Reglas Sagradas de Conducta

Conferencia General Abril 1964

Reglas Sagradas de Conducta

Hugh B. Brown

Presidente Hugh B. Brown
Primer Consejero en la Primera Presidencia


Hermanos, me siento tan débil y humilde como el Hermano Plumb cuando miró a esta vasta congregación e imaginó a todos ustedes que están escuchando. Me gustaría decirles a estos jóvenes, para animarlos, que si continúan respondiendo a cada llamado para pararse ante congregaciones durante los próximos sesenta años, como lo he hecho yo, al final de ese tiempo todavía estarán muertos de miedo.

Estos jóvenes han instruido a otros jóvenes de su edad en ciertas actividades y les han mostrado ciertos ideales, pero en realidad han estado hablando a todos nosotros. Sea cual sea nuestra edad, el sacerdocio que poseamos o la posición que ocupemos en la Iglesia, estas simples reglas de conducta se aplican a todos.

Los Nombres y sus Connotaciones

¿Alguna vez te has preguntado qué piensan los demás de ti? ¿En qué piensas cuando digo “George Washington”? Piensas en liderazgo, honestidad y honor. ¿En qué piensas cuando menciono a “Abraham Lincoln”? Piensas en coraje, humildad y liderazgo. ¿En qué piensas cuando digo “Winston Churchill”? Piensas en alguien dotado de oratoria que logró convertir a una nación en una máquina de guerra. Cada uno de estos nombres trae una idea.

Te pregunto esta noche: “¿Qué piensan tus amigos cuando piensan en ti?” Si no piensan bien, si saben algo que los avergonzaría de tu amistad, puedes cambiarlo. Todo lo que una persona es en cualquier momento de su vida es el resultado de todos sus pensamientos, palabras y hechos pasados. Esta noche estoy pensando en uno de los problemas que nos confronta a todos, ya sea diácono, maestro, sacerdote, élder, setenta o sumo sacerdote. Estoy pensando en uno de los problemas que enfrenta el mundo y que se introduce entre nosotros de manera alarmante: un tipo de conducta que es maligna, peligrosa, destructiva y contraria a la ley de Dios. Estoy pensando en la castidad, o en su opuesto.

La Masculinidad Consagrada

Logremos una visión de la masculinidad consagrada y ajustemos nuestras vidas a ella de tal manera que nunca cedamos a las tentaciones que nos apartan de la virtud, el honor y la honestidad. Alguien ha dicho: “El que profana la fuente de la vida, peca contra aquello que es indispensable para la propia existencia de la vida”. Recordemos entonces la santidad de la vida. Con cada don de poder que recibimos, viene una tentación de deshonrarlo y abusar de él. Recordemos cuando Cristo estuvo en la tierra: el adversario lo tentó para que usara su poder y obtuviera pan tras haber ayunado por tanto tiempo, pero el Salvador le recordó que el hombre no vive solo de pan. Entonces Satanás lo llevó a lo alto del templo y lo tentó a mostrar su poder arrojándose, diciendo que los ángeles lo sostendrían. Jesús resistió esa tentación de abusar de su poder. Luego, Satanás lo llevó a una montaña y le mostró toda la riqueza del mundo, diciéndole: “Todo esto te daré si te postras y me adoras”, y Cristo respondió: “Apártate de mí, Satanás” (ver Mateo 4:3-10 y Lucas 4:8).

Poder: Usos y Abusos

Repito, con cada don de poder viene la tentación de abusarlo. Cada hombre tiene dentro de sí un poder que puede destruirlo, y es un hecho que cada hombre bajo el sonido de mi voz debería tener presente. Cada hombre o joven, cualquiera que sea su edad o su posición en la vida, está sujeto a la tentación de destruirse por medio de un poder otorgado por Dios. Todos aquellos que conocen el bien, a veces sienten dentro de sí la posibilidad del mal. Y aunque podamos condenar sinceramente el mal en nosotros, somos conscientes de que en ocasiones nos sentimos tentados a hacer justamente lo que odiamos, y al hacerlo, nos odiamos a nosotros mismos. Creo que esto llevó a Pablo a admitir: “Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago” (Romanos 7:19).

El verdadero carácter se forma en medio de las batallas del alma. Cristo ofreció paz, no en el sentido de ausencia de disturbios, sino en medio de ellos. Lo que necesitamos es desarrollar dentro de nosotros el autocontrol necesario para, en medio de las dificultades, encontrar la paz que surge en el alma de quien vive conforme a lo que sabe que debe hacer.

Charles Wagner dijo: “¿Por qué huir de la responsabilidad? … ¿Sabes lo que significa la degradación para un soldado? Es ver su rango, sus decoraciones, sus charreteras, arrojadas a sus pies; ¡ver esos símbolos de su valor anterior tirados! ¿Qué es la muerte en comparación con esta deshonra? … Declarar que un hombre es irresponsable es degradarlo. ¡Es mejor la muerte!” (Wagner, Charles, Courage, Dodd, Mead, and Co. Nueva York, 1904, pp. 73-74).

El Poder de la Pureza

Y así repito, mi súplica a los hombres del sacerdocio de la Iglesia es que se mantengan limpios. Los hombres mayores están cediendo a la tentación y al pecado. Los jóvenes luchan consigo mismos. A veces les resulta difícil entenderse porque este poder de procreación dado por Dios lleva consigo un poder de destrucción. Pero debido a su naturaleza dadora de vida, tiene las posibilidades de la mayor gloria y alegría que puede experimentar el alma. Creo que cada hombre que es tentado a pecar, a cometer adulterio o a volverse impuro en sus hábitos, debería examinarse y ver si alberga cosas que lo destruirán.

