Las manos

Conferencia General Octubre de 1972

Las manos

Thomas S. Monson

Por el élder Thomas S. Monson
Del Consejo de los Doce


Cuando Jesús de Nazaret enseñaba y ministraba entre los hombres, no hablaba como lo hacían los escribas y la gente de aquella época, sino lo hacía en un lenguaje comprensible para todos. Jesucristo enseñó por medio de parábolas. Sus enseñanzas movían a los hombres y los motivaban hacia una vida nueva.  El pastor en la colina; el sembrador en el campo, el pescador con sus redes, todos fueron personajes mediante los cuales el Maestro enseñó sus verdades eternas.

El divinamente creado cuerpo humano, con sus grandes y maravillosos poderes así como su compleja estructura, adquirió un nuevo significado cuando el Señor habló de ojos que no estaban ciegos, sino que veían; oídos que no estaban sordos sino que oían, y corazones que no estaban endurecidos, sino que sabían y sentían.  En estas enseñanzas, se refirió al pie, la cara, el costado, y a la espalda.  Son también significativas todas aquellas ocasiones en que El habló de otras partes, por ejemplo; de las manos humanas; consideradas por artistas y escultores como la parte más difícil de plasmar en un lienzo o de modelar en arcilla, la mano es una maravilla difícil de captar.  Ningún color, tamaño, condición o edad distorsionan este milagro de la Creación.

Primero, vamos a considerar la mano de un niño. ¿Quién entre nosotros no ha alabado a Dios y no se ha maravillado de su poder cuando un niño está en sus brazos?  Esa manita tan pequeña y delgadita, pero tan perfecta, inmediatamente se convierte en el tema de la conversación. Nadie puede resistir el tomar esos pequeños dedos entre sus manos, y entonces una sonrisa aflora a los labios, un cierto brillo a los ojos, y uno aprecia verdaderamente los sentimientos que llevaron al poeta a escribir: «Un dulce y nuevo capullo de la humanidad, un fresco manantial del hogar de Dios, florece en la tierra» (Gerald Yiassey).

Conforme el niño crece, la pequeña mano se abre en una expresión de completa confianza.  «Tómame de la mano, mamá, y ya no estaré temeroso» dice.  La delicada canción que los niños han cantado muchas veces, viene a ser un canto a la paciencia, una invitación a la enseñanza, una oportunidad de servir; tal como se observa a continuación:

«Mis manitas cruzadas y quietas están,
Y aunque es muy pequeñas lo bueno harán;
Durante las horas del día he de ver
Cuántas cosas podrán mis manitas hacer.

Por mis manos, buen Padre, doy gracias a Ti,
y enséñanos siempre a ellas y a mí,
Que sólo contento y feliz es aquel
Que es siempre obediente, cumplido y fiel»
(Canta Conmigo.  Núm.  B-74)

Los sentimientos como el amor y la fe viva, siempre extraerán de cada padre un fuerte voto de fidelidad, sí; una firme determinación de hacer lo correcto.

Es necesario agregar algo, al referirnos a la ocasión en que los discípulos vinieron a Jesús diciendo: «¿Quién es el mayor en el reino de los cielos?

«Y llamando Jesús a un niño, lo puso en medio de ellos,

«Y dijo: De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.

«Y cualquiera que reciba en mi nombre a un niño como éste, a mí me recibe.

«Y cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar» (Mateo 18:1-3, 5-6).  Son muy importantes las manos de un niño.  Segundo, debemos volver nuestra atención a las manos de los jóvenes. Este es el periodo de entrenamiento cuando las tienen ocupadas aprendiendo a trabajar.  El esfuerzo honesto y el servicio amoroso, son signos característicos de una vida abundante.  Las jovencitas de una mutual recibieron una muy eficaz enseñanza de esto, cuando llevaron galletas a las ancianas que vivían en un asilo de su vecindario.  La mano temblorosa de una abuelita se apoyó en la mano firme de una adolescente; no se habló ninguna palabra, sólo se habló de corazón a corazón.

Las manos que cocinaron las galletas, se levantaron para enjugar una lágrima, esas manos son manos limpias y esos corazones, son corazones puros.

