La clave de la paz

Conferencia General Abril 1970

La clave de la paz

Marion G. Romney

por el élder Marion G. Romney
del consejo de los Doce


El último otoño, cerca de la conclusión de una gira por tres misiones, en la cual había entrevistado personalmente a unos cuatrocientos misioneros, fui abruptamente sorprendido por un misionero quien, en respuesta a mi pregunta sobre si tenía algo más que quisiera saber o comentar, dijo:

“¿Qué tiene de especial ser entrevistado por una Autoridad General?

Traté de evitar la respuesta hasta que pudiera pensar un momento, así que pregunté:

«¿Qué quiere usted decir?» A esto contestó:

«Bien, la mayoría de los misioneros piensan con antelación en tener una entrevista con una Autoridad General, y después hablan acerca de ella por mucho tiempo.  Yo no le veo nada de particular.»

Habiendo recobrado mi compostura, le dije entonces: «Quizá usted pueda contestar esta pregunta. ¿Por qué es que dos hombres pueden sentarse lado a lado en una conferencia, y cuando salen, uno de ellos le dice al otro: «¿No fue esta la más gloriosa conferencia a la que hemos asistido? ¡Me ha emocionado!»

Y el otro responde: «¡Oh!  Yo no pienso que haya sido tan maravilloso.  A mí me sonó como la misma vieja historia.»

Esta mañana cuando desperté alrededor de las 5 a.m., estas palabras estuvieron yendo y viniendo a mi mente:

«Y yo, Nefi, no puedo escribir todo lo que se enseñó entre mi pueblo; ni tengo tanto poder para escribir como para hablar; porque cuando uno habla por el poder del Espíritu Santo, el poder del Espíritu Santo lo lleva al corazón de los hijos de los hombres» (2 Nefi 33:1).

Mi mensaje para hoy no es nada complicado, es llano y simple.  Es bien conocido por la mayoría de nosotros.  Lo he intitulado «La clave de la paz».  Su importancia es de primera magnitud.  Me doy cuenta, sin embargo, de que esto será la misma vieja historia, a menos que yo hable y vosotros escuchéis por el poder del Espíritu Santo.  He ayunado y orado para que todos podamos gozar de ese Espíritu y poder.  Yo os pido que os unáis a mí en silenciosa oración para ese efecto: Oh Dios, nuestro Padre Celestial, permítenos ahora hablar y escuchar por el poder del Espíritu Santo, en el nombre de Jesucristo.  Amén.

Introduciré mi discurso, citando a una recién conversa:

«Yo había probado casi todas las iglesias», escribe ella, «sólo me sentía más vacía, a pesar de poseer yo ese sentimiento de que había algo importante en la religión… Después de tratar de encontrar la respuesta por años y años, dejé de ir a todas las iglesias por tres años, no obstante esto, oraba conservando ese anhelo por algo desconocido.»

«Entonces, un jueves a la hora del almuerzo alguien tocó a mi puerta.  Eran dos agradables jóvenes, quienes dijeron ser misioneros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y que tenían un importante mensaje para mí… Yo supe, después de su segunda visita, que esto era lo que había estado buscando toda mi vida. . . «

«Lo que realmente me impresionó más», continúa diciendo, «fue el nuevo y maravilloso conocimiento de que el nuestro es un Dios viviente.  Ahora yo sé cómo es nuestro Dios.  José Smith lo vio y sé que tiene carne y huesos como todos nosotros.  Esto fue maravilloso para mí porque antes yo imaginaba algo espiritual que flotaba por todos los lugares.  Nada firme a qué adherirse.  Ahora nuestro Dios se hizo real para mí; ya es una persona y dejó de ser «algo simplemente».

Esta es la respuesta a todos mis turbios pensamientos.» (Millenial Star, junio de 1960).

En su recién encontrado conocimiento del verdadero Dios viviente, esta humilde mujer halló lo que toda persona de mente justa busca siempre; la clave de la paz.  Paz en nuestro propio corazón y alma, y paz y buena voluntad entre los hombres y entre las naciones.

La experiencia de nuestros conversos es una ilustración de cómo tales conocimientos traen paz dentro de su corazón.

