Conferencia General Abril 1975
Un tributo

por el élder L. Tom Perry
del Consejo de los Doce
Aunque sea difícil, quiero hoy pagar tributo a un alma muy noble, que encontró el gozo de vivir una vida de servicio.
Nuestro primer encuentro tuvo lugar hace treinta años. Yo era un recién nombrado secretario de la Mutual de la estaca y ella era miembro de la directiva de uno de los barrios. Mi trabajo incluía tomar lista de asistencia en nuestra reunión de líderes de la estaca. En aquellos días era la costumbre prepararnos para tomar esta lista y recuerdo una noche en particular cuando empezaba a nombrar al personal de los distintos barrios. No tuve ninguna dificultad en hacer una cuenta exacta de la asistencia de los jóvenes, pero cuando comencé con la lista de las mujeres jóvenes; de repente mis ojos encontraron una encantadora y bella jovencita. En ese momento perdí por completo mi habilidad para contar y confieso ahora al Historiador de la Iglesia, que los registros que están en los archivos de la Iglesia, no son tan exactos respecto a esa particular reunión.
Ocho meses después me encontraba arrodillado ante el altar de la Casa del Señor, tomando su mano y escuchando las más gloriosas palabras que pueden ser pronunciadas sobre la tierra: «Por el tiempo y por todas las eternidades». Me di cuenta de que estaba recibiendo el más grande don de Dios. Estaba siendo sellado en matrimonio por uno que tenía la autoridad para actuar por el Señor uniéndome a mi hermosa compañera por el tiempo y por todas las eternidades, si yo vivía digno de ella. A los pocos días de casados encontré que había escogido una mujer con un gran amor en su corazón, para compartirlo con todo el género humano. No todos esos maravillosos aromas que flotaban en el aire alrededor de su cocina estaban dedicados a mí, porque cuando ella encontraba a alguien necesitado, no se daba punto de reposo hasta haber hecho el esfuerzo de proporcionar un socorro.
Frecuentemente me encontraba volviendo a casa después de un día de intenso trabajo, todavía bajo grandes presiones para terminar una asignación antes de la mañana siguiente; ¡y sólo para encontrar con que había sido comisionado a un acto de servicio compasivo esa noche! Mientras guiaba el carro hacia el lugar de servicio, iba murmurando muy bajito: «¿Por qué yo esta noche? ¿Cómo voy a poder terminar ese trabajo antes de que amanezca?» Llegamos al lugar donde prestaríamos servicio y me daba cuenta de la luz que invadía sus ojos mientras ejercía sus actos caritativos. Podía ver a los niños bailar de gozo y a los padres llorar de gratitud por su preocupación por ellos. Camino a casa yo murmuraba en forma diferente agradeciendo al Señor por el privilegio de haber estado ahí precisamente esa noche.
Ella comprendió su papel en la organización familiar. Siempre estaba ansiosa de cumplir lo que Dios le había destinado y tenía absoluta confianza en que yo cumpliría mi parte. Mi responsabilidad era ser el constructor, proveedor y protector del hogar. La suya era poner belleza y amor dentro de sus muros. Cuando me casé con ella, era ya una experta en su campo, en cambio yo todavía necesité entrenamiento en el mío. Durante aquellos primeros años, estoy seguro, ella trajo a la familia mayores cantidades en su cheque de pago, que lo que yo podía proveer. Por supuesto, cuando llegué una noche a casa y anuncié que había calificado para graduarme de la universidad, ella sin hacer por eso motivo de discusión, fue directamente a su jefe la mañana siguiente y renunció.
Ser ama de casa, para ella, era la más grande de las preocupaciones. Ser madre fue el más noble de todos los llamamientos. Su amor, atención y preocupaciones por sus hijos eran evidentes en nuestro hogar.