Entonces, viene un día en que las manos de un joven toman las manos de una jovencita, y los padres, de repente se dan cuenta de que sus hijos ya han crecido.  Nunca la mano de una joven luce tan delicada y esplendorosa, como cuando colocan en ella el anillo que simboliza un sagrado compromiso.

Su paso se torna presto, su semblante luminoso, y todo en el mundo le parece hermoso; el noviazgo ha venido y le sigue el matrimonio, y nuevamente dos manos se unen, esta vez en un templo santo.  La ansiedad del mundo es olvidada por un breve momento, y esas manos estrechamente unidas hablan de promesas del corazón.  El cielo está ahí en ese momento.

El tiempo pasa y la mano de esa novia se convierte en la de una madre, que siempre gentil, cuida solícitamente de un pequeño y precioso niño; lo baña, lo viste, lo alimenta y conforta. No hay manos como las de la madre; su ternura no disminuye a través de los años.  Aún recuerdo las manos de una madre, la madre de un misionero.  Hace algunos años, en un seminario anual para presidentes de misión, se invitó a los padres de los misioneros a reunirse y realizar una breve visita al presidente de misión.  He olvidado los nombres de aquellos que se saludaron y que amistosamente estrecharon sus manos, pero sí recuerdo todos los sentimientos que me envolvieron cuando tomé entre mis manos las maltratadas manos de una madre que vivía en Star Valley, Wyoming; al hacerlo, ella se disculpó diciendo: «Disculpe lo ajado de mis manos, pero desde que mi esposo enfermó yo me he hecho cargo de la granja para que nuestro hijo pueda servir al Señor como misionero.»

Las lágrimas no pueden ni deben ser reprimidas. Estas producen una cierta limpieza del alma, la labor de una madre santifica el servicio de un hijo.  Las manos de una madre son adorables.

No debemos olvidar las manos de un padre.  Ya sea que fuere un hábil cirujano, un diestro artesano o un talentoso maestro, sus manos son el sostén de la familia; hay una gran dignidad en su honesta labor e infatigable afán.

Durante el período en que los Estados Unidos de Norteamérica sufrían una gran depresión económica yo era un niño, en esa época se consideraba una verdadera fortuna que los hombres tuvieran trabajo; los empleos eran pobres, de muchas horas y escasa paga.  En nuestra calle vivía un jefe de familia que, aunque estaba entrado en años, sostenía con el trabajo de sus manos a una numerosa familia compuesta por puras niñas.  La compañía para la cual trabajaba era conocida con el nombre de «Spring Canyon Coal Company».  Su trabajo constaba de una carretilla de mano, un montón de carbón, una pala, un hombre y sus propios brazos.  Desde muy temprano por la mañana, hasta ya muy entrada la tarde, él luchaba por sobrevivir.  Aún durante la reunión de ayuno y testimonio, yo recuerdo muy especialmente cuando él daba gracias al Señor por su familia y, por su testimonio.  Sus dedos eran ásperos, sus manos, muy agrietadas, pero se tornaban cuidadosas cuando, con mucho amor, tomaba por el respaldo la banca en donde yo me sentaba en el momento en que el hermano James Farrell daba su testimonio respecto de un niño, José Smith, quien en una arboleda cerca de Palmyra, Nueva York, se arrodilló en oración y contempló la celestial visión del Padre y su Hijo Jesucristo.  El recuerdo de las manos de aquel padre, sirve para recordarme su inquebrantable fe, su honesta convicción y su testimonio de la verdad.  Las manos de un padre merecen honrarse.

El viernes por la mañana en este histórico tabernáculo y en los hogares de los miembros de la Iglesia, quienes veían o escuchaban esta sesión, alzamos nuestras manos para sostener a un profeta, vidente y revelador: El Presidente de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Ultimos Días. Nuestra mano en alto fue una expresión exterior de nuestros sentimientos internos.  A medida que alzábamos la mano, brindábamos nuestro corazón. ¿Podría hacer mención por un momento de las manos de nuestro profeta y presidente Harol B. Lee?  Lo hago humildemente y con su autorización.  Hace algunos años, el presidente Lee, dirigido por inspiración y revelación, llamó al hermano Dewitt J. Paul para servir como patriarca en una estaca de la Iglesia.  El hermano y la hermana Paul se humillaron, se maravillaron, se preocuparon y oraron para obtener una confirmación celestial, lo cual no sucedió de inmediato.