La manera en que el conocimiento del verdadero Dios viviente inspira al hombre a caminar por los senderos de la paz, se ve impresionantemente establecida por Josefo el historiador, en su introducción a su obra «Antiquities of the Jews», la cual me tomo la libertad de citar.  Él dice:

«Moisés consideró altamente necesario que aquel que quiera conducir su propia vida bien, y dar leyes a los otros, en primer lugar debe considerar la naturaleza divina. . . y. . . esforzarse en seguirla; ni él mismo, (Moisés) tendría una mente justa sin tal contemplación; ni podría nada de lo que él escribiera, tender a la promoción de la virtud en sus lectores… a menos que a ellos se les enseñe, antes de todo, que Dios es el Padre y Señor de todas las cosas, y que desde entonces El concede una vida feliz sobre aquellos que lo siguen, pero a los que no andan en las sendas de virtud, hunde en inevitable miseria.  Ahora bien, cuando Moisés estaba deseoso de enseñar esta lección a sus paisanos, (continúa Josefo), no comenzó a establecer sus leyes de la misma manera que otros legisladores; es decir, sobre contratos y demás ritos entre un hombre y otro, sino elevando la mente de ellos respecto a Dios y a la creación del mundo; y persuadiéndolos de que nosotros, los hombres, somos las más excelentes criaturas de Dios sobre la tierra.  Bien, una vez que los ha sometido a la religión, El, fácilmente puede persuadirlos de someterse a todas las demás cosas… porque (concluye Josefo), una vez que ha demostrado que Dios es poseedor de virtudes perfectas, él supone que los hombres deben luchar por poseer (tales virtudes)» (The Works of Josephus, págs. 38-39).

Así que esto es exactamente lo que sucede. Cuando el hombre comprende correctamente y tiene fe en el verdadero Dios viviente, trata de desarrollar dentro de sí mismo sus virtudes, y se convierte en la estrella guía de su vida.  Emularlo es su más alta aspiración.  Cuando lucha por ser. . . perfecto, «aun como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto» (Mateo 5:48), el hombre en realidad ha venido a ser partícipe de su naturaleza divina. Al hacerlo, suma a su fe y conocimiento, temperancia, paciencia, bondad, fraternidad, amor y caridad, virtudes que son perfeccionadas en el verdadero Dios viviente.

Estas virtudes expulsan de su corazón el egoísmo, la codicia, la lujuria, el odio, las contenciones y la guerra, por lo que la felicidad, el contento, el gozo y la paz, son una consecuencia natural.

La prescripción casi universal para la paz ahora, es «volver a Dios».

«Debemos volver a Dios para encontrar la paz» es el clamor de toda mente justa en toda la tierra.  Y no es porque no conozcamos el remedio por lo que no alcanzamos la paz, sino es porque no conocemos al Dios a quien debemos retornar.

El recurrir a falsos dioses no nos traerá la paz. El retorno a los dioses mitológicos, dioses paganos, imágenes grabadas, dioses etéreos creados por la mente de los sabios mundanos, solamente ha aumentado el egoísmo, la codicia y la lujuria, y ha intensificado la contención, el conflicto y la contienda.  Lo que el hombre debe hacer para encontrar la paz, es descubrir y emular al verdadero Dios viviente; el Dios descubierto por nuestra recién conversa.

Encontrarlo y seguir sus pasos es la más grande necesidad de esta generación, como lo ha sido de otras generaciones.

Un conocimiento de Dios es la clave de la paz en el corazón de los hombres y en las naciones de esta tierra, tanto como la clave de la vida eterna después del sepulcro.  Por ser el conocimiento de Dios de tan grande importancia, Él se ha revelado a sí mismo una y otra vez a través de todas las edades.  Por tanto, los hombres no quedan justificados si ignoran su existencia.

En el primer capítulo del Génesis, Moisés claramente explica la forma y naturaleza de Dios en esta simple declaración: «Y creó Dios al Hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó» (Gén 1:27).

Cualquier hombre de fe puede comprender esta inequívoca declaración.  Moisés no estaba especulando cuando puso a Dios y al hombre en el mismo molde, porque él hablaba de un conocimiento personal.  Por el poder del Todopoderoso, él fue «arrebatado a la cima de una montaña excesivamente alta» ahí «él vio a Dios cara a cara, y habló con él…

«Y Dios le habló a Moisés diciendo: He aquí, yo soy Dios el Señor Omnipotente…

«Y he aquí, tú eres mi hijo. . .»

«Tengo una obra para ti, Moisés, mi hijo.  Eres a semejanza de mi Unigénito; y mi Unigénito es y será el Salvador. . .» (Moisés 1:1-4,6).

Este conocimiento certero y claro de Dios, el Eterno Padre, y de su Hijo Unigénito, su semejanza con el hombre y su relación con ellos, fue dado a Moisés al tiempo en que guiaba a Israel fuera de Egipto.  La revelación fue necesaria entonces porque durante su esclavitud el conocimiento de Israel acerca de Dios se había corrompido.

Esta no fue, sin embargo, la primera de tales revelaciones.  En seguida de su expulsión del jardín, y como respuesta a sus oraciones, Adán, al principio del mundo, «oyó la voz del Señor por el camino hacia el jardín de Edén mandándole hacer sacrificios, y así lo hizo, después de lo cual fue visitado e instruido por un ángel.  «Y ese día descendió sobre Adán el Espíritu Santo que da testimonio del Padre y del Hijo» (Moisés 5:9).  Adán fue enseñado tan clara y específicamente como lo fue Moisés acerca de¡ verdadero Dios viviente.  A él el Señor le dijo: «. . tú eres uno en mi, un hijo de Dios. . .» (Moisés 6:68).