Quisiera dejarles esta noche una apelación—especialmente a los presidentes de estaca, miembros del sumo consejo, obispos y consejeros, líderes de quórum y todos aquellos en posiciones de presidencia—para que se acerquen más a los jóvenes y adultos bajo su responsabilidad y les enseñen la belleza de la pureza, y que sepan que la pureza es poder. A veces, algunos de nosotros tenemos la idea de que ciertas personas no merecen nuestra atención, que han caído demasiado bajo como para ser salvadas. Me gustaría compartir una pequeña historia para ilustrar cómo, a veces, juzgamos mal a los demás y asumimos que no son tan buenos como nosotros.

Encuentra lo Bueno en los Hombres
Durante la Primera Guerra Mundial, había un hombre en nuestro regimiento que era tan duro como cualquiera; lo conocíamos como el tipo insensible, el tipo de hombre que nadie apreciaba. Creíamos que no tenía sentido de emoción, simpatía ni comprensión. Podía ver cómo abatían a sus compañeros a su lado sin inmutarse, y no creíamos que tuviera en él nada que indicara algún sentimiento. Me sentía culpable de decir en mi corazón, aunque creo que no lo dije en voz alta: “Te doy gracias, Dios, porque no soy como ese hombre” (ver Lucas 18:11). Hubo otro fariseo que dijo eso, y esta vez yo era el fariseo.

Estábamos en Francia. A este hombre le asignaron la tarea de revisar el correo, tanto entrante como saliente. (Es un trabajo bastante interesante; se leen cartas muy curiosas. Por ejemplo, recuerdo una carta de un joven a su novia en la que le contaba lo bien que lo estaba pasando, lo mucho que la extrañaba y cuánto la amaba. Luego, seguramente lo llamaron de repente, porque terminó diciendo: “Me siento bien, aunque estoy tan sucio como un mapache”, y luego, abajo, escribió: “Espero que te encuentres igual de bien”).

Este tipo insensible estaba de guardia leyendo cartas y leyó una en particular, una carta de una señora Jock Anderson en Londres, Ontario, Canadá. Le escribía a su amado Jock y le decía: “Nos las estamos arreglando bien, querido. Los diez pequeños están saliendo adelante. He tenido que destetar al bebé porque debo trabajar para mantener a los demás, pero estamos muy orgullosos de ti y de donde estás. Pero, Jock, querido, nuestra vecina recibió hace tres meses la noticia de que su esposo estaba desaparecido. Ella dijo que preferiría haber escuchado que estaba muerto, pues no soportaba la incertidumbre”. Y luego añadió: “Jock, mi querido, únete a mí y ruega a Dios que nunca reciba la noticia de que estás desaparecido”.

Este oficial insensible leyó esa carta pero no dijo nada. Esa noche se formaron ante él un sargento y seis hombres que iban a la tierra de nadie. Pasaron lista y escuchó el nombre de Jock Anderson entre ellos. Salieron, y a la mañana siguiente regresaron el sargento y tres hombres. Nuevamente pasaron lista, y Jock Anderson no respondió. El oficial le preguntó al sargento: “¿Sabes dónde cayó Jock Anderson?”

El sargento respondió: “Sí, señor, cayó en una elevación donde está apuntada la ametralladora enemiga”.

El oficial le preguntó: “¿Crees que alguien podría ir hasta ese cuerpo y conseguir el disco de identificación que lleva en el cuello?”

A lo que el sargento contestó: “Señor, sería un suicidio, pero si lo ordena, lo intentaré”.

Entonces el oficial dijo: “No me refería a eso. Solo quería saber”.

En la Primera Guerra Mundial no se podía declarar muerto a un hombre a menos que se presentara su cuerpo o su disco de identificación. Esa noche, el oficial insensible desapareció, y a la mañana siguiente llegó a las líneas del frente un gran sobre del regimiento. Al abrirlo, cayó un disco de identificación con el nombre de Jock Anderson y una breve nota que decía: “Estimado Mayor: Adjunto el disco de identificación de Jock Anderson. Por favor, escriba a la Sra. Anderson en Londres, Ontario, Canadá, y dígale que Dios escuchó su oración: su esposo no está desaparecido”.

Ese era el hombre de quien había dicho: “Te doy gracias, Dios, porque no soy como él”. Tuvo el valor que yo nunca tuve para arrastrarse de cara al peligro casi seguro de muerte con tal de llevarle a una mujer, a tres mil millas de distancia, el pequeño consuelo de que su esposo no estaba desaparecido.

Y al final de su carta escribió, como si no tuviera importancia: “En cuanto a mí, mañana regreso a casa. El doctor dice que es un caso de amputación y podría ser fatal. ¡Ánimo!”

Desde esa experiencia, he intentado creer que cada hombre tiene algo en él que vale la pena salvar. Salgamos y ayudemos a los jóvenes y a los hombres que no son activos. Encuentremos lo bueno en ellos y ayudémoslos a reactivarse, y en todo lo que hagamos, mantengámonos puros y sin mancha de los pecados del mundo (Santiago 1:27). Les dejo mi testimonio y mi bendición y pido a Dios que esté con todos los que están en este edificio y con ustedes, otros miles que escuchan esta noche. Hagamos una resolución, como estos jóvenes nos han pedido, “… en cuanto a mí y mi casa, serviremos al Señor” (Josué 24:15). Que Dios los bendiga, en el nombre de Jesucristo. Amén.

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