Religious Educator Vol. 24 N.º 1 · 2023

Reflexiones sobre el Pecado,
la Pecaminosidad y el Regreso al Hogar
en el Día de la Expiación

John S. Tanner
John S. Tanner está recientemente jubilado; anteriormente fue presidente de BYU–Hawái y vicepresidente académico de BYU.


Hace dos años tuve el privilegio de pasar Yom Kippur, el Día de la Expiación, en Israel. Viajé a Israel vía Nueva York, sentado junto a un judío ortodoxo. Él estaba haciendo una peregrinación anual a su hogar espiritual para este día más sagrado del calendario judío, el cual comenzaba al atardecer del día en que llegamos. Pasé el vuelo y gran parte del día siguiente reflexionando sobre cómo se relacionaban para mí la expiación y el regreso al hogar, así como sobre el pecado y la pecaminosidad. Como Santo de los Últimos Días, creo que la Expiación de Cristo hace posible nuestro regreso espiritual al hogar al limpiarnos del pecado mediante la sangre de Cristo y al santificar nuestra naturaleza caída y pecaminosa.

Photo of a lamb

En la Iglesia, pareciera que somos reacios a hablar del pecado. Generalmente usamos eufemismos que reducen el pecado a “errores”, “fallas”, “debilidades”, “defectos”, “deslices” y términos similares. Cuando en realidad hablamos del pecado, suele ser en referencia a transgresiones concretas—como si el problema fueran únicamente nuestros pecados individuales. Rara vez hablamos de nuestra pecaminosidad como tal.

Pero lo que necesita reparación va más allá de errores y fallas. Va más allá incluso de nuestros pecados individuales. Lo que necesitamos para estar bien con Dios es más profundo que eso. Afortunadamente, también lo es el alcance y el poder de la “expiación” que Cristo hace posible.

Cristo no solo perdona los pecados, Él es capaz de erradicar la pecaminosidad y liberarnos de su esclavitud. No solo borra manchas e impurezas específicas, también sana nuestra quebradura y nos hace completos. Su Expiación no solo satisface las demandas de la justicia, también redime nuestra naturaleza caída.

De estas maneras, la Expiación de Cristo nos prepara para un regreso celestial al hogar—para el día en que estaremos ante el Salvador como nuestro juez y Él, paradójicamente, promete estar a nuestro lado como nuestro abogado:

“diciendo: Padre, he aquí los sufrimientos y la muerte de aquel que no cometió pecado, en quien te complaciste; he aquí la sangre de tu Hijo. […] Por tanto, Padre, perdona a estos mis hermanos que creen en mi nombre”
(Doctrina y Convenios 45:3–5).

Como dice Pablo, tener un Sumo Sacerdote que interceda por nosotros nos da “confianza para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne”
(Hebreos 10:19–20).

Cuando fui a Israel, yo, junto con el resto de la Iglesia, estaba estudiando las epístolas de Pablo. Pablo era profundamente consciente de la esclavitud del pecado. En Romanos exclama: “¡Miserable de mí!” (Romanos 7:24). Nefi lanza el mismo grito angustioso (véase 2 Nefi 4:17). Ambos grandes profetas estaban perturbados no solo por sus pecados específicos, sino por la esclavitud del pecado que los mantenía bajo su temible dominio. Nefi lamenta que el pecado y la tentación lo “asedian fácilmente” (2 Nefi 4:18). Pablo se aflige por el “pecado que mora en mí” (Romanos 7:20), que lo hacía sentirse en guerra consigo mismo.

Ellos, al igual que nosotros, experimentan la pecaminosidad de muchas maneras: como cautiverio, cadenas y esclavitud bajo la cual “todo el mundo yace” (Doctrina y Convenios 84:49) y de la cual anhelamos ser liberados; como impureza, contaminación y corrupción de la que deseamos ser limpiados; como enfermedad espiritual, quebranto e incapacidad, de la cual esperamos ser sanados y hechos íntegros; como culpabilidad y responsabilidad, por la cual necesitamos ser absueltos; y como estar perdidos, rechazados, abandonados y alejados, lo cual provoca un profundo anhelo de regresar al hogar. De manera reveladora, la palabra “miserable”—como en “¡Miserable de mí!”—proviene del inglés antiguo y significa “desterrado” o “exiliado.” Como pecadores, nosotros, al igual que Pablo y Nefi, nos sentimos miserables por habernos alejado y traicionado tanto a nuestro Dios como a nuestro verdadero ser.

Estoy convencido de que, mediante la Expiación de Cristo, podemos y seremos liberados de la esclavitud, limpiados de la impureza, sanados de nuestro quebranto y hechos íntegros, redimidos de la culpa y llevados de nuevo a la unidad con Dios, llegando finalmente a no tener más disposición a obrar mal. Esto rara vez, si acaso, ocurre por completo en esta vida, pero ocasionalmente saboreamos esos momentos de gracia en la mortalidad, ¡y se sienten como dulces anticipos del cielo!

La voz que clama al arrepentimiento y toca más profundamente nuestro corazón es una voz que parece resonar desde los reinos donde una vez vivimos. Es una voz que nos llama de regreso a nuestro hogar eterno, a nuestra identidad eterna como hijas e hijos de Dios.

Escribí sobre esto hace años en un poema inspirado por una frase conmovedora de la parábola del hijo pródigo: “Y volviendo en sí, dijo: […] Me levantaré e iré a mi padre” (Lucas 15:17–18). Arrepentirse es ser llamado de regreso a nuestro verdadero ser:

Tu voz suave me llama al hogar,
Aunque me aleje yo,
Susurra en mi lengua maternal
Cuando perdido estoy.

Invita a descansar mi alma
Que solo en ti halló
La paz, y me llama de vuelta
Cuando errante yo voy.

El pecado es máscara y fuga,
Vanidad sin valor.
No fui hecho para fingir,
Sino para tu amor.

Permíteme volver, Señor,
A tu gracia y tu ley,
Pues soy extraño a mí mismo
Cuando lejos de ti estoy.

Fuimos hechos para el cielo. Es nuestro verdadero hogar. El Salvador está listo para ayudarnos a volver. Me encanta lo que Bruce C. Hafen escribió hace treinta años en un emotivo y fundamental ensayo titulado “Belleza por ceniza: La expiación de Jesucristo”. Él concluye recordando cómo, “mientras nosotros… tanteamos el camino y avanzamos de regreso al hogar”…

“Aferrándonos firmemente a esta barra en medio de la niebla de oscuridad, […] es probable que descubramos que la fría barra de hierro comienza a sentirse en nuestras manos como la mano cálida, firme y amorosa de Aquel que literalmente nos jala por el camino. Descubrimos que esa mano es lo suficientemente fuerte como para rescatarnos, lo suficientemente cálida como para decirnos que el hogar no está lejos; y reunimos nuestros recursos más profundos para corresponder, hasta que una vez más estamos ‘en uno’ en los brazos del Señor.” (Ensign, abril de 1990)

Cuando llegué a la Tierra Santa, no sentí que había regresado a casa. Israel no es mi hogar. ¡Pero el Dios de Israel sí lo es! Me sentí agradecido de que este día santo mayor del judaísmo, con sus tradiciones únicas y su significado sagrado para los judíos, me hubiera impulsado, a mí, un Santo de los Últimos Días, a reflexionar sobre un futuro Día de la Expiación—un día en que ya no sentiré las familiares entonaciones de esa nostalgia divina que susurra: “Eres un extraño aquí” (Himnos, n.º 292). Porque estaré nuevamente en casa, “en uno en los brazos del Señor.”