El voto de la gente demostró su aprobación, luego vino el momento de la ordenación.  En un sótano situado dos pisos abajo de la sala en donde tenemos nuestras reuniones, Dewitt Paul nerviosamente sentado, con una callada oración en su corazón, en silencio esperaba su ordenación.  El presidente Harold B. Lee entonces colocó sus manos sobre la cabeza del recién llamado patriarca y comenzó a hablar.  La paz venció a la agitación, la fe a la duda.  Junto a la hermana Paul se encontraba un amigo de toda la vida, a quien la hermana le había confiado su preocupación.  Mientras pronunciaban la bendición de ordenación, ella abrió los ojos y dice que vio un rayo de luz  brillando sobre la cabeza del presidente Lee mientras colocaba sus manos sobre la cabeza del hermano Paul.  Al finalizar la bendición, ella se apresuró a contarle al hermano Lee acerca de la confirmación de este llamamiento.  Le relató cómo vio aquel brillo de sol en forma de rayo y cómo salía un resplandor de sus manos.  «En realidad, esto le confirma a usted de que este es un llamamiento sagrado, porque, como puede ver, en este sótano no hay una ventana a través de la cual puedan entrar los rayos del sol» Preciosas son las manos de un profeta.

Finalmente, podemos hablar de algunas otras manos; las manos del Señor; las manos que guiaron a Moisés, que fortalecieron a José, las manos prometidas a Jacob cuando declaró el Señor: «No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia» (Isaías 41:10).

Estas fueron las manos que arrojaron del templo a los cambistas, las manos amorosas que bendijeron a los niños, las que destaparon oídos y restauraron la vista a los ojos ciegos.  Con estas manos, el leproso fue limpiado, el lisiado sanado, y Lázaro restaurado a la vida.

Con los dedos de una de esas manos se escribió en la arena aquel mensaje que el aire borró y los corazones honestos retuvieron.  Las manos del carpintero, las manos del maestro, las manos de Cristo. Un hombre llamado Poncio Pilato se lavó las manos por este hombre llamado Rey de los judíos. ¡Oh, qué tontería! ¿Realmente creéis que esa agua podría limpiar tal infamia?

Contemplo que él en la cruz se dejó clavar,
Pagó mi rescate, no puédolo olvidar;

No, no, si no que a su trono yo oraré,
Mi vida y cuanto yo tengo a él daré.

Cuán asombroso es que él amárame y rescatárame
Oh, sí asombro es, siempre para mí.
Himnos de Sión.  Núm. 46

Despreciable es la mano pecadora.  Envidiable es la mano que pinta; honorable la que construye; apreciada la que ayuda; respetada la que sirve; adorada la que salva, sí, las manos de Cristo, el Hijo de Dios, el redentor de la humanidad.  Con esas manos toca a la puerta de nuestro entendimiento.

«He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» (Apocalipsis 3:20).

¿Estamos prestos para oír su voz? ¿Abriremos las puertas de nuestra vida a su exaltada presencia?  Cada quien debe responder por sí mismo.

En esta jornada llamada mortalidad, nubes de obscuridad pueden aparecer en el horizonte de nuestro destino personal.  El camino futuro puede ser incierto; en nuestra desesperación podemos sentirnos inclinados a exclamar como lo hizo alguien:

«. . . Yo dije al hombre que esperaba a la entrada del año:

Dame una luz que debo andar sin peligro en lo desconocido.

Y él contestó:

Sal de la obscuridad y pon tu mano en la de Dios.

Esto será mejor para ti que una luz y más seguro que un camino ya conocido.”

De esta solemne verdad, yo testifico, y declaro que nuestro Señor y Salvador vive y que El aún ahora dirige su Iglesia con todo el poder de su mano, en el nombre de Jesucristo. Amén.

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