicar a nosotros hoy, y comprenderemos mejor este mandato si, al aplicarlo, reemplazamos las palabras “judío” por “Santo de los Últimos Días” y “circuncisión” por “bautismo”.
La sinceridad es una cualidad esencial si uno ha de adoptar verdaderamente la religión de Jesucristo. A veces encontramos a un “hipócrita religioso”, uno de esos que usan la religión como pretexto para obtener alguna ventaja personal; pero personas como estas generalmente tienen un mal fin. Son descubiertas y pierden la influencia favorable tanto ante Dios como ante los hombres.
Hemos visto ya unas cuantas de estas personas en la historia temprana de la Iglesia Restaurada. Una de ellas fue John C. Bennett, un hombre completamente carente de sinceridad, que se unió al movimiento de la nueva Iglesia para satisfacer sus propias vanidades, y no por un hondo sentimiento de conversión.
Al examinar las virtudes cristianas, debemos recordar que estamos hablando de ideales y metas hacia las cuales debemos avanzar. Es maravilloso pensar que, en este mundo tan duro y falto de caridad, hay unas cuantas personas que no piensan en la maldad, que siempre ven el lado bueno, y que no piensan mal mientras hablan.
La sinceridad engendra sinceridad. En una atmósfera de sospecha, los hombres no pueden actuar tal como son. Tienen miedo de dar a conocer sus verdaderos sentimientos. Pero cuando se está entre personas que creen sinceramente en uno, entonces el alma se expande, y nuestro intelecto y demás talentos alcanzan los más altos niveles.
No sólo es importante la sinceridad como un ideal religioso, sino que también es necesaria para triunfar en todas las actividades de la vida. Para triunfar en las ciencias, es esencial que la sinceridad sea una cualidad básica al acercarse a cualquier problema. A veces, los poetas no creen en su propia poesía. Si esto sucede, son menos poetas de lo que debieran ser. Todos los que son realmente grandes hombres son sinceros, y ellos se dan cuenta de que una fuerza espiritual es aún más poderosa que cualquier fuerza material.
“Cuando el deseo se rinde completamente al sentimiento moral, eso es virtud; cuando el entendimiento se rinde a la verdad espiritual, eso es ingenio.” — Ralph Waldo Emerson
Cualquier talento que se cultive sólo para demostrar habilidad se convierte en fanfarronería. Pero si el talento se cultiva con alegría y entusiasmo por causa de la verdad, convierte a su poseedor en benefactor de la raza humana. Un trabajo puede llevar la marca de manos y mentes hábiles, y tener un acabado admirable; pero esto no es suficiente para que sea duradero. Debe tener un motivo sincero y predominante, conectado con el tiempo y el lugar en que fue hecho. La confianza del creador en la finalidad de su obra debe ser evidente. Podemos ver que la sinceridad es una base esencial del talento. Sí, la sinceridad brilla a través de todos los actos de grandeza, y especialmente en tiempos de peligro, se manifiestan sus grandes ventajas.
Hay una clase de falta de sinceridad que con frecuencia nos rodea: la zalamería. Abunda cuando hay presentaciones entre dos o más personas, y a veces, incluso en nuestros sermones funerales. A nadie le gusta —y muy pocos perdonan— la exagerada admiración por lo que uno no es, o la subestimación de lo que uno posee o hace. Debemos estar dispuestos a recibir reconocimiento por lo que somos. La zalamería actúa de forma negativa no sólo sobre quien recibe la adulación, sino también sobre quien la ofrece.
Todos nosotros, cuando estamos solos, somos sinceros. Es cuando entra otra persona que la hipocresía empieza a actuar. Entonces podemos comenzar a hablar del clima mientras observamos al otro de arriba abajo. O quizás iniciamos un chisme, contamos una historia divertida o tomamos cualquier otro tema superficial para esconder completamente nuestros verdaderos pensamientos. ¡Qué agradable es encontrar un amigo sincero, de quien uno sabe que hace lo que dice! Este tipo de individuos son la excepción. Por lo visto, parecería que casi todos deberíamos estar complacidos de tener alguna posesión, algún talento que cultivamos o una riqueza que hemos acumulado. Hacer lo contrario parecería poco sociable. Pero estas actitudes impiden una conversación saludable y sincera. Es por estas costumbres de dudoso valor que a veces se dice que no somos del todo sinceros.
Pero, al igual que el desinterés, la sinceridad completa viene sólo después de haber luchado toda una vida por conseguirla. Finalmente, debe alcanzarse si queremos decir que estamos obedeciendo al segundo gran mandamiento:
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo.”
























