Conferencia General Abril 1972
La fortaleza del Sacerdocio

Por el presidente Harold B. Lee
Primer Consejero de la Primera Presidencia
Por algo que se ha dicho me siento movido a relatar una experiencia. Hay un buen número de personas de las que nos están escuchando esta noche, y una en particular, que recordará esto muy vívidamente, un incidente que se llevó a cabo hace algunos arios en el Oriente. Quiero que prestéis especial atención a una parte que nos muestra cómo un error en vuestra temprana vida puede opacar las posibilidades de vuestras oportunidades futuras de servir en el reino de Dios.
Nos encontrábamos efectuando una reunión con nuestros jóvenes en el servicio militar, y le habían pedido a uno de ellos que hablara en primer término; su texto había sido tomado de la oración del Maestro cuando éste oró por sus discípulos: «No ruego que los quites del mundo (mis discípulos), sino que los guardes del mal» (Juan 17:15). Después este joven pronunció uno de los mejores discursos respecto a la castidad que yo haya escuchado. Al concluir dijo: «Antes que perder mi virtud, preferiría morir y que mi cuerpo fuese enviado a casa en un ataúd de madera de pino».
Había completo silencio ante ese auditorio de jóvenes en el servicio militar al dar él su testimonio; y cuando se disponía a descender del estrado, tropezó y cayó sobre el púlpito. Lo levantamos y le brindamos asistencia hasta que volvió en sí, y lo llevamos después hacia la congregación.
Mientras lo llevaban, el presidente de la misión me dijo:
—Me pregunto si tendría un ataque cardíaco.
Le respondí:
—¿Sabe?, he tenido la sensación de que hay algo en su interior que lo está perturbando por lo que nos ha estado diciendo.
Cuando me llegó el turno de hablar, le dije:
—Ahora, hijo, has dejado una profunda impresión en todos nosotros; has dicho que preferirías morir antes que perder tu virtud, pero recuerda que el diablo te oyó, tal como nosotros te oímos, y si no me equivoco, él se encargará de hacerte probar que preferirías dar tu vida antes que perder tu virtud. Es mejor que te cuides.
Al concluir la reunión, el director del grupo me hizo a un lado y me dijo:
—Usted dio en el clavo, porque en la base aérea se ha levantado uno de los vecindarios más inmundos, corrompidos y llenos de prostitutas para tratar de engañar a nuestros hombres, y hemos tratado de mantenerlos fuera de sus garras. Pero este joven había hecho una cita con una de esas prostitutas, lo cual descubrimos antes de que llegara la fecha de la misma y le dijimos: «Mira, no te vamos a dejar que asistas a esa cita. Piensa en tu madre; piensa en tus hermanas.
Ahora, te acompañaremos para ayudarte a cancelarla honorablemente.»
Lo hicieron y lo estuvieron observando durante dos semanas. Lo asignaron para la orientación familiar, como se llama ahora; lo cual significaba visitar a todos los muchachos inactivos en el campo. Y dos semanas más tarde le dieron la asignación de que dijera un discurso sobre el tema de la castidad.
Transcurrieron los años. Nos encontramos con el presidente McKay en la dedicación del Templo de Los Ángeles.
Después de cada sesión salía yo para tomar aire fresco; mientras caminaba a lo largo del costado occidental del edificio vi a un joven que me pareció conocido, y me acerqué donde estaba. Al reconocerme, bajó corriendo las escaleras y abrazándome, dijo:
«¡Adivine la asignación que me dieron! Me han llamado para ser obrero en el Templo de Los Ángeles.»
Sentí un nudo en la garganta porque yo me había encontrado presente en el momento en que estuvo a punto de dar un paso fatal que probablemente le habría robado el derecho de ser un obrero en el Templo de Los Ángeles.
Pasaron algunos años, y en una oportunidad asistí a una conferencia en donde él vivía; vi a la joven pareja caminar por el pasillo, el hombre llevando en sus brazos a una hermosa criatura, y tomada de su brazo, una bella jovencita a quien presentó como su esposa. Al descubrir el rostro del bebé, me pareció que en el suyo se reflejaba un cierto orgullo porque sabía como joven padre que en las venas de su propio hijo corría una sangre limpia y pura.
Esta es la recompensa que recibe aquel que pasa la prueba.
Entre las cosas que debemos enseñar a nuestros jóvenes está el prepararlos para afrontar una tentación que llegue en un momento inesperado. Cuando enseñamos a nuestros jóvenes que salen al servicio militar, invitamos a las personas que han estado en condiciones similares a hablar de algunas de las experiencias que ha tenido que pasar y decirles: «Ahora, si os vierais frente a ésta o aquella tentación, ¿qué haríais? ¿Cómo reaccionaríais?» Luego discuten en cuanto a cómo reaccionarían. ¡Cuán importante es esto en esta época de iniquidad!
El que tiene la responsabilidad principal es el padre del joven. Esto no quiere decir que el padre despierte una mañana y llame a su hijo para contarle en quince minutos todas las cosas de la vida. Eso no es lo que el muchacho necesita; necesita un padre que responda cuando él quiera hacer preguntas de naturaleza delicada. Tiene hambre de saber; tiene curiosidad por las cosas.
