C. G. Abril 1975
Necesitamos hombres valientes
Por el presidente Marion G. Romney
Segundo Consejero en la Primera Presidencia
Hermanos del sacerdocio, en esta ocasión quisiera hablaros de la valentía. Se dice que hay dos tipos de valentía: la física y la moral.
Como quiera que sea, fundándome en mi experiencia, opino que quien posee valentía moral, quien es sincero consigo mismo, posee también valor físico. El admirable Shakespeare en su drama Hamlet, hace que uno de sus personajes, Polonio, instruya a su hijo sobre diversos aspectos de conducta, concluyendo los consejos de la siguiente manera:
Y, sobre todo, esto: sé sincero con mismo, y de ello se seguirá, como la noche al día que no puedes ser falso con nadie.
—Hamlet, Acto 1, escena III, pág. 1341.
Todos tenemos una conciencia,, que constituye la médula del valor moral. El individuo en verdad valiente obedecerá siempre a su conciencia. Saber qué es lo correcto y no hacerlo, es cobardía.
En la literatura de nuestra Iglesia encontramos muchos ejemplos de supremo valor. Por ejemplo, consideremos por un momento al profeta José Smith: cuando le habló de su Primera Visión al ministro protestante de la región en que vivía, éste le respondió con desprecio. Sobre esto, el profeta escribió:
«Como quiera que sea, era, no obstante, un hecho que yo había visto una visión…
«Efectivamente había visto una luz; en medio de la luz vi a dos Personajes, y ellos en realidad me hablaron; y aunque se me odiaba y perseguía por decir que había visto una visión; no obstante, era cierto; y mientras me perseguían, me censuraban y decían toda clase de falsedades en contra de mí por afirmarlo, yo pensaba en mi corazón: ¿Por qué me persiguen por decir la verdad? En realidad he visto una visión, y ¿quién soy yo para oponerme a Dios? ¿o por qué cree el mundo que me hará negar lo que realmente he visto? Porque había visto una visión; yo lo sabía y comprendía que Dios lo sabía; y no podía negarlo. . .» (José Smith 2:24-25).
El profeta fue sincero consigo mismo no sólo en su juventud, sino a través de toda su vida. Dieciocho años después de la Primera Visión, él y algunos otros hermanos de la Iglesia fueron «encerrados en un cuarto miserable y frío» durante varias semanas.
«En una de esas noches tediosas [escribe Parley P. Pratt] habíamos estado acostados. permaneciendo como si estuviésemos dormidos hasta después de la medianoche, y nuestros oídos y corazones se hallaban doloridos de estar escuchando, durante largas horas, los cuentos obscenos, horribles imprecaciones, espantosas blasfemias e inmundas palabras de nuestros guardias…
«Los había estado oyendo hasta sentirme tan disgustado, hastiado, horrorizado y tan lleno del espíritu de la justicia ofendida, que difícilmente podía refrenarme de ponerme en pie y reprender a los guardias; pero no le había dicho nada a José ni a ninguno de los otros, aunque yo estaba acostado al lado de él y sabía que estaba despierto. Repentinamente se pudo de pie y habló como con voz de trueno o el rugido del león, y pronunció, que yo me acuerde, las siguientes palabras:
¡SILENCIO; demonios del abismo infernal. En el nombre de Jesucristo os increpo y os mando callar. No viviré ni un minuto más escuchando semejante lenguaje.
Cesad de hablar de esta manera, o vosotros o yo moriremos EN ESTE MISMO INSTANTE!’
«Cesó de hablar, Permaneció erguido en su terrible majestad. Encadenado y sin armas; tranquilo, impávido y con la dignidad de un ángel se quedó mirando a los guardias acobardados, que bajaron o dejaron caer sus armas al suelo, y golpeándoles las rodillas una contra la otra, se retiraron a un rincón, o echándose a los pies de él, le pidieron que los perdonase, y permanecieron callados hasta el cambio de guardia.
«He visto a los ministros de justicia envueltos en sus ropas magistrales, y a los criminales ante ellos, mientras la vida dependía de un hilo, en los tribunales de Inglaterra; he presenciado un Congreso en sesión solemne decretar leyes a las naciones; he tratado de imaginarme reyes, cortes reales, tronos y coronas; y emperadores reunidos para decidir los destinos de reinos; pero dignidad y majestad no he visto sino una sola vez, en cadenas, a medianoche, en el calabozo de una aldea desconocida de Missouri» (Elementos de la Historia de la Iglesia, págs. 257-58. Cursiva agregada).
En aquella ocasión, el Profeta demostró ciertamente una valentía admirable, tanto moral como física. El haber sido sincero y fiel consigo mismo así corno con su Hacedor, finalmente le costó la vida, pero también le aseguró vida eterna y exaltación.