Adán y Eva hicieron conocer todas estas cosas a sus hijos, pero «. . Satanás vino entre ellos, diciendo:. . . «no lo creáis… y amaron a Satanás más que a Dios. . .» (Moisés 5:13).

Así la revelación de Dios a Moisés no era la primera, ni fue la última.  En el meridiano de los tiempos, Jesucristo, el Hijo Primogénito de Dios en el Espíritu, vino a la tierra como el Hijo Unigénito de Dios en la carne.  Uno de los propósitos de su venida fue revelarse a sí mismo y a su Padre.  Esto lo hizo de manera cierta.  Pablo entendió y declaró esto cuando dijo que Jesús era «la imagen misma de su sustancia [de su Padre]. . .» (Hebreos 1:3).

Para aquellos quienes inquirirían sobre la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén, diciendo: » … ¿Quién es este Hijo del Hombre? … Jesús clamó y dijo: «El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me envió; y el que me ve, ve al que me envió» (Juan 12:34,44-45).

En el aposento alto, como respuesta a la petición, de Felipe, leemos: «Señor, muéstranos al Padre… Jesús le dijo: … El que me ha visto a mí ha visto al Padre. . (Juan 14:8-9).

Estas enseñanzas fueron suficientemente llenas para convencer a los hombres en la Iglesia Apostólica, de que Jesús era una verdadera revelación del mismo Dios viviente y verdadero que se había manifestado a Adán y a Moisés.

Pero los hombres en el meridiano de los tiempos eran poco diferentes de lo que son ahora, o de lo que fueron en los días de Adán y de Moisés.  Ellos amaron a Satanás más de lo que amaron a Dios, y cuando Satanás vino entre ellos con sus filosofías paganas y otras sofisterías, les enseñó:

«No lo crean», y ellos no lo creyeron.  En el año 325 d.C., una iglesia apóstata se hundió en su entendimiento del verdadero Dios viviente, bajo la confusión evidenciada por el Credo de Nicea.  En esa terrible obscuridad, los hombres se extraviaron hasta el siglo diecinueve.

Entonces, en su infinita gracia «conociendo las calamidades que podrían venir sobre los habitantes de la tierra», si no llegaban a un entendimiento y a una fe en el Dios viviente y verdadero, que los indujera a «buscar… al Señor, para establecer su justicia», Dios se reveló nuevamente.

Como en ocasiones anteriores, Él había elegido a Adán, Moisés, Jesús y otros, así en esta última dispensación escogió a José Smith.  Cuando Dios lo tomó de la mano, José Smith no era para el mundo más que un obscuro joven; pero para Él no era un extraño. En los cielos fue escogido por el Señor y preordinado para ser el poderoso profeta de la restauración de los últimos días.

Cuando este joven profeta salió de la arboleda sagrada en la primavera de 1820, él tenía un seguro conocimiento del Dios viviente y verdadero, pues lo había visto y había hablado con él y con su Hijo Amado Jesucristo.

Él supo con la misma certeza alcanzada por Adán y Moisés, que esos Seres Celestiales eran personas de carne y hueso, tangibles como los hombres; que Dios verdaderamente creó al hombre a su propia imagen.

Veinticuatro años después, José Smith selló con su sangre y su vida su testimonio sobre el Dios viviente y verdadero.

Durante este breve período, habiendo sido dotado del cielo con el sacerdocio de Dios, él, José Smith, bajo dirección divina, estableció La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, la cual a través de él recibió nuevamente la comisión divina de declarar al Dios viviente y verdadero en todo el mundo a toda criatura. (D. Y C. 68:8; 112:28.)

Esta es la misión de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y esto es lo que hace con toda su fuerza.

Y ahora mis amados hermanos y hermanas, dentro y fuera de la Iglesia, todos aquellos que estáis al alcance de mi voz, hablándoos como alguien cuya obligación y honor es dar testimonio del Dios verdadero y viviente, yo os testifico saber que esas manifestaciones que Dios ha dado al mundo, las cuales acabo de comentar con vosotros, son verdaderas.  También doy testimonio de que a cada alma que lo acepta y busca establecer su justicia vendrá la paz de que habló nuestra conversa, y de que si suficientes personas llegaran a conocerlo, su conocimiento y Fe obrarían en ellos una transformación que traería paz, no sólo a ellos, sino a este mundo en confusión.  Porque la clave de la paz para los individuos y para las naciones es el conocimiento y la fe en el verdadero Dios viviente.  La única alternativa es mayor contención, mayores disputas, las cuales finalmente culminarán con la destrucción anunciada por los profetas.  Dios nos conceda el poder de elegir la paz buscando y encontrando al Dios viviente y verdadero.  Lo ruego humildemente en el nombre de Jesucristo.  Amén.

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