Si un padre es franco y honrado, y le dice estas cosas hasta el limite de su inteligencia a medida que va creciendo, él será la persona a quien el hijo se volverá para recibir consejos en los años siguientes. El padre será un ancla para su joven alma, a medida que tome de su libro de la experiencia las lecciones que pueda brindarle a su hijo a fin de ayudarlo ante la posibilidad de caer en una trampa fatal en un momento inesperado.
Quisiera hablar de otras cosas. Al estudiar diversas actividades tales como la noche de hogar y las concernientes al matrimonio en el templo, la orientación familiar, etc., hemos descubierto que nunca salimos adelante con tan sólo exhortar y tratar de presionar a la gente a efectuar las noches de hogar o hacer su orientación familiar. Estamos descubriendo que el modo único de efectuar la orientación familiar, de empezar a llevar a cabo las noches de hogar, mejorar la asistencia a la reunión sacramental, tener más casamientos en el templo, es asegurarnos que el poseedor del sacerdocio en el hogar magnifique su sacerdocio; y a menos que se dé cuenta de la importancia del Sacerdocio de Dios, el cual le da el poder de Dios Todopoderoso para actuar por medio de él, ese hogar será seguro.
Debemos inculcar en cada padre el conocimiento de que él será responsable por el bienestar eterno de su familia; lo cual significa asistir a la Iglesia con su familia, ir a la reunión sacramental con su familia, efectuar las noches de hogar para mantener a su familia intacta, prepararse para llevarlos al templo y que de esta manera se puedan preparar los pasos que constituirán un hogar eterno.
Es una gran responsabilidad dirigir a los poseedores del sacerdocio en la manera que deben magnificarlo al vivir y hacer lo que el Señor ha mandado.
Estoy convencido de que hay muchas personas en la Iglesia que están cometiendo un suicidio espiritual, y que están pidiendo ayuda tal como los que están dispuestos a cometer suicidio físico. Nos dicen que hay un clamor de dolor que si se reconociera a tiempo podría salvar una vida.
Hay muchos entre nosotros en la actualidad que están emitiendo la señal, el clamor de dolor, porque están en peligro de cometer suicidio espiritual; y si solamente podemos reconocer a tiempo este clamor, seremos el medio de salvación para muchas almas.
Ahora, debemos extender a los hombres de todo el mundo la mano de hermanamiento, así como a aquellos que están plenamente convertidos y que desean unirse a la Iglesia y participar de las muchas oportunidades compensadoras que se encuentran en la misma. A aquellos que por ahora no pueden tener el sacerdocio, rogamos que las bendiciones de Jesucristo les sean brindadas hasta el grado más extenso que nos sea posible dárselas. Mientras tanto, pedimos a los miembros de la Iglesia que se esfuercen por emular el ejemplo de nuestro Señor y Maestro Jesucristo, que nos dio el nuevo mandamiento de que debemos amarnos los unos a los otros. Ojalá pudiéramos recordar eso.
Ahora, por último, solamente un pensamiento más. El discurso del presidente Smith que dio esta noche me ha impresionado mucho. En una ocasión oí a alguien decir algo que según lo que he aprendido, es una absoluta verdad. Cuando tomé mi lugar como miembro joven del Consejo de los Doce, la primera reorganización de la Iglesia en la que me fue permitido participar fue cuando el presidente Grant falleció. Al reunirnos en el Templo para una larga discusión, tal como es la costumbre antes de que se tomen los votos y se llegue a una decisión en cuanto a la selección del Presidente de la Iglesia, me puse a pensar que había habido algunos rumores en cuanto a quiénes podrían serlo como sucede con los chismes que acompañan a tales reorganizaciones. Pero cuando el Presidente nombró a sus conejeros y éstos tomaron sus lugares al frente de la habitación, en mi interior sentí un testimonio de que ellos eran los hombres que el Señor deseaba para que formaran la Presidencia de la Iglesia. Recibí esto Con una convicción que era como si esa verdad estuviera siendo proclamada con trompetas en mis oídos.
Ahora quisiera yo grabar esto en vosotros. Alguien lo ha dicho de esta manera y pienso que es absolutamente cierto: «Una persona no está plenamente convertida hasta que vea el poder de Dios sobre los líderes de esta Iglesia, y hasta que ese poder penetre en su corazón como un fuego.» Los miembros de esta Iglesia no están plenamente convertidos a menos que tengan esta convicción de que son dirigidos por el camino recto, y de que estos hombres de Dios son hombres inspirados y que han sido propiamente señalados por la mano de Dios.
De modo que os testifico que sé con toda mi alma, como lo supe en aquella ocasión, que aquellos a los que el Señor selecciona son los que El necesita para ese momento particular. Desde este púlpito oí al élder Orson F. Whitney, un miembro de los Doce, decir que no creía que estos hombres fueran necesariamente los que viven mejor en la Iglesia, sino que pueden haber muchos otros que vivan vidas igualmente justas, o quizás aún más; pero una cosa sí sabía: que cuando hay una vacante y el Señor necesita a una persona, busca y encuentra a aquella persona que esté mejor capacitada para llenar el puesto en un tiempo determinado.
Ya he vivido lo suficiente en estos treinta y un años como miembro de las Autoridades Generales para saber que es cierto; y testifico que el Señor está guiando esta Iglesia y que diaria y constantemente vemos en los consejos de esta Iglesia que hay guía divina. Dejo este humilde testimonio en el nombre del Señor Jesucristo. Amén.
