En el Libro de Mormón aprendemos del gran valor de Nefi. Recordaréis que cuando Lehi y su familia se hallaban acampados en el valle de Lemuel, el Señor le dio instrucciones de que mandara a sus hijos que volviesen a Jerusalén y procurasen conseguir los anales que Labán tenía en su poder. Lamán y Lemuel murmuraron diciendo que era «cosa difícil» (1 Nefi 3:5), pero Nefi, el hermano menor de éstos, dijo: «Iré y haré lo que el Señor ha mandado, porque sé que él nunca da ningún mandamiento a los hijos de los hombres, sin prepararles la vía para que puedan cumplir lo que les ha mandado» (1 Nefi 3:7).
Y bien, fueron a Jerusalén, y una vez allí echaron suertes para ver cuál iría a la casa de Labán, cayendo el encargo sobre Lamán, quien fue hasta la casa de aquel hombre; una vez allí, Labán lo acusó de ladrón y amenazó matarlo. Huyendo, regresó junto a sus hermanos sin los anales; había asegurado que no podrían obtenerlos y lo probó. Los hermanos estaban a punto de volver a su padre en el desierto, pero el joven Nefi les dijo: «Vive el Señor, que como nosotros vivimos no volveremos a nuestro padre sin que cumplamos antes lo que el Señor nos ha mandado» (1 Nefi 3:15).
Entonces, a instancias de Nefi, fueron a la tierra de su herencia y después de haber recogido allí su oro, plata y todos sus objetos preciosos, fueron nuevamente a la casa de Labán intentando comprarle los anales que se hallaban grabados sobre las planchas de bronce. Labán, al ver aquellas riquezas, las codició y envió a sus siervos para que los mataran y se apoderasen de ellas. Los hermanos, a fin de salvar la vida, huyeron al desierto donde se escondieron en la hendidura de un peñasco. Una vez allí, Lamán y Lemuel, irritados con sus hermanos, a fin de salvar la vida, huye una vara» (1 Nefi 3:28). Sucedió entonces que un ángel del Señor apareció ante ellos y los reprendió. Cuando el ángel hubo desaparecido, Lamán y Lemuel comenzaron a murmurar nuevamente, diciendo que era imposible que llegasen a obtener los anales, afirmando a Nefi: «Labán… es un hombre poderoso, y puede mandar a cincuenta. Sí, y aun puede matar a cincuenta, luego ¿por qué no a nosotros? (1 Nefi 3:31).
Pero Nefi les dijo refiriéndose al Señor: «… El es más poderoso que todo el mundo. ¿Por qué pues no ha de ser más poderoso que Labán con sus cincuenta, o con sus decenas de millares? (1 Nefi 4:1).
Entonces ellos lo siguieron hasta los muros de Jerusalén. Nefi entró en la ciudad y salió de ella con los anales. Su fe y su valor eran muy grandes.
En la época en que Lehi y su familia salieron de Jerusalén, vivía en aquella región otro joven, llamado Daniel, que daría muestras de inmenso valor durante su vida. En el año 597 A. C., sólo tres años después de la partida de Lehi, Daniel fue llevado cautivo a Babilonia por el rey Nabucodonosor, comenzando a manifestar su gran valentía poco después de haber llegado allí, cuando él, junto con Sadrac, Mesac y Abednego se propusieron «no contaminarse» con los alimentos y el vino del rey (Daniel 1:8); expresado en otras palabras, Daniel se negó a quebrantar la «Palabra de Sabiduría» como la observaba su pueblo en aquel entonces, aunque al actuar de este modo contravenía las órdenes del rey.
Este joven puso de manifiesto su valor incomparable cuando al interpretar el sueño de Nabucodonosor, le dijo abiertamente a éste que era «la sentencia del Altísimo» (Daniel 4:24), que lo echarían de entre los hombres, que moraría con las bestias del campo, que lo apacentarían con hierba «como a los bueyes» durante siete años, añadiendo: «hasta que conozcas que el Altísimo tiene dominio en el reino de los hombres, y que lo da a quien El quiere» (Daniel 4:25). En seguida, aconsejó al rey diciéndole: «tus pecados redime… y tus iniquidades» (Daniel 4:27; véase además Daniel 4:20, 22, 24-25, 27).
Podéis imaginaros la valentía a que tendría que recurrir el joven esclavo, para hablarle de esa manera a aquel rey, cuyo dominio, dice el registro, llegaba «hasta los confines de la tierra» (Daniel 4:22). Y bien, demostró su valor, y por extraño que parezca, sobrevivió al rey.
Cuando este mismo Daniel fue convocado por Belsasar, quien sucedió en el trono a Nabucodonosor, para interpretar el raro manuscrito que había visto en la pared, dio muestras de una valentía semejante. Le dio a Belsasar la siguiente interpretación:
«Contó Dios tu reino, y le ha puesto fin.
Pesado has sido en balanza, y fuiste hallado falto.
Tu reino ha sido roto y dado a los medos y a los persas» (Daniel 5:26-28).