Como familia, pronto aprendimos a vivir con lo inesperado cuando se trataba de un acto de caridad. Hacía varios años que nos habíamos cambiado a California y mientras estábamos preparando nuestras finanzas para comprar una casa, rentamos una que estaba equipada con estufa, refrigerador, etc; así que tuvimos que guardar nuestros muebles en el garaje esperando la compra de la casa. Una noche en el culto sacramental, ella oyó un fervoroso llamado del obispo de nuestro barrio para ayudar a aquellos que habían perdido tanto, en una devastadora inundación a pocas millas de donde vivíamos. Cuando volvía a casa del trabajo pocas noches después, vi un camión de remolque (trailer) en mi cochera; y había un hombre atando dentro, todo lo que teníamos guardado allí. Corrí a la casa para enterarme de qué estaba pasando, y me saludó con estas palabras: «¡Oh querido!, ¿no te lo había dicho? Después del culto sacramental la semana pasada, informé al obispo, que si alguno necesitaba nuestros muebles para auxiliar a los de la inundación, podían tomarlos.»
Yo siempre supe que si mi esposa encontraba algún extraño el domingo en la Iglesia, no sería difícil encontrarlos en nuestra recámara extra al regresar de mis asignaciones. Un estudiante buscando alojamiento, un padre que era transferido a otra ciudad buscando un lugar para su familia, una familia que regresaba de una misión en ultramar, etc., todos fueron siempre bienvenidos al quedarse con nosotros hasta que pudieran encontrar un lugar de residencia permanente.
Aún a través de toda esta multitud de actos, sus horas más finas estaban aún por venir. Hace cinco años nuestras vidas sufrieron un choque con el anuncio de que ella había contraído una enfermedad mortal. Sus esperanzas de vida podrían ser sólo de seis meses o como máximo un año. Ella aceptó esta situación con una fe y un valor que nunca espero ver igualados. Cuando el doctor dio su diagnóstico, ella volteó a verme y dijo con toda la fe y la paz que pudo reunir:
«No le digas a nadie acerca de esto, no quiero que esto cambie nuestra forma de vivir o que por ello alguien nos trate de diferente manera.» Ahora su vida estaba llena de penalidades físicas. Esto parecía solamente hacerla más sensitiva a las necesidades físicas de los demás. Su amor por toda la humanidad había aumentado, pues ahora podía apreciar mejor las necesidades de los demás.
Tres operaciones serias siguieron en muy corto tiempo. Muy pocas personas se enteraron de ello y juraron mantener el secreto. Su patrón de vida en el hospital fue siempre el mismo. Con un plan cuidadoso, ella asistía a la Iglesia el domingo. La operación se hacía el lunes temprano; para el martes ya estaba tratando de salir de la cama. El miércoles estaba levantada, moviéndose por aquí y por allá, tratando de reponer su fuerza física. El jueves la encontraba ayudando a las enfermeras a atender a otros enfermos en el hospital y el viernes lo empleaba tratando de convencer al doctor de que ya estaba lista para irse a casa. Para el sábado, el doctor, desesperado, se rendía y la dejaba salir. El domingo estaba de nuevo en la Iglesia y se veía radiante. Nadie pudo sospechar jamás que acababa de pasar por una operación de cirugía mayor. Después de la reunión, quise llevarla rápidamente a casa para que tuviera el descanso que tanto necesitaba. Y cuando me acerqué a ella, escuché que decía a alguien necesitado: «Ahora no se preocupe por nada; tendré lista la comida y la llevaré a su casa el jueves por la noche.»
Ella puso su enfermedad completamente en manos del Señor, y El la bendijo con suficiente fuerza para soportar y suficiente energía para vivir la clase de vida que ella quería vivir. Después de una noche muy difícil, le pedía que permaneciera en la cama, su respuesta fue siempre la misma: «¡No, yo no voy a empezar con eso!»
El Señor la bendijo con cuatro años adicionales, que la ciencia médica no pudo prometerle. Qué agradecidos somos por aquellos años, porque fue durante este período que ella pudo estar a mi lado, cuando fuimos honrados con estos nuevos cargos. Se le permitió ver, cuando menos en cierto grado, lo que ella había tratado de hacer de mí.
El Señor escogió la hora más conveniente para nosotros para llamarla; pues El esperó hasta que yo terminé mi itinerario de viajes de ese año y en el primer sábado que estaba en casa después de muchos meses, fue cuando la llamó para dejar la mortalidad.
Sus últimos actos fueron tan típicos de ella. Estaba levantada preparando el desayuno para la familia cuando oí caer un plato y un pequeño quejido. Cuando corrí de mi estudio, pensando que se había lastimado, encontré que estaba sufriendo un ataque que le hizo perder el uso de su brazo derecho. Rápidamente la levanté, llevándola a un pequeño sofá que recientemente le había convencido de tener cerca de la cocina, para que pudiera descansar durante el día.
Había terror en sus ojos mientras la parálisis comenzaba a extenderse por su costado. Le dije que iba a llamar al médico. Ella me dijo: «Primero dame una bendición.» Cuando puse mis manos sobre su cabeza esa mañana, el Señor en su gran merced, me hizo saber que su tiempo había llegado. Cuando salí para llamar al médico, después de la bendición, ella estaba luchando por mover su brazo y su pierna derechos. Las últimas palabras que le oí pronunciar fueron: «¡Yo no viviré como una media persona!»
Sus próximas dos horas, las últimas en la mortalidad, fueron las únicas dos horas de su vida que yo conocí, en que no llevaba, aparte de su carga completa, alguna carga extra por otra persona. El Señor en su merced le permitió pasar a través del velo y la libró de su ansiedad y sus dolores. Ahora ella está sana otra vez y estoy seguro de que el paraíso es un lugar placentero porque ella está ahí.
Por los cientos de mensajes de simpatía que hemos recibido, quiero expresar nuestro aprecio. Si hubiéramos tomado el tiempo para clasificarlos pienso que hubiéramos podido dividirlos en dos grupos que tipificaron y caracterizaron a ella y su vida aquí sobre la tierra. El primer grupo que habríamos sorteado —de los conocidos de la parte oriental de los Estados Unidos— dirían algo así: «Ella nos dio nuestro primer Libro de Mormón, y fue una inspiración para nosotros. ¡Cuán agradecidos estamos por haberla conocido! Siempre recordaremos su dulce hospitalidad para nuestra familia en el día de nuestro bautismo. Fue una ocasión muy feliz haber “comido con ustedes en ese día especial.»
Ella estaba profundamente agradecida por ser miembro de la Iglesia de Jesucristo. Esta fue la base sobre la cual fue edificada su vida. Era su poder de sustentación, su esperanza para las eternidades. Estaba ansiosa de compartir su testimonio de la misión de nuestro Señor y Salvador, con otros. Una parte fundamental de nuestro programa de almacenamiento, el cual incluía por supuesto lo básico de trigo, productos enlatados y otros inventarlas, fue una provisión de una docena de Libros de Mormón. Ella los contaba tan religiosamente como sus otras provisiones y los reponía de igual forma. Acostumbraba comentar acerca de sus existencias: «Cuando usamos los alimentos, el inventario se acabó. Cuando regalamos un Libro de Mormón, nunca dejamos de recibir el beneficio y el gozo de tal regalo.
El segundo grupo de cartas podría leerse en parte de esta manera: «Su esposa fue mi líder de estaca en la clase de Vida Espiritual. Por un año me encontré con ella por cuarenta y cinco minutos cada mes y ella tuvo una profunda influencia en mi vida pues fue siempre una de las personas verdaderamente inolvidables que he conocido. Para mí ella era un ejemplo de vida espiritual; entendía las necesidades de los demás y procuraba diligentemente aliviar esas necesidades.»
El Señor nos ha dicho: «Viviréis juntos en amor, al grado de que lloraréis por los que mueren, y más particularmente por aquellos que no tienen esperanza de una resurrección gloriosa.
«Y acontecerá que los que mueren en mí, no gustarán de la muerte, porque les será dulce» (D. y C. 42:45-46).
Yo entiendo esta escritura ahora, como nunca antes. Aún a pesar de que hay una gran soledad sin ella, su paso a otra vida fue dulce por la manera en que ella vivió.
En tributo a ella, hoy, os recomiendo su manera de vivir. Yo observé que el servicio a los demás, consume nuestro propio dolor. Testifico que la fe destruye el desánimo. He visto que el valor la magnificaba más allá de sus habilidades naturales y me he dado cuenta de que el amor cambia el curso de las vidas.
Que pueda Dios concedernos que su memoria traiga satisfacción y plenitud a vuestras vidas, lo pido humildemente en el nombre de Jesucristo. Amén.
