Daniel no sólo leyó el mensaje, sino que antes de hacerlo, tuvo el valor de decirle a Belsasar que él mismo había acarreado sobre sí aquel juicio por sus transgresiones. Le dijo además que uno de los pecados que había cometido era el profanar los vasos que su padre, Nabucodonosor, había sacado del templo de Jerusalén; y que otro de esos pecados era el haberse ensoberbecido «contra el Señor del cielo» (Daniel 5:23; Daniel 5).
El registro dice: «La misma noche fue muerto Belsasar rey de los caldeos» (Daniel 5:30).
Darío, el medo que tomó el reino, lo dividió en 120 provincias que gobernaban 1 20 sátrapas respectivamente, sobre los que había tres gobernadores «je los cuales Daniel era uno, a quienes estos sátrapas diesen cuenta. . .» (Daniel 6:2).
En este cargo, Daniel tuvo ocasión de demostrar una vez más su valor al enfrentar grandes peligros. Los otros «gobernadores y sátrapas buscaban ocasión para acusar a Daniel en lo relacionado al reino», pues le tenía envidia, mas no pudieron hallar ninguna falta en él.
«Entonces dijeron aquellos hombres: No hallaremos contra este Daniel ocasión alguna para acusarle, si no la hallamos contra él en relación con la ley ‘de su Dios.
«Entonces estos gobernadores y sátrapas se juntaron delante del rey. . .» y lo persuadieron a que firmara un edicto real que estipulaba lo siguiente: «cualquiera que en el espacio de treinta días demande petición de cualquier dios u hombre fuera de ti, oh rey, sea echado en el foso de los leones».
Ahora bien, cuando Daniel se enteró de esto, se fue inmediatamente a su casa, y con las ventanas de su cuarto abiertas, a fin de que lo viesen, «se arrodillaba tres veces al día, y oraba y daba gracias delante de su Dios, como lo solía hacer antes» (Daniel 6:4-7, 10).
Me imagino que nadie pondría en tela de juicio el hecho de que al ser de este modo fiel y sincero tanto consigo mismo como con su Dios, Daniel demostró una fe y una valentía inmensa.
En cuanto a la continuación del relato, ya sabéis lo que sigue: que a Daniel lo echaron al foso de los leones, pues el rey no pudo abrogar la ley de los medos y los persas, y que el Señor «cerró la boca de los leones» y Daniel se salvó.
No todos los actos valerosos aportan tan espectaculares resultados; pero, en cambio, todos ellos brindan paz y satisfacción, tal como la cobardía, a la larga, acarrea pesar y remordimiento.
Lo que acabo de decir lo sé por experiencia propia. Recuerdo que cuando era yo un muchacho de 15 años y fuimos expulsados de México por la revolución que allí surgió, mi familia se dirigió desde la ciudad de El Paso, Texas, a la ciudad de Los Angeles, California. Allí, obtuve un trabajo entre un grupo de individuos que detestaba a los mormones, por lo cual yo no les dije que era mormón. Al cabo de un tiempo allí, el presidente Joseph F. Smith fue a Los Angeles y pasó a cenar con mis padres. En esa ocasión, poniéndome una mano en la cabeza, el presidente Smith me habló diciendo: «Hijo, jamás te avergüences de ser mormón».
Os diré que todos los días de mi vida me ha angustiado el no haber tenido el valor de hacer frente resueltamente a aquellos hombres inmorales.
Recuerdo otra oportunidad en que encontrándome en Australia en una misión fui a visitar las cavernas Jenolan, un sitio magnífico, espectacular. Cuando recorría el lugar junto con otras personas, el guía dijo: «Si alguien quisiera subirse sobre aquel peñasco y cantar una canción podríamos comprobar la calidad acústica de esta caverna».
«Yo sentí que el Espíritu Santo me instaba a ir hasta el lugar indicado y cantar «Oh, mi Padre»; pero vacilé y seguí caminando con el resto del grupo, dejando escapar así la oportunidad. Esto me dejó un sabor amargo; lo único que me hizo sentir que el Señor me había perdonado, fue escuchar al presidente McKay cuando dijo: «en una ocasión, cuando me encontraba en el campo misional, me sentí inspirado a realizar algo, pero no lo hice. Esto me ha apesadumbrado siempre. Nunca dejéis de responder a la inspiración del Espíritu Santo. Vivid de tal manera que podáis recibirlo, y entonces, tened el valor de seguir sus instrucciones».
Hermanos, como poseedores del sacerdocio tenemos todos, los jóvenes y los mayores, la firme resolución de desarrollar la valentía de ser sinceros tanto con nosotros mismos como con nuestro Hacedor, en todos los aspectos de nuestra vida.
Que Dios nos bendiga en este propósito, lo ruego en el nombre de Jesucristo. Amén.
























